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Ventanas epistémicas: seis lecciones catalanas

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Los tiempos interesantes han resultado ser tiempos extenuantes: la crisis constitucional provocada por el independentismo catalán, cuya fase más intensa se ha desarrollado durante el pasado mes de octubre, ha mantenido a los ciudadanos españoles en un estado de permanente tensión política. Por remota que fuera, la posibilidad de que el país se desmembrase nos ha tenido en vilo, pendientes de los medios de comunicación y atentos a las interpretaciones que pudieran hacerse de cada nuevo suceso. No es que el nuevo siglo esté siendo aburrido: desde el atentado contra las Torres Gemelas a la Gran Recesión, pasando por los atentados yihadistas en Europa o el ascenso del populismo, sería más correcto decir que no ganamos para sustos. Pero la crisis catalana ha afectado especialmente al ánimo de los ciudadanos españoles: no sólo por su mayor cercanía, sino porque ha amenazado con quebrantar el orden democrático que disfrutamos desde hace cuarenta años. En otras palabras, el proyecto secesionista atañía al Estado más que al Gobierno y así hemos terminado por comprenderlo. Nuestra atención ha estado, así, centrada a tiempo completo en el problema, lo cual no deja de tener mérito en una esfera pública digitalizada donde las distracciones son innumerables. Estamos, pues, agotados.

Ahora que el procés ha entrado en una fase bufa, con el viaje de Carles Puigdemont y varios de sus consejeros a Bélgica mientras el artículo 155 se aplica sin mayores contratiempos y los partidos soberanistas manifiestan su intención de concurrir a unas elecciones autonómicas después de proclamada la República Catalana, ha llegado el momento de tomarse un descanso. Esto es, de prestar atención a otros asuntos, aunque éste seguirá reclamando protagonismo y no será fácil dejarlo a un lado. A cambio, podemos descartar que el fenómeno separatista vuelva a adquirir en el futuro próximo la intensidad que ha conocido estas semanas. Una intensidad que ha hecho las delicias de los profesores de Ciencia Política de todo el continente, pues son muchos los temas centrales a la disciplina que se han visto allí encarnados con la fuerza viva del ejemplo: democracia, demos, nación, Estado, identidad, justicia, violencia, insurrección, imperio de la ley, límites constitucionales, símbolos, redes sociales, populismo, anticapitalismo. ¡Cataluña como herramienta pedagógica! Pedagógica también, dicho sea de paso, para unos ciudadanos que han reaccionado con admirable mesura en defensa del orden constitucional, disipando los temores de quienes, tras aparecer las primeras banderas, alertaban ya del siniestro renacimiento del viejo nacionalismo español.

Pero antes de empezar a pensar en otras cosas, hagamos un ejercicio de reflexión encaminado a identificar algunas de las lecciones que pueden extraerse ?siquiera sea provisionalmente? del intenso episodio independentista. No me refiero a conclusiones relativas a las fuerzas políticas en liza, al futuro electoral o a las posibilidades de que la anunciada reforma constitucional culmine con éxito. Quisiera centrar mi atención, brevemente, en otro tipo de lecciones: más generales y más teóricas. Y hacerlo, al menos en parte, mediante el aprovechamiento de eso que podríamos llamar ventanas epistémicas: asomándonos a aquellos momentos en que la crisis parecía encaminarse a un desenlace funesto, antes de que las sensaciones asociadas a ellos se pierdan en la memoria. Ya que en esos momentos no sólo podíamos comprender de golpe mucho de lo que habíamos leído en pensadores o testigos del pasado, sino que, abrumados por la fuerza desestabilizadora de los acontecimientos, podíamos también sentirnos como ellos. He ahí, pues, el fundamento de una experiencia epistémica completa. De esta manera, la crisis catalana funciona como un ejercicio hermenéutico de doble dirección: los textos del pasado se nos iluminan de repente como guías para entender el presente y los acontecimientos vividos nos llevan a comprender mejor lo que ya habíamos leído. Aunque no todas las lecciones son del mismo tipo; otras tienen que ver con los fenómenos observados y su impacto sobre la teoría con que tratamos de interpretarlos.

Siguen, en forma de esbozo y sin vocación exhaustiva, algunas de esas posibles lecciones.

1. La desesperación y el pesimismo que marcaron a un buen número de intelectuales del siglo XX se nos han hecho de golpe inteligibles. Maleducados por un largo período democrático acolchado por el bienestarismo de cuño europeo, disfrutábamos del fin de la historia sin acertar del todo a comprender por qué significativas corrientes del pensamiento occidental del pasado siglo habían caído en el fatalismo teórico. La primera generación de la Escuela de Fráncfort es quizás el ejemplo más egregio; recordemos que György Lukács les reprochó haberse instalado en el Hotel Abgrund, u Hotel Abismo, desde donde anunciaban el apocalipsis y acusaban a la mismísima razón de ser totalitaria. Pero no son sólo ellos: también pensadores como Heidegger, Strauss, Arendt o Voegelin, por no hablar de novelistas como Roth o Mann o Céline, se nos hacen ahora ?en toda la pluralidad de sus desesperaciones? más comprensibles que antes. No estamos donde ellos estuvieron, ni seguramente habríamos llegado a estarlo. Pero si recordamos los primeros días de octubre, y evocamos las imágenes que nos dejaron, podemos aún sentir el estremecimiento del desorden civil: las calles llenas de huelguistas, los escraches a las fuerzas de seguridad, los mossos cantando Els Segadors ante la multitud enardecida, conatos de violencia entre ciudadanos, la extrema izquierda alinéandose con el separatismo para forzar un cambio de régimen. Ha salido bien, pero podría haber salido mal. Y si recordamos el momento en que esta segunda opción parecía más probable, encontraremos razones para no mostrarnos condescendientes ?armados de las razones que suministra el «progreso»? con quienes vivieron 1914 o 1939. Lo mismo puede decirse de quienes reaccionaron al fracaso político alejándose de los asuntos públicos, como sucedería con el movimiento introspectivo de nuestra generación del 98. Ante un fatalismo español reiterado, ¿quién no se iría al campo?

2. Los acontecimientos políticos poseen una lógica propia y en momentos de agitación no resulta fácil encauzarlos. La denominada «hoja de ruta» soberanista constituyó desde el primer momento una muestra de megalomanía intelectual, dada la imposibilidad de controlar las reacciones e iniciativas de los distintos actores que participan en el proceso político dentro de una sociedad plural. Tal como nos recuerda estos días el centenario de la revolución bolchevique, no es posible imponer un fin político que carece del consentimiento mayoritario sin ejercer un grado importante de coerción. Del mismo modo, en los momentos de máxima tensión soberanista podíamos comprender cómo la lógica de la acción-reacción, la dificultad de anticipar los movimientos de los demás actores y la imposibilidad de controlar eficazmente a las masas una vez que éstas se han echado a la calle convierten en impredecibles los procesos revolucionarios o insurreccionales. En realidad, ni los números ni las condiciones sociológicas daban para tanto en Cataluña: ha habido conatos revolucionarios y momentos de insurrección, pero el sosiego con que fue saludada la declaración parlamentaria de independencia muestra ?retrospectivamente? cuánto de simulacro tenía el entero proyecto soberanista. Sin embargo, en esos momentos de zozobra se nos hizo posible comprender lo incomprensible: que tantas comunidades humanas hayan terminado en el pasado desgarradas por un fanatismo político que terminó por conducirlas a la guerra, el conflicto civil o la revolución. «¿Cómo fue posible?» es una pregunta que ya no tendremos que hacernos: podemos imaginarlo.

3. La política tiene una relación directa con la peligrosidad humana y los contrafuertes liberales no han sobrevivido históricamente por casualidad. Acostumbrados a movernos en el orden de un discurso tremendista e hiperbólico, producto de la competición electoral y la creciente medialización social, habíamos olvidado que la política sirve para canalizar unas diferencias humanas que demasiado fácilmente pueden conducir a situaciones de violencia o desorden. Esta crisis, provocada por una ideología cuyas responsabilidades en el catastrófico siglo XX no pueden ser exageradas, nos ha recordado que la política no sólo sirve para alcanzar acuerdos y expandir derechos, sino, primeramente, para construir una comunidad razonablemente ordenada que garantice la libertad de todos sin imponer la voluntad de nadie. Hemos redescubierto así las virtudes del orden constitucional liberal y el sentido que poseen sus instituciones, del imperio de la ley a la división de poderes, frente a la difusa alternativa representada por la dictadura soberana o la democracia aclamativa que el independentismo ?pese al alto concepto democrático que tiene de sí mismo? ha abrazado en su loca carrera hacia una independencia fracasada.

4. La fuerza de las creencias ha regresado a la primera línea de la vida democrática, enseñándonos que incluso en pleno siglo XXI una sociedad próspera y democrática puede apoyar masivamente un objetivo político delirante cuya fuerza de persuasión depende de afirmaciones falsas y emociones primarias. Había ya un precedente: el Brexit. Pero en este caso, al menos, se respetaron las normas democráticas que con tanto desenfado se han vulnerado en Cataluña. En todo caso, la noticia está en la credulidad colectiva, cuyos mecanismos hemos podido observar a diario gracias a esa lente de precisión que son las redes sociales, notable archivo para la futura intrahistoria social. No podemos determinar con exactitud cuántos nacionalistas estaban dispuestos a sacrificar su bienestar material en beneficio de la independencia, pues muchos parecían interpretar la fuga de empresas ?e incluso el rechazo de la Unión Europea? como movimientos tácticos forzados por una situación confusa. En fin de cuentas, buena parte de la propaganda soberanista se basaba en la idea de que abandonar España aumentaría la renta disponible catalana, algo que en las vísperas del referéndum llegó a subrayarse directamente ante los pensionistas: a más tocaremos en el reparto si nos vamos. En ese sentido, hemos asistido a un continuado ejercicio de defensa de las propias creencias: para evitar su propio desengaño, el independentista ha recodificado los hechos desfavorables y sigue haciéndolo incluso hoy, una vez restaurado el orden constitucional y derrotada por incomparecencia la tan ansiada República Catalana. Hemos asistido así a un fenomenal episodio de política sentimental, en el que las percepciones venían ya condicionadas por un marco mental de fuerte valencia emocional que las elites independentistas han venido promoviendo durante los últimos años, si no décadas.

5. La felicidad política puede ser embriagadora y el caso catalán nos permite comprender mejor el entusiasmo insurreccional de los años sesenta. Se ha hecho ya referencia en este blog a la «felicidad política» de la que habla Hannah Arendt; aquella que surgiría allí donde una comunidad humana actúa concertadamente en pos de algún objetivo y descubre, por el camino, que hacerlo es a la vez reconfortante y divertido. Seguramente, cabría añadir, porque nos proporciona un sentido. Y un sentido que nos vincula al grupo, con las emociones y el entretenimiento correspondientes: ahí estaban los grupos de jubilados saliendo de manifestación, las familias que llevaban a sus hijos pequeños a votar en el referéndum prohibido por el Tribunal Constitucional, los estudiantes haciendo la revolución. Es una felicidad tan inclusiva (sensación de grupo) como adversativa (resistencia contra un poder tenido por injusto). Pero es una felicidad embriagadora que puede, demasiado fácilmente, convertirnos en justicieros de nuestra propia causa, anulando de paso toda capacidad de reflexión individual, y no digamos colectiva: sólo vemos el fin sin reparar en los medios, olvidando que los medios terminan por contaminar los fines. Que esa felicidad insurreccional se haya producido en una comunidad rica y no se haya limitado ni mucho menos a los habitantes del medio rural, sino que de hecho haya sido compartida por muchos jóvenes urbanos con educación superior, abre otra ventana epistémica: la que da directamente sobre las revueltas estudiantiles de los años sesenta. Podemos verlo en Le redoutable (Mal genio), la película de Michel Hazanavicius que retrata el proceso de radicalización política de Jean-Luc Godard a finales de los años sesenta, cuando las calles de París se llenan de burgueses que juegan a la revolución y agitan pancartas con la imagen de Mao.

6. La hipótesis populista era esto. Se ha señalado con acierto que el movimiento secesionista no habría alcanzado jamás la fuerza exhibida estos últimos años si el nacionalismo catalán no hubiera encontrado un inesperado aliado en el populismo de izquierda nacido tras la Gran Recesión. De aquí proviene el grueso de los así llamados «independentistas no nacionalistas» que han creído encontrar en la separación de España la oportunidad para construir un nuevo «socialismo de un solo país», jugando a la contra del capitalismo globalizado y la Europa de los mercaderes. Prueba adicional de ello es la complicidad con el separatismo de la izquierda populista de ámbito nacional, dedicada a denunciar según el día al «bloque monárquico», la cualidad represiva de la democracia española o su demolición a manos de Mariano Rajoy y el artículo 155. Así las cosas, no parece descabellado pensar que la reunión veraniega de Pablo Iglesias y Oriol Junqueras alumbró algún tipo de acuerdo estratégico entre soberanismo y populismo. En cualquier caso, estas semanas de vértigo sugieren que las consecuencias de la famosa «hipótesis populista» planteada por la teoría política agonista ?que alienta el conflicto por encima del consenso e insiste en la conveniencia táctica de representar la comunidad política como el escenario de un enfrentamiento entre el pueblo y sus enemigos? no pueden ser tomadas a la ligera. En un sentido similar, el desdén de estos pensadores por la noción de «orden» y su crítica de las instituciones liberales ?descritas como obstáculos a una democracia más profunda y a una justicia más justa? revelan, bajo la impresión de unos momentos críticos, su considerable frivolidad. Se hace así necesaria una revisión de la teoría política radical a la luz de los hechos de octubre, momento en que se puso de manifiesto a pocos kilómetros de distancia que el sueño nacionalpopulista produce, sí, monstruos antidemocráticos.

Dejémoslo aquí. Capítulo aparte merecen el papel de las redes sociales y la inevitable superficialidad de la mirada extranjera, que ha mermado el prestigio de los medios internacionales y nos hace sospechar de la presunta exactitud de sus representaciones. Pero tiempo habrá de volver sobre ello y de desarrollar con más calma estas conclusiones provisionales; por lo demás, será asimismo inevitable que la experiencia catalana se convierta, como el propio Brexit, en un recurso habitual para la teorización democrática. De momento, sin embargo, detengámonos a coger un poco de aire.

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