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¿Tiene China una gran estrategia?

The Long Game. China’s Grand Strategy to Displace American Order

Rush Doshi

The Long Game. China’s Grand Strategy to Displace American Order. Oxford UP: Nueva York 2021

419 páginas

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Hace poco más de cuarenta años Estados Unidos operaba dos estaciones de espionaje en sendos parajes chinos de la antigua Ruta de la Seda. Estaban cerca de Kazajstán, a la sazón parte de la URSS y su misión consistía en observar las pruebas de cohetes soviéticos que se desarrollaban en un desierto cercano. Los espías americanos no se escondían; colaboraban con el Ejército Popular de Liberación chino en el seguimiento de la invasión rusa de Afganistán. Varias veces ante la Comisión Militar Central del Partido Comunista Chino, Deng Xiaoping había mantenido que el hegemonismo soviético amenazaba a su país y eso imponía erigir una línea de defensa estratégica conjunta con Japón, Europa y Estados Unidos.

Esa política de colaboración iba a cambiar radicalmente entre 1989 y 1991, con la combinación de tres grandes acontecimientos, algo que con lenguaje hípico podríamos llamar una trifecta:  la revuelta de Tiananmén (1989), la primera Guerra del Golfo (1990-1991) y el colapso de la Unión Soviética (1991).  

¿Por qué temía tanto el PCC las repercusiones de la trifecta? Porque, para sus dirigentes, constituían la mayor amenaza conocida a la existencia misma de su régimen.

Por más que la etapa Deng Xiaoping supusiera una ruptura en la gestión de la economía y de la seguridad pública con la de Mao sería imperdonable olvidar que ambos líderes mantuvieron la esencia totalitaria de su régimen leninista. «Partido, gobierno, ejército, sociedad, academia; este, oeste, sur y norte: el partido lo dirige todo» es un mantra al que los comunistas chinos han recurrido invariablemente desde sus orígenes. Cualquier crítica, toda oposición interna sólo puede explicarse como una asechanza de manos negras extranjeras y Tiananmén 1989 no era una excepción. Estados Unidos había estado profundamente implicado en aquella rebelión contrarrevolucionaria y «algunos occidentales» la habían usado para intentar el derrocamiento del régimen socialista chino. Así lo diría Deng a Nixon años después.

La sombra de Vietnam era alargada y, en los inicios de la primera Guerra del Golfo, los dirigentes chinos estaban convencidos de que Estados Unidos volvería a fracasar. La rotunda victoria de los americanos y sus aliados confirmó que se equivocaban. Si Irak, cuyo ejercito era en muchos aspectos superior al de China, había mordido el polvo de forma tan espectacular la conclusión local resultaba obvia: lo mismo puede suceder aquí.

El inaudito colapso del régimen soviético aumentó la confusión de los dirigentes chinos y su sensación de ser los últimos supervivientes de un cataclismo que podía llegar hasta sus costas. Aún hoy, bajo un régimen en apariencia inconmovible como el de Xi Jinping, la reflexión sobre el fin de la URSS es objeto de una incesante discusión en todos los escalones del partido chino. No puede repetirse bajo ningún concepto.

En tan corto plazo, pues, la Unión Soviética dejó de ser la mayor preocupación estratégica de China para ser inmediatamente relevada por Estados Unidos. Nacería así la Gran Estrategia internacional de Pekín centrada en hallar la adecuada respuesta a la presunta hostilidad de la potencia americana y en asegurar la propia victoria.

¿Existe realmente? ¿Cuáles son sus verdaderas dimensiones? ¿Será eficaz?

Cada vez más utilizado en asuntos comerciales y geopolíticos, Gran Estrategia es un concepto que se ocupa del uso de los medios logísticos a disposición de una empresa o de un país para la consecución, generalmente a largo plazo, de sus objetivos centrales. La idea se ha hecho cada vez más difícilmente aprehensible por sus continuos embellecimientos, aunque, como lo señala John Lewis Gaddis, uno de sus más conocidos valedores, no se distinga mucho de lo que llamamos sentido común; en definitiva, no es otra cosa que «el alineamiento de aspiraciones potencialmente ilimitadas con capacidades necesariamente limitadas», es decir, la siempre complicada tarea de adecuar medios y fines que, de un modo u otro, individuos y colectividades nos proponemos en diversos momentos de nuestras vidas. 

La Gran Estrategia china se resumía inicialmente en cuatro caracteres ideográficos: Tao Guang Yang Hui (韬光养晦), que suelen traducirse como ocultar capacidades y medir tiempos. La atención y la colaboración incondicional anteriormente dispensada a Washington se veía reemplazada por una mayor cautela que permitiese a Pekín embotar la capacidad de maniobra de su antiguo aliado. Y aun así esa nueva y urgente modalidad estratégica no podía ser definitiva; tan sólo un expediente aleatorio ligado a la forma en que China definiese su cambiante visión de la balanza internacional de poder.  

Esa metamorfosis y sus posteriores variantes son el objeto de Rush Doshi en el libro que hoy analizo. Doshi es un joven investigador norteamericano sobre el que no hay mucha información salvo por su condición de intelectual exitoso. Inició sus estudios en Princeton y se doctoró en Harvard en 2018. Recién titulado comenzó a trabajar como analista en Brookings Institution, un banco de ideas estrechamente ligado al partido demócrata. Su área de trabajo eran las relaciones internacionales y en ese cometido puso en marcha un proyecto especializado en la selección y el análisis de documentos internos y/o públicos en mandarín para mejorar el conocimiento de la Gran Estrategia del PCC.

Con la llegada a Joe Biden a la presidencia, Doshi pasó a formar parte del alto personal del Consejo de Seguridad Nacional como director del área de China a las órdenes de Kurt Campbell, coordinador de la región Indo-Pacífica. Con Campbell publicó hace poco un trabajo en Foreign Affairs https://www.foreignaffairs.com/articles/united-states/2021-01-12/how-america-can-shore-asian-order donde defendía la necesidad de establecer allí un equilibrio de poder reconocido como legítimo por una coalición de aliados; apto para responder a los retos planteados por China; y capaz de asegurar que su rival no recurra a acciones hegemónicas típicas del siglo XIX. Su libro, pues, importa por cuanto es una formulación de políticas más allá del empaque erudito de una tesis doctoral.

Pero, primero, las nociones escolásticas. Como sucediera con otros tantos aspirantes al poderío regional o global en el pasado, un reto no directamente bélico de China a la posición hegemónica actual de Estados Unidos se ejecutará en tres pasos: (1) socavar la capacidad de control del adversario sobre sus actuales socios y aliados; (2) ofrecer a éstosalternativas estratégicas en una mezcla variable de coerción, incentivos y legitimidad; y (3) expandir su propio poder para finalmente desplazar al hegemón de su liderazgo global. En el caso de China esas estrategias regionales y, más tarde, globales proveerán a las élites nacionalistas del PCC de los medios básicos para recobrarse de la aberración histórica que, según ellas, supone la abrumadora influencia global del Oeste.

Esa ha sido justamente la falsilla adoptada por la Gran Estrategia que China formuló a renglón seguido de la trifecta. La primera fase (1989-2008) se centró en minar el poderío americano por medio de crecientes críticas públicas hacia sus políticas y la adopción de una nueva estrategia militar. La segunda (2008-2016) vino definida por nuevas propuestas de hegemonía regional a renglón seguido de la Gran Recesión Financiera que puso a la defensiva a Estados Unidos y a sus aliados. Y desde 2016 la tercera ha consistido en expandir esos esfuerzos para desplazar a Estados Unidos de su liderazgo global tomando pie en el Brexit, la elección de Trump y la pandemia de Covid-19. En conjunto, a eso es a lo que alude Xi Jinping con su fórmula del rejuvenecimiento nacional de China que espera culminar en torno al centenario de la fundación de la República Popular en 2049.

A escala regional, China cuenta a favor de su esfera de influencia con un creciente protagonismo económico. Hoy aporta ya más de la mitad del PIB asiático y alrededor de la mitad del gasto militar del continente. Al tiempo, ha puesto en marcha una serie de iniciativas multilaterales encaminadas a limitar la capacidad de maniobra norteamericana.

«La completa puesta en marcha de ese nuevo orden chino incluiría eventualmente la retirada de las fuerzas militares USA de Japón y Corea, el fin de sus alianzas regionales, un repliegue efectivo de la flota americana en el Pacífico Occidental, la sumisión a China de sus vecinos regionales, la unificación con Taiwán y la resolución en su favor de las disputas en los mares del Este y del Sur de la China. El nuevo orden chino sería previsiblemente más coercitivo que [la hegemonía americana], en la medida en que sólo se consensuaría con las élites agraciadas y a expensas de sus seguidores y votantes actuales, con lo que sólo sería considerado legítimo por unos pocos beneficiarios directos. China desplegaría ese orden de forma opuesta a los valores liberales en un vendaval autoritario extendido a toda la región. Como el orden internacional es a menudo un reflejo del doméstico, el favorecido por China sería claramente iliberal por comparación con el propuesto por Estados Unidos. Globalmente, el nuevo orden chino implicaría un desplazamiento total de Estados Unidos como líder mundial, lo que difícilmente podría hacerse sin la anuencia o la sumisión de Washington» (p. 262).

Pero de esto hablaremos luego.

De la trifecta concluyó Pekín la necesidad de un rápido giro a sus políticas y de armarse con una Gran Estrategia, detallada y a largo plazo, cuyo primer estadio fue una formulación de sus ambiciones marítimas y la forja de una armada numerosa y eficaz. Con Dan Blumenthal (The China Nightmare: The Grand Ambitions of a Decaying State. The AEI Press: Washington DC 2020), cabe subrayar que esa decisión es el programa más innovador y ambicioso de la historia reciente de China.

No es un proyecto nuevo pues ya en el siglo XV las espectaculares navegaciones de Zheng He por el Océano Índico y la costa oriental de África habían mostrado la capacidad de China para la náutica. Pero para la dinastía Ming, que la alentó en sus albores, la mayor urgencia militar residía en el interior del país: la defensa de sus fronteras terrestres frente a los invasores del norte y del oeste. No en balde data de entonces (siglos XIV-XVII) la construcción de los mayores tramos de la Gran Muralla. Habría que esperar, pues, hasta el XIX para que la amenaza exterior llegase por la enorme zona costera (14.500 kilómetros) del este. Una situación agravada luego de la Segunda Guerra Mundial por el hecho de que Estados Unidos, la gran potencia hegemónica de nuestros tiempos, dominase la orilla norte del Pacífico y, también, por el enorme impacto que el comercio marítimo iba a tener en la globalización de la economía china a finales del XX.

En 2012, justo cuando traspasaba el poder a Xi Jinping en el 18o Congreso del PCC, Hu Jintao insistió en la necesidad de que China se convirtiese en una potencia marítima para salvaguardar su acceso a los múltiples recursos que necesitaba su economía. Hu había tomado ya la iniciativa al impulsar nuevas misiones para su flota. Bajo su mandato barcos chinos participaron en la fuerza internacional contra la piratería en el golfo de Adén y, después, se curtieron en otras operaciones en el Golfo Pérsico y en el Índico. Pero a la sazón el interés decisivo para China era regional: convertir el mar del Sur de la China en su estanque particular.

Doshi se entretiene en una discusión detallada de ese protagonismo naval. En pocos años China se dotó de la mayor flota submarina del mundo; almacenó la mayor cantidad de minas marinas; y produjo su primer misil balístico naval. Esta insistencia inicial en la guerra submarina venía dictada por la aún enorme distancia de capacidad entre su flota convencional y los grupos de combate de superficie (carrier groups) estadounidenses con los que China aún no podía competir. La guerra submarina puede servir para destruir, pero no para obtener un control absoluto del escenario, menos aún para proyectar un poderío decisivo. Esa preferencia china por la guerra submarina era, pues, una adaptación a sus inicialmente limitadas posibilidades. Por unos años, China se conformó con una capacidad naval de defensa predominantemente submarina que le aseguraba supremacía en una eventual guerra regional y, al tiemplo, le permitía minar paulatinamente el papel central de Estados Unidos como indiscutible potencia militar.    

Al tiempo, la misma actitud de socavamiento moroso de la hegemonía americana quedaba patente en las decisiones económicas de los dirigentes chinos. La tumultuosa etapa de crecimiento iniciada en los 1980s dio importantes frutos, pero conllevaba un riesgo fundamental: que China se convirtiese en un satélite económico de Estados Unidos carente de autonomía decisoria. Y eso haría más sencilla cualquier maniobra americana para cercarla. En 2006 Hu subrayaba la necesidad de fortalecer el multilateralismo y avanzar en la democratización de las relaciones internacionales, pero ya antes Deng y Jiang Zemin habían impulsado una activa participación de su país en organismos económicos internacionales.

En suma, China proseguía con su estrategia de coartar el poder americano desde una posición de relativa debilidad. Poco a poco Pekín se incorporó a APEC (cooperación económica de países Asia-Pacífico 1991); ARF (foro regional de ASEAN, la organización de naciones del Sudeste asiático 1994); SCO (Pacto de Shanghái que agrupa a diversos país de Asia meridional y central, fundada por China 2001); consiguió obtener y conservar su status de Nación Más Favorecida (MFN por sus siglas en inglés) con Estados Unidos (2001); y, aún más importante, su admisión en la Organización Mundial del Comercio también en 2001.

Y en éstas andaba China cuando la Gran Recesión de 2008-2009 cambió radicalmente la visión que sus dirigentes tenían de la balanza global de poder, ahora a todo trapo favorable a la multipolaridad. Bajo esas dos etiquetas retóricas latía una nueva perspectiva sobre el decreciente papel internacional de Estados Unidos y las oportunidades que se abrían ante China. La hora de un paciente ocultar capacidades y medir tiempos había pasado y la tarea del momento era la construcción de un nuevo orden regional donde China marcaría el paso.

Era el momento de demostrar que China podía ofrecer alternativas o, con el lenguaje de madera al uso en el partido, forjar activamente resultados. Es por entonces cuando empieza a oírse el sintagma de comunidad de destino común que Xi iba a hacer suyo para enlazarla con la superación de la mentalidad anodina e insatisfactoria de la guerra fría. Y, como no podía ser menos, el partido explicaba que entre la mansedumbre internacional de Deng y la hiperactividad de Xi no había contradicción sino unidad dialéctica. Eran las circunstancias las que habían cambiado y, de acuerdo con ellas, había que adoptar una posición más activa con iniciativas a corto plazo como la adopción de nuevos medios de guerra naval (creación de grupos de combate) y el Plan de los 4 Billones (RMB) para estimular la economía nacional y otras a más largo como la creación del AIIB (siglas inglesas del Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras) o el programa BRI (Iniciativa Belt&Road o Nueva Ruta de la Seda).  

«La mejor explicación de la conducta militar de China tras la Gran Recesión es su deseo de negociar más eficazmente con sus vecinos del Indo-Pacífico […] como parte de una gran estrategia de erección de un nuevo orden regional […] Como en su momento [los 1930s JA] una Alemania ascendente usó el instrumental económico para algo más que la financiación de infraestructuras […] a una China igualmente ascendente le interesa limitar el dominio del dólar USA y poner sitio a su hegemonía para, al tiempo, minar el poderío americano y asentar sus propias opciones financieras» (pp.158 ss). Al norte, al sur, al este y al oeste… y, por supuesto, en las finanzas y en las relaciones internacionales el partido tiene que primar e imponer sus opciones políticas.

Los acontecimientos han seguido una vez más su propio curso y China ha sacado nuevas conclusiones. En 2016 Gran Bretaña abandonó la Unión Europea y Trump ganó las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Para sus dirigentes parecía claro que las más poderosas democracias se alejaban del orden internacional en el que habían medrado y que eso abría un período de oportunidades históricas, a menudo también definido como un nuevo orden, en el que China iba a contar con nuevas ocasiones para extender su influencia, más allá del ámbito regional, al resto del mundo. Lo que implica nuevos retoques a su Gran Estrategia.

«Este orden chino se propone aprovechar las coyunturas que ofrecen esos grandes cambios nunca vistos desde hace un siglo para desplazar a Estados Unidos de su puesto de principal estado mundial. Para conseguirlo Pekín tendrá que socavar los medios de control que sostienen al orden global americano al tiempo que robustece los que propone como alternativa. Políticamente eso incluiría que Pekín proyecte su liderazgo sobre la gobernación global y las instituciones internacionales; imponga sus normas autocráticas en perjuicio de las liberales; y desmiembre las alianzas americanas con Europa y Asia. Económicamente, tendrá que minar las ventajas financieras que soportan la hegemonía USA y hacerse con los cuadros de mando de la cuarta revolución industrial desde la AI hasta la computación quántica mientras que Estados Unidos se desindustrializa. Militarmente, el Ejército Popular de Liberación tendrá que convertirse en un equipo de primera división con bases distribuidas por todo el mundo para defender los intereses chinos en la mayoría de las regiones del mundo y en otras hasta ahora olvidadas. En conjunto, China tendrá que levantar una zona de influencia supererogatoria en su región cercana; de hegemonía limitada sobre los países en desarrollo ligados a su BRI; y también extenderla por zonas del mundo desarrollado» (p. 264).

Una rejuvenecida Gran Estrategia que linda con la antigua guía maoísta de cercar a las ciudades desde el campo. La lucha por la hegemonía, anteriormente diseñada en exclusiva para Asia, se presenta ahora como una estrategia global y totalizante. A todas luces la China de Xi se propone jugar y ganar sin pausa en ambos tableros, el regional y el global, hasta lograr su objetivo de convertirse en el poder global indiscutido o, con una fórmula nostálgica, consumar la misión de devolver a la historia universal su eje -el Imperio del Centro-, lamentablemente desbaratado desde que Occidente impuso a China cien años de humillación. Al cabo así -como Zhōngguó (中国) o Imperio del Centro- es como tradicionalmente se han designado los chinos a sí mismos y a su país. Lo de China no es más que un extranjerismo.

El resto del libro de Doshi es mayormente una ilustración profusa de cómo esa Gran Estrategia se ha convertido en un tema central de discusión en los medios académicos chinos con un aliño de rápidas ocurrencias sobre la respuesta asimétrica, sea eso lo que fuere, que debería generar entre los políticos americanos. Mientras terminaba de leerlo una pregunta para la que carezco de respuesta terminante no dejaba de asaltarme: ¿es esa expectativa imperial de China una Gran Estrategia u otra muestra de un deseo travestido de análisis?

Y en ésas cayó en mis manos un reciente libro de Richard Overy sobre la Segunda Guerra Mundial (Blood and Ruins: The Last Imperial War, 1931-1945. Viking: Nueva York 2022) del que tal vez me ocupe en otra ocasión. En ésta, empero, sólo voy a utilizarlo para una banal reflexión sobre la probabilidad de que Xi pueda salirse con la suya y restaurar el Imperio del Centro.

En los 1930s las potencias del Eje también tenían una Gran Estrategia: sustituir a los antiguos imperios europeos con los suyos. No lo consiguieron, aunque estuvieron a punto. Tenían razón: el viejo orden imperial era insostenible; pero olvidaron que esa fórmula tenía otras posibles versiones. Sí, el colapso de los imperios asiáticos y europeos tradicionales finalmente se produjo entre 1946 y 1956 (crisis de Suez) arrastrando consigo una historia de siglos e instituciones aparentemente imperecederas. Pero no para reiterarlos con un nuevo orden imperial. Si algo los remató fue precisamente la innovación relativamente imprevista que Estados Unidos, su mejor aliado militar en aquella guerra defendía desde su independencia: un concierto internacional asentado sobre una multitud de estados nacionales en el que todavía vivimos.

Resume Overy: «la fantasía de que el orden geopolítico mundial podía ser renovado de arriba abajo mediante conquistas territoriales a gran escala fue la más radical de las ambiciones expansionistas perseguidas por Alemania y Japón en los 1930s y 1940s […] El hiato entre la imaginación y la realidad geopolíticas lo colmaron con una mezcla de arrogancia racial y de ligereza caprichosa en la evaluación de la realidad militar y geográfica» (p. 146). Ambos países con la ayuda de la Italia fascista como telonera se dejaron llevar por sus propias fantasías imperiales hasta el punto de que su Gran Estrategia acabó por ser poco más que una brutal pesadilla psicodélica anacrónicamente precursora de Lucy in the sky with diamonds. ¿Se habrá contagiado Xi?

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