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Trump y sus demócratas

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Si el lector piensa que le estoy invitando a otra excursión por el traído terreno de la pugnaz relación entre Trump y el Partido Demócrata, el lector se equivoca. Si eso le interesa le consejo que lea uno de los grandes diarios globalistas USA o uno de esos reportajes inspirados en ellos que abarrotan ese silo en la prensa española. Se ahorrará tiempo: todos dicen lo mismo. Aquí hablaremos de otra cosa.

¿Demócratas USA votando al Partido Republicano? No sería la primera vez. Ya en 1972 fueron muchos los demócratas que permitieron a Nixon ganar su reelección. En 1980 y 1984 los demócratas de Reagan contribuyeron a sus dos grandes victorias. En 1994, Newt Gingrich con su Contrato con América consiguió ganar ocho escaños en el Senado y 54 en la Cámara de Representantes, se hizo con el control del Congreso por primera vez desde 1952 y le amargó a Bill Clinton su triunfo de 1992. Cuando, tras la elección de Obama en 2008, los demócratas creían estar acariciando el comienzo de la larga era hegemónica por la que llevaban suspirando desde la debacle de Carter en 1980, la elección intermedia de 2010 -el año del Tea Party- volvió a poner en manos republicanas el control del legislativo. Ninguno de esos éxitos hubiera sido posible sin un amplio traspaso de votos demócratas a los republicanos.

Si Trump pudo ganar en 2016 fue también por obra de un movimiento sísmico similar. No consiguió hacerse con una mayoría del voto popular pero el hundimiento de Hillary Clinton en algunos estados que habían formado hasta entonces la muralla demócrata de trabajadores industriales desde los tiempos del New Deal rooseveltiano le permitió alcanzar la mayoría del Colegio Electoral. Durante los últimos cuatro años el presidente recién derrotado logró crear tal pandemónium en la vida política y entre el nuevo mester de clerecía intelectual que prácticamente no ha habido tiempo para reflexionar sobre las bases de su triunfo. La batalla dialéctica entre Trump y la Resistencia ha decomisado toda la atención durante los últimos cuatro años.

Se sabe quiénes fueron y dónde habitaban los electores que le llevaron a la presidencia, pero hasta hace poco sus razones y su comportamiento han despertado mucho menos interés. Un primer intento de explicar a los deplorables de Hillary Clinton acaba de aparecer con un libro de Stephany Muravchik y Jon A. Shields (Trump’s Democrats. Brookings Institution Press, Washington DC: 2020), dos investigadores del Institute for Advanced Studies in Culture, un centro de estudios ligado a la universidad de VirginiaLa editorial del libro pertenece a la Brookings Institution, una institución sin ánimo de lucro, dedicada a impulsar investigaciones sociales y políticas que debatan y propongan nuevas ideas para resolver las cuestiones centrales con las que se enfrentan las sociedades modernas. Brookings es una institución independiente, aunque cercana a las posiciones del Partido Demócrata..

Muravchik y Shields comienzan poniéndole los puntos a Paul Krugman, el afamado panfletero del NYT y premio Nobel de Economía 2008 -una cosa debería de excluir la otra, pero a Krugman sus fans, tan engreídos como él, le pasan todo, como si el Nobel hiciera intocables sus opiniones en materias más livianas que la Nueva Geografía Económica pero más susceptibles de ser discutidos por la gente del común-. En la noche del 8 al 9 de noviembre 2016 Krugman se había sentido aquejado por un insuperable sentimiento de desesperación. Antes de la elección, decía, él suponía que, fueran las que fueren sus diferencias partidistas, la gran mayoría de los americanos compartía una serie de valores básicos. La elección, sin embargo, le había llevado a pensar que vivía en un país desconocido cuyos habitantes ignoraban las normas democráticas y el imperio de la ley. «Hasta aquellos momentos, Krugman probablemente no se había enterado de que ese país desconocido que en su opinión estaba lleno de malos demócratas, lo abarrotaban Demócratas colegas suyos. Casi un tercio de los condados que habían votado por dos veces a Obama se inclinaron por Trump en 2016». Un total de 206.

«Bah, otra pareja de trumpistas. Para qué seguir».

Si esa es la tentación del lector, estará tan equivocado como Krugman. Conviene recordar lo dicho más arriba: no es la primera vez que un sector de demócratas vota al partido contrario. Cierto. Pero en 2016, recuerdan Muravchik y Shields, la elección tuvo un carácter distinto. Trump no ganó por goleada como Nixon o como Reagan; de hecho, perdió en votos populares. Y, sin embargo, consiguió el voto de algunas de las comunidades más lealmente demócratas del país, una realidad que tiene que afrontar quien quiera entender lo que allí pasó en 2016 y posiblemente va a seguir sucediendo en la década 2020.

Se ha insistido mucho en que la elección 2016 amplió la polarización entre las comunidades azules -Demócratas- y las rojas -Republicanas- [Inciso: a los republicanos se les llama rojos por mor de una útil convención cromática generalmente aceptada. No tienen nada que ver con los rojos de la semántica europea]. Por el contrario, se ha tendido a olvidar que lo privativo de la etapa Trump ha sido la aparición de una nueva división en el seno del Partido Demócrata. A un lado, las áreas metropolitanas y las ciudades universitarias con su población altamente educada; al otro, pequeñas comunidades pobladas por ciudadanos blancos de clase obrera y media baja. «La polarización en el seno de las zonas demócratas muestra que Trump creó una falla aún más profunda que la lealtad partidista».

Los autores han seguido esa pista por medio de un estudio etnográfico de tres comunidades de larga tradición demócrata que votaron por Trump: Ottumwa en Iowa había sido sólidamente demócrata desde 1972; en Elliott, Kentucky, nunca en su historia había ganado un candidato republicano; y Johnston en Rhode Island no votaba a uno desde 1984. La elección de esas comunidades la hicieron los autores, ante todo, por su diversidad. Elliott es rural; Johnston suburbana; y Ottumwa urbana. La economía de Elliott ha dependido siempre del carbón y del tabaco; la de Johnston, integrada en el área de Providence, la capital de Rhode Island, está algo más diversificada; y la de Ottumwa giraba en torno a una procesadora de productos cárnicos.

Las tres han sufrido una larga etapa de declive económico. En Elliott, con su economía carbonífera, las restricciones verdes de la segunda etapa de Obama generaron una profunda crisis; el declive de Ottumwa venía de cuando, mucho antes, la central de su compañía alimentaria se marchó de la ciudad. Johnston malvivía de las ventajas ofrecidas por la cercana y burocrática Providence.

Finalmente, su composición étnica también variaba. No ha habido inmigración en Elliott; en Ottumwa hay una importante población hispana; Johnston se halla a medio camino con la reciente llegada de flujos migratorios dispares. Hay algo, sin embargo, en lo que las tres coinciden: sus ciudadanos son mayoritariamente blancos no hispanos y de clase obrera o media baja; pocos adultos tienen grados universitarios; sus ingresos son modestos; y, por supuesto, su tradición política es ferozmente unipartidista.

Ese cuadro no encaja bien en las explicaciones biempensantes del éxito de Trump. Si ganó en ésas y otras comunidades parecidas se debió, dicen, a los prejuicios racistas de sus habitantes, a la degradación económica, o a la desesperación de muchos de sus miembros, desesperación que los ha llevado a la drogadicción, a la quiebra de sus relaciones familiares y al suicidio. Conclusión lógica e irrefutable: sólo los resentidos, los frustrados o los desesperados votaron por Trump. Pero, subrayan los autores, «aunque nosotros participamos en el rechazo a Trump, también nos preguntamos si esa presunción no es algo más que otro síntoma de la distancia social y cultural entre nuestras propias comunidades académicas y aquellas que los demócratas de Trump aprecian como su hogar». Para entender el país desconocido de Krugman es necesario aceptar que esas comunidades tienen sus propias ideas y sus propios intereses. A diferencia de los representantes de la nueva clerecía académica, Trump no era un alienígena en el flyover country.

Tampoco hay que confiar en otra versión igualmente interesada, ésta ampliamente aceptada en medios conservadores: que Trump se llevó el voto en esas zonas cultivando la aversión de sus habitantes por la corrección política. El debate sobre cómo usar los pronombres de género o denunciar las microagresiones se queda mayormente entre las élites intelectuales; a la gente que Muravchik y Shields trataron en su trabajo de campo no le producía ni frío ni calor. Al cabo la corrección política no es más que un punto álgido de la actual cultura burguesa cuyos miembros priman la urbanidad, las buenas maneras y la empatía por los sentimientos ajenos sobre cualquier otra consideración.

Los demócratas de Trump se identificaron con él porque los unos y el otro se rigen por un código distinto: el del honor. En Estados Unidos las culturas del honor se han descrito habitualmente como propias de los estados sureños esclavistas, es decir, racistas y obsoletas. Lo que no deja de ser una exageración porque sus normas son de obligado cumplimiento en muchos otros lugares: guetos negros urbanos, aldeas rurales en los Apalaches o grupos de inmigrantes recientes. Es una forma de comportamiento difícil de entender, improcedente incluso, para quienes pasan sus vidas en burbujas urbanas de alto nivel educativo y en los campus universitarios.

Por muy variadas que sean entre sí las culturas del honor, se rigen por reglas estrictas que definen el estatus social de sus miembros, limitan eventuales enfrentamientos y establecen normas claras para la resolución de conflictos. Que las normas sean claras no implica, sin embargo, que sean iguales para todos. Una de ellas es la bravuconería o, dicho de otro modo, la necesidad de hacerse respetar, de imponer la propia voluntad ya en las pretensiones más jactanciosas, ya en los caprichos más vanos.  «Lamento decirlo», confiaba a los autores uno de los entrevistados, «pero Bush y Obama no eran más que alfeñiques. Trump no, no lo es. Con él no se juega». Y así excusaba el habitual recurso a los bulos del presidente -en septiembre 11, 2020 los jactanciosos verificadores (fact.checkers) del WaPo le atribuían 23.035 desde su inauguración presidencial-. De la misma forma, su violación de las normas consentidas por las mayorías sociales, ya sea en el trato con las mujeres o en su embeleso con los dirigentes autoritarios (Putin en Rusia, Duterte en Filipinas, Kim Jong-un en Corea del Norte), no impedía a sus entusiastas demócratas remachar que «es uno de los nuestros».

El papel que Trump desempeñaba a la perfección no resulta desconocido para quien haya leído a Mario Puzo o se haya deleitado con Los Sopranos. En definitiva, el patrón o el baranda es un elemento indispensable en las culturas del honor. «Entre nuestros entrevistados, el adjetivo demócrata no remite a las posiciones de la izquierda liberal sobre ecología, raza, género, armas e inmigración. En muchos de esos aspectos la gente con la que hablábamos se definía como moderada y hasta profundamente conservadora […] Por el contrario, ser demócrata formaba parte de un contrato social paternalista que se incardinaba en la pertenencia a una red local de alianzas informales». Sin un boss que proveyese a las necesidades de sus protegidos el contrato no podía llevarse a la práctica; sin la lealtad de los apadrinados dejaba de existir. Esa lealtad a menudo se extiende a los eventuales deslices legales del patrón. Los demócratas de Trump repudian la corrupción, pero la han tolerado y la toleran cuando sus mandatarios locales la emplean para cumplir con los términos del contrato social. No en balde a muchos de los demócratas que votaron por él no les preocupaba en absoluto que una de las causas del fallido proceso de impeachment fuera «el ejercicio de sus poderes públicos para la obtención de un espurio beneficio personal». Eso era exactamente lo mismo que estaban acostumbrados a ver en muchos de sus dirigentes locales y entre algunos de los nacionales.

El padrino ha sido una figura con una larga tradición en la historia de los demócratas estadounidenses, desde los tiempos de Tammany Hall hasta los del New Deal. Tammany Hall era el nombre abreviado de la la Society of St. Tammany fundada en 1786 para ofrecer un pequeño repertorio de servicios sociales -no siempre legales- a los inmigrantes que llegaban a Nueva York por Ellis Island. Sobre esa base asistencial, la sociedad creó un sistema de patronato que controló la vida política de Nueva York hasta bien entrado el siglo XX.  A su manera patricia y con su falta de respeto por las antiguas tradiciones republicanas, Franklin Roosevelt adaptó y extendió esa maquinaria política a los nuevos tiempos y convirtió al Partido Demócrata en el domicilio político natural de los trabajadores blancos y también de muchos de los negros. No en balde Roosevelt ocupó y sigue ocupando un lugar privilegiado en el santoral demócrata.

Durante los últimos cincuenta años, sin embargo, al partido lo han transformado el movimiento de derechos civiles, la segunda oleada feminista y el activismo universitario. Al tiempo que ampliaba su base, sus prioridades se han alejado de los intereses de los trabajadores y las clases medias para dar paso a un Partido Demócrata neoprogresista volcado en la defensa de metas alternativas en cuestiones de sexo, género, hábitos de comida, uso del tabaco, consumo, patriotismo y raza. Así ha ido apareciendo una creciente falla entre su maquinaria electoral y buena parte de sus votantes tradicionales, claramente visible desde los tiempos de Obama, cuando el patriotismo, el rechazo a la inmigración ilegal y la defensa de los intereses nacionales dejaron ser asuntos de buen tono en las conversaciones y en los mítines del sector woke del partido.

Con Trump, a muchos demócratas que lo votaban por su defensa de los intereses de los más desfavorecidos se les cayeron las escamas de los ojos. Tal el caso de Nicole, una de las personas que los autores entrevistaron en Johnston. Nicole había sido una fiel votante demócrata desde su mayoría de edad, pero la participación de Trump en las primarias republicanas despertó su interés por la política nacional. Hasta entonces había votado por tradición, por fidelidad a sus mayores y por atención a la política local. «Creo que fue entonces cuando empecé a seguir diariamente las noticias en Fox News», recordaba. A pesar de su clara orientación republicana, Fox le ofrecía una visión más amplia de la realidad, su realidad. Entre 2014 y 2018 Fox acabó con el liderazgo de CNN en el Midwest septentrional y en el nordeste rural. «Poco a poco todos mis conocidos que habían apoyado fervientemente a Barack empezaron a cambiar como yo. Soy más conservadora de lo que creía». Y en realidad lo era: por la creciente distancia con que el Partido Demócrata 2020 les trataba a ella y a sus amigos.

El trabajo de Muravchik y Shields no incluye un análisis de las últimas elecciones pero apuntaba razonablemente el gran problema con el que se enfrenta hoy el Partido Demócrata. La actitud de la mayoría de sus candidatos presidenciales y la de los grandes medios globalistas era y es por completo ajena a los intereses de estos demócratas por tradición y el partido actúa como si ya no los necesitase. Parece creer que, para hacerse con la Casa Blanca y mantenerla, le bastará con centrarse en las minorías no blancas -las gentes de color- y con subir su participación electoral y la de los jóvenes en las áreas metropolitanas y en algunos estados clave.

Pero, por muy importante que sea, ganar la presidencia puede no servir de gran cosa. Si, como en estas pasadas elecciones, los demócratas pierden fuerza en la Cámara de Representantes y en el Senado. Más aún -y esto no lo apuntan nunca los medios progres- en un país federal como Estados Unidos el poder en las legislaturas y en los gobiernos de los estados sería imprescindible para las políticas rupturistas que quiere imponer el ala progresista del partido. Y esas instituciones, que reflejan las expectativas y las opciones de las pequeñas comunidades rurales, están hoy mayoritariamente en manos republicanas.

Muravchik y Shields han vuelto rápidamente sobre la cuestión tras el triunfo de Joe Biden . De los 206 condados que votaron a Obama dos veces y acabaron en el casillero de Trump en 2016, 186 permanecen aún en él y en muchos de ellos el margen favorable a Trump aumentó en 2020. Los demócratas progres cometerían un serio error si se desentienden de los demócratas de Trump.

«Al cabo, Biden venció en alguno de sus estados con un margen mínimo a pesar de la pandemia y la recesión económica que abrumaban al presidente. Se diría que fue menester una plaga para sacar a Donald Trump de su despacho. Pero, así fueran los demócratas capaces de formar coaliciones ganadoras sin esos votantes, aún tendrían que responder a un interrogante existencial: en qué clase de partido quieren convertirse o, para afinar más, ¿quieren seguir siendo un partido de amplia base, el partido de los trabajadores americanos? Si la respuesta es afirmativa los progresistas necesitan entender mejor la sima cultural que separa a sus comunidades azules en los campus universitarios y en los centros urbanos de las que hoy se sitúan tras la corroída muralla azul».

Es la gran cuestión de los próximos cuatro años.

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