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Teresa de Jesús: «Quise ser feliz»

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Volver a ver hace unas semanas la serie Teresa de Jesús, dirigida por Josefina Molina y admirablemente interpretada por Concha Velasco, me hizo sentir nostalgia de la vieja televisión con sólo dos canales. Estrenada en 1984, sus ocho intensos capítulos constituyen un ejercicio de sabiduría narrativa que elude indistintamente el panegírico y la desmitificación, intentando comprender a la reformadora del Carmelo en su contexto. El guion de Carmen Martín Gaite y Víctor García de la Concha imprime credibilidad y consistencia en todo momento, abordando con el máximo rigor el itinerario biográfico y espiritual de Teresa de Cepeda y Ahumada. No era sencillo recrear las experiencias místicas sin provocar estupefacción e irrisión en una época cada vez más secularizada. Sin embargo, la serie logró plasmar ?con notable elegancia y sobriedad? aspectos tan polémicos como la levitación, quizás el fenómeno más inaceptable para nuestros días. La visión de Teresa de Jesús suspendida en el aire no altera el clima intimista de la serie, donde lo cotidiano y lo extraordinario se encabalgan sin disonancias. Se incide en el aspecto visual de la levitación, olvidando que Teresa de Jesús atribuía sus experiencias místicas a «los ojos del alma», no a los sentidos. La levitación no es un desafío a la ley de la gravedad, sino una vivencia interior que expresa alegría, ligereza, exaltación.

La dictadura del general Franco se apropió de la figura de Teresa de Jesús, presentándola como «santa de la raza». Esa maniobra alentó un injusto prejuicio que desembocó en la indiferencia o el rechazo. Ambas posturas nacen del desconocimiento y reflejan intolerancia. Hace dos años se cumplió el quinto centenario de su nacimiento, pero los recelos no se disolvieron. Por eso nunca está de más recordar quién era esa mujer insólita, con una energía asombrosa, una pluma inspirada y un ingenio sobresaliente. Nacida en Ávila en 1515, la vida de Teresa de Jesús constituyó un progresivo adentramiento en el misterio de lo sobrenatural, que incluyó en sus inicios una espiritualidad convencional, tibia y de escasa originalidad. Necesitó casi veinte años para comprender que el acercamiento a Dios exige un verdadero renacimiento interior. El encuentro con Dios no invita al aislamiento. Por el contario, exige salir al exterior, compartir la alegría del Evangelio y hacer comunidad. Santa Teresa de Jesús reformó el Carmelo en una época en la que ser mujer significaba vivir bajo la rigurosa dominación masculina. Su humildad no implicaba menosprecio de sí misma, ni conformidad con lo injusto o imperfecto. Sus diecisiete fundaciones reflejan la determinación de su carácter, que no vaciló ante ningún obstáculo. Denunciada al Santo Oficio por Ana de Mendoza de la Cerda, princesa de Éboli, que entregó como prueba incriminatoria una copia del manuscrito del Libro de la vida, la carmelita apeló a Felipe II para demostrar que no se desviaba de las enseñanzas canónicas. Sus enemigos sostenían que era una alumbrada y una embustera. Los alumbrados, iluministas o, simplemente, «dejados», afirmaban que habían conocido a Dios y que su conducta era el fiel reflejo de su voluntad, incluso cuando ignoraban los sacramentos o se desentendían de las obras de misericordia y caridad. Santa Teresa nunca siguió ese camino, pues entendía que el cristiano debe preservar su libertad para imitar a Cristo, superando las tentaciones que nos acosan: ambición de poder, soberbia, crueldad, apego a lo material, insolidaridad. Obedecer la ley de Dios no conlleva aniquilar la personalidad individual, pues sólo la persona puede escoger la virtud y renunciar al mal. Destruir la personalidad es renunciar a la humanidad. Dios no pide eso. Si renunciamos a nuestra condición de personas, el abismo entre Dios y el hombre se hace insalvable. En esas circunstancias, no es posible una relación de amistad y amor. La Encarnación no es un acto de poder, sino un gesto de ternura. A diferencia de los dioses paganos, Jesús de Nazaret camina entre los hombres para acompañarles en el sufrimiento y en la dicha, anunciándoles que hay esperanza y que el más pequeño será el primero en el Reino de Dios. De hecho, Cristo no se encarna en Roma, el centro del poder temporal de su tiempo, sino en un lugar humilde y pequeño.

Santa Teresa de Jesús –que murió en Alba de Tormes en 1582? nunca recuperó el manuscrito del Libro de la vida secuestrado por el Santo Oficio desde 1575 hasta 1588, pero jamás fue acusada de herejía. Los inquisidores le causaron menos problemas que las carmelitas calzadas, indignadas por los cambios que significó la reforma. Santa Teresa no sentía especial aprecio por la penitencia física, pues entendía que la mortificación de la carne constituía muchas veces un exceso. En cambio, se mostraba partidaria de un firme rigor en la mortificación interior, pues lo verdaderamente cristiano era combatir el orgullo y la vanidad. Las fundaciones de Santa Teresa de Jesús son admirables, pero el reto mayor a que se enfrentó fue trasladar al lenguaje humano la vivencia de lo sobrenatural. Lo inefable no es un concepto inventado para justificar lo inverosímil, sino un límite inherente al conocimiento humano. Nunca está de más recordar la síntesis trascendental kantiana, que explicó las limitaciones de nuestra mente. Es indudable que hay un mundo exterior, pero lo conocemos mediante una representación compleja, donde los conceptos ordenan los datos de la experiencia. Esa representación está determinada por nuestra peculiaridad biológica y por las diferentes ramas de nuestro saber. Desde la Ilustración, consideramos que el criterio de verdad es un privilegio de las ciencias naturales, pero Hans-Georg Gadamer ya advirtió que «las preguntas que ocupan desde siempre el querer saber humano van mucho más allá de lo que es lícito conocer o siquiera plantear desde la perspectiva de las ciencias naturales» («Historia del universo e historicidad del ser humano», 1988). Lo inefable no es el nombre de lo meramente especulativo, pero altamente improbable. Lo inefable es el punto donde se hace necesario buscar un camino alternativo. El lenguaje puede esbozar ese itinerario, pero de forma insuficiente. En Las moradas (1588), Santa Teresa de Jesús expresa ese conflicto, con su espontaneidad habitual: «Siempre en cosas dificultosas, aunque me parece que lo entiendo y que digo verdad, voy con este lenguaje de que “me parece”, porque si me engañare, estoy muy aparejada a creer lo que dijeren los que tienen letras muchas» (I, 8). En el Libro de la vida (1565), ya había encarado el problema, conjugando humildad y clarividencia: «Estando una vez en oración, se me representó muy en breve (sin ver cosa formada, mas fue una representación con toda claridad) cómo se ven en Dios todas las cosas, y cómo las tiene todas en sí. Saber escribir esto, yo no lo sé […]. Parecióme, ya digo sin poder afirmarme en que vi nada, más algo se debe ver, pues yo podré poner esta comparación» (XL, 9).

La evocación de Teresa de Jesús no es una simple manifestación de la fe católica, sino una invitación a repensar las nociones de verdad, experiencia, significado o conocimiento. El ansia de saber es la nota dominante del ser humano y las ciencias de la naturaleza no proporcionan las respuestas que aplacan la angustia, la desesperanza o el miedo. Si renunciamos a ese impulso, nuestra humanidad quedará gravemente menoscabada, pues lo más profundo no es la búsqueda de placer o la ambición de poder, sino el anhelo de sentido. No es una reflexión personal, sino una teoría –o, más exactamente, un testimonio? de Viktor Frankl, psiquiatra y superviviente de Auschwitz y Dachau. Cada uno debe hacer su camino, pero si aparta a Dios desde el punto de partida, sólo hallará lo que presupone dogmáticamente. Pensar no es eso. Pensar es arriesgarse y abrirse a lo inesperado. «Un mundo iluminado por la fe es más inteligible que un mundo sin fe», escribe el filósofo polaco Leszek Ko?akowski en su breve e inspirado ensayo Si Dios no existe… (1982). «La ausencia de Dios –continúa?, cuando se sostiene consecuentemente, y se analiza por completo, significa la ruina del hombre en el sentido de que demuele, o priva de significado, todo lo que nos hemos habituado a considerar la esencia del hombre: la búsqueda de la verdad, la distinción entre el bien y el mal, la exigencia de dignidad, la exigencia de crear algo que resista a la indiferente destructividad del tiempo». Los dogmas del cristianismo pueden parecer absurdos, pero –concluye Kolakowski? «la imagen que excluye esos dogmas es aún más absurda».

En una ocasión, le preguntaron a la carmelita descalza: «Madre, me han dicho que vos sois hermosa, discreta y santa. ¿Qué decís a eso?». Teresa contestó: «En cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba; en cuanto a santa, sólo Dios lo sabe». La excelente serie de Josefina Molina reproduce fielmente ese talante. Se comparta o no la fe de Teresa de Jesús, resulta imposible no conmoverse con la historia de una mujer que excusó su febril actividad con una ingenuidad deliciosa: «He cometido el peor de los pecados: quise ser feliz».

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Ficha técnica

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