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Viajeros árabes a España, españoles a Marruecos:
rnrnla misma cara del espejo

MAGREB-EL-AKSA. RECUERDO DE CUATRO VIAJES POR YEBALA Y POR EL RIF

Ángel Cabrera

Ibersaf, Madrid

328 pp.

19,7 €

EL OTRO LABERINTO ESPAÑOL. VIAJEROS ÁRABES A ESPAÑA ENTRE EL SIGLO XVII Y 1936

Nieves Paradela

Siglo XXI, Madrid

266 pp.

16,35 €

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Los libros de viajes, durante tiempo considerados un género menor tanto por la literatura como por la investigación historiográfica, han sido en los últimos años objeto de un renovado interés. Documento y creación, voluntad de objetivismo frente a la más pura subjetividad, el relato de viaje es una manera de narrarse a sí mismo, de descubrirse en el contraste con los otros, de vislumbrar la imagen que esos otros nos atribuyen frente a la que nos atribuimos a nosotros mismos: es la manera de reflexionar sobre nuestra propia realidad cuando nos vemos enfrentados a una realidad extraña. La nueva historia social y cultural que incorporaba las cuestiones de otras disciplinas y en especial de la antropología, encontró en los libros de viajes una verdadera mina, y los estudios que sobre ellos se han escrito en las últimas dos décadas han coincidido a su vez con un retorno del interés por las imágenes nacionales que se manifiesta en paralelo a la preocupación por la identidad.Y, así, hemos sentido un nuevo gusto por vernos descritos, por ejemplo, por franceses, británicos o norteamericanos, cuya imagen romántica estaba cargada de exotismo y aprecio estético al tiempo que de rechazo o menosprecio. Los tópicos negativos o pintoresquistas que trazaban una imagen esencialista, inescapable y de tan larga pervivencia han ayudado en España a la reflexión sobre el pasado, y sobre el presente, al tiempo que han dejado de manifiesto uno de los principales rasgos de los relatos de viajes: su profunda carga ideológica.

El elenco de viajeros que presenta Nieves Paradela incide sobre todos estos campos de interés pero tiene la profunda originalidad de ofrecer las visiones de escritores que partían, por decirlo de algún modo, de la misma cara del espejo en que se miraban los europeos. Es decir, que pertenecían a países que eran objeto de los mismos viajes de europeos románticos fascinados y repelidos por países exóticos, a los que describían exactamente del mismo modo que a España: hundidos en el retraso y el inmovilismo, causado por la creencia fanática en religiones (el catolicismo y el islam) que impedían el progreso y regidos por poderes despóticos, sin idea de nación, sumidos en un torpor del que a veces emergían con sacudidas de inusitada y extrema violencia. Pintorescos también, bellos y sobrecogedores, capaces de producir individuos aislados dotados de valor, desprendimiento o caballerosidad sublime. Fascinados, siempre, por sus mujeres, bellas, celosas y celosamente guardadas, encerradas, condenadas a la ignorancia, a la pasividad. Estas visiones, formuladas a veces en una similitud de términos y de conclusiones que resulta sorprendente, eran casi exactas cuando se trataba de viajeros europeos a España que cuando se trataba de viajeros europeos a Oriente, y dice, claro está, más sobre el modelo, las obsesiones o los valores de estos viajeros que sobre los objetos de su «descubrimiento». Por ello, no podía por menos de resultar fascinante la visión de los viajeros árabes.

Pero es que además este libro enriquece el debate que también ha venido siendo tan intenso sobre el «orientalismo»: es decir, sobre el «Oriente» según algunos, y en particular Edward SaidEdward Said, Orientalismo, trad. de María Luisa Fuentes, Madrid, Debate, 2002 (la edición original es de 1978)., forjado o «inventado» por intelectuales europeos que, bajo la apariencia de un quehacer erudito y académico, creaban un objeto que justificaba la acción colonial y la relación de dominio de los países europeos sobre el Oriente Medio árabe. ¿Existe una literatura «occidentalista» árabe que nos dé, como el «orientalismo», claves para la comprensión de ciertos rasgos propios de la cultura árabe moderna y contemporánea? Y, si es así, y el libro de Paradela demuestra que lo es, ¿era España, para ellos, parte de ese «Occidente» objeto de emulación o lo veían, como sus homólogos europeos, como un territorio periférico, híbrido con lo oriental?

Cualquier viajero árabe por España, confrontado a sus vestigios arquitectónicos, consagra una parte importante de su relato al recuerdo histórico de al-Andalus cuando y realiza algún tipo de reflexión, distinta según el tiempo y la procedencia geográfica de los autores, sobre una época y una civilización que pertenecen a su propio pasado. Al mismo tiempo, al-Andalus es el elemento que les sirve de engranaje con un país extraño, que les permite romper la sensación de extranjería producida por su viaje español.Y por ello este libro contribuye de manera eficaz a otro debate reciente: el del «mito de al-Andalus», también, esta vez, visto desde la otra orilla.

El libro de Paradela se divide en dos partes. La primera de ellas es anterior al Romanticismo y a la preocupación por los «caracteres nacionales». Está dedicada a cuatro viajeros, tres marroquíes y uno turco, todos ellos venidos a España en misiones diplomáticas en los siglos XVII y XVIII que escribieron, a su vuelta, relatos que daban cuenta de su misión y de su larga estancia y periplo por tierras españolas. Los textos de los tres embajadores marroquíes son particularmente interesantes y merecedores de una traducción íntegra al castellano que nunca han tenido.También son interesantes sus autores. Uno de ellos, al-Gazzal, volvió a Marruecos acompañado por Jorge Juan y es el inspirador del ficticio Gazal, el interlocutor del personaje de Cadalso en sus Cartas marruecas. En cuanto al embajador turco, había sido precedido, en la segunda mitad del siglo XVI, por otro embajador del que no conocemos relato alguno. Su prolongada estancia en Madrid en la moderna calle de Marqués de Cubas, hasta tiempos recientes llamada por ese hecho calle del Turco, causó una gran expectación en la población de la ciudad. Cuando Teresa de Jesús quiso edificar un convento en esa misma calle, tropezó con la oposición de miembros de la Iglesia que veían con malos ojos la vecindad con el infiel. La oposición fue dirimida por Teresa con las palabras: «Bien; turcos y monjas, todos llevan la cabeza vestida de trapos». Las niñas musulmanas expulsadas hace unos meses de su colegio de El Escorial por llevar pañuelo en la cabeza hubieran disfrutado de contar con una monja como ella.

Estos embajadores venían a establecer con la corona española tratados políticos y comerciales, lo cual no era asunto que se resolviera en tiempo breve. Los largos viajes en carruaje, con frecuentes etapas, la visita a lugares donde había cautivos musulmanes cuyo rescate solía ser también uno de los motivos de la misión diplomática, permite a estos embajadores un conocimiento más extenso del país que el de los meros viajeros posteriores. Su propia misión los aísla de gran parte de la sociedad, pero tienen un gran gusto en describir el funcionamiento de la corte, de sus ceremonias, boato y recepciones, los bailes (en los que les chocan la participación de mujeres escotadas y con los brazos desnudos, pero también la profusión de lámparas), el teatro y las corridas de toros (que les asquean y ven a la vez como síntoma y alimento del gusto español por la violencia). Hombres, todos ellos, de clases sociales privilegiadas, se escandalizan ante la pobreza y la suciedad y el número de mendigos tan abundante en las ciudades. El hecho religioso provoca una gran fractura de incomprensión y disgusto, así como el papel del clero y de la iglesia en general en la vida española.

Los relatos más interesantes son los de los embajadores marroquíes por su atención a aquellos factores de modernización que se detienen en reseñar: el servicio de correos y su funcionamiento, el pavimento de las calles, las aceras y los árboles que las flanquean, las industrias del vidrio o de la seda, los astilleros, las salinas, los puentes y carreteras… Se percibe que, además de la necesidad de describir los recursos de un país con el que se está siempre al borde del enfrentamiento bélico (y esta misma intención es la que mueve las descripciones de los cronistas españoles contemporáneos de Marruecos), España comienza a perfilarse, de algún modo, como un modelo.Todos, claro, describen los monumentos andalusíes, pero lo hacen, aunque con pena por la usurpación (por ejemplo, de la mezquita de Córdoba) y el estado de suciedad o abandono en que se encuentran, desde un punto de vista que podemos decir arqueológico, esto es, de un pasado acabado y sin sentido para el presente, sin el menor tono reivindicativo o victimista. La contemporánea expulsión de los moriscos no provoca ningún juicio (aunque tres de los embajadores la mencionan), sino que aparece descrita como un asunto interno que no les concierne ni les conmueve.Y es que los embajadores marroquíes pertenecen a un país independiente, son mandatarios de un gobierno fuerte y se interesan por las innovaciones o los factores de modernización (con lo que identifican con producción de riqueza), y con todo lo que les es ajeno en el país que visitan, conformando así, en cóncavo, el molde del país al que pertenecen. Pero no están (como lo estarán aquellos de los que se habla en la segunda parte del libro) obsesionados por la idea de su propia decadencia. Ni por su inferioridad. Para dar cuenta del tono empleado, permítanme una cita de al-Gassani, un embajador del siglo XVII que, hablando de América y de las riquezas que produce a los españoles, comenta: «Sin embargo, el lujo y la molicie los han dominado completamente y es raro que veas a alguien que comercie o viaje de la misma forma que hacen otros cristianos, como los flamencos, ingleses, franceses o genoveses.También desprecian los oficios, a los que se dedican las gentes de clase baja, pues ellos se consideran superiores a las demás naciones cristianas. La mayoría de los que se ocupan de esos menesteres bajos son los franceses […] La mayor parte de los españoles trabaja para el gobierno o para el ejército y desprecian la industria y el comercio, esperando por ello ser considerados nobles» (p. 66). El interés por el país y la justeza de análisis son rasgos de estas primeras narraciones que desaparecen en la segunda parte del libro a la que paso a referirme.

Durante un siglo y medio España no recibe viajeros árabes, que no reaparecen hasta finales del siglo XIX : para entonces, los autores dejan de ser tanto embajadores como marroquíes. Son todos ellos orientales (sirios, libaneses, egipcios…) que realizaron estancias breves en España con el fin primordial de visitar los lugares de al-Andalus con la excepción, interesantísima, del último de ellos: un intelectual y político palestino que participó, en el bando republicano, en la Guerra Civil. El descubrimiento de España y de sus habitantes se hace (con excepción del último) en contraste con el redescubrimiento de un pasado propio. Escritores nacionalistas, participantes activos en el nuevo nacionalismo árabe surgido a finales del XIX, estos viajeros convierten a al-Andalus en un objeto de culto y veneración. Obsesionados por reflexionar sobre la génesis y la anatomía de su propia decadencia, alAndalus significaba para ellos un período de gloria con el que identificarse y consolarse de su mal presente.Y es que este libro demuestra que no puede entenderse la mitologización de al-Andalus sin tener en cuenta el contexto del nacionalismo árabe. Sorprendentemente, la tesis de estos viajeros nacionalistas de que alAndalus no tiene nada que ver con España o lo español, coincide con las tesis tradicionalistas de la historiografía española. Son, al fin, interpretaciones esencialistas basadas en una particular idea de nación que se identifica con etnia.

Por otra parte, a finales del siglo XIX y principios del XX, la relación de las élites culturales árabes con Occidente es de admiración y de emulación abierta cuando no de incorporación absoluta. Si en Europa sólo conocen a fondo la cultura arabo-islámica los especialistas, los «orientalistas», todo árabe culto está, en cambio, más o menos occidentalizado y busca en Europa, y más concretamente, en el viaje a Europa, modelos. España no es uno de ellos. Han interiorizado la literatura, sobre todo francesa, sobre España y lo que ven del país lo hacen tras cristales tintados por las lecturas previas, repitiendo todos los tópicos a los que he hecho antes referencia y aceptando sin ningún cuestionamiento una mirada ajena que en paralelo les miraba a ellos con el mismo menosprecio y, sobre todo, con un esencialismo del que ellos eran las primeras víctimas.

Y no debe sorprendernos. Los militares, diplomáticos, periodistas y viajeros españoles que realizaron viajes a Marruecos en esa misma época, lo hacen a su vez utilizando sobre el país vecino la misma visión de la que ellos eran objeto por parte de los europeos del norte, visión que tanta humillación y tanta herida había producido entre los intelectuales españoles. Remito, por ejemplo, ya que se habla tanto de él en estos días, a algunos escritos de Juan Valera (y en particular su estudio llamado «Sobre el concepto que hoy se forma de España», publicado en 1868 en la Revista de España). Los españoles aplican a Marruecos el mismo diagnóstico que los europeos hacían sobre España y utilizan los mismos tópicos dictados por las ideas de determinismo étnico y religioso. La flagrante paradoja muestra claramente hasta qué punto sus relatos tienen menos que ver con una observación de la realidad que con una retórica de poder que legitima la intervención colonial. Se ve lo que se conoce o lo que se ha leído previamente, lo que se necesita para justificar una postura política. Se interioriza y usa el discurso de los poderosos (el norte de Europa y Estados Unidos) para poder así sentirse uno de ellos.

El libro que recoge los viajes del científico español Ángel Cabrera, Magreb-el-Aksa es, al mismo tiempo, prueba y excepción. Su aparición coincide con la de un volumen de estudios dedicado a su persona y a otros científicos españoles contemporáneos que trabajaron en Marruecos: Helena de Felipe, Leoncio López Ocón y Manuela Marín, ÁngelCabrera: ciencia y proyecto colonial en Marruecos (Madrid, CSIC, 2004), que constituye un complemento, o una introducción, muy apropiada al relato del propio Cabrera. Importantísimo zoólogo (quizá el más importante que haya existido en lengua castellana), con una impresionante obra científica, protestante de religión, su figura y su talla intelectual son excepcionales. En su libro de viajes, publicado por primera vez en 1924 y ahora reeditado, Cabrera recoge sus impresiones y sus vivencias de las cuatro expediciones que realizó a Marruecos entre 1913 y 1923, en unos años clave para el colonialismo español en Marruecos. Basta recordar que a finales de 1912 se firmó el convenio hispano-francés que consagró el reparto de Marruecos entre ambos países o que en 1921 tuvo lugar el desastre de Annual. Los viajes de Cabrera son viajes científicos y están realizados por encargo de la Sociedad Española de Historia Natural. En su libro de viajes, y como científico naturalista, reivindica el conocimiento empírico del terreno, del que suministra abundante información, bien observada, bien descrita. Por lo tanto, incluye en su libro de viajes notas y reflexiones etnográficas, observaciones sobre botánica y zoología, descripciones muy precisas sobre la geografía, pero también descripciones muy agudas de las personas con las que tuvo que tratar, y obtener permiso, para sus incursiones en determinados territorios. Se trata de un texto magnífico, de una gran riqueza y de lectura recomendada para cualquiera que se interese por Marruecos, incluso que tenga pensado realizar un viaje a ese país, porque encontrará en él descripciones e indicaciones muy sugerentes. No se trata de un libro científico, sino dotado de una voz muy personal: Cabrera, aunque apartado de los tópicos de los orientalistas cuyas obras demuestra conocer, no es impermeable a lo exótico, a la ensoñación o al impacto algo mágico que Marruecos posee para él.Y aunque hace una declaración de principios al comienzo de su obra anunciando que ésta está totalmente desprovista de toda postura política y de exaltaciones patrióticas, la obra se presenta como una justificación del colonialismo y de la penetración pacífica. Hay que tener en cuenta que apareció por primera vez justo antes del desembarco de Alhucemas y de la derrota de Abdelkrim, cuando la opinión pública española estaba polarizada entre el apoyo a ultranza de la intervención en Marruecos y el desencanto «abandonista» que surge tras el desastre de Annual. Aunque Cabrera se manifieste apolítico, y no defienda ninguna postura política concreta, pretende con su libro contribuir al «mejor conocimiento de un territorio donde tanta sangre, tanto dinero y energías viene invirtiendo España». Marruecos «se ha estancado en el siglo XIV, es un pueblo enquistado en la Edad Media» que recibe de España moderna administración de justicia, modernos ferrocarriles. Su postura es diferente a la de otros naturalistas como Lucas Fernández Navarro, que era «abandonista»: calificaba de insensata la aventura marroquí y mantenía que, si una nación (España) es civilizada, debe demostrarlo con algo más que nidos de ametralladora y aviones de bombardeo.

La defensa de la acción civilizadora no pasa en Cabrera sin malestares y silencios esclarecedores (sobre todo en torno a la rebelión de Abdelkrim). Uno de los más elocuentes capítulos es el cuarto, dedicado a Tánger, en el que narra sus contactos con la comunidad judía de la ciudad. Compartiendo una fiesta tradicional con una familia judía, aborda con ellos la cuestión del proyecto sionista, sobre la que sus interlocutores judíos muestran tanto desconocimiento como indiferencia.Y dice Cabrera: «Se encontraban muy bien en Tánger. ¿Volver a España, o volver a Palestina? ¿Para qué? Por las caras que ponían al oírnos, se me antojó que la idea les parecía absurda…Y cuando salimos de nuevo a las oscuras callejas […] no pudimos menos de preguntarnos si hay realmente derecho para inmiscuirse en los destinos de los pueblos y de las razas».

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