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Utopía sin utopía (y II)

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¿Cómo mantener viva la utopía tras el fracaso de las utopías? O bien: ¿qué función atribuir a este dispositivo teórico una vez conocido su fracaso práctico? Hablamos de las grandes utopías modernas: aquellas que aspiraron a construir una sociedad ideal a gran escala, trayendo al tiempo histórico la vieja promesa de las religiones. Puede tenerse por sorprendente que el fracaso de esas utopías, sobre todo en lo que se refiere a la sociedad sin clases del comunismo, no haya conducido a una recusación general de la forma utópica, sino más bien a la nostalgia: nostalgia por un tiempo en el que las utopías gozaban de buena salud. Podemos entender el entusiasmo de los pioneros que perseguían la utopía colectiva antes de que pudiéramos saber cuál sería su resultado, pero parece descabellado insistir en ella después de que lo hayamos conocido. Sin embargo, insistimos.

Slavoj Žižek, por ejemplo, entiende que el fracaso del comunismo no nos dice nada sobre la deseabilidad del comunismo. Lo que la historia ha dicho sobre el comunismo no vincula al filósofo, quien por eso ha escrito que

el comunismo sigue siendo el horizonte, el único horizonte, desde el cual no sólo se puede juzgar, sino incluso analizar adecuadamente lo que ocurre en la actualidad: una especie de indicador inmanente de lo que ha ido mal.

Se sigue de aquí que el impulso revolucionario, que deriva del impulso utópico, no debe detenerse ante la ausencia de un plan viable: semejantes remilgos han de dejarse en manos de los pragmáticos. De ahí que Žižek haya dicho en más de una ocasión que la prioridad es acabar con el capitalismo y sólo después preocuparse por la alternativa: para hacer una tortilla, suele bromear, primero hay que romper los huevos. Es difícil exagerar la frivolidad de una afirmación así, siempre que se entienda en sentido literal como un programa de acción política; si estamos ante un lenguaje figurado, mediante el cual el astuto pensador esloveno sortea las constricciones que impone una realidad históricamente testada, entonces no hay demasiadas razones para tomarlo en serio. Salvo, claro está, que Žižek esté apuntando en la misma dirección que Fredric Jameson, quien ha hablado del «miedo a la utopía»: el que sentiríamos ante el vértigo de una sociedad sin clases donde nuestra libertad se vería ahogada en la colectividad. Por eso mismo, razona Jameson, el pensamiento utópico tiene hoy como primera tarea llevar cabo una «terapia radical contra la distopía». O, lo que es igual, habría de reeducarnos en la creencia utópica: como si hubiéramos superado la fase inicial del pensamiento utópico y ahora estuviéramos preparados para un desarrollo más riguroso del mismo.

En buena medida, el truco de la utopía novísima sigue siendo el mismo que practicase Karl Marx: el escamoteo de la concreta forma de la sociedad ideal. Y, más modestamente, el impulso utópico parece reducirse en nuestros días a la expresión de una queja: la queja de que el sistema liberal-capitalista no ofrezca salida o, allí donde haya una, como ocurre con los autoritarismos asiáticos o las teocracias islámicas, no resulte del todo convincente. En su monumental Arqueologías del futuro, Jameson ha escrito que

la forma utópica misma es una respuesta a la convicción ideológica universal de que no es posible alternativa alguna, que no hay alternativa al sistema. Pero lo afirma forzándonos a pensar la propia ruptura, en lugar de ofrecernos un dibujo más tradicional de cómo serían las cosas tras la ruptura. Paradójicamente, en consecuencia, la creciente incapacidad para imaginar un futuro distinto aumenta, en vez de disminuir, el atractivo y también la función de la utopía.

Lo que tenemos que pensar, en otras palabras, es cómo romper los huevos sin pensar en la tortilla. Ahora bien, ¿no nos encontramos aquí en realidad con una regresión de la forma utópica, con su infantilización? Incapaces de aceptar con madurez la frustración que se deriva del fracaso de las utopías modernas y la consiguiente dificultad para concebir alternativas viables al sistema liberal-capitalista, dirigimos nuestras energías a representarnos el fin de ese sistema, manteniendo bajo una zona de penumbra cualquier descripción de lo que hubiera de venir después. Se trata de mantener la creencia, sin especificar sus contenidos: de acabar con lo que es afirmando que bajo ningún concepto debe ser, pero encogiendo coquetamente los hombros cuando se trata de describir lo que debería ser.

Vaya por delante que ninguna utopía de nuevo cuño podrá jamás resolver el problema fundamental de la creencia utópica: su convicción de que los seres humanos podrían converger alrededor de las mismas creencias, que habrán de mantenerse, además, alineadas de manera indefinida en el tiempo. La utopía contiene así su propio utopismo: el sueño de la unanimidad humana, la posibilidad de que una sociedad pueda organizarse a partir de un puñado de valores más o menos cerrados inmunes al cambio sobrevenido. ¡La foto fija! Es una visión estática de la especie que se compadece mal con lo que conocemos de la historia humana; no digamos bajo las condiciones de aceleración creadas en la época moderna. Este problema fue observado ya por Isaiah Berlin y no ha escapado a la atención de los pensadores liberales, cuyo escepticismo ?si ejercen como verdaderos liberales? milita de manera natural contra el impulso utópico. Algo que, como vimos, habría sido olvidado por aquellos que malinterpretaron a Fukuyama y lo convirtieron en heraldo de una utopía liberal hecha trizas con la Gran Recesión. O, como sostiene John Gray, por quienes pasan por alto la función utópica ejercida por la mismísima razón ilustrada.

Sin embargo, es aquí donde conviene andarse con cuidado. Sostener que la razón es un mito conduce de manera casi natural a la denuncia del progreso: otra falsa creencia que serviría de cebo a los optimistas incurables. Hay que andarse con cuidado porque, siendo cierto que el ideal de progreso tiene sus raíces en la concepción teleológica de la historia propia del cristianismo, es fácil deslizarse hacia una versión infantil de ese ideal; igual que existe una versión infantil, como de catecismo, de la utopía. Se ha hablado de eso ya en este blog, donde se ha reclamado una concepción adulta del progreso que permita reconocer tanto su existencia como sus dificultades y retrocesos. En este contexto, es frecuente que a la visión lineal de la historia ?sobre la que se apoya el ideal moderno de progreso? se oponga la concepción cíclica del tiempo característica de las sociedades premodernas. Pero, ¿carecían de todo progreso aquellas sociedades que no «creían» en el progreso? Afirmar tal cosa es lo mismo que no ver ninguna diferencia entre asirios y griegos, o entre romanos y venecianos; ni en sus estándares materiales, ni en el contenido de sus normas sociales o la sofisticación de sus instituciones. ¡Claro que existe el progreso! Sólo que no es absoluto, ni perfecto, ni del todo irreversible; tampoco carece de efectos colaterales ni deja de producir víctimas o contener puntos ciegos. Y, sin embargo, ¿dónde está escrito que sólo un progreso de rasgos pluscuamperfectos ha de valer como progreso?

Hasta tal punto existe el progreso humano, de hecho, que habría motivos para preguntarse si la imperfecta sociedad del siglo XXI no podría considerarse una utopía realizada; y realizada sin necesidad de recurrir a los medios tradicionalmente asignados a la forma utópica. Si atendemos al verdadero estado del mundo, comparando largas series estadísticas, desde el punto de vista de una sociedad premoderna, ¿acaso no habitamos alguna clase de utopía? A saber: la utopía de un mundo en constante mejora material y moral. Es lo que puede colegirse de la lectura de dos trabajos recientes, el publicitado Enlightenment Now,, de Steven Pinker, y el menos conocido Factfulness, , de Hans, Anna y Ola Rosling. No es este el lugar de discutir en profundidad las tesis del llamado «nuevo optimismo», sino de traer a colación un conjunto de datos incontestables que permiten sostener la idea de que la sociedad contemporánea tiene mucho de utopía exitosa si la miramos con los ojos de un pasado anterior a la Revolución Científica y, sobre todo, Industrial. ¿Quién podía pensar que la expectativa de vida, que era de treinta y cinco años en 1750, se situaría globalmente en 71,4 años en 2015? ¿Quién podría suponer que esa mejora general incluye un aumento de diez años entre 2003 y 2013 en un país como Kenia? En Gran Bretaña, los cuarenta y siete años a los que se moría de media en 1845 han pasado a ochenta y uno en 2011. ¿Podría alguien allá por el siglo XIV siquiera concebir que entre 2000 y 2015 descenderían un 60% las muertes causadas por la malaria? ¿O que la malnutrición pasase de afectar a un 50% de los habitantes del planeta en 1947 a un 13% hoy, aun habiendo aumentado la población total? Por no hablar de la evolución del PIB planetario, que se triplica entre 1820 y 1900, y vuelve a triplicarse, a continuación, en veinticinco años primero y treinta y tres después; todo ello mientras la extrema pobreza ha pasado del 90% a sólo el 10% en doscientos años. También han aumentado el gasto social, que corresponde de media al 22% del PIB de los países de la OCDE (mientras que está en el 2,5% en la India y el 7% en China), el número de democracias y la igualdad de género; se ha restringido considerablemente el empleo de la pena de muerte y ha aumentado la tolerancia hacia las minorías. No se trata de logros inmodificables, ni podemos excluir la barbarie o la catástrofe: hacerlo sería incurrir en eso que hemos denominado «concepción infantil» del progreso humano. Pero si la utopía es producto de la insatisfacción con la realidad, el anhelo contemporáneo de utopía tiene algo de desconocimiento de la realidad.

¿Significa eso que la utopía, el buen lugar que no existe, carece de lugar en la vida política de las comunidades humanas? No exactamente. Para empezar, las utopías que en el mundo han sido no han dejado de contribuir, siquiera sea indirectamente, al mundo en el que vivimos: han formado parte del debate de ideas y protagonizado luchas políticas, inspirando a revolucionarios y reformistas. Naturalmente, habría sido deseable que las formas más violentas del impulso utópico no se hubieran manifestado jamás; la masa de la historia humana, sin embargo, no se deja manipular de forma tan sencilla. La utopía tiene algo de segregación hiperbólica del ideal: es una expresión inevitable del deseo de mejora propio de las comunidades humanas. Por eso podemos hablar de «necesidad de la utopía». Y hacerlo en en dos sentidos distintos, pero complementarios.

En primer lugar, el anhelo utópico es una necesidad psicológica y emocional del ser humano, se exprese o no como impulso concreto que mueve a la acción. La utopía estructura la realidad como la fantasía según Lacan: para aceptar la realidad, tenemos la fantasía. Representa, ante todo, un horizonte de posibilidad: la posibilidad de la contingencia. Pero la utopía es como el deseo: no puede realizarse sin dejar de ser lo que es. Por eso, la utopía remite a la potencia y no al acto; de ahí que cuando ha intentado llevarse a la práctica su fracaso haya sido disculpado como consecuencia de errores imprevistos de ejecución. Recordemos sus raíces etimológicas: la utopía es un buen lugar a condición de ser un no lugar. En esa medida no puede ser erradicada. Mucho menos, si se alimenta del infortunio, si es el feliz estado con que sueña quien no encuentra motivo alguno para la felicidad.

Pero, en segundo lugar, también puede hablarse de la «necesidad de la utopía» en un sentido distinto. A saber, atribuyéndole una función positiva en el vasto mecanismo del cambio social. En este caso, la utopía tendría por objeto «desnaturalizar» la sociedad en que vivimos, ofreciendo un punto de vista inusual desde el que mirarla con nuevos ojos. Fredric Jameson parece ir en esta dirección cuando habla de la «negatividad crítica» de la utopía, previniendo contra la tentación de albergar expectativas positivas hacia ella; a su modo de ver, las visiones armónicas encuentran mejor acomodo en el idilio o la pastoral. Pero ha sido Lyman Tower Sargent quien más explícitamente ha indicado que las utopías proporcionan un estándar con arreglo al cual juzgar la realidad vigente:

La yuxtaposición de la utopía con el presente anima al lector a percibir las contradicciones entre utopía y realidad, a pensar en esas diferencias, a preguntarse si el cambio desde el presente es posible y deseable. De manera que las utopías sirven para distanciar al lector de su presente.

Pensemos en la ciencia ficción de Kim Stanley Robinson, que nos habla del cambio climático y el Antropoceno a partir de una catástrofe ecológica futura, o en la distopía hiperpatriarcal concebida por Margaret Atwood. Pero también en la propuesta que hiciera Peter Sloterdijk hace unos años, consistente en hacer voluntaria la tributación, o en la condonación global de las deudas planteada por David Graeber. No se trata ya de utopías a la manera clásica, concebidas con más o menos detalle, sino de propuestas concretas que llaman la atención sobre algunos de los rasgos definitorios de nuestra organización social. Así que esta modalidad de utopía no nos habla del futuro, sino del presente. Del mismo modo, quienes todavía deseen traer al debate público un borrador detallado para la sociedad futura habrán de hacerlo de manera adulta, sin eludir las desagradables verdades que nos ha suministrado la historia. Tom Moylan ha hablado de «utopías críticas», más concernidas por el procedimiento de cambio que con su objetivo final. Pese a sus deficiencias, la «utopía americana» de Jameson es admirablemente realista en algunos de sus aspectos, como el reconocimiento de que la delincuencia o la envidia no desaparecerían en una sociedad alternativa. Por todas estas razones, en fin, el lugar contemporáneo de la utopía es menos el tratado de filosofía que la obra de ficción; la cultura antes que la política. Y es el lugar que, de manera natural, ha ido ocupando.

Ninguna utopía, en suma, podrá jamás conseguir la unanimidad de los deseos humanos. Es posible, claro, que todos pondamos ponernos de acuerdo acerca de grandes objetivos generales, tales como la deseabilidad de la máxima prosperidad, igualdad o libertad. Pero no habrá manera de que ese acuerdo se reproduzca a la hora de establecer prioridades entre esos valores, ni cuando se trate de definir los medios a través de los cuales podrán llevarse concretamente a término fines tan genéricos. ¿Cómo sorprenderse, entonces, de que las utopías ensayadas históricamente hayan recurrido a la coerción y la violencia para imponer un ideal de entre los muchos posibles?

Quizá por ser eso dibujase el filósofo Robert Nozick su «blueprint for utopia», o borrador para una utopía, sobre la base proporcionada por el libertarismo: una sociedad libre donde cualquier comunidad puede fundar su propia utopía en amigable coexistencia con las demás. Su punto de partida es la idea de que hay un pluralismo de concepciones del bien que lleva a distintas personas a querer cosas diferentes, aspiración que suele verse frenada por la imposibilidad práctica de realizar simultáneamente todos los bienes sociales y políticos para todos los individuos. En consecuencia, la utopía sería la posibilidad de que todos vivan en el mejor mundo imaginable. La marca de esta utopía liberal es que no será colectiva, sino individual: serán mundos diferentes para distintas personas. De modo que:

En este nuestro mundo actual, lo que se corresponde con el modelo de mundos posibles es un conjunto amplio y diverso de comunidades, en los que las personas pueden entrar si son admitidas, de las que pueden salir si quieren, a las que dan forma conforme a sus deseos; una sociedad donde puede probarse la experimentación utópica, en la que pueden vivirse distintos estilos de vida, donde perseguir individualmente o en grupo visiones alternativas del bien.

Para Nozick, la utopía es un marco para el desarrollo de múltiples utopías: una metautopía. La función de la autoridad central será así asegurar el funcionamiento del marco institucional general y los derechos individuales en caso de conflicto. Se trata de un orden cambiante, pues será en cada momento lo que resulte espontáneamente de las elecciones individuales de muchas personas a lo largo del tiempo. Habría comunidades religiosas, ateas, anarquistas, libertarias, maoístas, ecologistas, tecnófilas, tecnófobas, socialistas: las posibilidades son múltiples. Y el marco institucional bajo el que florecería esta diversidad utópica se correspondería con el Estado Mínimo, que era el defendido por Nozick en aquel entonces.

No me interesa estudiar aquí la dudosa viabilidad de esta atractiva propuesta entendida en sentido fuerte, sino tan solo extraer de ella dos enseñanzas elementales. En primer lugar, su acento sobre las comunidades intencionales que constituyen una de las formas del impulso utópico. Vale decir, los grupos humanos, de tamaño variable, constituidos con objeto de realizar concertadamente algún valor o ideario mediante la vida en común: desde la secta Moon hasta los amish. En la metautopía de Nozick, cualquier utopía voluntaria es posible; ninguna utopía obligatoria es legítima. Y esa distinción debería forzarnos a reflexionar sobre uno de los peores aspectos del pensamiento utópico: su tendencia al reclutamiento, cuando no a la imposición violenta, de los demás. Si el anarquista o el socialista quieren vivir de manera anarquista o socialista, es libre de hacerlo sin más límite que el respeto de las leyes que obligan a todos (pues no existe un afuera de la comunidad política). Pero, ¿de dónde viene el empeño por convencer a otros de que así es como hay que vivir? Sea el utópico más modesto y viva conforme a su ideal, sin molestar a nadie. Podrá hacerlo en sociedades que no prescriban una forma oficial de vida, sino que dejen abierto el derecho de cada uno a elegir cómo debe vivir, e incluso asuma como principio la necesidad del pluralismo: aunque sólo sea porque de poco sirve predicar la libertad si uno no tiene manera de ejercerla. Esa sociedad, y ésta es la segunda enseñanza, se parece a la nuestra. O, al menos, a los mejores rasgos de la nuestra: una utopía sin utopía.

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