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Paradoja del vampiro (I)

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A estas alturas, no parece necesario insistir en la importancia que tienen los mitos dentro de una cultura, ni subrayar la potencia metafórica que tienen sus constantes actualizaciones. Aunque es también otras cosas, el ser humano es un pertinaz animal simbólico que vive en los significados y las representaciones, cuya influencia sobre nuestra percepción del mundo no puede ser minusvalorada. Y aunque el mito, en su sentido originario, ya no proporcione los significados alegóricos de las cosas, vivimos rodeados de mitologías de segundo orden. Se trata de un universo fragmentario, que contiene figuras de distinta intensidad, que se activan y desactivan en distintos momentos o lugares, sin que podamos ya trazar línea divisoria alguna entre la alta cultura y la cultura de masas, predominando, en cambio, la gozosa promiscuidad de su intercambio: mitologías son Orfeo y Batman, Elvis y Frankenstein, Judas y Marlowe.

De alguna manera, la tarea de la cultura –señaladamente de las artes– consiste en la creación incesante de mitologías con las que volver a poblar el mundo de dioses, ahora que el mundo, desencantado por sus legítimos colonizadores, no puede hipnotizarnos con su misterio: la desaparición de Rimbaud es más interesante que un arroyo. La producción de mitologías funciona de una manera relativamente sencilla: bien mediante la creación original de un relato capaz de representar algún significado relevante al margen de los hechos que relata, o a través del recubrimiento estético de aquello que ha sucedido o creemos que ha sucedido. Madame Bovary por un lado, la muerte de Alejandra Pizarnik por otro.

Digamos entonces que el primer procedimiento consiste en manufacturar mitologías nuevas y el segundo en la mitologización de la realidad. Tomemos este pasaje del Dietario de Pere Gimferrer:

Podemos oír, entonces, bajo la espada encendida del verano, aquella voz carraspeante. Sale de la oscuridad de madera y baquelita de un aparato de radio. Quizá es uno de los primeros transistores, con la antena de onda corta erecta y exótica como un artefacto interplanetario. O quizá –más probablemente– es, aún, una de aquellas radiogramolas panzudas que incubaban, solemnes, en el fondo de las salas de estarPere Gimferrer, Dietario, Barcelona, Seix Barral, 2002, p. 216..

El texto continúa así, circunvalando la identidad del cantante, recreando momentos de su carrera y rasgos de su figura, hasta que, en el antepenúltimo párrafo, se nos dice quién es: Louis Armstrong, recién fallecido por entonces. Lo que hace Gimferrer de forma sublime es así elaborar figuras, momentos o personajes ya conocidos, a los que dota con ello de una mayor densidad simbólica, convirtiéndolos en otra cosa: en mitos. Justo Navarro, en el prólogo a la edición que manejo, subraya también esa vocación, citando al Gil de Biedma que hablaba de una «imposible propensión al mito». ¿Y qué hace Proust, sino expandir el tiempo pasado, mediante su evocación reflexiva y minuciosa, hasta el máximo de sus posibilidades significativas? Esa evocación es, asimismo, una contaminación: la del pasado por el presente. Pero es una contaminación disculpable, a fuer de inevitable.

Sucede que la incesante autoproducción de mitologías en que consiste la cultura convierte a esos mitos en campos magnéticos que atraen nuestra atención: el magnicidio de Dallas, la muerte de Passolini, los Cien Días de Napoleón, el exilio de Trotski, los amores de Heidegger y Arendt, la guerra de Jünger, los procesos de Moscú, el retorno de Steve Jobs, la grabación de Exile on Main Street, la muerte del Inter en la colina de Superga, el asesinato de Fredo, Tintín en el país del oro negro. ¡Hay para todos! Si decíamos, la semana pasada, que el ser humano segrega forma sin pausa, no es menos cierto que genera también mitologías. Para Roland Barthes, sin el precedente de cuyas Mitologías acaso no podrían escribirse estos párrafos, recelaba del mito por transformar en natural lo que sólo es una contingencia histórica, una construcción social más.

Pero, si bien se mira, esta mitologización de la cultura se alimenta de una tendencia aparentemente universal, que encuentra su reflejo tanto en la vida cotidiana como en la psicología individual. Pensemos en los sobrenombres que con tanta facilidad brotan en una barriada o un pueblo para caracterizar a determinadas personas (el Extranjero, el Alemán, la Marquesa, la Cobra) y la fruición con que se recuerdan episodios históricos más o menos extraordinarios, convertidos en leyenda por medio de su recreación (una nevada, un naufragio, un crimen pasional). En esa red de mitificaciones vivimos, acaso porque la vida no sea suficiente, porque necesitemos estar en permanente contacto con aquello que es más grande que nosotros. Y lo mismo vale decir para las representaciones personales, que giran en torno a unos cuantos momentos o personas sobre los que retornamos obsesivamente, mientras, por otro lado, nos proyectamos hacia el futuro cándidamente, depositando nuestras esperanzas en porvenires luminosos: un viaje, un cambio de trabajo, un futuro amor. La mitología pop convive así con la mitología cotidiana y ambas, a su vez, con la personal. Y la realidad, al fondo del pasillo.

Estas formas posmodernas del mito no encajan del todo con algunas de sus definiciones. Decía Paul Válery que mito es «el nombre de todo lo que no existe y sólo subsiste teniendo por motivo a la palabra»Paul Valéry, Estudios filosóficos, trad. de Carmen Santos, Madrid, Visor, 1993, pp. 236-237. . Esto es válido para la mayor parte de los mismos, pero no para aquellos que son el resultado de una mitologización, en cuyo caso sería preferible hablar de aquello «que ya no existe, pero subsiste teniendo por motivo a la palabra». De modo que tenemos aquello que la palabra crea y aquello que recrea: Afrodita frente a Marilyn. Pero esa distinción también es engañosa. Porque el acto de la recreación es también, desde luego, creación (la Marilyn real poco se parece a su mitología) y las creaciones originales son luego recreadas sin pausa (Orfeo empieza en Grecia y llega hasta Rilke, Cocteau, Marcel Camus y, recientemente, Arcade Fire).

Hay así mitos que son creaciones artísticas de gran alcance, muchas de ellas de origen romántico, que han logrado introducirse firmemente en el imaginario colectivo y son objeto de recreaciones periódicas, que redefinen su sentido original a la luz del nuevo contexto que produce esa recreación. Son mitos que disfrutan de una especial condensación significativa, que dicen muchas cosas, o al menos alguna cosa que nos interesa especialmente, y para los que es aplicable la definición de Esteban de Bizancio: «Mito es aquello que nunca fue y ya siempre será». Paradójicamente, como es sabido, esas recreaciones terminan por decir menos del mito que de quienes lo invocan y del momento social en que lo hacen; de ahí, precisamente, su atractivo.

Y entre ellos se cuenta el mito del vampiro. Nunca ha dejado, desde sus primeras manifestaciones literarias, de estar presente; ahora vuelve a estarlo, sobre todo a través del cine. Pero me interesa menos, interesándome, su presencia contemporánea, que su parcial ausencia: aquellos lugares donde podría tener vigencia, donde todo conspira para que la tenga, pero no la tiene.

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