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Stop making sense

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Aunque la proliferación de bromas y chanzas que sigue al anuncio de cualquier descubrimiento científico haga dudar sobre la capacidad de la misma especie que los realiza, la confirmación de que existen las ondas gravitacionales teorizadas por Albert Einstein constituye la enésima prueba de la competencia técnica del ser humano. Desde que Francis Bacon ratificara el programa moderno con su conocida fórmula «saber es poder», reproducida después por su exsecretario Thomas Hobbes, la humanidad no ha hecho sino honrar ese principio acumulando un conocimiento cada vez más amplio, sofisticado y eficaz. Naturalmente, ese conocimiento siempre ha estado acompañado de una sombra que lo sigue allí donde alcanza a penetrar. Recordemos la queja de T. S. Eliot sobre la pérdida de sabiduría que termina convirtiéndose en mera información, o las fábulas románticas sobre el aprendiz de brujo que termina yendo demasiado lejos: de Frankenstein y el Doctor Jekyll hasta Wall·E. Es la noción del conocimiento prohibido que reluce ya en narraciones fundacionales como el mito de Prometeo y el jardín del Edén. Pero si uno se asoma al mundo de hoy, no tardará en advertir que esa misma noción –la existencia de un tabú que impide investigar determinadas parcelas del mundo físico o censura determinadas recombinaciones de sus componentes– carece ya de toda fuerza: todo es investigado, teorizado, ensayado. Y la pregunta es cada vez menos si esa capacidad nos conducirá a la catástrofe colectiva (cuya posibilidad nunca puede descartarse), sino cuál es el grado de autoconocimiento que soporta la especie y qué tipo de sociedad terminará por producir el crecimiento exponencial de nuestro saber.

Basta echar un vistazo al mundo de la investigación científica para comprobar que todo es objeto de estudio. No hay aspecto de la vida humana que no tenga detrás a un experto, por lo general un oscuro académico que dirige en alguna parte un laboratorio o encabeza un grupo de investigación. Al modo de una plaga de langostas, la comunidad científica internacional se lanza sobre los campos inexplorados de la realidad con discreta fiereza, arrasando con todo lo que encuentra a su paso. La digitalización del conocimiento, la facilidad de las comunicaciones y la consiguiente consolidación de una comunidad investigadora global, la creciente sofisticación de las herramientas de análisis, la posibilidad de monitorizar y registrar datos sensibles del mundo físico en una escala desconocida, el manejo de los datos masivos, la irrupción de las neurociencias: la ciencia no está yendo a menos, sino a más. Incluso el propio proceso de investigación ha sido objeto de escrutinio por parte de la sociología de la ciencia que, de Kahn a Latour, ha demostrado que la sociedad se cuela en el laboratorio y la sagrada objetividad de la ciencia es algo menos pura de lo que se pretendía. Y, sin embargo, se mueve: se llevan a cabo los experimentos y, cuando las hay, a menudo se desarrollan sus aplicaciones prácticas. Hay trampas, incentivos perversos, caminos muertos. Pero el proyecto baconiano, con sus enmiendas correspondientes, sigue vivo y con más salud que nunca. Subsisten algunas fronteras del conocimiento que, seguramente, nunca podrán ser traspasadas; la mayoría remiten a la pregunta final acerca de por qué hay algo en vez de nada. Sin embargo, matices al margen, la capacidad de la ciencia y la tecnología para entregar datos fiables sobre el funcionamiento de la realidad –física y social– nunca ha sido tan sobresaliente.

Este saber incluye un metasaber. Porque también vamos sabiendo más sobre el modo en que formamos propios juicios y las condiciones de uso de nuestra libertad. Ahí tenemos la teoría de los marcos, el estudio de sesgos y emociones, el desvelamiento de los efectos del groupthink (como el efecto cascada que nos lleva a mostrar acuerdo con el primero que habla en una deliberación colectiva sólo porque ha sido el primero que habla) y la acción mimética en contextos sociales (como sucede en un grupo de amigos donde una pareja concibe un hijo y los demás hacen lo propio) para demostrar que no siempre estamos al mando de nuestras decisiones.

¿Soportaremos este incremento extraordinario de nuestro autoconocimiento? ¿O nos resultará insoportable la posibilidad tecnocrática que nos abre? ¿Preferimos un mundo «encantado» donde queden restos de ininteligibilidad, o se vive mejor en el mundo desencantado por la modernidad?

Hace unas semanas, la British Journal of Psychiatry publicaba un estudio sobre los vínculos entre criminalidad, estatus socioeconómico y genética. Los autores aprovecharon la riqueza de los datos acumulados por los gobiernos escandinavos y analizaron la trayectoria vital de medio millón de niños nacidos en Suecia entre 1989 y 1993. Previsiblemente, a menor estatus, más criminalidad. Pero, menos previsiblemente, también encontraron mayor criminalidad en quienes habían nacido en condiciones de confort económico, pero pertenecían a familias que habían sido pobres. Algo que abre dos posibilidades explicativas: que la cultura familiar no cambia pese al cambio en sus condiciones materiales, o que los genes que predisponen al comportamiento criminal son más comunes en los estratos más desfavorecidos de la sociedad. Para The Economist, que se hizo eco del estudio, la incomodidad que puede producir esta segunda opción no es razón para dejarla a un lado.

Similares inquietudes ha generado el uso de los datos masivos y los algoritmos que permiten cartografiar la criminalidad en las ciudades norteamericanas: quién es más susceptible de cometer un delito, en qué zona, a qué hora. Algunas unidades de policía, como la de Chicago, han empleado estas estadísticas predictivas con éxito, hasta el punto de que su suspensión temporal hizo aumentar la criminalidad tan rápidamente como había logrado disminuirla su uso. En la mayor parte de los casos, se trataba de vecindarios negros e hispanos. Aunque el algoritmo sea neutral, su resultado presenta un claro desequilibrio racial: menos un sesgo que una conclusión que refuerza un sesgo previo. Por eso se preguntaba la periodista Gillian Tett, dando noticia del asunto, si su uso es aceptable, concluyendo que sí en atención a sus muchos beneficios potenciales. Menos convencido está Evgeny Morozov, crítico feroz del solucionismo digital, que ve en estas técnicas la punta de lanza de una deshumanización tecnológica de tintes disciplinariosEvgeny Morozov, To Save Everything, Click Here. Technology, Solutionism and the Urge to Fix Problems that don’t Exist, Londres, Allen Lane, 2013.. Si el software tiene razón, ¿es entonces preferible no emplearlo? ¿Representan este tipo de técnicas predictivas un nuevo conocimiento prohibido? ¿Y qué hay de las víctimas de esa violencia, la mayoría de ellas habitantes de esos mismos vecindarios?

Pero la criminalidad no es la única dimensión de la vida social afectada por el nuevo imperativo de la racionalidad monitorizada. En el terreno de la educación, la posibilidad de rastrear las actividades de los alumnos hace posible incluso predecir su calificación final. Así sucede en los cursos de la Open University, la universidad a distancia por excelencia en el Reino Unido. Sus estudiantes han sido analizados por Peter Scott, un científico cognitivo que combina los datos socioeconómicos con los que entrega la plataforma en que los alumnos realizan sus tareas, haciendo posible anticipar sus momentos de flaqueza y combatirlos a fin de evitar su fracaso académico. ¿Y qué decir de los deportes? Aprendimos en Moneyball (2011), la película de Bennett Miller basada en el libro de Michael Lewis, que el empleo de los datos en la gestión deportiva de un club de béisbol podía proporcionar resultados inesperados. Ahora, una herramienta de recogida y análisis de tales datos, Statcast, hace posible grabar primero y clasificar después todo lo que sucede en un partido de ese mismo deporte. Todo es todo: posición de la pelota y del jugador, velocidad y curvatura del lanzamiento, velocidad de giro de la pelota y de su vuelo tras ser golpeada por el bate, rapidez en la reacción de los jugadores. Aplíquense similares herramientas a cualquier actividad humana imaginable, pero también a la vida de animales y la actividad de los ecosistemas, y el resultado es el mundo más desencantado que pueda concebirse. También, seguramente, el de más eficaz funcionamiento. Se habrá desarrollado así una formidable inteligencia colectiva que proporciona, finalmente, el nombre exacto de las cosas.

Hay que apresurarse a subrayar que nada de esto hará desaparecer el factor humano ni, por tanto, los conflictos sociales. Sería absurdo proclamar la posibilidad de una utopía epistemológica cuando los refugiados se agolpan a las puertas del continente europeo y el populismo político gana posiciones en las encuestas; más bien, el actual panorama internacional nos hace comprensible la demoníaca deriva de la primera mitad del siglo pasado. Pero es evidente que estamos ganando un considerable conocimiento sobre el individuo y la sociedad, que se hará más refinado con el paso del tiempo. Y que merece la pena pensar sobre sus consecuencias, descartada la posibilidad de que la humanidad vaya a dejar a un lado todo lo que está haciendo para «congelar» el progreso alcanzado en este punto. Para muchos, esta pausa forzosa sería deseable; temo que sea impracticable.

La producción incesante de explicaciones y soluciones trae a la mente la famosa «administración de las cosas» que, de acuerdo con Comte primero y Saint-Simon después, estaba llamada a reemplazar «el gobierno de las personas» en las fantasías del positivismo decimonónico. En la teleología marxista de la historia, también la política estaba llamada a dejar paso a la administración, una vez que el Estado se disolviera en la sociedad tras la Dictadura del Proletariado. El historiador cultural Ben Kafka ha rastreado con tino la genealogía de esta idea, atribuida habitualmente a Saint-Simon, pero debida a Auguste Comte. Es sorprendente, pero significativo de la monstruosa ingenuidad que latía bajo el sueño positivista, que Lenin mismo afirmase que la administración en el futuro sería tan sencilla que un simple cocinero podría hacerse cargo de ella. Ni que decir tiene que la administración de las cosas se ha asociado tradicionalmente con el totalitarismo y su sola posibilidad ha sido recibida con hostilidad por parte de los filósofos políticos que en el mundo han sido: Isaiah Berlin dudaba de que ninguna sociedad pudiera alcanzar un acuerdo tal sobre los fines humanos de tal modo que sólo la articulación de los medios técnicos fuese necesaria; Hannah Arendt abjuraba de la mediocridad intrínseca a la pura «gestión» de los asuntos sociales en comparación con la noble búsqueda de la verdad moral; Daniel Bell denunciaba que la sustitución de la política por el juicio racional es el rasgo dominante de la tecnocracia que puede conducir al dominio de las cosas sobre los seres humanos. Entre nosotros, Morozov deplora el triunfo de la economía behaviorista y la psicología social sobre la filosofía y las humanidades, cuya prueba sería precisamente la «tecnificación» progresiva de las ciencias sociales.

En principio, es difícil no estar de acuerdo: un exceso de racionalidad puede estropearnos el día. Más aún, estamos emocionalmente apegados a una sensación de libertad que difícilmente sobrevive a las certezas estadísticas enarboladas por el nuevo positivismo. En esas condiciones, la tentación es leer a Nietzsche. Sin embargo, quizá la solución a este aparente dilema estribe precisamente en no elegir: en seguir leyendo a Nietzsche sin por ello rechazar de plano las enseñanzas proporcionadas por una ciencia cada vez más multidisciplinar. Y ello porque sería absurdo desdeñar, en nombre del purismo humanista, aquello que la ciencia contemporánea –incluida la ciencia social– tiene que ofrecernos. Se trataría más bien de someter sus soluciones al escrutinio racional y moral, atendiendo a la sanidad de los fines tanto como a la razonabilidad de los medios. Ya que, por ejemplo, ¿tendría sentido dejar de emplear las herramientas que proporciona la psicología para combatir la discriminación de la mujer en el mundo del trabajoIris Bohnet, What Works. Gender Equality by Design, Cambridge, Harvard University Press, 2015. por medio del diseño de procedimientos de selección capaces de combatir unos sesgos de los que ni siquiera somos conscientes, sólo porque esa opción se nos antoja demasiado tecnocrática?

Es fácil romantizar la búsqueda de la verdad protagonizada por gigantes pretéritos como Aristóteles o Hobbes –muchas de cuyas enseñanzas siguen siendo válidas– y reírse del geek que se pasa el día programando algoritmos. Pero hay una continuidad entre ambos, porque ambos forman parte del mismo proyecto de especie: la búsqueda de la verdad y la creación de herramientas sociales capaces de traducir esa búsqueda en beneficios materiales tangibles que contribuyan a una convivencia pacífica. Eso no anula la disputa en torno a los fines humanos, ni suprime la brecha trágica que separa las disposiciones colectivas de las demandas individuales Aristóteles debe poder juzgar al programador. Pero sería absurdo rechazar la creciente convergencia social en torno a ciertos fines (prosperidad material, igualdad de oportunidades, respeto a las diferencias, protección de los débiles, abolición de la crueldad) y centrar, en cambio, el debate en torno a los medios que nos permitan alcanzarlos en medida suficiente. Dicho esto, es comprensible que la desromantización asociada a este proceso produzca desasosiego e, incluso, un cierto malestar: no queremos saber que todo ya se sabe. El conocimiento del mundo amenaza con dejarnos sin mundo. Máxime cuando no hemos contribuido personalmente a la generación de ese conocimiento y sus aplicaciones caen sobre nosotros como venidas de ninguna parte. Quizá, por esa misma razón, bromeamos sobre los grandes hallazgos científicos: para disimular nuestro nerviosismo.

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