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Si no, ya es demasiado tarde…

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«Hay que matricular al niño ahora porque, si no… ¡ya será demasiado tarde!».

No es infrecuente escuchar esta frase entre los padres, profesores incluso, que inscriben a sus hijos a los cinco años para estudiar violín en academias particulares. Pero demasiado tarde… ¿para qué?

Como en España, por lo general, la música no entra en las actividades familiares, si se molesta uno en matricular y pagar las clases a un niño para llevarlo dos veces a la semana, después del colegio, y los sábados por la mañana a clase de conjunto para que estudie violín, por lo menos que se haga cuanto antes para no malograr al «petit Mozart» que puede que lleve dentro… Si no es para tener un genio en casa, ¿para qué vamos a realizar esa inversión?

Son expectativas que, curiosamente, no se aplican a otros estudios, ni del currículum del centro, ni de las clases extraescolares. Así que nos llama la atención que la música siga siendo algo diferente a cualquier otro arte que se considere formativo.

Pero ¿es que la música es formativa? A esta pregunta cabría responder con otra pregunta. ¿Quién se atrevería a decir que no? Y si nos apuran aún más, la pregunta correcta que uno habría de hacerse no es realmente esa —porque la música es formativa, que no les quepa duda—, sino ¿por qué su estudio no está instaurado sino esporádicamente en los centros escolares estatales? Es ahí donde muestra su eficacia en el desarrollo del niño, del joven.

La ausencia de educación musical reglada en la mayoría de los colegios, que es donde debería producirse esa experiencia, es un bache que luego, cuando los niños ya son mayores, concentra un número llamativo de lamentos en los adultos, tristes historias y quejas que estamos acostumbrados a escuchar quienes nos dedicamos a la música, incluso cuando vienen a felicitarte tras un concierto.

De entre los centros que incluyen la música, los hay que limitan su enseñanza a contar la vida de los compositores, o a poner un video con una canción y bailar o hacer ritmos al compás, o a dejar escuchar a los alumnos algún que otro fragmento de obras clásicas, normalmente en un reproductor de calidad menos que mediana. Si los alumnos no escuchan música clásica al mismo nivel, con decibelios similares incluso, a los que soportan en otros tipos de música, ese arte sublime queda relegado a una cosa viejuna, que no tiene repercusión.

Experimentar el placer de la música, de hacer música, tanto clásica como ligera (la iniciación en los colegios vale para todo tipo de música), eso que tantos adultos —casi siempre refiriéndose al piano— echan de menos muy habitualmente, puede manifestarse como una anécdota nostálgica, pero la educación musical, que no hay que confundir con el solfeo, es decir, con el aprendizaje de la notación musical, es fundamental para el desarrollo de la persona. En cuanto a las academias, no son menos divertidas sus actividades que otras que tienen lugar después del colegio.

Durante 2020, en pleno confinamiento, la música salvó a mucha gente de la soledad. Fueron muchas personas las que grabaron vídeos haciendo música de manera no profesional ni especialmente relevante. Sin embargo, la música les permitía mostrarse, exteriorizar cierta habilidad placentera, más que, por ejemplo, recitar una poesía. Grabarse a distancia y que luego la tecnología permitiese que apareciesen rudimentariamente juntos en imagen, pero conjuntados en cuanto a interpretación, fue un entretenimiento enriquecedor. Si eran músicos profesionales, fue origen de proyectos con muchas consecuencias positivas. De hecho, cualquiera puede ver la grabación del Danzón de Arturo Márquez dirigido por Alondra de la Parra, grabado uno a uno, individualmente, por músicos que ella conocía pertenecientes a diferentes orquestas pero que aparecen juntos gracias al montaje (https://www.youtube.com/watch?v=tLMtAjXOKTU). Circuló por las redes un vídeo (hoy desaparecido) en el que los primeros espadas del tenis mundial —Federer con Djokovic y Medvedev— cantaban una canción a tres voces. Cada uno por separado había grabado la voz correspondiente y luego juntaron la imagen y el sonido, tecnológicamente, como tanta gente hizo. Los tres cantaron afinadamente y con expresividad, juntos y con matices, con su ritardando final y todo. La ocurrencia indica que cantar era algo que les resultaba familiar a todos ellos. Cuesta imaginar algo así en nuestros deportistas.

Y cuando nos movilizamos para subsanar la añoranza de lo que no se hizo o de lo que nos desaconsejaron hacer ―y se tendría que haber hecho en la escuela― a veces proyectamos, en la matrícula en la academia, ese placer que se nos negó en su día, porque había que estudiar algo serio, algo con lo que ganarse la vida, y los padres se resisten a que sus hijos pierdan el tiempo en cosas que no sirven para nada, porque ya tienen bastante con el plus horario del inglés, la natación y las ortodoncias. El futuro con el que muchas veces hemos soñado para nuestros hijos no suele incluir las artes escénicas en general.

No nos estamos refiriendo a la música para los futuros profesionales, lo mismo clásica que ligera, sino a la formación en la enseñanza de las escuelas: es ahí donde todos, los chicos y chicas, de cualquier edad, tienen que vivir esa experiencia probando la voz en grupo y como solistas, desde el grito al susurro, cantando los silabeos o textos que se han inventado ellos, ululando imitando el viento, o la ambulancia, produciendo efectos de diferentes sonidos con diferentes partes del cuerpo, palmadas, pitos, golpeando panderos, claves, triángulos, platillos y, en general, lo que se llama «pequeña percusión».

Y si se representa una historia, que incluye inventar el argumento y hasta, quizá, una escenografía, hay que crear o reutilizar otras melodías, inventar textos para cantar juntos y también en diálogo.

Todo eso, que suele ser actividad para mostrar al final del curso académico, exige el establecimiento de un orden de participación disciplinado sine qua non: que las diferentes secciones de una misma clase sepan cuándo les toca intervenir siguiendo el gesto exacto del director, al que atienden en silencio, con concentración en lo que suena y una mirada de reojo al compañero que toca lo mismo que tú al mismo tiempo que tú, para hacer una respiración coordinada. En realidad, es el mismo proceso o protocolo que reproducen los músicos en las orquestas o conjuntos que vemos en los escenarios, solamente que esos grupos interpretan, profesionalmente, obras de otros autores, no las crean ellos.

A los diferentes grupos se les asignan líderes parciales, se acuerdan una serie de signos —al principio serán inventados por los chicos— que indiquen desde la pizarra quién va a tocar qué, en qué momento y durante cuánto tiempo. Al fin y al cabo, eso es lo que nos comunica la escritura musical —la partitura—, que todo el mundo reconoce visualmente como tal pero que, si no se sabe leer, aparece como un misterio impenetrable.

Una condición para que esa inmersión en la práctica musical suceda es que el profesor tenga una preparación en ese campo y que cuente con el instrumental adecuado. Toda esa actividad, al final, suena, y muchas veces suena bien, lo cual es muy satisfactorio. Ese acto comunicativo es la consecuencia de una formación, y en ese día del concierto final suele haber espectadores que aplauden —público— lo cual resulta extraordinariamente gratificante y refuerza la cohesión del grupo y del trabajo en equipo.

Confiamos en que esta enumeración de imágenes prácticas que concretan la nebulosa que muchas personas tienen cuando se menciona la importancia de la música en la formación de nuestros hijos, consiga inquietar a quienes, incluso considerándose cultos, ignoran los rudimentos musicales y por qué la música aúna placer y disciplina, sintagma que suele estar asociado a otro tipo de actividades.

Lo formativo de la música no tiene que ver con el buen oído ni con el malo. Siempre ha habido músicos sin formación musical, solistas increíbles como el tenor Luciano Pavarotti o la soprano Mirella Freni, con unas dotes musicales extraordinarias y, en otro orden de cosas, las bandas o el flamenco. No es magia: todos proceden de entornos extraordinariamente musicales. Sencillamente, participan en la interpretación musical en sus casas, desde la infancia.

En la dimensión formativa de la música está el canto coral: una cosa es la actividad coral y otra cosa es que el coro «suene bien». De los encuentros corales, en los que los chicos experimentan con la voz y melodías sencillas, pueden salir pequeños grupos de niños más dotados con los que se puede formar un conjunto de nivel superior. Nos ahorraríamos esa maldición que arrastran, hasta personas mayores que asisten a conciertos, disimulándola con sentido del humor, auténtico o fingido: «a mi me echaron del coro de pequeño», equivalente a «soy muy malo para las matemáticas», aunque esta última frase no se suele enunciar siendo adulto (y, además, nunca te echan de clase de matemáticas) porque sería confesar inferioridad en algo cuya importancia en la formación de los jóvenes nadie o casi nadie se atreve a discutir o despreciar. En cambio, en la música no importa: muchos reconocen su ignorancia o insuficiencia como algo sin mayor importancia, algo que nos podemos tomar a broma: es más, puedes toparte con un desconocido que durante el descanso de un concierto te diga alegremente, o casi, «a mí también me echaron del coro».

En estadios avanzados, la música implica también el cultivo de la motricidad fina y la coordinación e independencia de las dos manos, así como el control de la postura, importantísima para cantar. Hay estudios que demuestran que el modo como el cerebro procesa la música es muy distinto al modo como procesa el resto de información que pasa por los canales neuronales. Se ve en los casos de afasia. Muchas personas que han perdido el habla consiguen comunicarse cantando en lugar de hablando. Esto no deja de ser anecdótico, pero quien quiera documentarse al respecto puede leer Language, Music and the Brain, del profesor Aniruddh D. PatelAniruddh D. Patel, Music, Language and the Brain, Oxford University Press, Oxford, 2007. u otro libro aún más divulgativo como es Musicofilia, de Oliver SacksOliver Sacks, Musicofilia, relatos de la música y el cerebro, Anagrama, Barcelona, 2015..

Etimológicamente, lo que hoy llamamos «música» no se corresponde con el concepto de mousike griego que hacía referencia a todas las Musas y, por consiguiente, también a la poesía o la danza. En este sentido, la música no sería solo cantar o tocar instrumentos, sino también bailar, declamar… Algo parecido a lo que Richard Wagner denominó «obra de arte total» refiriéndose a la ópera: poesía, pintura, melodías instrumentales y vocales… Ir por esos derroteros nos llevaría más allá de donde queremos ir ahora, que es, tan solo, señalar el tema. Pero sí podríamos recomendar el ¿Por qué la música?, de Francis WolffFrancis Wolff, ¿Por qué la música?, El Paseo Editorial, Sevilla, 2021., un libro que responde a esas y a otras preguntas.

Hay, claro está, otras actividades grupales formativas para los chicos: el deporte, pero no es un arte; el teatro, pero no requiere la exactitud de conjunto; la danza, pero exige una forma física que pocos pueden alcanzar… y ya, mencionando limitaciones físicas, resaltar que, prácticamente, ninguna impide hacer música; ni siquiera la sordera. Es muy conocido el caso de la percusionista escocesa Evelyn Glennie, sorda, pero que, según ella misma dice, escucha con el cuerpo. ¿Por qué la música entonces? Y recordemos otra vez la presencia salvadora de la música durante la pandemia. La música nos acompañará como ningún otro arte en las enfermedades y en el declive de la existencia.

La música es necesaria porque nos sirve para amaestrar los acontecimientos, para entenderlos. En Necesidad de música, George Steiner dice: «Quien pueda entender la verdadera naturaleza de la armonía musical, su naturaleza última, tendrá gracias a ello acceso a los misterios del cosmos». No aspiramos a tanto, ciertamente, pero tampoco queremos desechar, sin más, esta atrevida afirmación del gran George Steiner.

Con la música creamos un mundo imaginario, abstracto, libre de cosas, pero donde no faltan los medios para lograr un objetivo común.

Así que ¡alabada sea la música!

Ecos y Consonancias es un programa de Inés Fernández Arias en Radio Clásica-Radiotelevisión Española.

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