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La nación y sus circunstancias

Sueño y destrucción de España. Los nacionalistas españoles (1898-2015)

José María Marco

Barcelona, Planeta, 2015

416 pp. 22 €

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La ingente literatura científica que en el último tercio de siglo se ha ocupado teórica o analíticamente del nacionalismo tiene uno de sus paradigmas más aceptados en el que vincula la emergencia de doctrinas y políticas nacionalistas con los procesos de modernización. Es el enfoque, por citar a sus cultivadores más conocidos, de Michael Mann o de John Breuilly tan leídos hace pocos años. En una forma u otra, estas explicaciones del origen y efectos del nacionalismo subrayan la significación del Estado y de las rivalidades geopolíticas y territoriales propias del sistema de Estados moderno como factor básico en la emergencia y difusión de los complejos emocionales y discursivos que articulan y nutren los idearios nacionalistas y su capacidad para la movilización.

José María Marco no aborda la incierta cuestión del anclaje teórico en el análisis que acomete, ni de modo preliminar, ni en el desarrollo del mismo (de hecho, en su bibliografía no hay apenas un título con ese carácter). Pero en última instancia, aunque también con una tácita coincidencia con el etnosimbolismo de Anthony Smith que más abajo se mencionará, su acercamiento al asunto se apoya implícitamente en un enfoque de ese tipo, porque la explicación de que parte se basa en el supuesto de que en la raíz del nacionalismo moderno se halla la emergencia de rivalidades imperialistas a finales del siglo XIX y la competencia por el control de territorios y recursos con exclusión de potencias antagonistas. Aquello supuso, explica, el ascenso como nacionalismo expansivo de una forma de concebir la nación. Esta, a su vez, aun preexistiendo mucho con respecto al nacionalismo en comunidades históricas y políticas como España, encontró su forma operativa como comunidad de ciudadanos iguales en derechos y titulares de la soberanía política: es decir, la fórmula liberal de organización de la sociedad política de matriz revolucionaria francesa. Un producto del racionalismo ilustrado combatido desde diferentes expresiones del irracionalismo, una de ellas el nacionalismo en cuanto sublimación de atributos e intereses representados como genuinamente nacionales por encima de cualquier otro principio o valor. La clásica distinción, en el fondo, entre patriotismo y nacionalismo: aquél, defensivo, tradicionalista, compatible con el cosmopolitismo; éste, agresivo, exclusivista, centrado en la construcción mítica del pueblo, organicista y genéticamente populista.

Las culturas políticas modernas de Occidente han incorporado, con variantes más o menos peculiares, el sentido de pertenencia nacional como uno de sus ingredientes básicos, casi como un requisito del sentido de comunión e identificación con el conjunto de creencias, valores, comportamientos y significados simbólicos que las constituyen. En ellas, el cuestionamiento, la inseguridad o el escepticismo respecto a la propia nación no es común y menos un rasgo duradero, estable. Marco no utiliza este vocabulario, prefiriendo valerse de la noción clásica de politeia para designar la comunidad política diferenciada que se reconoce y que otros reconocen, que en el caso español se caracterizaría por una extendida falta de aceptación del patriotismo, como lealtad nacional, y de la nación como asiento de consensos que los contendientes políticos admiten como inconmovible y base de cuanto conviene dejar fuera de la disputa política, por común y compartido. Esa peculiaridad española (pero no sólo española), se debería, en parte, a lo que llama la revolución cultural y moral de las décadas de 1960 y 1970, impregnada de individualismo, y que en España acabaría por tomar una expresión singular, de forma que, en el desistimiento respecto a la nación entre las elites políticas e intelectuales formadas en aquellas años, habrían pesado algunos otros factores más locales. Uno, circunstancial: el adoctrinamiento, durante el régimen político del franquismo, en una interpretación de la nación como antinomia de su concepción liberal y de los propios principios liberales. Otros dos, más estructurales: por un lado, una naciogénesis (si resulta aceptable el término) desarrollada bajo una fuerte impronta homogeneizadora que sofocaría realidades culturales y sociales diversas. Es decir, una construcción de la nación, en el fondo, al modo jacobino. No importa, conviene añadir, que esto sea discutible y que el genuino modelo jacobino-republicano francés transmutase en una nación uniforme de ciudadanos un mosaico cultural y normativo de diversidad más amplia y compleja que el de España a finales del Antiguo Régimen. Lo determinante es que eso haya llegado a darse por hecho entre no pocos, pasando a premisa de determinados discursos políticos.

El segundo de esos factores estructurales resulta antagónico con respecto a este anterior, aunque lleguen a sostenerse conjuntamente en un mismo razonamiento de la peculiaridad española: la debilidad del proceso nacionalizador, el relegamiento por parte del Estado de políticas activas para favorecer la interiorización por parte de la población de las creencias y sentimientos que cementan la lealtad nacional.

Sueño y destrucción de España plantea una revisión de la forma de entender la nación española por parte de las diferentes tendencias ideológico-políticas o tradiciones de discurso activas en España a lo largo de dos siglos. El núcleo o articulación de ese repaso es la crisis de fin de siglo, o más bien el 98 español como variante propia de una coyuntura que vivieron de modo análogo otros países europeos, como, por ejemplo, el Ultimátum portugués o el Fachoda francés. Aquellos episodios cabe verlos como expresión cabal de las sacudidas propias de los nacionalismos expansivos resultantes del abandono del concepto y la vivencia de la nación como comunidad de ciudadanos alumbrado por el liberalismo. Una premisa que vale como hipótesis de trabajo, pero en la que costaría acoplar procesos de nation-building o de expansión como los de Alemania, donde la nación de ciudadanos dio escaso juego en su construcción nacional, o de los Estados Unidos, cuya expansión no puede decirse que conectase con ninguna crisis de la nación de ciudadanos (blancos) libres. En España, al menos algo de aquello hubo, si bien de un modo propio. Porque su crisis finisecular no alimentó voluntad imperial sino, al contrario, una suerte de ensimismamiento que nutrió un estado de ánimo entre sus elites intelectuales propicio a la recepción de ciertas ideas, francesas como casi siempre, esta vez centradas en la concepción irracional de la nación, al modo de Maurice Barrès, y que durante medio siglo mantendrían a muchos ocupados en exhumar el alma nacional bien del paisaje, bien del arte, bien de la tradición popular o de algún otro sitio. Lo que Marco expone, en análisis en el que no siempre puede seguírsele (por ejemplo, el peso de Georges Sorel en el anarquismo español), es, dentro del flujo del pensamiento finisecular, la filiación del nacionalismo español contemporáneo en el regeneracionismo, con su convicción de que el liberalismo había fracasado en la empresa de construir la nación española, que la nación había que reconstruirla desde otros principios y fundamentos, y que esos fundamentos habría que encontrarlos en entidades primordiales, preexistentes a los postulados del liberalismo, y algunas de ellas eternas.

A diferencia de otros países próximos, esa concepción telúrica de la nación, cebada en un clima de hostilidad hacia el liberalismo y sus instituciones políticas y de virulenta emulación de otras naciones, no fraguó en España en un partido nacionalista. O, más exactamente, sólo lo hizo en una corriente política particular, el catalanismo, una forma regional del regeneracionismo en la que el fracaso de la nación liberal quiere resolverse por medio del particularismo y la segregación. Determinar por qué motivo eso no ocurrió entre nosotros requeriría, sin duda, ampliar la perspectiva analítica más allá del plano del discurso ideológico. Pero quedan apuntadas algunas ideas que sería bueno discutir a fondo. Por ejemplo, la sugerencia de que el poderoso integrismo español –el nutrido en Menéndez Pelayo, por simplificar–, no pudo llegar a ser plenamente nacionalista, en el sentido restrictivo, por no haber podido nunca superar la escisión de lealtades que supondría abrazar el nacionalismo en cuanto religión política. En esa situación, la fidelidad al catolicismo (y, en su caso, al trono) habría bloqueado el surgimiento del nacionalismo reaccionario robusto. Para Marco, en este análisis, el nacionalismo es una religión política (p. 218); lo expone de modo que parece asumir las más viejas expresiones de esta clásica tesis, sin diferenciar si se trata de fenómenos análogos, o si la una es componente del otro. Más bien se colige que asume el enfoque de Anthony Smith, apartándose algo del paradigma de la modernización con el Estado como instrumento, aceptando que religión y nacionalismo son, sustancial y funcionalmente, similares. Esta línea de indagación queda, sin embargo, inexplorada.

Si en España no hubo un partido genuinamente nacionalista, como sí los hubo en Europa a finales del siglo XIX y principios del XX, y a diferencia también de otros países, el desenlace de la gran crisis bélica de la primera mitad de este último siglo no trajo la reconciliación del sentido de pertenencia nacional y la identificación con los valores e instituciones liberales, traducidas en alguna forma de patriotismo constitucional mayoritario. Aquí, el régimen de Franco, su discurso oficial, consagró los postulados regeneracionistas que disociaban nación genuina y liberalismo. Las páginas finales del libro, una quinta parte de las mismas, las dedica Marco a reflexionar sobre qué ha ocurrido, o ha podido no ocurrir, desde la desaparición de aquel régimen para que, entre los consensos básicos de la democracia española, resulte tan incierto el relativo a la nación. Son páginas más propias del ensayo político que de la reflexión histórica, pero bien centradas en un asunto nada irrelevante: el desligamiento respecto al sentido de pertenencia nacional de parte de la ciudadanía democrática. Sólo por eso merece la pena leer este libro.

Demetrio Castro es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de la Universidad Pública de Navarra. Sus últimos libros son Burke. Circunstancia política y pensamiento (Madrid, Tecnos, 2006) y Antroponimia y sociedad. Una aproximación sociohistórica al nombre de persona como fenómeno cultural (Pamplona, Universidad Pública de Navarra, 2014).

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