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Velos de ignorancia (I)

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Aunque ya se ha hablado mucho sobre el tema, siempre hay algo más por decir: la controversia pública sobre la prohibición del llamado burkini en algunas localidades costeras francesas, revertida posteriormente por el Consejo de Estado del país vecino, no remite a un problema que vaya a desaparecer de un día para otro. Máxime cuando la propia CDU alemana que lidera Angela Merkel ha insinuado la posibilidad de prohibir el burka, severo hermano mayor de su derivación marítima, en los espacios públicos; la misma CDU que acaba de verse superada por el partido antiinmigración Alternativa por Alemania en unas elecciones regionales de rango menor pero indudable repercusión simbólica: sobre todo a ojos de unos medios ávidos de novedades «sensacionales». Pero no se trata de repetir argumentos consabidos, si bien los solapamientos serán inevitables, sino de ampliar un poco el marco conceptual aplicable a este endiablado asunto para así dotarnos de instrumentos que nos permitan entender mejor una realidad –lo han adivinado– bien compleja.

Tan compleja, que a veces resulta difícil comprender las causas y los efectos en juego. Poco después de decretarse las prohibiciones municipales aludidas, se publicó una fotografía que mostraba a una señora de cierta edad obligada a despojarse de su burkini ante la mirada atenta de hasta tres policías municipales. Y, contemplándola, era natural preguntarse si la causa emancipatoria de la modernidad ilustrada –a la que, si juzgamos por las reacciones a este asunto, no queda nadie en el continente europeo sin adherirse– avanza de verdad así: violentando el sentido de lo que una anciana piensa que debe ponerse para ir a la playa. No hablo de «libertad indumentaria», porque eso es otra cosa a la que volveremos enseguida. Al ver a esta señora, involuntario símbolo de un conflicto entre moralidades, me acordé de las abuelas del franquismo. Es decir,  de las mujeres que se educaron bajo el código cultural del conservadurismo franquista y, llegada su tercera edad en coincidencia con la democracia, no concebían abandonar sus lutos o salir a la calle de cualquier forma. De hecho, el escándalo de la burguesa europea ante la bañista con burkini nos recuerda, dando la vuelta, al de las señoras del franquismo con los bikinis –no digamos el toples– que vinieron del frío. Hablamos así de algo parecido a la Bernarda Alba que empleaba Irene Lozano en una tribuna de prensa como símil para la mujer islámica, sugiriendo que el argumento de la libertad –aplicado a ellas– no nos vale. Ya que

afirmar que las mujeres musulmanas en ciertos países deciden con libertad, equivale a decir que en la España de Bernarda Alba una mujer podía elegir guardar luto o no cuando su hermana se acababa de suicidar. No es más que un modo de sublimar la opresión.

A su modo de ver, las mujeres franquistas y las musulmanas no son libres de despojarse del burka, porque hacerlo implica desafiar las normas de su comunidad y pagar el correspondiente coste social por ello. Aunque hay una diferencia, nada menor: el franquismo –al menos la imagen del primer franquismo que evoca la autora– conformaba una cultura homogénea donde el luto era la norma; el islamismo es en Europa una subcultura en contacto, tangencial pero inevitable, con una cultura mayoritaria de carácter liberal y, en el caso francés, laica. A pesar de lo cual, evidentemente, la mujer islámica que desee despojarse del burka podrá ganarse el aplauso de los liberales de fuera sin dejar con ello de arrostrar la censura de los conservadores de dentro: poco premio para tan valiente acción. La fotografía de la playa simbolizaría el auxilio que la mano benefactora del Estado presta a esas mujeres, forzándolas a ser libres, por usar la célebre expresión rousseauniana. Sin embargo, algo no funciona. ¿De qué modo mejora la vida de esa señora cuando la policía le obliga a quitarse el burkini? Y lo mismo vale, quizá, para el burka. Porque, y el argumento no es nuevo, quizás haya mujeres que salen con burka o no salen: quizás obligarlas a no salir sea empeorar su situación.

No me detendré mucho en un aspecto, sin embargo, capital, que ha señalado Arcadi Espada: el miedo. Vale decir el miedo de los ciudadanos europeos al terrorismo islamista, que es el único factor que nos permite explicar la súbita preocupación europea con el asunto; dejemos pasar un año sin atentados y el verano próximo nadie hablará del peculiar artefacto en que consiste el burkini. No es un argumento baladí: durante el tiempo que se mantenga vivo el fenómeno del islamismo radical, la seguridad pública puede exigir la prohibición del burka si las autoridades policiales lo ven recomendable. Jurídicamente, esa conclusión será el resultado de ponderar el conflicto entre esa seguridad colectiva y la libertad individual.

En todo caso, defender la prohibición no es la única postura concebible, sino que constituye la opción más tajante de las existentes. Si un continuo las agrupase a todas, vemos que resulta posible 1) Defender burka y burkini; 2) Someterlo a crítica, pero considerar que lo más correcto es tolerarlo; o 3) Prohibirlo. A su vez, cada una de esas posiciones puede justificarse con distintos argumentos: la seguridad, la emancipación de la mujer, la igualdad, la libertad, la laicidad. Pero no hay dudas de que que la prohición es la opción más lesiva para el derecho a la libertad individual, que es el motivo de la decisión del Consejo de Estado francés.

¡Un momento! ¿Es que Bernarda Alba era libre cuando vestía su luto? Sucede que hablar de libertad puede ser chocante para quienes subrayan que la mujer que viste esta clase de prendas ha de verse como una víctima de la opresión religiosa y patriarcal. Y la mejor prueba de ello sería que las mujeres que gozan de una efectiva libertad de costumbres no se inclinan por el uso del burka, con alguna excepción ocasional, sino por alguna de las muchas formas de «ser mujer» que se ofertan en la sociedad contemporánea; aunque algunas de ellas, asociadas a prácticas de embellecimiento y cuidado de sí frecuentemente criticadas por algunas secciones del feminismo, sean mayoritarias. Hizo fortuna al respecto, durante los Juegos Olímpicos de Río, la fotografía que mostraba a dos jugadoras de vóley playa pegadas a la red en sus terrenos de juego respectivos: una en bañador y otra en traje islámico deportivo. Si la una representaba el pasado de la mujer, podríamos decir, la otra es su futuro; las dos juntas simbolizan, en cambio, el presente de una sociedad en la que diferentes formas de vida y cosmovisiones morales se ven obligadas a coexistir en un mismo espacio social. Siendo todos los ciudadanos formalmente libres, pero, al decir de algunos observadores que también son ciudadanos, no siendo todos efectivamente libres. Esto es, autónomos.

Aquí radica la clave, filosófica y política, del problema. ¡Y de muchos otros! Toda la historia del pensamiento occidental puede considerarse una larga meditación sobre la libertad y la autonomía individuales: sobre su existencia, sobre sus condiciones. Donde libertad es la capacidad de actuar con arreglo a nuestra voluntad, y autonomía la facultad de reflexionar críticamente sobre nuestras propias preferencias, es decir, supervisar nuestro ejercicio de la libertad. ¿No penaban en las sombras los habitantes de la caverna platónica? Igual que quienes, en Francis Bacon, adoran a los falsos ídolos del mercado o el teatro. A través de sus distintas manifestaciones teóricas, la Ilustración radicaliza el empeño por identificar las posibilidades de la libertad y va señalando, como si fueran capas sucesivas de una cebolla, las distintas camisas de fuerza que se superponen sobre el individuo constriñendo su libertad y autonomía. La lista es larga: la superstición, la ignorancia, las pasiones, el absolutismo, la religión, las privaciones materiales, la dependencia económica. Es por esta vía por donde el liberalismo se abre al mejoramiento estatal de las condiciones de vida a través de un John Stuart Mill. Este planteamiento culmina en la denuncia marxista de los derechos formales que para nada sirven sin sus correspondientes condiciones materiales de ejercicio, así como, decisivamente, en la noción de ideología: falsa percepción sobre la propia libertad. Y volvemos al burkini.

Resulta que si cada sujeto posee un régimen de percepción que condiciona su aprehensión de los fenómenos sociales y el conjunto de valores que siente suyos, traducidos en preferencias y prácticas concretas, se hace posible decir de alguien que no es libre aunque crea serlo y así nos lo diga. Es decir, que alguien crea estar ejerciendo su libertad pero esa libertad no sea tal, porque esa persona no puede practicar su autonomía: porque no se ha elevado por encima de sus creencias para someterlas a evaluación, rastreando el proceso de su formación y evaluando si ha actuado libremente o, en cambio, se lo ha impedido alguno de los muchos obstáculos que suelen ponerla  en peligro. Ni que decir tiene que esos regímenes de percepción suelen ser compartidos por los miembros de una comunidad: bien por ser ésta, como en el caso de las islámicas, grupos más o menos sellados al exterior; bien por constituir formas de vida compartidas por un número variable de sujetos en el interior de una sociedad abierta: del surfero al rociero. O el intelectual, claro.

Se ve así con claridad cómo es posible que algunas representantes del feminismo sostengan que la mujer que viste un burka está tan oprimida como la que se hace las uñas mientras lee Vogue. Ambas serían víctimas de distintos mecanismos opresores o, si se prefiere, heteronormativos: que conforman desde fuera nuestro régimen de percepción. Si la primera padece la opresión patriarcal del islamismo, la segunda es rehén de un sistema mucho más sofisticado que hace creer a sus víctimas que son libres. Pero el burka y el Vogue serían manifestación de un mismo fenómeno: la imposición, por medios diferentes, de un modelo de subjetividad que priva de facto a las mujeres de su autonomía individual. Reconocemos aquí el acostumbrado razonamiento –Foucault meets Adorno– conforme al cual la libertad es un espejismo. Ese astuto heredero de la Escuela de Fráncfort que es Byung-Chul Han ha llevado esta hipótesis hasta el extremo, alegando que las autoridades están empleando las nuevas tecnologías para manipular las conductas de los ciudadanos en el nivel preconsciente, sometiéndonos, por tanto, sin que ninguno de nosotros –¡salvo él!– pueda advertirloByung-Chul Han, Psychopolitik. Neoliberalismus und die neuen Machttechniken, Berlín, Fischer, 2015..

Pero también el feminismo, sobre la importancia capital de cuyas aportaciones filosófico-políticas no puede dudarse ni un momento, posee su propio régimen de percepción. Este, naturalmente, y en la medida en que es producto de un esfuerzo reflexivo y deliberativo sistemático, tiene más valor que aquel que nos limitamos a heredar en un determinado contexto social o responde al mero «sentido común». Pero no deja de tener sus propios sesgos y, aunque anda sobrado de razón cuando denuncia que el cuerpo de la mujer no debería seguir siendo objeto de debate y regulación social, no deja de contradecirse si al tiempo somete a crítica a las mujeres que hacen del cuerpo el centro de su atención. En cualquier caso, hablar de «feminismo» a secas, sin adjetivos ni distinciones, es de una notable tosquedad argumentativa: hay distintos feminismos y diferentes argumentos feministas, aunque el objetivo común –la emancipación de la mujer– sea el mismo. Aun así, tampoco el feminismo, que promueve una determinada subjetividad cuyo rasgo básico será la conciencia de sí que conduce al ejercicio de la autonomía contra el patriarcado, puede reclamar el monopolio sobre la definición de lo que sea «una auténtica mujer». Ni, por cierto, tratar de describir a ésta al margen de la mirada masculina; igual que el hombre no puede definirse como si la mirada femenina no existiese. En fin, nadie puede definir eficazmente a la mujer, sino dejar que ésta se defina sola, en toda su pluralidad, en el ejercicio de una efectiva libertad. Y la cosa, claro, vuelve así a complicarse.

Es claro que la proposición de que la mujer islámica y la occidental son por igual víctimas de distintos dispositivos heteronormativos puede ser fácilmente refutada, o cuando menos matizada, apuntando a la diferencia fundamental que parece existir entre ambas: mientras la mujer occidental puede dejar de pintarse las uñas, la mujer islámica estaría obligada a llevar el burka incluso aunque no quisiera. De hecho, la mujer occidental es tan libre que puede convertirse al islam y ponerse un burka, como ha sucedido en algún caso, y hasta alegar razones feministas para ello : cubiertas, las mujeres son todas iguales, con independencia de su capital erótico. Pero, ¿y si la mujer islámica no quiere dejar el burka, aunque se le presente la oportunidad de hacerlo? Igual que nuestras abuelas, después del desarrollismo, han seguido vistiendo luto aunque nadie les obligaba a ello y sin que a nadie se le ocurriera enviar a la policía para ponerles rebecas de colores. Más aún, ¿cómo demostramos que una persona que dice ser libre o participar de una determinada forma de vida lo hace voluntariamente, o cómo probamos que no lo es aunque diga serlo?

Es razonable aducir que, como sucede con las culturas, los individuos habrán de pasar por un proceso de ilustración antes de conquistar algo parecido a su libertad. Es decir, un proceso mediante el cual descubren que su cosmovisión no es la única posible, ni tiene especiales títulos para aspirar a un reconocimiento universal. Salvo, claro, aquella cosmovisión –la democracia liberal y pluralista– que permite la convivencia y exige el diálogo entre distintas cosmovisiones. Pero incluso en el interior de las comunidades democráticas hay una realidad multicultural llena de zonas de sombra, donde, por ejemplo, es legítimo preguntarse por la libertad efectiva, práctica, de las mujeres islámicas. Es evidente que la cultura islámica otorga a la mujer una menor libertad que la occidental, aunque podamos discutir –en otro plano– sobre las bondades o maldades de esa superior libertad. Pero también lo es que una cultura no puede entrar a machete en otras imponiendo un cambio en el régimen de percepción de sus miembros. Habrá que conformarse, en respeto de nuestras libertades religiosas, con definir cautelosamente el significado del término «opresión» y meditar serenamente sobre el modo en que pueda actuarse contra ella de la manera más eficaz. En otras palabras, sobre cómo respetar las diferentes formas de vida –la «otredad»– sin caer en el relativismo que no hace distingos morales, mientras simultáneamente nos cuidamos de aplicar un universalismo agresivo que desemboque en la incoherente violación de principios indispensables para una sociedad abierta. Y hacerlo, además, en su propio nombre: como sucede cuando vulneramos la libertad en nombre de la libertad. Tiraremos de este hilo, a ver qué sale, la próxima semana.

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