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Tintín: La oreja rota

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La oreja rota es el último álbum donde Tintín actúa como reportero, anotando los resultados de sus investigaciones en un pequeño bloc de notas. Acompañado por su fiel Milú, cubrirá el robo de un fetiche arumbaya —un pueblo imaginario de América del Sur— del Museo Etnográfico de Bruselas. Al igual que en El Loto Azul, Hergé se documenta cuidadosamente y construye una trama bien equilibrada, sin dejarse llevar por la improvisación, pero esta vez se vuelca más en la aventura, en el placer de narrar, cultivando el suspense con eficaces golpes de efecto. No deja, sin embargo, de expresar opiniones personales sobre asuntos políticos con un tono inusitadamente serio y perspicaz para un tebeo infantil. En El Loto Azul, Hergé sacó a la luz los problemas de Oriente Próximo. Ahora aborda los conflictos de América Latina, mostrando la miseria moral de las dictaduras militares, donde se disfraza de patriotismo lo que es simple depredación. Durante su estancia en la República de San Theodoros, un ficticio país sudamericano, Tintín descubre que los gobiernos hacen negocios con las compañías petrolíferas y los traficantes de armas, promoviendo guerras innecesarias. Lejos de la perspectiva de los primeros álbumes, donde la civilización occidental constituía la cúspide de la civilización, Hergé airea sus aspectos más indeseables.

La oreja rota comienza en el Museo Etnográfico de Bruselas, lleno de máscaras, fetiches y algún instrumento musical, como un arpa birmana. Entre los visitantes se encuentra Hergé, ocupando un discreto segundo plano. Con gabardina y un sombrero en la mano, pasea cerca de unas columnas policromadas del antiguo Reino de Dahomey, famoso por su ejército de mujeres soldado (amazonas de Dahomey). Hergé se retrata como un hombre tímido y prudente. Su rostro delata cortesía y deseo de pasar desapercibido. El tiempo transcurre lentamente, como corresponde a un museo, hasta que un bedel barrigudo y con mostacho, una estampa que parece salida de la Comedia Humana de Balzac, anuncia el cierre, agitando una campana. Esa misma noche se produce un robo, reflejado en una de las mejores viñetas del álbum. Su pequeño tamaño puede hacer que pase desapercibida, pero el cono de luz de la linterna sobre el fetiche arumbraya y la silueta de espaldas del ladrón reúnen las características necesarias para crear un clima de misterio donde una vez más se aprecia la huella de Agatha Christie y el film noir. Tras este poderoso arranque, nos encontramos con Tintín levantándose de la cama con un sencillo pijama azul, que cumple con las convenciones sobre los colores respecto a los sexos. Sin pereza, el reportero adolescente obedece al despertador, que suena a las siete y media, lo cual deja muy claro que es madrugador y responsable. Por el contrario, Milú, que duerme a su lado, arruga el morro, sin ocultar su malhumor. Como buen secundario, tiene defectos menores, como la pereza o cierta cobardía. Hergé nos muestra a Tintín en su apartamento, un piso muy pulcro y ordenado de la calle Labrador 26, en Bruselas. Vemos el jarrón chino decorado con un dragón sobre un fondo azul celeste que aparecía en la portada de El Loto Azul —probablemente, un regalo el profesor Wang Jen-Ghié—, y, colgado de la pared, un tapiz con un árbol y dos inscripciones en mandarín —tal vez un obsequio de su amigo Thchang—. El piso  contiene una estantería repleta de libros y muebles de buena calidad: un cómodo sillón rojo estilo años treinta, cuadros postimpresionistas —uno de ellos con un paisaje invernal—, cálidas lámparas de mesa y alfombras con flecos, donde Milú se tumba plácidamente. Solo la cama de Tintín desprende austeridad. Su cabecero de barrotes metálicos evoca la celda de un monje. Sin padres conocidos ni hermanos, sin idilios ni amigos, el reportero parece cómodo con la soledad. Aún falta un lustro para que aparezcan Haddock y, algo más tarde, Tornasol, su atípica familia, con la que conseguirá un nuevo hogar: el castillo de Moulinsart. Nunca llegaremos a conocer los orígenes de Tintín. Su pasado siempre será una incógnita, pero en todo momento tendremos claro su futuro: salir al encuentro de aventuras, como un caballero de la Tabla Redonda. O como un héroe del Far West, siempre cabalgando hacia el peligro.

Como las aventuras anteriores, La oreja rota apareció en Le Petit Vingtième. Se publicó semanalmente a lo largo de 1935. En 1937 Casterman sacó el álbum en blanco y negro, y seis años más tarde, la versión en color, aplicando los recortes necesarios para ajustarse al formato de sesenta y dos planchas. En la primera versión en blanco y negro, escuchamos cómo la radio habla de la guerra de Abisinia. En la versión en color de 1943, han cambiado las noticias. En ediciones posteriores, desaparecerán por cuestiones de espacio. Tintín empieza el día haciendo gimnasia. Sigue las instrucciones de un programa radiofónico, algo muy novedoso en esas fechas. Milú le acompaña, pero con escaso entusiasmo. Por primera vez vemos a Tintín en los aspectos más prosaicos de su cotidianidad: aseándose en una bañera, desayunando una taza de café —o té—, una tostada y mermelada, leyendo el periódico o poniéndose la gabardina. Enseguida, irrumpen Hernández y Fernández con su estulticia habitual. Sus pesquisas son un alarde de majadería. Como detectives de una mala novela policíaca sospechan del bedel. Cuando el director del museo garantiza su honestidad y aclara que el fetiche carece de valor, concluyen con sagacidad que el bedel no es el culpable y que el fetiche carece de valor. En esta ocasión, no llevan una orden de detención contra el joven periodista. De hecho, cuando se encuentran con él, lo saludan con el afecto reservado a los viejos amigos. Hernández y Fernández nunca llegarán a integrarse en la familia de Moulinsart, pero siempre estarán rondando por ahí, como dos viejas tías solteronas que hacen visitas intempestivas.

El fetiche arumbaya es restituido al Museo Etnográfico con la misma clandestinidad con la que fue sustraído, acompañado de una carta anónima que pide disculpas, explicando que el robo obedeció a una apuesta. Hernández y Fernández examinan la carta y deducen que realmente es una carta anónima. Solo Tintín advierte que no han devuelto el fetiche original, sino una copia. El fetiche original tenía la oreja derecha rota, algo en lo que no han reparado los ladrones. Tintín lo descubre consultando en su biblioteca el Viaje a las Américas, de C. H. Walker, publicado en 1875 por la editorial Granev, donde se habla de los Arumbayas, un pueblo con largas cabelleras negras enmarcando un rostro cobrizo. Ataviados con un simple taparrabos, utilizan cerbatanas para lanzar a sus enemigos dardos envenenados con curare, un potente veneno que paraliza los músculos respiratorios. Los rivales tradicionales de los arumbayas son los bíbaros, que reducen cabezas. Es evidente la alusión a los jíbaros o shuar, el célebre pueblo indígena amazónico que vive entre las selvas de Ecuador y Perú. De nuevo Hergé construye sus tramas documentándose con libros y artículos. Su trabajo es menos exhaustivo que en El Loto Azul, pero no se deja llevar por los tópicos. Los arumbayas y los bíbaros no han superado el estadio de la caza y la recolección. Son supersticiosos y violentos, pero su vida es más espontánea y sincera que la de los blancos. No les preocupan las apariencias y solo toman de la naturaleza lo que necesitan, sin devastarla. Su cultura no debe ser tan bárbara cuando el antropólogo inglés Ridgewell decide no volver a Europa, adoptando sus costumbres. Eso sí, fracasa cuando intenta enseñar a jugar al golf a los arumbayas.

En La oreja rota, Hergé combina magistralmente comedia y aventura, intriga policíaca y sátira política. Los gags están repartidos entre distintos personajes. Hernández y Fernández desaparecen enseguida, pero su ilimitada necedad nos hace sonreír. Milú pone la nota irónica, comentando que Tintín se cree Sherlock Holmes. El loro del escultor Balthazar provoca sin cesar situaciones cómicas. Al escuchar su voz, los vecinos creen que es un fantasma, el espectro de su dueño, que ha muerto supuestamente en un accidente. En otra ocasión, un transeúnte con exceso de peso cree que se burla de su gordura y la emprende a golpes con el que lo lleva en una caja. El loro aprovecha la trifulca para huir y se posa en una farola. Un miope con aire de chiflado —quizás otro de los precursores de Tornasol que salpican las primeras aventuras— lo divisa y se acerca a comprobar si es un pájaro o una persona. El extravagante personaje pasea bajo la lluvia con un sombrero diminuto y un abrigo de señora. Ha confundido un bastón con un paraguas y se está mojando, aunque parece no advertirlo. Cuando el loro se dirige a él, saludándole cortésmente y preguntándole por su nombre, se disculpa quitándose el sombrero y se aleja confundido. Más adelante, el loro, que se llama Coco, pica en la nariz a Tintín, y se pelea con Milú, dejándolo maltrecho. Quienes convivimos con un loro, como es mi caso, sabemos que son imprevisibles y muy divertidos. Cascarrabias y, en ocasiones, feroces, también son afectuosos y su capacidad de imitar la voz humana resulta asombrosa. Dicen lo que oyen, pero curiosamente lo dicen en el momento menos oportuno, creando situaciones embarazosas.

En su registro de comedia, La oreja rota evoca el humor de Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd y Laurel and Hardy. En su faceta de novela policíaca, incluye a dos villanos particularmente despiadados: Roberto Bada y Alonso Pérez. Ambos parecen italianos, pero todo indica que han nacido en la República de San Theodoros. Alto, elegante y con un bigotito perfectamente recortado, Roberto intenta liquidar a sus adversarios con sus lanzamientos de cuchillo, pero su mediocre puntería le hace fallar una y otra vez. Alonso es bajo y corpulento. Con barba y una avanzada calvicie, prefiere las armas de fuego. Se alistan al ejército para perseguir a Tintín, pero no tardarán en desertar. En su última escena, los dos llevan gabardina y sombrero de ala corta, lo cual les da aspecto de mafiosos de film noir. No les tiembla la mano a la hora de derramar la sangre ajena. Asesinan a Rodrigo Tortilla, un falso médico, e intentan acabar con Tintín en varias ocasiones. Su final introduce una nota fantástica en el álbum. Ambos se ahogan en el Atlántico. Tres diablillos negros con alas de murciélago y tridentes los agarran de las manos para llevarlos al infierno. Algunos han comentado que la viñeta les causó verdadero miedo en la niñez y, ciertamente, es inquietante. Desde el punto de vista meramente estético, recuerda la representación del infierno del pintor neerlandés Jheronimus Bosch en El jardín de las delicias. No es un dato sorprendente, pues la línea clara muestra muchas afinidades con la pintura flamenca.

En el plano visual, se ha dicho que La oreja rota está por debajo de El Loto Azul. Agobiado por la sobrecarga de trabajo, es cierto que Hergé incurrió en simplificaciones poco convincentes, como pintar un fondo verde en algunas de las viñetas ambientadas en la selva. Pese a esto, hay imágenes memorables. En la página dos vemos a Tintín poniéndose la gabardina mientras baja las escaleras. En la página nueve, en el mismo lugar, se cala una gorra. En las dos viñetas le acompaña Milú. Son dos de las imágenes más emblemáticas del joven reportero. En la página veinticuatro dos bandidos espían a Tintín desde la penumbra de unas arcadas. Es una imagen de tanta calidad artística como la viñeta de la página treinta y siete, donde dos soldados le dan el alto a Tintín en plena noche, creando un expresivo claroscuro. 

Hergé ambientó las primeras doce páginas de La oreja rota en Bruselas. En esa larga introducción, el reportero protagoniza varios momentos hilarantes, como cuando se choca contra una farola (poco después, Milú se golpea contra un cubo de basura) y algunos momentos de vibrante suspense, como cuando está a punto de ser atropellado o ensartado por un cuchillo. Tintín demuestra su ingenio tras visitar la vivienda del escultor Balthazar, una buhardilla con el desorden inherente al temperamento artístico. Una colilla le revelará que la muerte del artista no se ha tratado de un accidente, sino de un crimen. Casi todo el resto del álbum transcurre en la República de San Theodoros. El país se halla enzarzado en una guerra civil. El general Alcázar y el general Tapioca, su rival, luchan por el poder. No es una situación insólita, sino algo habitual en el patio trasero de Estados Unidos. La historia de América Latina se escribe a base de golpes de estado y revoluciones. El general Alcázar es un espadón sin escrúpulos. Corpulento y con una poderosa mandíbula siempre sombreada por una barba de dos o tres días, nombrará a Tintín coronel, creyéndole uno de sus partidarios. Víctima de una trampa, el reportero se ha librado de la muerte de milagro. Acusado de terrorista, se ha enfrentado a un pelotón de fusilamiento, pero un sabotaje ha frustrado la ejecución. Mientras el problema se resolvía, ha aceptado la invitación del oficial del piquete, que le ha ofrecido compartir una botella de aguardiente. Por primera vez vemos a Tintín en estado de ebriedad. Hergé prosigue con la tarea de humanizar a su personaje. Si en El Loto Azul lo vimos llorar y sangrar, ahora lo contemplaremos lanzando hipidos y risas. El alcohol le hará sonreír ante la muerte. Con la lengua trabada, lanzará vivas al general «Alhambra» y a las patatas fritas. Héroe por accidente, Alcázar le convertirá en su ayudante. El coronel Díaz sugiere nombrarle cabo y no coronel, pues el ejército ya tiene mil cuatrocientos ochenta y siete coroneles y solo cuarenta y nueve cabos. Alcázar, que no soporta que le lleven la contraria, degrada a Díaz, que se pasará a las filas de Tapioca, cometiendo varios atentados fallidos contra el presidente de la república. El último le costará la vida. Nunca se habían producido tantas muertes en un álbum de Tintín: el escultor Balthazar, Rodrigo Tortilla, el coronel Díaz, Alonso y Roberto. Cuatro muertes violentas. Quizás una concesión a la trama policial, que casi siempre avanza a costa de defunciones. Conviene señalar que Hergé está a años luz de un Dashiell Hammett. Siente un hondo rechazo hacia cualquier forma de truculencia. De hecho, todos los óbitos se producen fuera de cámara. Su modelo es Agatha Christie, no el hard-boiled.

El general Alcázar, fanfarrón y bravucón, sufrirá un ataque de ictericia después de un atentado. El incompetente cabo Díaz pone una bomba pegada a una pared, ignorando que el muro neutralizará su poder destructor. Tintín asumirá el control de San Theodoros durante la convalecencia de Alcázar, recibiendo a R. W. Chicklet, representante de la General American Oil. Durante un breve período, Tintín será el efímero presidente de una pequeña república sudamericana. Chicklet le informa de que se ha descubierto petróleo en la región del Gran Chapo, un desierto dividido entre San Theodoros y su vecino, la república de Nuevo Rico. Su compañía quiere obtener la concesión de esos yacimientos. Por eso, le pide que anexione el territorio que pertenece a Nuevo Rico, declarándole la guerra. Chicklet le ofrece cien mil dólares por su colaboración. Indignado, Tíntín lo expulsa de su despacho. Cuando Alcázar regresa, Chicklet le convence sin apenas esfuerzo y le advierte que su ayudante no es un hombre de fiar. A continuación, el general recibe a Basil Barzaroff, de la Vicking Arms C. LTD. Barzaroff es un traficante de armas con aspecto de anciano inofensivo, pero sin ninguna clase de reparo ético. Alcázar observa satisfecho los planos de su último modelo de cañón y encarga seis docenas, así como seis mil granadas. Inmediatamente después, Barzaroff viaja a Sanfación, capital de Nuevo Rico y redondea su negocio, vendiendo otro lote de cañones del mismo modelo al general Mogador, presidente de la república. General American Oil tiene un rival: la Compañía Inglesa de Petróleos Sudamericanos. Los ingleses han ofrecido un trato similar a Mogador, incitándole a entrar en guerra con San Theodoros. Un incidente fronterizo —protagonizado involuntariamente por Tintín— servirá de pretexto para iniciar el conflicto. Basil Barzaroff es una versión nada maquillada de Sir Basil Zaharoff, un comerciante de armas griego que se hizo muy rico durante la Primera Guerra Mundial, abasteciendo los arsenales de los distintos países en guerra. El aspecto del imaginario Barzaroff es idéntico al del Zaharoff real: perilla, sombrero, gabán y bastón. Un atuendo muy austero para un hombre que dignificó su posición social comprando un título nobiliario.

La guerra entre San Theodoros y Nuevo Rico es un remedo de la guerra del Gran Chaco, que enfrentó a Paraguay y Bolivia entre 1932 y 1935, costando cien mil vidas. La Standard Oil apoyó a Bolivia y las compañías petroleras británicas a Paraguay. En ese conflicto no se luchó tanto por el petróleo como por una zona de paso esencial para construir un oleoducto que permitiera a la Standard Oil explotar y transportar el petróleo boliviano. En esa época, las compañías estadounidenses realizaban grandes inversiones en América Latina, intentando desplazar a las compañías británicas. Hergé aprovecha este contexto histórico para manifestar una vez más su indignación moral contra el tráfico de armas y su oposición a los regímenes autoritarios. Como católico, cree en la dignidad del ser humano. Se opone al capitalismo salvaje, que especula con todo lo que sea susceptible de ser explotado y comercializado, y condena el comunismo, que somete al hombre a una tiranía brutal. Hacia el final de La oreja rota, aparece un comerciante de antigüedades con aspecto de judío, lo cual favorece una vez más las acusaciones contra Hergé de simpatizar con el nazismo, pero lo cierto es que el antisemitismo salpica toda la cultura de la época. En nuestras letras, Baroja y Valle-Inclán incluyen exabruptos antisemitas en sus obras. Es una triste realidad y no conviene negarla. La inteligencia no siempre es un pasaporte hacia la clarividencia.

La actitud incorruptible de Tintín casi le cuesta la vida. Barzaroff y Chicklet falsifican unos papeles para acusarle de espía. El general Alcázar monta en cólera y, sin molestarse en hacer averiguaciones, ordena el fusilamiento de su ayudante. Es la tercera vez en que Tintín se enfrenta a un piquete de ejecución. Pablo, un sicario que había intentado matarlo por encargo de Chicklet, lo salvará, pues está muy agradecido porque Tintín le perdonó la vida. Falló cuando disparó contra el periodista y este, tras acorralarle, descartó cualquier represalia. La moral de boy scout es incompatible con la venganza. Hergé nos muestra la ambigüedad del ser humano, que alberga en su interior el bien y el mal, siempre en pugna. Unas veces triunfa lo más ético; otras, lo más indigno. Pablo volverá a aparecer en Tintín y los pícaros (1976), y, en esa ocasión, traicionará a Tintín, quien lo dejará marchar otra vez. Hergé se interna con el personaje de Pablo en un territorio más adulto, evidenciando talento para la introspección psicológica y las paradojas morales. Esa cualidad convive con el rigor habitual en los detalles. San Theodoros es una república imaginaria, pero se parece mucho a un país real. Tiene un libertador, el general Olivaro (1805-1899) —un homenaje a Simón Bolívar— y un río caudaloso, el Badurayal, que atraviesa la selva donde viven los arumbayas. Los vehículos se corresponden con modelos reales. En la plancha doce aparece un Trimotor Wibaut de la compañía Air France. El avión de Barzaroff es un Junkers W-34 alemán y el hidroavión que transporta a Tintín al Washington, el transatlántico donde viajan Alonso y Roberto, es un Liore y Olivier H24-2 de 1932. El fetiche que sirve de McGuffin está basado en una estatuilla precolombina de cincuenta y cinco centímetros que representa a un ídolo chimú (un cultura preincaica del Perú). Hergé no tuvo que moverse mucho para descubrirla, pues se halla en los reales museos de Historia y Arte de Bruselas. Hergé solo se equivocó al dibujar un racimo de plátanos en posición invertida. Al parecer, confundió la forma en que se exhiben en los mercados con su aspecto real en la naturaleza.

Hergé comienza y finaliza el álbum con el bedel del Museo Etnográfico cantando el «Aria del Toreador» de la ópera Carmen de Georges Bizet.  ¿Quizás un presagio de Bianca Castafiore, que debutará en El cetro de Ottokar, dos álbumes después? Hergé odiaba la ópera. ¿Tal vez se burla de sí mismo? O ¿quiere despedirse con un gesto de humor? La oreja rota nos deja varias lecciones. Primera, no hay nada más valioso que la libertad y nada más estúpido que perderla por amor al dinero. Tintín defiende ferozmente su independencia, rechazando un soborno. Sus actos son libres, es decir, están guiados por su conciencia y no por el afán de lucro. Segunda: las dictaduras nunca son buenas. Siempre nacen de la ambición de poder y cuando no logran manipular a la opinión pública, utilizan la fuerza para silenciarla. Tercera: los mal llamados «pueblos salvajes» mantienen una relación más civilizada con la naturaleza, y lazos familiares y sociales más sólidos. En La oreja rota hay intriga, aventura, humor, exotismo, pero sobre todo despunta una pedagogía de la vida orientada a crear un mundo menos violento y más humano. Hergé no se conforma con contar una historia. Intenta tomarle el pulso a su época. Sabe que se están gestando tempestades. Por eso, en su próximo álbum, El cetro de Ottokar, enviará a Tintín a Europa central, pensando que tal vez aún es posible frenar a los viejos demonios que llaman a la puerta, sin esconder su furia y su anhelo de venganza.

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