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Tocar la trompeta

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Mucho se ha hablado a estas alturas de lo que podríamos denominar la mise-en-scène del juicio sobre el procés que se celebra en Madrid: las reprimendas del juez Marchena, la estolidez de la acusación popular, la marrullería de algunas de las defensas. Pero si hay un aspecto que a mí me fascina de esa inonografía procesal es –o era– la pegatina que el abogado Andreu Van den Eynde mantenía adosada durante las sesiones iniciales al envés de la pantalla de su ordenador portátil, de manera que resultara perfectamente visible para los demás en el curso de sus intervenciones. Allí, de manera en apariencia incongruente con el objeto del proceso, se reproducía el lema de un movimiento cívico norteamericano: Black Lives Matter. Esto es: «Las vidas de los negros importan». Se trata de un movimiento que, surgido en el seno de la comunidad afroamericana, denuncia el racismo sistemático de la policía estadounidense y que se hizo notorio entre 2013 y 2014 a raíz de algunos casos de brutalidad policial. Yo mismo pude ver esta pasada Semana Santa una ruidosa acción de algunos de sus activistas en el aparcamiento del Dome Entertainment Center de Los Ángeles, a un paso de los espléndidos ArcLight Cinemas. Sus ramificaciones internacionales han llegado, sin demasiada fuerza, a otros países anglosajones: Canadá, Australia o Reino Unido. En España, hasta donde yo sé, su repercusión ha sido escasa. Pero ahí estaba Van den Eynde.

¿Qué quiere decirnos el abogado catalán de origen francés cuando se adhiere, exhibiendo una pegatina, a una causa tan noble y remota? Hay que descartar que se trate de un descuido: la intencionalidad escénica está fuera de duda en un proceso televisado en directo. Sin duda, pues, estamos ante un gesto. Van den Eynde, que es abogado de Oriol Junqueras y Raül Romeva en la causa, ha basado su estrategia de defensa en la idea de que el proceso penal contra los líderes del procés es, en realidad, una persecución política contra el independentismo en su conjunto. En otras palabras, el aparato represivo del Estado intentaría criminalizar una preferencia política legítima, abusando de su poder y cometiendo una injusticia. Ahí es donde, cabe pensar, Black Lives Matter entra en juego: el espectador es conminado discretamente a establecer un paralelismo entre la causa separatista y la causa de la minoría negra norteamericana. Al topar con ese signo que nos parece fuera de lugar, nos preguntamos por su sentido. Y ese sentido no puede ser otro que la identificación de ambos movimientos: víctimas de una persecución sistemática, los separatistas catalanes serían la analogía española de los ciudadanos negros a los que la policía norteamericana dispara sin contemplaciones.

También es posible, desde luego, una interpretación distinta. De acuerdo con ella, Van den Eynde no estaría sugiriendo una afinidad entre el separatismo catalán y Black Lives Matter, sino que mostraría públicamente su apoyo personal a un movimiento que lucha por la justicia racial en Estados Unidos. Pudiera ser que Van den Eynde tenga vínculos con los organizadores o promotores del mismo; lo ignoro. Si no es el caso, podríamos estar ante el sincero deseo de otorgar relevancia mediática a la campaña antirracista aprovechando el altavoz del juicio. Pero también, simple y llanamente, ante una muestra de eso que en inglés se denomina virtue signalling y que podríamos traducir como «señalamiento de virtud», pues de eso se trata: de emitir la señal de que uno es moralmente virtuoso o se adhiere a una causa percibida como virtuosa. No es necesario vivir de manera diferente, ni entregar nuestro tiempo a la causa en cuestión: basta con producir el signo correspondiente. En este caso, la pegatina.

Salta a la vista que esta concepción de la virtud como exhibición pública es contraria a su planteamiento evangélico, por lo demás mucho más glosado que practicado. Recordemos lo que dice San Mateo que dice Jesús: cuando demos limosna, es mejor que nuestra mano izquierda no sepa lo que hace la la derecha, a fin de que la limosna sea secreta y Dios mismo nos recompense (6:3-4). O más claramente, justo antes: «Cuando des limosna, no toques trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados por los hombres» (6:2). Virtue signalling: búsqueda intencionada de la consideración de los demás. La definición de lo que haya de considerarse «virtuoso» dependerá, por lo demás, de cada momento y lugar, es decir, del contexto en que se toca la trompeta. Y es justamente el contexto –la cualidad intempestiva de Black Lives Matter en el marco del juicio sobre el procés– lo que avala la conclusión de que el abogado Van den Eynde propone una analogía entre la violencia policial norteamericana y la violencia policial española, sin por ello dejar de presentarse, él mismo, como alguien moralmente virtuoso.

En todo caso, el significado del virtue signalling es una de las muchas cosas que pueden encontrarse en el primer libro de Ricardo Dudda, joven periodista y ensayista que ha dedicado su notable debut a escudriñar en la naturaleza e historia de un fenómeno peculiar: la llamada «corrección política». Sus documentadas páginas funcionan como un diccionario con el que podemos orientarnos en el conflicto político contemporáneo; o, mejor dicho, en aquel que se desarrolla en las redes sociales y en las publicaciones periódicas más inclinadas al debate de actualidad. Algunos ejemplos: estar woke o despierto ante la injusticia social tiene su equivalente en convertirse en un red-pilled, alguien que ha tomado conciencia de las mentiras del progresismo; la call-out culture es la costumbre de arrojar etiquetas despectivas al adversario a fin de desacreditarlo, delatándolo ante los demás; la derecha alternativa o alt-right actúa a menudo de manera provocadora for the lulz, esto es, para divertirse, que ya era la motivación confesa de Anonymous para sabotear las páginas web ajenas; los trigger warnings son las advertencias para universitarios de que determinados contenidos narrativos pueden herir su sensibilidad, igual que los safe spaces son santuarios donde pueden refugiarse esos a quienes sus críticos llaman snowflakes, o individuos hipersensibles; y así sucesivamente. La lista tiene un punto claustrofóbico, como si un antropólogo describiera los códigos de comunicación de un grupo de personas que llevasen años encerradas en una habitación y no hubieran dejado de hablar entre ellas.

En todo caso, el repaso a la nueva gramática de ese conflicto político da perfecta cuenta de la gradual «psicologización» del mismo. Es un proceso que lleva algunas décadas en marcha y que el soporte inmaterial que proporcionan las redes sociales no ha hecho sino intensificar. Lo que cuenta es ahora lo que uno dice o deja de decir; lo que siente o deja de sentir; lo que dice que siente o deja de sentir. Hay una clara cualidad performativa, que no está reñida con la autenticidad de las emociones que llega a experimentar el individuo: uno puede sentirse verdaderamente ofendido por alguien que no tenía intención de ofenderle o por un contenido que no tendría por qué producir ese efecto. Basta, en fin, con que uno se diga ofendido. Dudda se refiere a eso que se ha llamado concept creep o «deslizamiento conceptual»: la aplicación de conceptos clásicos a circunstancias o situaciones menos severas o del todo novedosas. Por ejemplo, un piropo callejero sería ahora «violencia», cuando antes se encontraba «naturalizado», vale decir incorporado al catálogo de las prácticas sociales ordinarias. Y lo mismo se puede decir del blackface, la práctica de disfrazarse pintándose la cara de negro, un hábito antes tolerado y ahora considerado como una falta de respeto que evoca un pasado colonial o esclavista.

Se hace evidente que Dudda está describiendo una pugna en torno al lenguaje. Su premisa es que, si cambiamos el lenguaje, cambiamos, también, las normas morales. Por seguir con el ejemplo de Black Lives Matter: si dejamos –o los norteamericanos dejan– de decir nigger, término despectivo para referirse a los ciudadanos negros, los prejuicios negativos que componen las actitudes racistas terminarán por desaparecer y con ello disminuirá la violencia policial. De manera que, a pesar de la connotación peyorativa que ha terminado por adquirir el término, la corrección política no tiene nada de incorrecto. Es, en su mejor versión, la traducción lingüística del proceso de civilización: el intento de emplear un lenguaje respetuoso con los demás, tomando conciencia de los residuos excluyentes que –de manera natural– arrastran los usos lingüísticos. Claro que cambiar de palabras no implica, de manera automática, cambiar de costumbres. Es cierto que la manera en que percibimos la realidad cambia, en buena medida, porque discutimos acerca de las representaciones a través de la cuales se nos aparece configurada; o porque se ponen en circulación representaciones alternativas que ponen en cuestión las dominantes. Pero los procesos materiales también desempeñan un papel.

Según leíamos hace poco en The Economist, y en contraste con la percepción generalizada acerca del aumento del racismo durante la presidencia de Donald Trump, dos psicólogos de Harvard han realizado una investigación que sugiere lo contrario: un descenso del 17% en la última década en el sesgo racista explícito (que nos lleva a mostrarnos de acuerdo con afirmaciones racistas) y de un 37% en el sesgo implícito (asociación automática de rasgos negativos con una raza). Y aunque las razones de esta bienaventurada tendencia son desconocidas, se sugieren dos hipótesis: la mayor frecuencia con que se habla del problema en la esfera pública y, en otro registro, la mayor presencia de blancos en barrios tradicionalmente habitados por negros, adonde acuden en busca de alquileres más baratos. Así que el lenguaje cuenta, pero no es lo único que cuenta.

Dicho esto, Dudda también se ocupa –con rigor y afán de verdad– de las sombras de la corrección política. Si hablamos de la higiene verbal que trata de depurar el lenguaje de sus impurezas, por ejemplo, ¿quién decide cuáles son éstas y, por tanto, fija el perímetro del lenguaje «correcto»? Más: ¿no es razonable esperar que la legitimación moral que se atribuyen quienes defienden lo «correcto» será empleada en detrimento del pluralismo, por la vía de deslegitimar otras concepciones del bien? Ya hemos visto, con el procés, adónde puede conducir un ataque de ciega virtud en nombre de la democracia: a la neutralización de esa misma democracia. Dudda advierte así contra los intentos por coartar la libertad de expresión que se amparan en la necesidad de proteger a los desposeídos o acallar a los privilegiados:

Deberíamos pensar en la libertad de expresión en los mismos términos que pensamos en la democracia: la persona más desagradable del mundo tiene el mismo derecho al voto que tú, y puede votar a partidos igual de desagradables.

Si hay un límite, está en el respeto a la ley. De otra manera, se corre el riesgo de pensar que quien piensa distinto carece del derecho a defender su concepción del bien. Sucede con la identidad algo parecido: las políticas de la identidad ven la pluralidad interna de unos grupos (las mujeres, por ejemplo), pero no la de otros (los varones blancos). Una forma sofisticada de limitar la libertad de expresión en nombre de la política de la identidad es la que tiene que ver con el «privilegio» de quien habla: si uno es un blanco beneficiado históricamente por el sistema, sería preferible que dejase de emitir opiniones sobre aquello que no puede comprender. Es un «tapón argumentativo», dice Dudda: una mordaza sin BOE. La regresión hacia la identidad tiene, en este sentido, un aspecto melancólico: como bien dice Dudda, la ideología y la clase eran presentadas antaño como formas de identidad que condicionaban nuestro juicio, pero existía la esperanza de que podían trascenderse por tratarse de construcciones artificiales. Ahora, la identidad se presenta como algo dado e inmodificable: un cepo epistémico del que no podemos zafarnos. De nuevo, pues, la sensación de claustrofobia.

Por otro lado, la corrección política ha actuado sobre el modo en que percibimos la figura del disidente. El rebelde ha pasado a asociarse con el incorrecto; al disidente con quien se atreve a desafiar un falso consenso establecido por los guardianes del lenguaje. Pero nótese que el discrepante ha de serlo siempre respecto de un conjunto de convenciones más o menos fijadas en el interior de una cultura. En ese sentido, ¿de qué discrepa el incorrecto? La respuesta es sencilla: discrepa del consenso liberal-progresista originado en los años sesenta y consolidado en las décadas posteriores. Ya se ha dicho en este blog: Donald Trump sería el nuevo Lenny Bruce. Sin embargo, la premisa de que la cultura tiene un centro desde el que juzgamos las desviaciones no deja de ser discutible: Berlín no es Texas, ni Austin es Abilene. En una sociedad pluralista, el centro no debería estar constituido por orientaciones morales concretas, sino por el conjunto de reglas formales y derechos sustantivos a las que debemos respeto. Naturalmente, algunas de las reclamaciones morales que se plantean en el espacio público terminan por incorporarse al catálogo de los derechos constitucionales, pero antes de que eso suceda no pueden reclamar un estatuto privilegiado en el marco de la conversación intersubjetiva: quien abusa del lenguaje de los derechos contribuye a socavar su eficacia. Pero ni el defensor de la corrección política ni quien la ataca en nombre de la sana disidencia tienen razón por ser ellos quienes son: será necesario ponderar la calidad de sus respectivos argumentos y no decidir sobre ellos en función de la etiqueta que los define. Tanto el social justice warrior como el red-pilled, por tomar dos estereotipos significativos, pueden tener razón o carecer de ella: dependerá del caso, del argumento y de su relación con los derechos vigentes.

En relación con esto, el magnífico libro de Ricardo Dudda se cierra con una referencia digna de interés. El autor, que defiende parcialmente la corrección política como el intento de reducir la crueldad y defender la dignidad del individuo, se remonta a las últimas lecciones de Michel Foucault sobre el concepto griego de «parresía». Se trata del habla franca de quien no oculta nada y dice la verdad, abriéndose a otras personas. En el parresista coinciden creencia y verdad; aquél dice «lo que sabe verdadero». Quien toma así la palabra está asumiendo un riesgo, pues dice la verdad pese al peligro. Hablamos de un deber cívico que asume quien establece una relación ética con la verdad. Escribe Dudda:

El parresista es, en cierto modo, un disidente real, un políticamente incorrecto que rehúye de dogmatismos y valora la verdad por encima de su bienestar. Pero también es alguien que dice la verdad, no «su» verdad.

Ahora bien: ¿qué es eso de la verdad? ¿No será peligroso que el parresista crea que su verdad es la verdad? Si así lo cree, ¿qué le priva de defenderla dogmáticamente? Decir que el parresista asume una relación ética con la verdad habrá de significar que asume una relación ética con la búsqueda de la verdad y, por tanto, mantiene en todo momento vigente una cláusula de falibilidad que exige un cierto grado de humildad. El parresista no dirá «lo que sabe verdadero», sino más bien «lo que cree verdadero». Va de suyo que lo dirá como si fuera verdadero; pues así lo cree. Y que no subordinará sus creencias a sus intereses. Pero el riesgo de obrar de esta forma existirá si decir lo que uno cree verdadero puede acarrear verdaderas consecuencias: el tuitero que se esconde tras un perfil anónimo para cantar las verdades del barquero tiene pocos motivos para temer por las consecuencias de su palabra libre. Irónicamente, si de peligros hablamos, quizás el auténtico disidente sea hoy quien se atreve a romper filas cuando cree que los suyos se alejan de la verdad. Se arriesga, claro, a la expulsión de la tribu: a verse arrojado a un limbo donde los consuelos de la pertenencia le están vedados. Ahí está, sospechamos, la verdadera incorrección: en pensar distinto a como se espera de uno. En quitar, si hace falta, la pegatina.

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