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Tintín: Las joyas de la Castafiore

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¿Es posible vivir una aventura sin moverse de casa? Depende de nuestro concepto de lo que es una aventura. En Las joyas de la Castafiore (1962), Tintín y Haddock no salen del castillo de Moulinsart, pero se enfrentan a multitud de pequeños incidentes que alteran su rutina hasta desembocar en un misterioso robo con un insólito desenlace. Aunque no hay villanos, secuestros ni catástrofes, han tenido que enfrentarse a momentos de confusión, desconcierto, incertidumbre y suspense. La trama de Las joyas de la Castafiore es muy sencilla, pero encadena un contratiempo tras otro hasta crear una atmósfera donde lo ordinario parece francamente extraordinario.

El capitán Haddock desea una vez más disfrutar de su tranquila vida de pequeño aristócrata rural, pero –como era previsible– no lo conseguirá. Un escalón de su castillo frustrará sus planes, forzándole a permanecer en el ojo del huracán. Al principio, todo parece perfecto. La primavera ha llegado a Valonia, una de las tres regiones que componen Bélgica. Brilla el sol y no hay nubes en un cielo azul, limpísimo. Tintín, Haddock y Milú pasean por el bosque. Una urraca les observa desde la rama de un árbol. Parece un detalle irrelevante, pero más tarde se descubrirá que no es una presencia inocente y casual. Milú escarba una madriguera, hundiendo la cabeza en la tierra húmeda, como si buscara algo o quisiera decirnos que siempre hay un secreto escondido. Con su habitual uniforme de la marina mercante y un bastón de paseante, Haddock invita a Tintín a disfrutar del momento: «Llénate los pulmones de este aire puro y vivificante, fino, ligero, burbujeante». La explosión de retórica se interrumpe cuando el hedor de un vertedero se mezcla con el olor de la tierra, los arbustos, las flores campestres y los árboles. El mundo no es perfecto. El ser humano rompe el equilibrio natural con sus toneladas de desperdicios y, lo que es más desmoralizador, algunas personas viven a orillas de los basureros, pues no les permiten instalarse en otro lugar.

Acusado de racista por Tintín en el Congo (1931), Hergé realiza un alegato a favor de los gitanos, criticando ferozmente los prejuicios de una sociedad que se deja llevar por tópicos y rumores. Los sentimientos que más nos avergüenzan no son un atributo de los malvados, sino una perversión del hombre común. El fiel e íntegro Néstor, mayordomo de Moulinsart, se echa las manos a la cabeza cuando su señor cede a los nómadas un prado para que puedan estacionar sus carromatos en un lugar digno y saludable. La policía local, honesta y comprometida con el bienestar de los vecinos, considera que el gesto constituye una peligrosa imprudencia. Hernández y Fernández, dos sabuesos defensores de la ley y el orden, afirman que los gitanos son ladrones por naturaleza y que no puede confiarse en ellos. Sólo Tintín celebra la decisión de su amigo, apenado por la vida de vagabundeo y desarraigo de una comunidad calumniada y estigmatizada. Aunque no se menciona la tragedia del pueblo judío, la sombra de Auschwitz no ha dejado de planear sobre Europa. Desgraciadamente, el racismo y la xenofobia perviven en las sociedades democráticas.

Los gitanos agradecen la hospitalidad del capitán, pero algunos desconfían, especialmente los más jóvenes. No están acostumbrados a ser tratados con indulgencia, generosidad y afecto. Haddock, que ha abierto las puertas de su casa a unas familias sin hogar, no reacciona con la misma cordialidad cuando le comunican la visita inminente de Bianca Castafiore. El «ruiseñor milanés» considera que no necesita una invitación formal. Nadie que esté en sus cabales rechazaría el placer de su presencia y la oportunidad de escuchar su maravillosa voz. La contrariedad del capitán se transforma en un ataque de pánico al saber que llegará ese mismo día. Se levanta de la silla y pide a Néstor que prepare inmediatamente sus maletas. Quizás es la ocasión de visitar Milán, una ciudad que no se había atrevido a conocer por miedo a toparse con la Castafiore. Sus planes de huida se malograrán al subir corriendo las escaleras del castillo. Un peldaño roto le hará rodar por el suelo, causándole un esguince. El médico le escayola la pierna y le prescribe reposo absoluto, obligándole a utilizar una silla de ruedas. ¿Puede hablarse de aventura cuando uno de los protagonistas ha perdido su movilidad y tiene que resignarse a depender de los demás? Hitchcock nos ha demostrado que sí en La ventana indiscreta (Rear Window, 1954). Jeff (James Stewart) resolverá un crimen desde su silla de ruedas, limitándose a atar cabos. Su curiosidad –o, más exactamente, su indiscreción– le ayudará a descifrar un rompecabezas que había pasado inadvertido para los demás.

El capitán Haddock no resuelve ningún rompecabezas. Simplemente, sufre una avalancha de calamidades, que lo ponen al límite de su resistencia psicológica. Castafiore invade su casa, acompañada por su criada Irma y su pianista Igor Wagner. Incapaz de pronunciar su nombre de forma correcta, le llama «Bartock», «Kappock», «Kosack», «Kolbaxk», «Hoklock», «Hablock», «Maggock», «Madock». Como piensa que un viejo lobo de mar debe sentirse solo en un castillo, le regala un loro llamado Coco. Cuando Haddock le acaricia con escaso entusiasmo, le pica con furia en un dedo. No es una mascota cualquiera, sino un ciclón, una personalidad indomable, que pone todo del revés. Coco chilla sin cesar, imita al teléfono, se inmiscuye en las conversaciones, repite frases absurdas, saluda sin que nadie se haya dirigido a él. Exasperado, Haddock intenta que se calle, pero sólo logra que le pique en la nariz. Dado que hace más de quince años que convivo con un loro del Amazonas, puedo dar fe del comportamiento imprevisible de estas aves. Sus gestos de dulzura conviven con los arrebatos de furia. Mi loro no me ha picado en la nariz, pero sí en el dedo, la oreja y el labio. También me ha dado besitos y se ha tumbado de espaldas sobre mis manos, agitando las patas como si pedaleara. Imita el teléfono fijo, el teléfono móvil, el timbre, mi voz, la voz de mi mujer, la de los vecinos, se ríe, ha aprendido una docena de frases y unas treinta palabras sueltas. A veces nos sorprende, ensanchando su lenguaje con un nuevo término. Si gritas o agitas las manos en su presencia, se enfada muchísimo, pues se siente agredido.

Haddock no conoce el comportamiento de los loros y sufre las consecuencias. Sus amenazas de cocerlo en la cazuela o disecarlo no impresionan a Coco, que responde con un desafiante: «¡Silencio cuando yo hablo, mil millones de mil naufragios!». Presumo que Hergé no quería perder la ocasión de añadir un loro a la parafernalia de Haddock. ¿Qué es un marinero sin un loro, especialmente si se llama Archibaldo y desciende de una ilustre familia de navegantes? A pesar de sus desencuentros, Coco y Haddock tienen una forma de ser bastante similar. ¿Se cumple lo de que dueño y mascota acaban pareciéndose? ¿O es que Haddock, con su verborrea y sus enfados, es una criatura salvaje, reacia a cualquier intento de domesticación? De hecho, Castafiore intenta educarlo y fracasa. Aunque le recrimina su pelo descuidado, a lo nouvelle vague, y su jersey de cuello alto, aconsejándole que lo sustituya por una corbata, no logra aplacar su rudeza, ni sus estallidos de furia.

Hergé no se conforma con establecer analogías entre Haddock y el loro. La Castafiore, una auténtica cotorra, también se parece a Coco. Un fotógrafo de la revista del corazón Tempo di Roma se cuela en Moulinsart y capta una instantánea de la soprano acariciando al papagayo, que siempre se muestra tímido y manso con ella, quizá porque advierte un secreto parentesco o porque se siente tan cohibido como el capitán. Cuando aparece la fotografía en portada, la Castafiore monta en cólera. Había vetado los paparazzi de Tempo di Roma desde que publicaron un reportaje, apuntando que rozaba los cien kilos. Es el colmo de la desvergüenza que se hayan atrevido a fotografiarla sin su permiso, difundiendo –además– una imagen que la ridiculiza. En cambio, no le molesta que Paris Flash haya anunciado su inminente boda con el capitán Haddock tras entrevistarla en Moulinsart. No es la primera vez que los medios le atribuyen un compromiso ficticio. Anteriormente, habían asegurado que se casaría con el marajá de Gopal, el barón de Halmaszout, el coronel Sponsz, el marqués de Gorgonzola. Haddock no se lo toma con tanta flema. Cuando lee que es un destacado melómano que no se cansa de escuchar el «Aria de las joyas» de Fausto, estruja el Paris Flash con sus manos, increpando al «cochino extracto de hidrocarburo» que ha escrito esa mentira.

Las confusiones y equívocos salpican toda la trama. Las líneas telefónicas se cruzan, remitiendo a un número equivocado. El capitán llama al señor Boullu, el marmolista, pero le ponen con la carnicería Sanzot. Habla con la policía, pero Coco se entromete en la conversación, provocando un malentendido. Una señora llama a Moulinsart preguntando por la carnicería Sanzot y escucha la voz de Coco, provocando a Haddock, que responde con una ristra de improperios. La señora piensa que se dirige a ella y le recrimina que no se comporte como un caballero. Hernández y Fernández utilizan agresivas tácticas psicológicas en sus pesquisas, pero sus preguntas embrollan aún más las cosas. Castafiore dice que no quiere entrevistas, pero le quita el teléfono de las manos al capitán cuando descubre que Paris Flash solicita una entrevista. Los periodistas hablan con Tornasol, que acaba de crear una nueva variedad de rosas blancas que ha decidido llamar «Bianca», pero malinterpretan sus palabras e inventan un falso idilio.

El gesto de Tornasol hacia la diva insinúa que en su corazón hay algo más que amistad. Su ambigüedad desconcierta aún más al lector. La banda municipal del pueblo, en la que tocan el señor Boullu y el carnicero Sanzot, acude al castillo para felicitar a los novios, sin reparar en que una revista de chismorreo nunca es una fuente fiable. Por sugerencia de la Castafiore, les invitan a champán. Los músicos se beben unas copas y se marchan ebrios y felices, desencadenando un verdadero pandemonio, pues cada uno toca a su aire. Por cierto, la anécdota se inspira en un hecho real. Una banda de música se acercó a la casa de Hergé y, después de tocar, brindó a la salud de Spirou, el principal rival de Tintín. Las apariciones intermitentes de Serafín Latón exacerban la sensación de desorden, de puertas que se abren y se cierran, mientras los personajes se buscan mutuamente, sin coincidir jamás. Sus chistes sin gracia intentan demostrar que los accidentes acechan y que sólo podemos frenar sus estragos con un buen seguro. Sólo la Castafiore se atreve a pararle los pies, dándole con la puerta en las narices. Por supuesto, nunca acierta con su nombre. Para ella, es el señor «Lata» o «Latoso».

El clima de enredo afecta a todo lo que sucede. Cuando la televisión graba a la Castafiore cantando en el salón principal de Moulinsart acompañada por su pianista, se produce un corte de luz. Saltan todas las alarmas, pues la diva viaja con una esmeralda de gran valor. También lleva bisutería de «Tristan Bior», pues un «Bior» siempre es un «Bior», sea o no auténtico. Negligente y maniática, la soprano cambia continuamente de sitio el maletín donde guarda sus alhajas. A veces, olvida dónde lo ha colocado y se desmaya, pensando que ha sido víctima de un robo. En una de esas ocasiones, aparecen Hernández y Fernández para iniciar las pesquisas. Su llegada no pasa inadvertida, pues estrellan su Citroën 2CV contra un camión de la televisión aparcado a la entrada de Moulinsart. Cuando descubren que les han llamado por una falsa alarma, se marchan irritados, confundiendo dos cojines con sus sombreros. Con ellos en la cabeza, parecen dos idiotas superlativos. Finalmente, desaparece la esmeralda. Tintín sigue varias falsas pistas. Escucha pasos en el desván, pero no se trata de un intruso, sino de un búho. Descubre que Igor realiza escapadas al pueblo, pero no es un ladrón, sino un ludópata que hace pequeñas apuestas. El caos llega a su apogeo cuando Tornasol muestra su modelo experimental de televisor en color. Las imágenes, deformadas, invertidas o troceadas, provocan dolor de cabeza y alteraciones perceptivas en los sufridos espectadores.

Hergé no soportaba la ópera, pero será el título de una ópera el que resuelva el robo de la esmeralda. Es el momento de volver al principio y pensar en la urraca que aparecía en la primera viñeta. Al igual que en las películas de Hitchcock, nada es casual en los álbumes de Hergé. La Castafiore se despide de Moulinsart, besando al tímido Tornasol para agradecerle la creación de una rosa blanca con su nombre. Una verdadera diva siempre es generosa con sus admiradores. Haddock está al borde de una crisis nerviosa. No puede evitar gesticular y comerse las uñas. Cuando al fin recobra la calma, el insidioso escalón vuelve a complicarle la existencia. La vida es un lío sin fin.

Las joyas de la Castafiore es una comedia, pero también una aventura, pues pone de manifiesto que la vida cotidiana está llena de sorpresas. Si tuviera que escoger una viñeta, elegiría la imagen de Tintín escuchando las canciones de los gitanos en una noche de luna llena. El joven reportero exclama: «¡Qué nostalgia en esta música…!». Yo también aprecio nostalgia en este álbum, pues –a pesar de sus ingeniosos y chispeantes gags– se nota que Hergé está preparando la despedida de sus personajes. Aún protagonizarán dos aventuras, pero es evidente que la inocencia ha quedado atrás. Tintín no naufraga en el desencanto de los setenta. Sin embargo, sabe que su tiempo, con sus valores, sueños y creencias, viaja hacia el pasado, tal vez para no volver.

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Ficha técnica

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