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«Aquí fue Troya»

Troya

DIETER HERTEL

Acento, Madrid

Trad. de María Dolores Ábalos

144 págs.

5 €

Troya y Homero. Hacia la resolución de un enigma

JOACHIM LATACZ

Destino, Barcelona

Trad. de Eduardo Gil Bera

432 págs.

22 €

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En nuestros genes culturales figura la guerra de Troya como un componente primero e imprescindible desde que los poemas homéricos fueran el libro de cabecera para la lectura, la reflexión, la formación general, de los primeros portadores de una tradición cultural en la que seguimos reconociéndonos. Y dado el argumento que sirve de trasfondo a los poemas, la guerra de griegos y troyanos, y su colosal tono épico, no es extraño que nuestro ilustre Cervantes consagrara la expresión «Aquí fue Troya» para trasladar un conflicto cercano a la dimensión excepcional que evoca el solo nombre de la mítica ciudad. Es esta una forma lateral y literaria de hacer notar, en el comienzo de esta reseña, la vigencia permanente de Homero y de la trama de sus poemas y el hecho de que siga suscitando en la inmediata actualidad conflictos de tono mayor. Porque en los libros que se reseñan se percibe el sonoro rumor de la enconada polémica suscitada en los años últimos en torno a Troya y la interpretación de los poemas homéricos, su valoración desde el punto de vista histórico, capaz de provocar choques tan rotundos y sonoros como las monomaquias relatadas, con inigualable vigor, en la misma Ilíada.

El libro de mayor empeño de los dos, el de Latacz, contiene la expresión más y mejor argumentada de una nueva corriente, aunque con ingredientes antiguos, de la posición en torno a la Troya homérica que ha suscitado la controversia. Veamos en síntesis sus propuestas y argumentos para comentarlos y contrastarlos después con el texto de Hertel y lo que representa.

Joachim Latacz toma como punto de arranque los nuevos datos y las renovadas propuestas sobre la Troya antigua que derivan de las campañas de excavación y estudio acometidas desde 1988 por Manfred Korfmann, de la Universidad de Tubinga, al frente de un ambicioso programa de investigación interdisciplinar realizado conjuntamente con la Universidad de Cincinnati. Los resultados se publican regularmente, desde 1991, en la serie anual Studia Troica , y han supuesto una importante transformación de cuanto se sabía de Troya desde las excavaciones tradicionales iniciadas en la colina de Hissarlik, en el siglo XIX , por Frank Calvert y, sobre todo, por el célebre y polémico Heinrich Schliemann.

Bien asentada la identificación de la ciudad homérica en la citada colina del noroeste de Turquía, bajo las ruinas de la Ilion/Ilium de época grecorromana, la investigación posterior se propuso sistematizar la compleja evolución de los asentamientos de la ciudadela, con especial atención a los restos de sus célebres y monumentales amurallamientos. Wilhelm Dörpfeld, colaborador de Schliemann y mucho más sistemático en el trabajo de campo, logró ordenar los restos excavados en nueve etapas o niveles, desestimando las equivocadas correlaciones de Schliemann de la Troya homérica con las etapas más antiguas (fundamentalmente Troya II) y asentando una posible relación con la más reciente y monumental etapa representada por la Troya VI y VII. Carl Blegen, de la Universidad de Cincinnati, en los años treinta del siglo XX, volvió a excavar y a perfilar mejor la evolución arqueológica del asentamiento, y propuso la identificación de la Troya homérica en la fase VIIa, que habría sido destruida hacia 1240 a.C.

Paralelamente al progreso de la sistematización arqueológica, los especialistas e historiadores en general seguían debatiendo, no ya sobre la identificación de Troya, sino sobre la historicidad del relato homérico, su origen, la transmisión, si la hubo, desde los tiempos antiguos al que el poeta remitía –la Grecia micénica– y los tiempos mismos en que vivió Homero, en el siglo VIII a.C.: toda una discusión que ha arrojado ríos de tinta, promovida por especialistas de diversas ramas del saber –historia antigua, filología clásica, micenología, arqueología clásica, asiriología, hetitología, etc.–, y que hacen de la cuestión una verdadera especialidad de los estudios de la Antigüedad. La situación en los últimos años era una aceptada coexistencia de investigadores más propensos a subrayar el carácter de mito o leyenda y el escaso o nulo valor histórico de los poemas homéricos, que serían fruto fundamentalmente de la inventiva del poeta o, si se quiere, de uno o más poetas originarios de la Grecia del Este que vivieron en la segunda mitad del siglo VIII, y cuyo contenido habría que explicarlo en función de las ideas y preocupaciones propias de su época, aunque contuvieran recuerdos o ingredientes del pasado; y de investigadores defensores de la latencia en «Homero» de una tradición de época micénica, difícil de demostrar, pero evidente como elemento nuclear, y, por tanto, de valor histórico; de que la Ilíada guardara la memoria de un conflicto real que sirve de fondo a las peripecias de una serie de personajes, encabezados por Aquiles, Héctor, Paris, Helena, Menelao, Agamenón y una multitud de secundarios.

Así estaban las cosas cuando los resultados del «Proyecto Troya» dirigido por Korfmann empezaban a dar pautas para nuevas propuestas, tan contundentes y revolucionarias como el combate abierto contra ellas. Ese es el nudo de la argumentación contenida en el libro de Latacz, que subraya en su comienzo cómo, efectivamente, la nueva etapa de investigaciones en torno a Troya –con una inflexión importante en los años 1995-1996– representan un punto sin retorno hacia la resolución del enigma que, hasta ahora, ensombrecía la memoria de Troya y el valor de referencia de los poemas.

Desde el punto de vista arqueológico se constataba la existencia, apenas intuida antes, de una importante ciudad baja en la fase Troya VI, al pie de la acrópolis fortificada, gracias a prospecciones geomagnéticas y a excavaciones selectivas basadas en ellas. La superficie total de la ciudad sumaba, a los aproximadamente 20.000 m 2 de la ciudadela, los 80.000 m 2 de la ciudad baja, para la que se tenían indicios, además, de la posesión de una muralla de adobe dotada de fosas y una puerta de acceso. De la imagen de un pequeño centro encastillado –un «nido de piratas»– al borde del estrecho de los Dardanelos, se pasaba a la de un centro de mucha más envergadura, con una población de unos seis mil o más habitantes. Se perfilaba una Troya del Bronce Final, hacia los siglos XIII XII a.C., equiparable a una ciudad próxima a los modelos orientales o hititas (menos a los modelos micénicos), con unas dimensiones más cercanas a la imagen homérica de una ciudad capaz de resistir el asedio de una coalición de las poderosas ciudades micénicas llegada en una extraordinaria flota, y como punto ambicionado por su importancia estratégica para el control militar y comercial de una ruta principal entre el Egeo y el mar Negro.

Pero al dato arqueológico se sumaría, en 1995, un hallazgo excepcional: en la ciudadela, en estratos correspondientes a Troya VIIb2 (de hacia la segunda mitad del siglo XII a.C.), se recuperó un sello de bronce con escritura jeroglífica incisa en sus dos caras de lengua luvita, variante lingüística hablada en el imperio hitita, fundamentalmente en las regiones del sur y el oeste de Asia Menor. Los especialistas reconocen en el sello los nombres de un hombre y una mujer, y en él la condición de escriba o «maestro de escribas», quizá un alto personaje. En cualquier caso, Latacz subraya la importancia del hallazgo, en tanto que ratifica la vinculación de Troya al ámbito hitita sugerida por la arqueología y la urbanística y que, sumado a otros indicios, le dan pie a sostener la tesis de una Troya inserta en las redes de relaciones políticas y económicas de ámbito internacional presididas por el poder hitita en Asia Anterior, su posible carácter de ciudad plurilingüe, en la que se usaba, al menos como lengua diplomática, el luvita; de ciudad dotada, además, probablemente, de archivos o registros escritos de alguna naturaleza, y todo lo que sería propio de un notable centro comercial.

A partir de aquí, Latacz, miembro destacado del equipo científico dirigido por Manfred Korfmann y coeditor de Studia Troica, desarrolla una argumentación de base fundamentalmente histórico-filológica, en línea con su condición de catedrático de Filología Griega de la Universidad de Basilea y gran estudioso de Homero. Con argumentos muy desmenuzados, por su declarado propósito de escribir un libro para no expertos, propio de la alta divulgación, Latacz encadena un discurso premioso y extraordinariamente sugestivo dirigido a demostrar la esencial historicidad de la guerra que sirve de trasfondo a la peripecia de Aquiles en Troya, eje de una Ilíada que, por ello, en su opinión, mejor debía llamarse Aquilesíada (pág. 268).

La relación con el mundo hitita justificaba una búsqueda de respuestas al problema de Troya a partir de la rica información contenida en la arqueología y, sobre todo, la documentación escrita del imperio presidido desde la capital Hattusas. Insiste en un asunto muy discutido, que es la identificación de Ilios/Troya con la Wilusa citada en textos hititas, por ejemplo en un tratado (ca. 1290-1272) del rey hitita Muwatalli II con cierto Alaksandu de Wilusa . Es especialmente sugestiva la posible correlación entre Alaksandu y el nombre griego de Alexandros del príncipe troyano Paris, el raptor de Helena. Este y otros datos llevan al autor a sostener la caracterización de Ilios/Troya como un Estado autónomo en la órbita del imperio hitita, cuyo nombre originario sería Wilios, con pérdida posterior de la letra w- inicial, un fenómeno esencial, además, para entender la inserción del nombre de la ciudad en el estricto esquema rítmico de los hexámetros homéricos.

Por otra parte, la identificación de los aqueos –achaioi– (una de las denominaciones de los griegos en Homero, junto a las de dánaos –danaioi – y argivos –argeioi–) con los ahhijawa de los textos hititas, ratificaría por el contexto en que se los menciona una contemplación de los griegos micénicos por los hititas en el marco de una geografía política que se compadecería bien con la contenida en la Ilíada, en la que Troya quedaría incluida como un Estado de importancia relativa, subordinado al poder de Hattusas, pero capaz de suscitar el interés, en una lucha por la hegemonía comercial en la zona, de las ambiciosas ciudades micénicas.

La misma mirada desde fuera permitiría explicar el nombre de dánaos, desaparecido como el anterior como denominación propia de los griegos ya en época de Homero, pero que en textos egipcios de la época micénica cabe encontrar, como en el caso del epígrafe de un pedestal tebano de Amenofis III (ca. 1390-1352), en el que se citan como situados al norte de Egipto los países de Kafta y Danaja . El de Kafta correspondería a cretenses y filisteos; el de Danaja al Peloponeso, según se deduce de la relación de ciudades que le eran propias, como Mukana (Micenas), Tegwais (Tebas), Misane (Mesene), Nuplija (Nauplión) y otras.

Todo conduce –argumenta Latacz– a una recuperación de la geografía política del este mediterráneo que recoge Homero y que sólo era conocida con esos parámetros en época micénica, no después. La expresión más conspicua de esa geografía política se da en la premiosa relación de los participantes griegos en la expedición contra Troya, el famoso «catálogo de las naves» del segundo canto de la Ilíada (vv. 494759), que, en opinión del autor, no es entendible como la creación de un rapsoda, sino como una relación de tono oficial que da cuenta de una verdadera expedición a ultramar con la participación de dirigentes y ciudades que dibujan un mapa político propio de los estados micénicos en su etapa de apogeo (hacia el siglo XIII a.C.). El descubrimiento de un importante lote de tablillas micénicas, con escritura lineal B, en la ciudad de Tebas a partir de 1994, añade Latacz, contribuyó a añadir argumentos en la misma dirección, puesto que de su estudio se deduce una primacía de Tebas en la Hélade durante el siglo XIII a.C., lo que hacía recordar la ubicación en Tebas por algunos investigadores de la sede de los señores de Ahhijawa, y el hecho de que en el «catálogo de las naves» se empezara precisamente por Beocia y la región tebana, así como que la flota se reuniera en Aulis, el puerto de Tebas.

El progreso, pues, de la investigación desde diversos frentes iba recuperando una realidad geopolítica que coincidía en sus líneas básicas con la reflejada en los poemas homéricos, de lo que habría que deducir, en opinión de Latacz –en línea con otros autores–, que sólo pudo ser elaborado el relato en época micénica, no después, cuando el derrumbamiento del mundo micénico, de su estructura económica y política, con la pérdida incluso de la escritura, hacía imposible recomponer el mapa cultural y político de entonces. El meollo de la tesis de Latacz es que los poemas homéricos fueron creados en lo esencial en época micénica, y recordados gracias a la firmeza de una tradición oral anclada en las cualidades de los versos de estructura en hexámetros, y transmisora de un cuadro temático y argumental en el que la obra de Homero representa una creativa fijación parcial, que da por sobreentendido y conocido mucho más, perdido o limitadamente recogido en el conjunto de la literatura épica del vastísimo ciclo troyano. Pese a la crisis del mundo micénico y a la «época oscura» que atravesó Grecia desde fines del segundo milenio, Latacz y los que como él piensan abogan por una esencial continuidad, la suficiente como para hacer posible esa transmisión, aunque muchas cosas se olvidaran, perdieran sentido o se enriquecieran con nuevos elementos por las reelaboraciones continuas de los rapsodas y la necesidad de adaptar el relato a los intereses y vivencias de sus oyentes.

Pero el marco argumental básico seguiría inalterable, lo que otorgaría a los poemas un valor testimonial extraordinario para la época en que supuestamente se elaboraron, que no podría ser otra, según lo dicho, que la micénica. La conclusión última de Latacz es que los poemas deben ser mirados como una posible «fuente histórica» (pág. 196), trufada también de contenidos puramente literarios o de ficción, que daría cuenta no sólo de una posible sucesión de ataques o golpes de mano de micénicos a la próspera ciudad comercial de la boca de los Dardanelos, como también se ha sugerido, sino de una verdadera «Guerra de Troya», de la que los poemas, por obra y gracia de una investigación descargada de escepticismos, sería su mejor prueba.

Hasta aquí lo esencial de la tesis de Latacz, expresada con una admirable capacidad de argumentación y de convicción, sobre todo cuando trata de los aspectos lingüísticos o más genéricamente históricos, porque la realidad arqueológica está mucho peor tratada, así como también aspectos complejos de problemas culturales o históricos como la incidencia de los llamados «Pueblos del Mar» o las supuestas migraciones de dorios y otros fenómenos de importancia para los asuntos que trata. En cualquier caso, el libro se lee con fluidez, fácilmente sumergido el lector en una corriente argumental bien trabada, sin que sea posible aquí entrar en la discusión de los muchos matices que podrían invitar a una contrastación reposada y con recurso a citas y datos eruditos. Cabe decir también, ya que hablamos de lectura, que la misma se resiente de una traducción que, aunque generalmente correcta, tiene pasajes poco entendibles cuando trata de descripciones arqueológicas y bastantes errores en la terminología, alejada frecuentemente de las convenciones habituales para, por ejemplo, la traducción o la transliteración de topónimos y antropónimos, o que usa términos poco adecuados (como decir «roquero» por «rupestre» para calificar determinadas representaciones artísticas grabadas en parajes rocosos, o «palaciano» por «palacial», o tantos otros).

El edificio argumental de Latacz parecería bastante firme si no lo acosara una crítica a los métodos y los resultados que parece capaz de socavar la sugestiva armadura de sus propuestas. En un tono mesurado pero contundente, el libro de Hertel contiene una exposición que apenas polemiza, pero que propone un camino argumental distinto y a menudo abiertamente opuesto al representado por Latacz. Se trata de un libro de gran limpieza expositiva, sintético y riguroso, centrado especialmente en la descripción arqueológica de las ruinas de Troya y en su estricta valoración histórica. Es fruto parcial de un ambicioso proyecto dirigido por el propio Hertel desde 1994, que se propone reestudiar toda la documentación generada por las antiguas excavaciones de Schliemann y Dörpfeld, y contrastarla con los nuevos hallazgos. Es, por lo demás, el empeño de un arqueólogo bien conocido en España por su estancia de varios años en el Instituto Arqueológico Alemán de Madrid.

Conviene situar el libro de Hertel en el marco de una dura crítica a los planteamientos de Korfmann y Latacz, protagonizada fundamentalmente por el historiador de la Antigüedad Frank Kolb, catedrático de Historia Antigua de la misma Universidad de Tubinga (una amplia referencia a la polémica y su decantación en artículos y trabajos diversos la proporciona la reciente página web http://www.uni-tuebingen.de/troia/eng/fachliteratur.html). Partía de la presunta inconsistencia de la imagen aportada por la interpretación de las excavaciones de Korfmann de una Troya de notable envergadura ciudadana, con su poderosa acrópolis y una amplia, poblada y bien organizada ciudad baja, fuertemente cercada, además. Eran los resultados publicados en la citada serie de los Studia Troica, y divulgados en exposiciones como la presentada en el Archäologisches Landesmuseum Baden-Württemberg, en Stuttgart, en marzo de 2001, con el título Troia: Traum und Wirklichkeit (Troya: sueño y realidad).

La concreción de esa imagen en reconstrucciones hipotéticas de la ciudad, que la fijaban con el detalle habitual de esta clase de propuestas divulgativas, dio pábulo a una abierta descalificación científica de Korfmann y su equipo por parte de Kolb. Según él, no había indicios suficientes de la muralla, ni de la estructura de la ciudad baja, ni de nada que cambiara la imagen de un pequeño poblado fortificado, un asentamiento de tercera clase, aupado a la categoría de gran ciudad en un gesto de pura ficción, lo más opuesto al rigor y la mesura del científico. Los presuntos testimonios hititas y la identificación de Troya con Wilusa, bajo el supuesto de una Troya poderosa política y comercialmente hablando, no estarían ni mucho menos asegurados, o se tildaba de acientífico y descabellado tomar el hallazgo aislado del sello luvita como testimonio del uso de la escritura en Troya, o mucho menos de la existencia de archivos o cancillerías estatales.

La polémica, desatada además fuera de los ámbitos universitarios por las declaraciones a los periódicos, revistas y medios de comunicación en general, llegó a insólitas descalificaciones, tachando Kolb a su colega Korfmann de puro divulgador de fantasías, un «Daniken» de la arqueología troyana (la imagen de una confrontación a la manera de un moderno duelo entre Aquiles y Héctor cobró cuerpo en algunos comentarios, como puede verse en la página web http:/www.schliemann-museumankershagen.de/hsm/kkk.html). Las virulentas manifestaciones llegaron a un extremo que hizo intervenir al propio rector de la Universidad de Tubinga, decidido a reconducir la polémica a los cauces habituales del debate científico, sin descalificaciones fuera de lugar –en todos los sentidos–, para lo que propuso la organización de un simposio para debatir dónde y cómo se debía la polémica cuestión en torno a Troya. Se celebró los días 15 y 16 de febrero de 2002, bajo el título Die Bedeutung Troias in der späten Bronzezeit (Laimportancia de Troya en el Bronce Final).

El simposio fue seguido con enorme expectación, con las salas repletas de asistentes, en sesiones en las que Korfmann defendió la consistencia de su tesis, acerca de una Troya VI-VII de notable nivel urbano, que en ningún caso podría ser considerada como ciudad de tercera fila, y sí como pieza importante de una compleja estructura de Estados cohesionados, coaligados o confrontados, susceptible de ser el escenario de un enfrentamiento como el que sirve de fondo a la Ilíada. Kolb, en una exposición que algunos calificaron de deslumbrante y bien argumentada, sostuvo que los indicios seguros conocidos acerca de Troya VI-VII no permiten sino sospechar que era un centro menor, ajeno a una actividad comercial importante según los materiales arqueológicos recuperados, incapaz de promover, con una población en torno a mil habitantes, una producción especializada ni actividad comercial de altura basada en ella; sería lo contrario de un centro portuario, industrial y comercial, del tipo de la ciudad de Ugarit.

En el balance general se reafirmaba la identificación de Troya con la Wilusa de los textos hititas (como se aceptó genéricamente en el congreso sobre Troya celebrado en Würzburg en 1998), así como la existencia de la ciudad baja, aunque faltaran por conocer detalles significativos de su estructura urbanística y determinar su importancia. Mucho quedaba por resolver en futuras investigaciones, que tendrían en nuevas excavaciones uno de sus frentes más prometedores.

Dieter Hertel, el autor de nuestro segundo libro, participó en el simposio de Tubinga haciendo hincapié en los resultados deducibles de una rigurosa valoración de los datos arqueológicos hasta entonces disponibles. Discutió con Korfmann su valoración de Troya como notable centro comercial con una considerable población (como defendió Peter Jablonka, excavador de la muralla baja, que proponía una cifra de cerca de ocho mil habitantes), cuando en realidad se estaba ante un centro pequeño, carente de edificios de almacenamiento y representación, en el que se tienen indicios de un asentamiento inferior, pero no calificable de ciudad baja por falta de datos sobre su urbanística, su densidad ocupacional.

En esta línea, más cercana a la postura de Kolb, se halla el libro escrito por él mismo algo antes del simposio (y traducido al español poco después). Una parte sustancial del mismo está dedicada a presentar la realidad arqueológica de Troya tal y como hoy puede ser seguida al cabo de una larga actividad, acometida con planteamientos y métodos muy distintos en calidad y presupuestos científicos. Es una interesante síntesis, críticamente ordenada por el autor, que ofrece una estupenda y útil guía actualizada sobre la intrincada realidad arqueológica de Troya para quienes quieran conocerla sin mayores esfuerzos. En el plano de la valoración estrictamente histórico-arqueológica se mantiene en la citada línea crítica respecto de la visión de Troya como un centro de importancia urbana, estratégica y comercial, así como la apariencia divulgada con reconstrucciones, en su opinión, carentes de bases arqueológicas suficientes. Por lo demás, valora como meras conjeturas las equiparaciones de Ilion con Wilusa u otros topónimos, en los que se basaría la deducción de una importancia de Troya, vista desde el mundo hitita, que estaría por probar definitivamente.

En cuanto a la historicidad de los poemas homéricos, su argumentación parte básicamente de la firme convicción de que su trasfondo cultural corresponde a la época misma del creador o los creadores de los poemas, en el siglo VIII . Sólo el «catálogo de las naves» ofrecería indicios firmes de corresponder a una epopeya nacida en tiempo anterior. En cualquier caso, si hubiera un núcleo histórico anterior, sería muy pequeño y correspondiente, además, no a la época propiamente micénica, sino a las incursiones de los primeros colonizadores griegos en la región de la Tróade hacia fines del segundo milenio, en el marco de la llamada «colonización eolia». La conexión de los poemas homéricos con la realidad arqueológica e histórica fatigosamente recuperada y remirada en Troya se hace tanto más difícil cuanto mejor se conoce. Porque al cabo de todas las pesquisas, parece poder afirmarse que –dice Hertel literalmente– «no existe ningún indicio para atribuir la caída de Troya VI, VIIb1 y VIIb2 a conquistas. El final de estas ciudades puede explicarse como consecuencia de catástrofes naturales o incendios producidos por razones de tipo cotidiano» (pág. 86). Troya VIIa pudo acaso sufrir una toma violenta, pero de haber sido ese el caso, los conquistadores habrían sido un pueblo balcánico, no griegos micénicos.

Si, para Latacz, Homero habría sido no otra cosa que el jalón final de una cadena de transmisión poética que con él pasaba de una larga etapa oral a una parcial fijación por escrito, de forma que la concepción de los poemas y de su trama sería fundamentalmente de época micénica, para Hertel es la Ilíada, tanto en el fondo como en la forma, una obra original casi exclusiva de Homero. Y así se cierra un libro pequeño y denso que, en lo que hace a su traducción en español puede decirse que resulta correcta, con adecuada recepción de los usos habituales en la terminología arqueológica e histórica, aunque no falten problemas o desajustes, como el uso repetido de «colonia» para hablar de «asentamiento», lo que conduce a confusión en no pocos casos.

Es evidente, por tanto, al cabo de la lectura de los dos libros –y de lo que ellos representan– que la cuestión homérica sigue abierta, y que la recuperación arqueológica de Troya, cada vez más lograda, atraviesa también una etapa de polémico crecimiento. Como se indicó más arriba, sería demasiado largo, y propio de un trabajo específico de investigación o de una reseña más científica que estrictamente libresca, incorporarse a la discusión de los temas objeto de polémica, sea la cuestión homérica y la historicidad o la inspiración de los poemas y su proceso, sean los problemas puramente arqueológicos y la particular polémica suscitada por las reconstrucciones, como consecuencia de un afán divulgativo o aclaratorio que, por la creciente atención a la participación de la sociedad en general de los logros de la investigación arqueológica, están de plena actualidad.

Por decir algo de lo último, podría argumentar que las recreaciones ideales se han convertido hoy día en un reto y un riesgo casi inevitable por el compromiso generalmente asumido de hacer comprensibles o asequibles los logros de una investigación arqueológica generalmente bastante costosa en lo económico y en el esfuerzo, y de resultados premiosos y lentos, de modo que sea por responder a las inversiones públicas que las sufragan, o por compensar el patrocinio privado cuando es el caso, el arqueólogo suele verse impelido a salir de su estrecho ámbito académico para dar cuenta a todos fuera de él, y de manera comprensible, de sus progresos, de realidades recuperadas que, a menudo, se hacen poco perceptibles si se parte de vestigios escasos o poco expresivos. Pero la advertencia de un caso como el planteado con Troya –independientemente de lo justo o injusto de las imputaciones arrojadas– es que nunca ha de irse más allá de lo que pueda ser sólida y científicamente probado y contrastado. Una cosa es la recreación y otra la pura invención.

En cuanto a la cuestión homérica, las dos corrientes interpretativas expresadas en los dos libros objeto de comentario, aparte de asegurar la dificultad que entraña la valoración histórica y cultural de los poemas, y al margen de su extraordinario valor poético, acaban por resultar insatisfactorias. Porque en la medida en que pueden parecer ciertas las dos posturas, es bastante lógico que ninguna lo sea del todo. Más de una vez se ha observado que, si resultan inexplicables como resultado de una mera transmisión de poemas de época micénica e inspirados en acontecimientos de entonces, porque muchas cosas remiten a realidades propias de la época de Homero o muy poco anteriores, parece igualmente cierto que sólo con importantes componentes de época micénica, olvidados o superados en la «época oscura» y los tiempos que le siguieron, son explicables muchos componentes y referencias de los poemas. Es lo que se deduce, por ejemplo, del análisis arqueológico de las armas descritas y empleadas por los protagonistas de los poemas, o de las formas de guerra aludidas en ellos, que revelan la coexistencia de varios estratos cronológicos y culturales distintos, algunos de ellos propios, incluso, de etapas arcaicas de la cultura micénica. Así sucede, por ejemplo, con los cascos guarnecidos de colmillos de jabalí, minuciosamente descritos por Homero y propios del mundo micénico de mediados del segundo milenio a.C., una forma arcaica de arma defensiva olvidada después y sustituida por cascos de bronce. Y lo mismo cabe decir de cierto tipo de escudos, lanzas, espadas, o de las formas de combate con uso de carros de guerra (pueden verse los comentarios al caso en el artículo reciente de Fernando Quesada, «La Ilíada, epopeya de una guerra imposible», en La aventura de la Historia, núm. 60, 2003, págs. 108-115).

Puede ser significativo un dato no comentado en ninguno de los libros reseñados, como es el caso de la estratagema del «caballo», aludida en la Ilíada y más ampliamente descrita en la Odisea. Siempre resultó un episodio extraño, aunque tan sugestivo que se ha convertido en la referencia tópica de la toma de Troya, bien explotada en la proyección popular de los poemas, sobre todo en el cine, como es bien sabido. Pero bastantes estudios han hecho notar la extrañeza del tal caballo, de modo que lo más probable es que se trate, en realidad, de una embarcación con proa o acrostolio en forma de caballo, según un tipo frecuente en la Edad del Bronce y característico de la navegación mediterránea en la época anterior a las colonizaciones históricas. Aún lo emplearon los primeros navegantes fenicios llegados a Gadir /Cádiz, barcos que, precisamente por sus proas equinas, en las fuentes griegas son llamados directamente hippoi («caballos»). Se detecta, en efecto, en las fuentes la práctica de denominar a los barcos directamente por la figura de animal que les servía de distintivo, puesto que sus formas eran una verdadera enseña con que reconocerse en una época particularmente insegura y afectada por la piratería. Pero el hecho es que bastantes indicios invitan a pensar que cuando en el relato se están refiriendo al «caballo» se estaba aludiendo a una embarcación con proa equina, un hippos inspirado por Atenea, como cabía esperar de la diosa como protectora de la navegación, y a cuyos elementos se alude con términos propios de la jerga náutica. Es una cuestión bien tratada, entre nosotros, por José María Luzón, en «Los hippoi gaditanos», Actas del Congreso Internacional «El Estrecho de Gibraltar» (Ceuta, 1987), Madrid, 1988, vol. I, págs. 445-458.

Los griegos olvidaron esta clase de embarcaciones y denominaciones después de la época oscura, de modo que ya en un vaso del siglo VII a.C., que se tiene por la más antigua representación del episodio troyano del «caballo», aparece, en efecto, como una extraña máquina de guerra en forma de équido, consagrándose así una imagen tópica que, pese a que todo adquiere una luminosa verosimilitud bajo el supuesto de que se trata de una embarcación, se ha consagrado hasta hoy. Lo importante del caso es que si ya en tiempos de Homero o en sus proximidades se pensaba en el caballo de Troya como un equino, y su explicación como barco sólo se comprende según las realidades propias de la navegación del segundo milenio, una parte importante del relato bélico hubo de configurarse en época micénica.

No creo tan firmes los argumentos esgrimidos por quienes dudan o niegan la posibilidad de una transmisión oral desde los tiempos micénicos a la época homérica, tanto por lo que hace a la capacidad de perduración de la tradición oral, sobre todo apoyada por la capacidad de fijación del ritmo y la musicalidad de formas versificadas apropiadas, cuanto por el hecho de que la investigación moderna viene detectando crecientes indicios de continuidad entre la época micénica y la griega que siguió a la crisis que la abocó a la llamada «época oscura». La percepción de una cesura casi total entre una y otra etapa empezó a difuminarse definitivamente desde el desciframiento, a mediados del siglo XX, del lineal B, la escritura usada por los micénicos, con la comprobación de que hablaban y escribían griego. La ciencia moderna, por lo demás, examina con más atención, sin tanta excesiva cautela, los contenidos de tradiciones legendarias que muchas veces son la perpetuación de una memoria colectiva que se hace particularmente importante o necesaria en el seno de sociedades urbanas que las necesitan para la cohesión de la colectividad. Sin duda que son manipuladas y reformadas, precisamente por su papel social, con una función que va más allá del mero placer literario o festivo, pero contiene a menudo ingredientes de una realidad que es posible aprovechar o, al menos, observar por su capacidad de sugerir aspectos de una realidad histórica que habrá que poner en valor con los métodos científicos y los testimonios adecuados (remito a mis propias reflexiones al caso, en el libro Tartesios, iberos y celtas , Madrid, 2000, págs. 60-66).

El hecho es que Troya y su guerra fueron, por obra de Homero, una primera boya de referencia cronológica en el mar desconocido e inmenso del pasado lejano. Desde la recuperación de Grecia tras la crisis del mundo micénico no ha dejado de estar presente en el imaginario de nuestra cultura occidental, y hoy día, al cabo de tres milenios, como los libros reseñados demuestran, sigue siendo objeto de interés, de una atención apasionada, que asegura una presencia vigorosa de Troya y Homero en el futuro, en el que habrán de despejarse numerosas incógnitas y persistirán también muchas otras. A no ser que un mal entendimiento de la necesidad de renovar las pautas de la educación de nuestros niños y jóvenes sea capaz de echar en el saco del olvido definitivo un rico legado cultural, simbolizable precisamente en Homero y en la epopeya troyana, que ninguna catástrofe humana o natural pudo eliminar hasta ahora.

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