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Twitter y la ironía (y III)

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Si Twitter es irónico, queda por determinar si ese rasgo constituye una patología o una virtud: si es la ruina del medio o uno de los pilares de su posible grandeza. Y eso es lo que vamos a hacer en la entrega final de esta serie.

En gran medida, lo que vale para la ironía en Twitter vale para la ironía fuera de él; no podría ser de otro modo. Tanto dentro como fuera, la proporción de literalistas e ironistas es similar: hay más de los primeros que de los segundos. Si el ironista topa con el literalista, está perdido, porque no se le comprenderá. Parafraseando la conocida expresión inglesa: It takes two to irony. Esto sucede a menudo en Twitter, con la peculiaridad de que el malentendido puede adoptar aquí fácilmente la forma de un linchamiento digital. Sobre eso se quejaba Jeremy Irons hace un par de semanas en declaraciones a la prensa, después de que un comentario suyo sobre el matrimonio homosexual fuera malinterpretado y las hordas tuiteras se le echaran encima. Estos solapamientos son frecuentes en Twitter, donde los literalistas viscerales son mayoría frente a los ironistas que conforman la aristocracia del medio. O, al menos, uno de sus colectivos más interesantes, junto a quienes son capaces de transmitir contenidos complejos pese a la brevedad que el medio impone.

Pero volvamos a la ironía: a sus peligros, a sus ventajas.

Ya en 1945, W. H. Auden, en su poema The Sea and the Mirror, un comentario a La tempestad de Shakespeare, pone en boca de Próspero la siguiente pregunta: «¿Puedo aprender a sufrir / sin decir algo irónico o divertido / sobre el sufrimiento?»«Can I learn to suffer / Without saying something ironic or funny / On suffering?», The Sea and the Mirror, Princeton, Princeton University Press, 2003.. Se sugiere así que la ironía nos volvería incapaces de sentir verdaderas emociones. Tomar conciencia del carácter contingente de lo que nos sucede conduciría entonces a su aprehensión irónica, a la desactivación de la experiencia genuina por razón de su descomposición intelectual. No acudimos simplemente a la primera cita, sino que la vivimos con plena conciencia de lo que es y del universo referencial que la satura; y así sucesivamente. El gran peligro de la ironía es que no deja nada en pie.

Medio siglo después, el malogrado David Foster Wallace ofrecía en una de sus entrevistas un convincente alegato contra la ironía, al señalar la obsolescencia de su variante posmoderna. Para Foster Wallace, esta habría seguido practicándose a pesar de la desaparición de aquellas circunstancias sociales que la habían hecho, en un principio, necesaria. Merece la pena reproducir el pasaje generosamente:

La ironía y el cinismo eran exactamente lo que demandaban la hipocresía norteamericana de los cincuenta y los sesenta. Eso es lo que hizo de los primeros posmodernos grandes artistas. La gran virtud de la ironía es que despedaza las cosas, nos sitúa sobre ellas, de modo que podemos ver sus fallos, hipocresías, duplicidades. […] El problema es que, una vez demolidas las reglas artísticas, una vez que las realidades desagradables han sido reveladas y diagnosticadas, ¿qué hacemos entonces? […] Parece que todo lo que queremos es seguir ridiculizándolo todo. La ironía y el cinismo posmodernos se han convertido en un fin en sí mismo, una medida de sofisticación hip y erudición literaria. Pocos artistas intentan hablar de cómo redimir aquello que está mal, porque serían tachados de sentimentales e ingenuos por los ironistas. La ironía era liberadora, ahora es esclavizanteStephen J. Burn (ed.), Conversations with David Foster Wallace, Jackson, University Press of Mississipi, 2012, pp. 48-49..

¡Ironías de la ironía! Sobre todo, Foster Wallace se pregunta contra qué estamos siendo irónicos a estas alturas, ahora que la sociedad ha alcanzado plenas cotas de libertad material y expresiva. En otras palabras, la guadaña de la ironía ya no serviría para desvelar nada, porque no hay nada que desvelar; más bien, sería a nosotros a quienes ahora velaría: el ironista se habría quedado ciego a fuer de guiñar los ojos. Y lo que Foster Wallace demanda es una revuelta posirónica, consistente en volver a mirar las cosas como son, a fin de apreciarlas y mejorarlas, en lugar de limitarnos a sobrevolarlas con arrogancia. Porque, ¿quién puede poner de acuerdo a dos ironistas para que construyan algo?

Quizá sea esto lo que le sucede a Twitter. Nada escapa a su poderoso dispositivo irónico; todos los aspectos de la realidad son escrutados y sometidos a una cura de desmitificación que termina por hacer imposible el más mínimo acuerdo. No hay descanso, no hay confianza, no hay fe. La línea recta es reemplazada sistemáticamente por un sinnúmero de senderos que se bifurcan para no llegar a ninguna parte, salvo a la misma fuente contaminada de la irrisión. Twitter es George Sanders en Eva al desnudo: el cinismo del observador que se arroga el derecho de denunciarlo todo porque no se mancha las manos con nada. Twitter es la distancia ventajista, la amargura de quien siempre tiene razón. Twitter es un enfermo.

Es una forma de verlo, a la que podría darse una respuesta inmediata, consistente en aceptar los cargos y reclamar el derecho a perseverar en una forma de hacer que encuentra satisfacción en sí misma. Esta respuesta supondría aceptar, como denuncia Foster Wallace, que la ironía se ha convertido en un fin en sí misma. Y se parecería mucho –no por casualidad– a la que diera Jean-François Lyotard, padre del posmodernismo filosófico y azote de las grandes narrativas ilustradas, a sus críticos: «¡Dejadnos jugar en paz!» Desde este punto de vista, Twitter no sería tanto un enfermo como un pasatiempo privado, un sistema autorreferencial que acepta a quienes respetan sus reglas y expulsa a quienes las contradicen.

Pero también podemos ver la ironía y, por tanto, Twitter –el irónico, no el literalista– bajo otro prisma. Para ello, hay que regresar a la idea de que la ironía es una posición, una forma determinada de estar en el mundo, cuya razón de ser reside en la propia naturaleza de la realidad, o sea: en el tipo de relaciones que se pueden establecer con ella.

En el libro que dedica a la ironía, el gran filósofo francés Vladimir Jankélévitch se inclina, a pesar de conocer sus riesgos, por defenderla jovialmente. Para Jankélévitch, la ironía es «capacidad de jugar, de volar por los aires, de hacer malabarismos con los contenidos, ya sea para negarlos o para recrearlos», de manera que, por gracia de la misma, «lo pesado se vuelve ligero y lo ligero ridículamente grave». Aunque corre el peligro de ridiculizar no solamente lo risible, sino cualquier contenido objetivo, la ironía sería preferible a la ausencia de ironía. Al menos, la ironía abierta, aquella que salva lo que puede ser salvado, porque

destruyendo la envoltura externa de las instituciones nos enseña a respetar sólo lo esencial; la ironía simplifica, desnuda, destila; experiencia purificadora con vistas a un absoluto nunca alcanzado, la ironía aparece para destruir las falsas apariencias; es una fuerza exigente, que nos obliga a pasar por todas las formas de la irreverencia, a proferir todos los insultos, a recorrer el ciclo completo de las blasfemias, a concentrar cada vez más la esencialidad de la esencia y la espiritualidad del espírituVladimir Jankélévitch, La ironía, trad. de Ricardo Pochtar, Madrid, Taurus, 1982, p. 158. Las anteriores referencias, en las páginas 17 y 71; las que siguen, en 59 y 82..

Mediante el procedimiento de concentrarse sobre hechos e ideas, sometiéndolos a un análisis lateral pero despiadado, la ironía sería, así, una disciplina rigurosa que hace las veces de filtro cultural, refinando la conversación pública al privarla de toda pomposidad. Desde este punto de vista, inesperadamente, la ironía sería propiamente democrática, es decir, una forma de conocimiento y expresión característica de la era democrática. Porque podemos ironizar ahora sobre la Segunda Guerra Mundial, la bomba atómica o incluso el exterminio de los judíos europeos; pero difícilmente podríamos haberlo hecho entonces: la ironía casa mal con aquellos sucesos graves que nos ponen en peligro. Y lo mismo sucede, a pesar de Auden, con el auténtico desgarramiento personal.

Esa cualidad democrática de la ironía se ve intensificada en Twitter. Aquí, el procedimiento según el cual hechos e ideas se someten al análisis irónico es ejecutado en cuestión de minutos por un enjambre de ironistas que no dejan títere con cabeza. Twitter es democrático porque da la voz a muchos, posibilidad que deriva de una circunstancia decisiva sobre la que apenas reparamos: que somos muchos. Y sólo siendo breves podemos atendernos unos a otros.

Pero, ¿es este un traje demasiado grande? ¿Estamos vistiendo a Twitter con una ropa que no es suya?

Desde luego, ese enjambre irónico va con frecuencia demasiado lejos, recurriendo al insulto o la difamación, remedando la masa de acoso canettiana a la que nos referíamos en la primera entrega de esta serie. Esa turba es, ciertamente, la formación característica del Twitter visceral y literal; es la suya una conducta furibunda en la que también pueden incurrir los ironistas. Sin embargo, estos suelen mantenerse fieles a sus principios, haciendo un uso afilado pero elegante de las posibilidades expresivas del medio en cuestión. Unas posibilidades que Jankélévitch mismo pareció anticipar cuando escribió, en 1964, que la ironía «rompe con la manía enumerativa; prefiere ser característica y no completa; su estilo es más elíptico que enciclopédico». ¡Algo así como un buen tuit!

Desde esta óptica, las partes de Twitter importarían menos que el todo, del mismo modo que el cumplimiento de su función contaría más que los detalles de su desempeño. Podemos así contemplar Twitter como un gigantesco, mutante, incansable depósito jankelevitchiano, una alegre máquina desmitificadora que encarna el ethos democrático tanto como la ética posmoderna que acaba con las jerarquías que anhela secretamente. Twitter, el rumbo que Twitter adopta, demuestra que Foster Wallace tenía razón, pero a la vez se equivocaba: no podemos deshacernos de la ironía. Es una enfermedad sin cura; una patología no exenta de virtudes.

La ironía es una condición; nuestra condición. Twitter la lleva ejemplarmente a la práctica, para bien y para mal, en una fiesta perpetua que traduce a ciento cuarenta caracteres el descreimiento contemporáneo. Desgraciadamente, ya sólo creemos en la ironía. Y Twitter es su profeta.

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Ficha técnica

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