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¿Un impuesto para el consumo de carne?

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El consumo medio de carne por parte de distintos grupos de población puede variar de los 250-300 gramos diarios de los argentinos hasta ser completamente nulo, como es el caso de los hos de Bihar (India), que sólo consumen vegetales hervidos, lo que supone un contenido en grasa de la dieta por debajo de un 2%. La demanda de carne aumenta de un modo constante al tiempo que también lo hace el número de los partidarios de moderar significativamente su consumo. Empieza asimismo a imponerse la idea de que podría establecerse un impuesto con objeto de disminuir su demanda, e incluso hay países, como China, que se proponen reducirla hasta un 50%.

Los argumentos que se esgrimen para la reducción que se propone tienen que ver con la salud humana y con la protección del medio ambiente. El más ingenuo de estos argumentos consiste en señalar que producir cada kilogramo de carne requiere hasta siete kilogramos de grano, que podrían ser consumidos directamente por el ser humano con mayor rendimiento calórico. Este argumento es falaz, ya que sólo una pequeña proporción de la carne se produce exclusivamente con piensos, mientras que la mayor parte se genera a partir de pastos que no son directamente consumibles por el ser humano, unidos a un complemento de pienso para hacer la producción más eficiente. Más fundada está la objeción de que la producción de carne es responsable de una parte sustancial de las emisiones de gases con efecto invernadero y es una importante fuente de contaminación. En relación con la salud humana, ya hemos hablado de la influencia de ciertos tipos de productos cárnicos en la incidencia de cáncer y hay que añadir el hecho de que un alto consumo de carne suele llevar consigo un incremento en el consumo de grasas saturadas, lo que se traduce a su vez en un impacto negativo sobre la salud cardiovascular. Ya nos hemos referido también a que las recomendaciones dietéticas emitidas por las agencias de seguridad alimentaria de muchos países, incluida España, contemplan ciertas limitaciones al consumo de carne.

A escala global, el consumo medio ha aumentado paulatinamente hasta superar ligeramente los cien gramos diarios, una cifra muy inferior a las que corresponden a la mayoría de los países desarrollados, que superan los doscientos gramos diarios e incluso se aproximan a los trescientos, y muy superiores a las de la India, donde la carne se consume a niveles muy bajos. Hay continentes como Asia y África cuyo consumo está por debajo de la media global, mientras que en las Américas y Europa se sitúa por encima del doble. Los patrones de evolución son distintos en las diferentes regiones: en países como Argentina, Estados Unidos, Alemania, Francia o el Reino Unido las cifras se mantienen relativamente estables, mientras que en otros el aumento ha sido muy rápido. Entre estos últimos pueden citarse a Brasil, Portugal, España o China.

El de España es un caso muy singular entre los países desarrollados, ya que en 1960 el consumo (en torno a los cincuenta gramos diarios) estaba por debajo de la media mundial y era menos de la mitad del europeo, y creció vertiginosamente para situarse en los trescientos gramos, para decrecer significativamente en lo que va de siglo. No parece que los consejos oficiales estén detrás de este declive del consumo y tal vez pueda especularse que, más que virtuosas, sus causas han sido de índole económica. Hay que recordar que, al contrario que en los países productores tradicionales, el incremento de la producción de carne se ha apoyado significativamente en los piensos. Igualmente económicas en sentido estricto parecen ser las razones de un bache en el consumo de carne experimentado en Estados Unidos entre 2005 y 2013, bache que en la actualidad se ha superado, para satisfacción de los productores y horror de quienes propugnan la moderación.

En línea con las demandas que viene haciendo la ONU desde 2010, China ha anunciado planes para reducir el consumo de carne hasta la mitad, recomendando una horquilla de 40-75 gramos diarios por persona y cortando una marcada tendencia a emular los consumos de los países más avanzados. Pragmáticamente, esta medida pretende matar dos pájaros de un tiro: rebajar significativamente las emisiones de gases con efecto invernadero y reducir radicalmente las masivas importaciones de grano que vienen haciendo para satisfacer una demanda de carne rápidamente creciente que ha resultado de su expansiva economía. En 1982, los chinos consumían apenas 13 kilogramos de carne por persona y año; en la actualidad la cifra es de 63 kilogramos y, a la tasa de crecimiento actual, sería de más de 90 kilogramos en 2030. La nueva directiva reduciría el consumo a 14-17 kilógramos anuales. ¿Será posible que, justo cuando estaba descubriendo las gracias de la carne, la emergente clase media china se avenga a quedarse con la miel en los labios? Resulta cuando menos curioso que estrellas de Hollywood como Arnold Schwarzenegger se hayan sumado con entusiasmo a la campaña para que los chinos consuman menos carne.

La producción ganadera es, al parecer, responsable de una tasa de emisión de gases con efecto invernadero superior a la del conjunto de los medios de transporte, y hay algunas estimaciones que indican que en un utópico mundo vegetariano las emisiones se reducirían en dos tercios. Sin embargo, un estudio reciente, en el que se han examinado diez opciones dietéticas, muestra que algunas dietas que incluyen productos animales implican una menor huella ecológica que la dieta vegana, especialmente si incluyen leche y huevos, lo que se debe a que suponen un aprovechamiento más eficiente de los insumos.

La idea de establecer impuestos al consumo de carne para lograr su reducción a largo plazo surgió entre algunos expertos vinculados a la ONU hace pocos años y en la actualidad es defendida por Greenpeace, que pide una tasa del 20-30 %, algo que no tiene apoyo unánime en los medios ecologistas, porque causaría más problemas de los que resolvería y sería difícilmente viable en el ámbito político.

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