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Sexualidad y ética: en busca de una auténtica liberación sexual

El rompecabezas de la sexualidad

JOSÉ ANTONIO MARINA

Anagrama, Barcelona, 320 págs.

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En este libro, escrito con amena e irónica erudición, aunque siempre amenazado por un tono edificante, se pueden distinguir varios territorios avistados y colonizados con diferentes ambiciones y criterios:

1. En primer lugar, un intento de aclarar el campo de la sexualidad humana entre la biología y la cultura, entre el sexo y los entramados simbólicos, sociales, económicos, religiosos, políticos y éticos. El sexo sería el significante y la sexualidad, el significado.

2. Una exposición clara y desenfadada de los grandes temas de la sexualidad: el mito del paraíso, la matriz religiosa, la familia y la procreación, el deseo, las expectativas, el poder y la opresión de la mujer, etc.

3. Un planteamiento de raíz aristotélica, aunque rabiosamente ilustrado, del llamado Gran Proyecto Ético –ni más ni menos que una ética de la dignidad universal– para propiciar la experiencia de una sexualidad feliz y, esta vez sí, verdaderamente liberada (Manifiesto para una segunda liberación sexual ).

BIOLOGÍA Y CULTURA

Resume el autor los caracteres fundamentales de la sexualidad desde algunos datos antropológicos incontestables. Homo sapiens sería de natural polígamo pero abocado, por las fuerzas evolutivas, a un régimen abierto de monogamia que, en la actualidad, se mantendría mediante divorcios. El celo sexual permanente, el desarrollo de un intenso orgasmo femenino, la sentimentalización de los encuentros amorosos, los hechizos formidables del erotismo y la invención del padre como protector indispensable de la estrecha relación madre/criatura, serían todos ellos rasgos decisivos de la evolución de este primate fantasioso.

Se sugiere que la inteligencia hapenetrado las pulsiones biológicas transformando el sexo en sexualidad. El autor mantiene que, a pesar de la plasticidad cultural de la sexualidad, conviene evitar los constructivismos culturalistas para los que todo sería cultura, ignorando tanto las identidades como las diferencias de género. Por ello, pese a Foucault y su célebre dispositivo de sexualidad, los órganos sexuales han evolucionado juntos y por algo será. No todo es construcción social, porque el sexo tiene un fundamento fisiológico evidente e innegable: los órganos sexuales se han desarrollado para la procreación. Se trata de recuperar, pues, frente a posmodernos relativismos, la idea de una naturaleza humana concebida como un organismo biológico dotado de una inteligencia creadora que inventa posibilidades.

Nada que objetar, salvo un ínfimo detalle: nuestra naturaleza biológica funciona mediante percepciones y representaciones que los procesos de socialización y aprendizaje ligan a repertorios valorativos y emocionales a través de núcleos cerebrales de placer/displacer. Por todo ello, el imaginario social de la sexualidad propio de una época y una cultura determinadas, no sólo media y modula el instinto sexual, sino que lo constituye y atraviesa de parte a parte. Tal es la razón, quizás, de que nuestra biología pueda expresar pulsiones sexuales tan diversas como aquellas implicadas en el coito tántrico, la explotación de mujeres en un bar de carretera, los arrobos del amor sufí, el odio lapidador contra las adúlteras o la sublimación erótica de la mística. De alguna manera, sapiens ha aprendido a desear sus deseos y a gozar tanto en su satisfacción como en su gestión, control, vigilancia y renuncia.

Conviene, pues, no separar organismo e inteligencia creadora, ya que ésta es la forma que tiene nuestra especie de experimentar hasta el fondo su carácter biológico. El deseo más oscuro e instintivo nunca es ajeno ni exterior a la socialización cultural. No existe un sexo en sí porque al referirnos a él lo constituimos con nuestras expectativas, valores y representaciones, y lo mismo ocurre al dejarnos llevar por él. Por ello resulta confusa la expresión rompecabezas de la sexualidad : nos engaña con la ilusión de algo que se puede resolver y esto, para bien o para mal, no siempre es así. La filosofía, como dijo Hegel, debe guardarse de ser edificante. Si insistimos demasiado en las buenas intenciones perdemos de vista los verdaderos abismos de la condición humana, a saber, por ejemplo: frente a la libertad sexual de los polinesios, el tabú que rige la separación de sexos a la hora de comer; frente al arte sagrado del sexo, las violaciones masivas de las guerras; frente al amor maternal por los retoños, el infanticidio femenino; frente al respeto y veneración por los mayores, el parricidio ritual; frente a la plenitud sensual de El cantar de los cantares, las consultas sexológicas y los libros de autoayuda; frente al amor romántico, el cálculo de los matrimonios. Aunque el autor parece ser consciente de las dificultades para lidiar con un panorama semejante, echamos de menos algún tipo de reflexión sobre el significado de una naturaleza humana compatible con tal mareante variedad de conductas y valores. Ante las dificultades, Marina exhibe siempre un exultante optimismo teórico que termina por desbordarse en los últimos capítulos.

ANTROPOLOGÍA DE LA SEXUALIDAD

Para hacer acopio de materiales que arrojen luz sobre este campo, se gira visita a los supuestos paraísos sexuales, la conexión religiosa y, finalmente, los falsos y verdaderos problemas de la sexualidad. Negación de plano de la existencia de paraísos sexuales que las fantasías occidentales ubican en el Tahití del famoso viaje de Bouganville. Con buenas razones se deconstruyen las idílicas imágenes aportadas por Margaret Mead en su obra clásica sobre adolescencia y sexo en Samoa. En efecto, todas las sociedades conocidas regulan con normas y prohibiciones morales la actividad sexual. Las normas se imponen para resolver conflictos sociales, ejercer el poder y ennoblecer la vida tal como han pretendido profetas y fundadores de religiones. Pero conviene no olvidar que estas normas dibujan un paisaje en el cual casi cualquier cosa ha sido o será posible.

La religión, por otro lado, aparece como matriz de la sexualidad: la fertilidad, el misterio, el pecado, el mal, son fenómenos vinculados a menudo con las funciones sexuales y constituyen parte inextricable de la experiencia humana. La delicada sexualidad taoísta, los andróginos de Platón, los mitos sexuales gnósticos, la carne cristiana o el puritanismo protestante son otras tantas modulaciones de esa matriz religiosa. Pues bien, ante este abanico del imaginario religioso de la sexualidad, Marina propone que las religiones deben someter sus planteamientos en torno a esta cuestión a criterios éticos. Se trataría de recoger algo así como lo mejor de cada casa (la monogamia cristiana, el goce hinduista o la simetría del Yin/Yang chino), sometiéndolo a la (meta)normativa del Gran Proyecto Ético auspiciado por el autor. No parece importarle que este proyecto implique en cierta forma la desnaturalización de las religiones.

La ciencia, asimismo, habría progresado hasta evidenciar que estereotipos como los de la mujer maléfica y bruja, las impurezas de la menstruación o el parto, la trascendentalización del semen o la pretendida pasividad sexual femenina, no eran en realidad más que falsos problemas ya superados. Los verdaderos problemas serían aquellos relacionados con la procreación, el deseo y las expectativas en torno al sexo. Desde esta perspectiva, se analiza el instinto maternal y la invención del padre como claves que permiten la protección y socialización de la desvalida infancia, se critica la cantinela moderna del deseo, reivindicando los criterios clásicos de autocontrol y dominio de las pasiones, y los excesos de la llamada primera revolución sexual: revolución del ingenio y de la ingenuidad del sexo por el sexo, frente a la segunda revolución sexual propuesta por el autor desde una cabal y definitiva inteligencia creadora.

Nada serio que oponer a estas propuestas salvo, de nuevo, una mínima observación: la misma tecnociencia que, supuestamente, ha superado falsos problemas, crea otros (¿falsos, verdaderos?) a partir de la inseminación artificial, la posibilidad de elegir a la carta rasgos de la criatura, o la clonación, por no hablar del carácter instrumental –industria de las prestaciones sexuales– al que se reducen los placeres de la carne en la sociedad del espectáculo, despojándolos, precisamente, de aquellos misterios, enigmas y supersticiones de épocas pretéritas ya superadas. Pensamos, igualmente, que la verdadera desvinculación ética de la sexualidad se origina no tanto –como sostiene el autor– por los pasados excesos de una sexualidad sin freno y sin meta, como por la creciente autonomización de dos esferas antes ligadas por el coito: las voluptuosidades eróticas y la experiencia de la maternidad/paternidad.

EL GRAN PROYECTO ÉTICO Y LA SEXUALIDAD

La ambición del autor es la elaboración de una ética capaz de unificar felicidad privada y felicidad política como búsqueda de una sexualidad feliz. Pues bien, si hasta ahora nuestras reservas eran sólo de concepto (biología/cultura), o de tono (frente al entusiasmo de la inteligencia creadora), el advenimiento del Gran Proyecto Ético al servicio de una sexualidad feliz nos parece ciertamente inadecuado. Una moral transcultural como la que se propone, o es tautológica con los derechos humanos, o es una ilusión o, en el peor de los casos, un despropósito. Pero es que, además, teniendo en cuenta la que está cayendo, ya resulta peliagudo para el común de los mortales vivir un sexo más o menos divertido, sano, seguro o imaginativo como para pretender la institución de una sexualidad feliz. No parece que tenga ningún sentido proponer algo semejante porque la felicidad, el buen demonio que acompaña a ciertos hombres, se dice exclusivamente de los individuos.

Con los límites del respeto al prójimo, es tan válida, entrañable y humana una vida dedicada a Eros como otra dedicada a la maternidad/paternidad, a la virtud, al desarrollo de la inteligencia o a la amistad, si nos mantenemos en el ámbito aristotélico. Hoy ya estamos un poco de vuelta del ethos clásico y sabemos que la autorrealización de todas nuestras facultades es imposible, pues siempre, al privilegiar alguna, sacrificamos inevitablemente las demás. De ahí nuestro escepticismo y prevención frente a deberes sexuales creadores fundados en el Gran Proyecto Ético cuando terminan censurando comportamientos exclusivamente hedónicos o que implican una sistemática autodegradación. Sintagmas parecidos han legitimado todo tipo de atrocidades como para otorgarles de nuevo un estatuto político vinculante.

En definitiva, nos parecería más valioso y sensato cualquier intento de reflexión sobre la antropología de la sexualidad y su relación con la filogénesis de una razón humana anegada de valores, que un Gran Proyecto Ético que, llevado por una exaltación digna de mejor causa, pretende sentar las bases de una metaética de la felicidad sexual. El propio autor se da cuenta de la dificultad de su empeño y dictamina que «si no hay forma de justificar una postura universalmente válida en un tema tan fundamental, mi proyecto científico entero se viene abajo. Y entonces es mejor que me dedique a otra cosa». Tampoco aquí coincidimos. Creemos que lo contrario es cierto: la dificultad del asunto y, como decía el sofista, la brevedad de la vida humana, deberían convencernos de que ningún proyecto científico se viene abajo, porque, entre otras cosas, la ciencia no es tanto un diseño de grandes construcciones como una actividad que paciente, incansable y tenazmente interroga a una naturaleza que gusta de ocultarse.

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Ficha técnica

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