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Realmente… ¿es tan importante la música?

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Para los que, aun teniendo una cierta curiosidad, tengan cosas más importantes que hacer que leer este artículo les adelanto que la respuesta es Sí.

        Sin duda, la música es el arte que nos rodea de manera más constante, a veces hasta 24 horas al día, días y días… No quiere esto decir que sea importante por eso, aunque no es baladí la presencia de lo que ello quiera que sea durante horas y horas. Tampoco quiere decir que escuchemos música todo el tiempo, voluntariamente, pero sí que puede estar presente en nuestra casa, en el trabajo, en las iglesias,  en los desplazamientos, en la publicidad en radio, TV y cine, en los espacios naturales, en los videojuegos, en la cárcel, en los picos únicos de las montañas únicas, el circo, los desfiles, en las máquinas tragaperras, en los móviles, en el hospital, en las fiestas, en los velatorios, en la escuela, en los telediarios y reportajes, en el cine… Bueno, en el cine y en el mundo en el que supuestamente reina la imagen su presencia es inabarcable y, en muchísimos casos decisiva.

No hay otro arte tan omnipresente, hasta invasivo, como la música. Ya se sabe que los oídos no se pueden cerrar. De hecho, el sentido del oído es el último que se pierde al morir. La música está presente no sólo por su presencia ubicua, sino porque, hablando en términos económicos, es uno de los grandes negocios mundiales. Porque alguien, compositores e intérpretes, tienen que concebir todas esas músicas que nos inundan: componerlas y tocarlas, aunque sea con medios electrónicos. Y distribuirlas. En esa faceta del negocio sonoro una sola persona con un teclado puede hacer sonar toda una orquesta, incluso con calidad de sonido, utilizando los «samplers»: grabas el sonido de un violinista que te guste y lo reproduces de manera que tienes un conjunto de violines que suenan al unísono con la calidad del que has elegido y, a su vez, con el instrumento que el violinista ha elegido.

        La fabricación y la venta y subasta de instrumentos musicales es una producción que va en aumento. La fábrica de pianos Steinway, por elegir la marca más emblemática de pianos -fundada hacia mediados del XIX por un alemán que marchó a Nueva York-, fabricaba 10 pianos al día hacia 1870. Actualmente, ha fijado en 3.000 pianos al año la producción que le permite mantener su calidad. Los precios de esos instrumentos, que cada vez es más frecuente ver en las salas de conciertos, consumen una buena parte del presupuesto de cualquier entidad que se precie. Además, todas esas manufacturas acarrean transportes, mantenimiento, alquiler, afinación… Y si tomamos en consideración los instrumentos de cuerda, hasta el mítico nombre de Stradivarius y el valor monetario asociado a esos instrumentos, aunque sea fantasiosamente, y hasta por personas ajenas a la música, basta para que aparezcan cifras de muchos ceros… y todo ello para que cualquier curioso, cualquier aficionado que disponga de 40 euros pueda escuchar cómo suena ese dineral en directo. El mundo de los intérpretes es un ámbito de negocio muy importante en el que participan agencias de contratación de artistas, promotores, agentes estatales para conmemoraciones y eventos oficiales, encargos musicales de nueva creación, bodas reales, aniversarios… Ya a finales del S. XVIII, los luthiers hacían llegar a personalidades de la música sus instrumentos como regalo para poder decir «Ludwig van Beethoven toca un piano de John Broadwood, de Londres». O «Joseph Haydn tiene un Sebastián Érard, de París…». Surgen los artistas vinculados a una marca.

        Pero, en realidad, cuando se piensa en la importancia de la música casi nadie piensa en términos económicos: si vas a un concierto no te entretienes calculando cuánto valen los instrumentos que hay en ese momento delante de ti. En la música se suele pensar en términos emocionales, desde el simple «me ha gustado» o «no me ha gustado» -con el rango de exageraciones correspondientes- hasta el intento de describir las emociones que ha «producido» en el sujeto la exposición al hecho musical. Y en cuanto hablamos de emociones, esta palabra tan terriblemente mixtificada que se aplica lo mismo para vender un coche que para hablar de pedagogía… estamos hablando del cuerpo: de algo que altera los latidos de nuestro corazón, el ritmo respiratorio, la digestión, que puede hacernos sudar o dejarnos helados, puede excitarnos,  hacer volar la imaginación, calmarnos o estresarnos… puede llevarnos a las cumbres, sentados en la oscuridad de una butaca junto a gente desconocida, puede hacernos saltar las lágrimas, puede situarnos en una escena del pasado con tanta inmediatez como el olfato, un sentido de supervivencia primitivo que genera unas respuestas vegetativas en nuestro organismo imposibles de controlar.

        ¿Hay que «tener oído» para sentir, aunque sea «algo» de todo eso, al escuchar música?

        No. Esa frase «yo es que no tengo oído», «yo es que soy negado para la música», son etiquetas que podemos oír a habituales asistentes que disfrutan de los conciertos. Las hemos asumido como nuestras sin saber liberarnos de esa autoexclusión… La escucha musical no está necesariamente mediatizada por nuestras cualidades, ni conocimientos musicales, ni siquiera, grosso modo, por la cultura. Cualquiera puede sentirse arrebatado desprevenidamente por una pieza musical.  Muchas personas no revelan sus preferencias porque piensan que delatarían su bajo nivel musical al entender que, socialmente, la música clásica es un nivel que se percibe como exclusivo, incluso de elite,  y si lo que verdaderamente te gusta es el Aserejé, o La bar-ba-coa,  canciones, por otra parte, estupendas desde el punto de vista musical y de adecuación texto música, pues cuando se hable de música, sobre todo si es clásica,  dirás que «Hasta de niño me echaron del coro», y que tú, de eso, no entiendes.

        Cualquier música tiene que contar con un intérprete, aunque sea un robot, que ejecute la partitura. Hay que saber bastante música para escuchar, a simple vista, cómo van a sonar los signos que están escritos en un papel.  Esto marca una gran diferencia, decisiva, entre las otras artes y la música. A todas se llega directamente por la vista y, en cuanto a la literatura, la alfabetización generalizada permite a cualquier persona acceder directamente al contenido de un libro.

        La música de concierto, la música clásica, la escrita para ser escuchada, participa del negocio general pero desde otra vertiente, porque el punto clave de esa faceta es que tiene que contar con el intérprete, con los intérpretes, sea en directo o mediante grabaciones. Los montajes de grabaciones quedan inhabilitados por la estructura misma del concierto en vivo que,  como parte del acto de escucha del XIX, trasmitido hasta nuestros días, tiene unas normas que hacen que el hecho social musical siga permitiendo un evento tan auténtico como el que en su día lo fue para los aficionados que pudieron comprar su entrada para un concierto sin ser aristócratas ni miembros de la iglesia. Los intérpretes salen y tocan con sus instrumentos en directo: el público está sentado, quieto, callado —por cierto, eso no ha sido siempre así, sino desde que Gustav Mahler lo implantara en la Ópera Imperial de Viena a finales de siglo XIX—y no se puede comer ni hacer fotos. Y los que caben, caben. Esos «inconvenientes» salvan a la música, que está hecha para escuchar, de la masificación que asola los museos, las grandes exposiciones, los edificios y catedrales, las casas natales de personajes, incluso las montañas del Tíbet y los volcanes. Es la única manifestación de las artes que no ha sido arrasada por la moda o el turismo. Aunque 10.000 japoneses estén dispuestos a pagar lo que sea por asistir al concierto del primero de año en Viena, solo pueden entrar tantos como butacas. No puede haber más gente que los asientos que haya en la sala. Se empieza en punto a una hora determinada y si uno se retrasa se espera fuera hasta el descanso. Se suelen apagar las luces de la sala y se concentran en el escenario. Esto es válido también para la música escénica, la ópera, la zarzuela, el ballet… Al contrario de los espectáculos de música de estrellas del rock o de música llamémosla ligera, no son los conciertos de música clásica actos participativos, excepto en los aplausos o, quizá, silbidos de protesta. Y aunque estemos acompañados en un acto musical, la puerta para un mundo mágico se nos abre de manera individual.

        Solamente en el teatro, la presencia real de los actores de carne y hueso ofrece con su palabra –que es un reto al entendimiento- y su presencia artística, una emoción equivalente.

        Claro está que, en muchas ocasiones, cuando suena música que no escuchamos con atención los sonidos se mutan en ruido. En los años 70, cuando se descubrió que se podía sonorizar cualquier lugar, desde los salones a los retretes, los músicos pasamos unas décadas horrorosas. Esas músicas se empezaron llamando «de ascensor», o «de fondo» —fue, por cierto, el invento de un militar, el general George Squier, quien en 1910 le puso el nombre de Muzak a lo que años más tarde pasaría a llamarse «hilo musical»—, pero dado que hasta la quinta Sinfonía de Beethoven –o para ser más fidedignos, el Adagio del Concierto de Aranjuez- los podemos escuchar en la sala de espera del dentista o incluso en el mismo ascensor, ahora ya no se llama así. Y, además, ahora no hay música en los ascensores. Algunas cafeterías han cogido el rábano por las hojas y ponen música clásica de fondo… pero ya se ha creado música específica para situaciones diversas. Eso es tanto así que, a veces, no puedes seleccionar una determinada obra si no puedes imaginar en qué pack estará incluida… Se nos «facilita» la vida «ignorantizándonos»: Beethoven relajante, éxitos de los 60, Mozart para bebés, lo mejor de cada artista, clásicos en familia… Hubo años en los que no se podía ni hablar en los restaurantes gracias a la música «de fondo», y  no digamos ya en los grandes almacenes: montones de parejas acababan discutiendo tras una sesión de compras y yo sabía que era por la música de discoteca que ponían a toda potencia;  ahora todo ha cambiado a mejor y hay restaurantes en los que unos violines, realmente de fondo, nos permiten escuchar el tintineo de los cubiertos y los murmullos de las conversaciones.

        Con el criterio de culturizar, que imagino asociado a la música clásica, tendencia espoleada por la probable ausencia de royalties, recuerdo escuchar en la estación de Chamartín, en el andén, fragmentos en alemán… como de recitativos…: El rapto en el serrallo de Mozart. En las Semanas Santas de épocas de Franco reponían en la televisión Ben-Hur o Las sandalias del pescador, y con el criterio general de que cualquier música clásica significa penitencia, sonaba en todas las emisoras radiofónicas música clásica. Y así, con estupor y risita disimulada, los aficionados y músicos escuchábamos lo mismo la Cantata del Café, de J.S.Bach, la Sinfonía Fantástica, de Hector Berlioz, Noche en el monte pelado, de Mussorgsky, Sinfonías de Mahler, Canto gregoriano o Sonatas de Scarlatti porque había que estar de luto. Cuando murió Franco, antes de tener acceso a la noticia supimos que había sucedido porque en todas las emisoras ponían música clásica. La música clásica significa seriedad y castidad  y la música ligera diversión y sexo… esto último remitiéndome al programa de esta nochevieja y sus recopilatorios, en el que la palabra bailar se ha convertido en un eufemismo que podemos sustituir,  casi en todos los casos,  por el término que imaginamos:bailando contigo, baila para mí, solo para mí, me vuelves loco, pierdo el control, a ver a ver a mover la colita, yo quiero bailar toda la noche, no pares, sigue sigue, te gusta el mum, te traigo el mum, jalarte por el pelo, agarrarte por el suelo, perrea, perrea…

        Pero claro está que, desde hace cinco siglos, rastreables con facilidad, había, paralelamente a la música de concierto y a los bailes cortesanos, toda una música ligera, que cumplía las funciones festivas de la actual y que a veces aflora por las huellas musicales que ha dejado en su paso por la clásica (ahora transfiguradas en respetables zarabandas, folías, chacona, fandangos…).

O sea que sí, realmente es importante.

Inés Fernández Arias es la presentadora del programa Ecos y consonancias de Radio Clásica en Radiotelevisión Española.

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Ficha técnica

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