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Y en eso llegó Prayuth

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La cosa empezó con remilgos. El ejército de Tailandia había decidido tomar el poder y así lo hizo a las tres de la mañana del pasado 20 de mayo, pero sus jefes se mostraban muy cautelosos. «Por favor, no se dejen llevar por el pánico y sigan haciendo su vida normal. No es un golpe militar», decía al público una tira noticiosa que corría en la parte baja de las pantallas del Canal 5 de la televisión, el canal de las fuerzas armadas. Horas después, su general en jefe, Prayuth Chan-ocha, se dirigía al país para explicar que su decisión era necesaria para controlar la escalada de violencia desencadenada por las protestas políticas, que «generan disturbios y caos en diversos lugares y afectan a la seguridad nacional y al bienestar popular».

Al poco se precisaría que el no golpe era sólo una declaración de ley marcial. Una ley de 1914, promulgada por el rey Vajiravudh, también conocido como Rama VI, y enmendada numerosas veces después, disponía que, en caso de emergencia externa o interna, una proclama real podría declarar la ley marcial. El artículo 4 precisaba que «en caso de guerra o insurrección en cualquier zona, el comandante militar de, al menos, un batallón o de un fuerte o de una zona bajo ataque podrá declararla en su jurisdicción». La ley marcial, empero, no hace desaparecer a la autoridad civil; sólo la subordina a la militar durante el tiempo en que se encuentre en vigor, lo que dio pie a que un periodista presente en la rueda de prensa del general preguntase por el papel que iba a corresponderle a aquélla. En esos momentos había aún un primer ministro en funciones (Niwatthamrong Boonsongphaisan) y un gabinete ministerial. El general, que tiene fama de hablar claro, contestó con otra pregunta menos melindrosa que los repulgos de su canal televisivo. «¿Y dónde está ese Gobierno?».

Alguien debió, sin embargo, reparar en que el periodista tenía razón. Ni siquiera la ley marcial podía conseguir que aquello fuera sólo un golpecito, igual que no podía disponer que una mujer preñada lo estuviese sólo un poquitín. Otro periodista mañoso hubiera podido pedirle al general que explicase dónde estaba la guerra o la insurrección que amparaba la declaración de la ley marcial. No sé cómo definirán los diccionarios de Tailandia el término insurrección, o sus sinónimos sublevación o levantamiento, pero si había una rebelión o motín contra la autoridad, que es como lo define la Real Academia, tenía exactamente los mismos fines que Prayuth ha hecho suyos: derribar a un gobierno legítimamente elegido, que contaba con una amplia mayoría parlamentaria y que había aceptado actuar dentro de la constitución impuesta en 2007, tras otro golpe, por los militares que ahora se revuelven contra ella. Bajo el eufemismo de perseguir una reforma del régimen, Suthep, el kamnan de la revuelta callejera [la palabra tai kamnan designa a los jefes de un distrito administrativo o tambon, pero en sentido lato puede utilizarse como cacique o caudillo], no había pedido otra cosa y, finalmente, los militares han accedido a sus deseos. El 22 de mayo, el Consejo Nacional para el Mantenimiento del Orden y la Paz, que así se hace llamar la junta militar, abrogó la constitución y destituyó al Gobierno en funciones. El golpe se había consumado.

A su manera, sin embargo, la nueva intervención militar (la decimoctava en la historia constitucional de Tailandia) no deja de levantar el acta de una doble derrota: la del golpe anti-Thaksin de 2006 y la de la constitución militar de 2007. A esa constitución que, con gran esmero, había diseñado un grupo de esclarecidos juristas y aguerridos espadones para dejar su golpe atado y bien atado, se la ha llevado por delante la esterilidad de la maniobra parlamentaria propiciada por el Partido Demócrata de Abhisit Vejjajiva para hacerse con el gobierno en 2008 y, en 2010, la incapacidad de la cruenta represión de los partidarios de Thaksin, también conocidos como camisas rojas, para contener su exigencia de nuevas elecciones. Por cierto, Prayuth y Suthep, a la sazón viceprimer ministro, mantuvieron una colaboración muy estrecha en esta última tarea. Pero, pese a sus desvelos, en cuanto dejó hablarse en 2011 a las urnas, ganaron las elecciones aquellos que, de creer a los esclarecidos juristas y a los aguerridos espadones que guisaron la constitución de 2007, no iban a ganarlas nunca más.

Los relés de seguridad de la constitución militar tampoco han funcionado adecuadamente. Eran tres principales: la Corte Constitucional, la Junta Electoral y la Comisión Nacional Anticorrupción. Esos tres órganos, llamados independientes para ocultar que nadie les había elegido, se componían de burócratas judiciales y administrativos designados por complicados procedimientos de selección endogámica y tenían atribuciones para marcar límites, muy estrechos, a la acción del Gobierno y al parlamento. Entre otras cosas, podían disolver partidos políticos, deponer a primeros ministros y perseguir actuaciones no delictivas de políticos y funcionarios. Es difícil encontrar nada que se parezca a estos llamados órganos independientes en las constituciones de países democráticos y sus actuaciones en el curso de la crisis han sido tan abiertamente partidistas que han acabado con su credibilidad.

Un rápido recuento. Con anterioridad a que comenzase la crisis que ha llevado al golpe de Estado, el parlamento nacional había aprobado una reforma constitucional para acabar con los senadores no elegidos. La mitad del senado, según la constitución de 2007, era designada, al igual que los órganos independientes, por un comité de altos burócratas. El 20 de noviembre de 2013, la Corte Constitucional decidió en contra de la enmienda. «La enmienda constitucional […] recupera antiguos vicios que son peligrosos y podrían acabar con la fidelidad y la armonía de la mayoría del pueblo tailandés […]. La enmienda impactaría negativamente al régimen democrático de gobierno con el rey como cabeza del Estado y abriría un camino para que sus defensores se hiciesen con el gobierno por medios no reconocidos en la constitución». Traducido al lenguaje cotidiano, el alto tribunal impedía que la constitución pudiese reformarse recurriendo a argumentos exclusivamente políticos y de conveniencia, aunque nada en su texto la hiciese legalmente irreformable.

Para afrontar la crisis creciente y la extensión de los disturbios callejeros, el Gobierno de Yingluck Shinawatra convocó elecciones para el 2 de febrero de 2014. Esa decisión, un procedimiento habitual para resolver serias crisis políticas en los regímenes democráticos, fue combatida fieramente por la oposición, que barruntaba una previsible victoria gubernamental. El Partido Demócrata decidió no participar en las elecciones y los seguidores de Suthep emplearon todos los medios a su alcance para impedirlas. Antes de celebrar elecciones, decían ambos sectores, era imprescindible acometer una reforma institucional. Nunca quedó muy claro en qué había de consistir la tal, salvo por la exigencia de que se acabase con el régimen corrupto de los Shinawatra, lo que lógicamente llevaba a la conclusión de que no fuera el partido ganador en 2011 el que eventualmente la llevase a cabo. Las elecciones se celebraron en la fecha prevista, pero no en todo el país. La actuación violenta de los seguidores de Suthep impidió que muchos candidatos pudiesen registrarse y, de las quince provincias del sur, mayoritariamente favorables al Partido Demócrata, sólo una pudo realizar las elecciones, porque en las otras se bloqueó por la fuerza la llegada de las papeletas de voto. Los resultados en los circunscripciones en que se celebraron no llegaron a conocerse, porque la Junta Electoral se negó a hacerlos públicos hasta que no hubiese elecciones en el 11% de distritos electorales en los que no se había podido votar. Pero la Corte Constitucional intervino para decidir que eso no era posible. Las elecciones tenían que haberse celebrado en todo el país al mismo tiempo y, en consecuencia, las del 2 de febrero eran nulas. Ni una palabra sobre la responsabilidad de quienes habían ejercido la violencia para impedir su celebración. La Junta Electoral y el Gobierno habrían de convocar elecciones en todo el país en una nueva fecha.

Nuevas nubes seguían apareciendo en el horizonte. Una de las ofertas electorales de Yingluck en 2011 había sido una promesa peronista de comprar a los campesinos su arroz a precios superiores a los del mercado internacional. Tailandia era el primer exportador mundial de arroz y el arroz comprado por el Gobierno se almacenaría hasta que la escasez forzase una subida del precio, momento en el cual el país podría volver a exportar con cuantiosos beneficios. Este cuento de la lechera se vino abajo tan pronto como India y Vietnam aprovecharon la ocasión para hacerse con una mayor cuota de mercado. Entre tanto, el Gobierno empezó a encontrarse en dificultades crecientes para hacer frente a sus pagos a los agricultores tailandeses. Se estima que las pérdidas incurridas por el país podrían haber subido a diez millardos de euros en los dos primeros años del programa. En teoría, la oposición debería haberse sentido satisfecha, porque la baladronada gubernamental iba a tener con seguridad un coste político en las próximas elecciones. Pero la Comisión Nacional Anticorrupción tenía prisa y decidió abrir diligencias para encausar a la primera ministra por corrupción. No la acusaba de haber desviado dinero, ni de haberse lucrado con el plan del arroz, pero sí estimaba que no había cumplido con sus obligaciones. Una condena por corrupción entrañaría su destitución.

La Corte Constitucional, empero, también estaba en la carrera y se adelantó. El 7 de mayo decidió la caída de Yingluck por su papel en un asunto de menor cuantía. Su sentencia consideró que había cometido un abuso de poder al destituir al general Tawin Pleansri de su puesto de secretario general del Consejo Nacional de Seguridad, porque su decisión había sido deshonesta y fruto de un conflicto de interés; el director de la Policía Nacional pasó a ocupar el puesto de Tawin, lo que permitió a Yingluck colocar al frente de la policía a un cuñado suyo. De paso, la Corte destituía a nueve ministros, a los que acusaba de haberse prestado a ese manejo. En Tailandia, al parecer, cambiar a los miembros de la Administración no es una atribución del gobierno elegido. Incluso en casos tan poco ejemplares como éste, en un régimen democrático son los votantes y no una selecta camarilla quienes pasan factura en las siguientes elecciones. 

A la vista de estos resultados, tan brillantes en apariencia para la oposición extraparlamentaria, y tan reconfortantes para el ammat o elite del poder, la afirmación de más arriba de que el golpe del general Prayuth es el réquiem por una doble derrota puede resultar extravagante. No lo es.

Durante todos estos meses de disturbios, ha sido sorprendente la calma con que los partidarios del Gobierno legítimo han seguido los acontecimientos. Daba la impresión de que creían en la neutralidad de las instituciones y también en la capacidad de Yingluck para abrirles espacios en la sociedad tai. Sólo desde el momento de la sentencia de la Corte Constitucional contra ella comenzaron a dar señales de que su paciencia estaba agotándose. Ha sido la llamada de sus dirigentes a manifestarse en Bangkok lo que ha llevado a Prayuth a abandonar el papel de Bertrand du Guesclin («Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor») con que se había conformado hasta ahora. Con ello ha llevado al país a un atolladero del que no va a ser fácil salir.

No va a ser el suyo un paseo militar.

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Ficha técnica

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