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September 11, 2001

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Hoy, cuando comenzamos a redactar estas líneas, es el 11 de septiembre, veinte años después de un mismo día en 2001, en que las dos torres del World Trade Center (WTC) en la punta inferior de Manhattan fueron impactadas por sendos aviones comerciales bajo el control de terroristas saudíes, otro avión en similares condiciones se estrelló contra el Pentágono en las cercanías de Washington, DC y un cuarto con aparentes intenciones de incrustarse en la cúpula del Capitolio americano se desplomó en Shankesville, a unos 360 kilómetros al suroeste de Filadelfia, como consecuencia de una decisión de inmolación colectiva de los heroicos pasajeros. Al igual que a veces nos preguntamos, quienes teníamos uso de razón cuando sucedió, ¿recuerdas dónde estabas y qué estabas haciendo cuando mataron al presidente Kennedy?, muchos a lo largo y ancho del mundo hoy nos hemos preguntado lo mismo. Mutatis mutandis.

Uno de nosotros (seguramente, admirado gemelo, te enteras hoy de algo que quizá no te haya dicho antes), apenas llegado a Boston un año antes, lo recuerda con plena viveza, entre otras cosas porque el avión que destruyó la torre norte del WTC, a las 08:46 hora local (las 14:46 en Madrid) despegó del aeropuerto Logan de Boston (vuelo AA11) a las 07:59 con destino a Los Ángeles. Alrededor de las 09:00 un colega irrumpió en mi oficina con la noticia de un incomprensible accidente en las torres gemelas. Sorprendidos y desconcertados, nos reunimos en torno a los televisores en la zona de comedor de la planta 31 de la John Hancock Tower, un edificio de 60 pisos en el centro de Boston, el más alto de la ciudad. A los 17 minutos del primer impacto, se produjo el segundo y entonces nos dimos cuenta de que algo de proporciones fuera de lo normal y accidental se estaba desarrollando ante nuestros ojos.

Lo siguiente que recuerdo es que a la par que las torres del WTC comenzaban a derrumbarse, a las 10:28 hora local, se ordenó la evacuación de nuestras oficinas y de todas las que ocupaban la torre John Hancock en Boston, dado que este edificio icónico posiblemente representaba un objetivo para quienes pudieran estar detrás de lo que ya se consideraba un ataque terrorista, pero cuyo alcance estaba todavía muy lejos de comprenderse. El resto del día y durante muchos días que le siguieron, y en la medida que el trabajo y la atención a la familia lo permitieron, los pasé enfrente del televisor, absorbiendo poco a poco las terribles y abominables escenas que no cesaban de transmitirse. Uno de mis colegas, de vuelta a nuestra oficina de Los Ángeles, pereció en el vuelo AA11. En las ciudades de Boston y de Nueva York hoy es un glorioso día de finales de verano, anticipando la espléndida estación que pronto hará de Nueva Inglaterra un espectáculo de luz y color. Pero es hoy también un día solemne, un día en que la expresión «Never Forget» se dice con toda la carga emocional de que se es capaz.

Valgan estas reminiscencias personales para centrar nuestra reflexión de hoy sobre una estrategia de relaciones internacionales que perdió el norte casi antes de concebirse. Una estrategia en la que los veinte años de guerra permanente en Afganistán han jugado un papel importante, ofuscándola y pervirtiéndola todavía más. Nos estamos refiriendo a la estrategia de superpoder único que, en cuestión de relaciones internacionales, los Estados Unidos decidieron seguir tras el final de la Guerra Fría.

ooOoo

La salida de Kabul por las tropas estadounidenses y sus aliados, como argumentamos en nuestra anterior entrada, no es ni una inequívoca señal del ocaso de Occidente (léase la centuria americana) ni, mucho menos, el fin de su influencia. Más bien, argumentaremos hoy, la salida de Kabul es un acto positivo y revestido de gran valentía personal por parte del presidente Biden, a pesar del terrible compromiso y mayor peligro en que los acuerdos de Trump y Pompeo con el Talibán del pasado febrero de 2020 pusieron a los gobiernos de la coalición. La salida de Kabul es también un acto que podría redefinir, para mejor, las relaciones internacionales entre los países y bloques de mayor influencia en el mundo. Y por si lo anterior no fuera poco, ya iba siendo hora de poner fin a una descabellada aventura.

La necesidad de evangelizar parece ser un atributo de los poderosos que, además de utilizar su poder en persecución de sus intereses de grupo o de país, difunden la «buena nueva», siempre con una imprecisa mezcla de convicción y de interés. Durante la Guerra Fría, la estrategia de los Estados Unidos y sus aliados se concibió como la contención de la Unión Soviética, esencialmente definida en el «long telegram» que el diplomático e historiador George Kennan envió a Harry Truman desde la embajada USA en Moscú en febrero de 1946La interesante historia de la contribución de George Kennan comienza con una pregunta del ministerio de finanzas americano sobre las razones por las que la Unión Soviética decidió no pertenecer al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Kennan era en 1946 el segundo diplomático en la misión americana en Moscú y llevaba ya algún tiempo elaborando sus ideas sobre la contención de la URRS y en contra de una política de cooperación y dialogo. https://en.wikipedia.org/wiki/X_Article#The_%22Long_Telegram%22.. La noción de contención se situaba a medio camino entre la «detente» (o colaboración verbal y relajamiento de tensiones) y el cambio de régimen. Con todas sus limitaciones y daños colaterales, la estrategia de contención tuvo la virtud de proporcionar claros referentes para las relaciones internacionales. Y por la competencia que creó entre los bloques para demostrar su superioridad (por ejemplo, la carrera del espacio y del desarrollo), estimuló la actividad económica, posiblemente incluyendo las primeras inversiones en China.

Pero con la desaparición de la Unión Soviética dejó a los Estados Unidos y sus aliados, si se nos permite el símil, con un cuadro de síntomas de abstinencia y sin una estrategia adecuada para enfrentarse al reordenamiento de las relaciones internacionales que se produjo casi instantáneamente tras la implosión soviética. La noción de que un superpoder triunfante, los Estados Unidos, podría ser una fuerza para el bien y tendría el mundo de su lado, y dispuesto a dejarse evangelizar (y de paso proporcionar mercados ilimitados a los capitanes de industria de la metrópolis), nos parece hoy ingenua cuando menos y, en función de los resultados que se vienen observando, contraproducente para los intereses del superpoder triunfante. Una mezcla de perezosa inercia, injustificado optimismo y lo que los griegos clásicos denominaban como «hybris», o la arrogancia temeraria, facilitó la aparición de la pseudo estrategia que reemplazó a la contención de George Kennan.

Nuestras conclusiones, que hemos expresado en un lenguaje casi populista pero con plena intención, están informadas por el análisis de Stephen Walt, uno de los más destacados estudiosos de las relaciones internacionales contemporáneas, quien en su reciente obra The Hell of Good Intentions, resume de esta forma, que citamos traducida al español y en cierto detalle, las principales características de la estrategia de los Estados UnidosStephen M. Walt, The Hell of Good Intentions, America’s Foreign Policy Elite and the Decline of U.S. Primacy, Farrar, Straus and Giroux, New York, 2018, páginas 7, 8..

En lugar de una serie de éxitos claros y definitivos, los años que sucedieron al final de la Guerra Fría estuvieron llenos de fracasos manifiestos y de logros modestos.

Algunos de estos fracasos fueron oportunidades desaprovechadas, tales como la oportunidad perdida, por parte de ambos partidos, de capitalizar los Acuerdos de Oslo y lograr una solución duradera al conflicto de Palestina. Otros desastres –tales como las guerras de Afganistán e Iraq– fueron heridas en carne propia y muy costosas. En algunos casos, lo que se anunció como iniciativas americanas visionarias y constructivas –tales como la decisión de expandir la OTAN o la política de «cometimiento dual» en el Golfo Pérsico– acabaron sembrando las semillas de problemas futuros. Ninguna de estas decisiones hizo a los americanos más seguros o prósperos.

Los Estados Unidos fueron, además, incapaces de difundir sus valores políticos. El colapso de la Unión Soviética fue una impactante reivindicación de los ideales democráticos americanos y muchos observadores esperaban que estos valores enraizaran y profundizaran por todo el mundo. Esperanzas tan idealistas no llegaron, sin embargo, a realizarse: las dictaduras de entonces demostraron ser resistentes al cambio, algunas de las democracias emergentes volvieron a sus orígenes autoritarios, los intentos de cambio de régimen liderados por los Estados Unidos produjeron estados fallidos y, andando el tiempo, fueron los mismos Estados Unidos quienes empezaron a abandonar sus principios básicos.

En estos párrafos de la importante obra de Stephen Walt se destilan casi treinta años de muchos errores y pocos aciertos. Vayamos por partes.

Tres presidentes americanos –Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama– durante ocho años cada uno, ofrecieron al mundo sus respectivas visiones de democracia a la americana y la promesa de un mundo mejor.

Durante la presidencia de Bill Clinton, en 1993, se firmaron los Acuerdos de Oslo en que se dejaron en el aire, envueltas en el concepto de «ambigüedad constructiva», dos decisiones que nunca se tomaron: la de desmantelar los asentamientos judíos en tierras palestinas y la de renunciar al derecho al retorno de los palestinos desplazados por la creación del Estado de IsraelVéase https://www.theatlantic.com/ideas/archive/2018/09/the-oslo-accords-were-doomed-by-their-ambiguity/570226/.. Ambigüedad que rápidamente destruyó la posibilidad de alcanzar nada productivo. Un flamante superpoder único fue incapaz de superar la determinación de israelíes y palestinos de no ceder terreno, dando lugar a unos acuerdos que nacieron sin probabilidad alguna de favorecer la solución de los dos estados que en ellos se contemplaba.

Como también fue incapaz de cumplir la promesa de no admitir a países del centro y este de Europa en la OTAN, en 1999 y 2004, durante las administraciones de Bill Clinton y George W. Bush, respectivamente. Gasolina para el fuego del resentimiento ruso, encarnado en Vladimir Putin, su hombre fuerte desde entonces. George Kennan calificó a la expansión de la OTAN como un «trágico error».

La respuesta a la catástrofe del 11 de septiembre de 2001, que inicialmente se centró en desmantelar al-Qaeda y capturar a Osama bin Laden, degeneró rápidamente en la Guerra de Iraq, promovida por el vicepresidente Cheney y el ministro de defensa Donald Rumsfeld y sus acólitos neoconservadores, y la guerra permanente en Afganistán, en ambos casos con la descabellada intención, de la mano de un ejército invasor, de inyectar democracia o «nation-building», como eufemísticamente se denomina en inglés. Dos fiascos en que la incompetencia y la corrupción, así como el desprecio por los derechos humanos han dañado la imagen de los Estados Unidos y la de sus aliados (no olvidemos la entusiasta y abyecta colaboración de Tony Blair y José María Aznar) por generaciones. Una respuesta, que tiene bemoles la cosa, de un establecimiento militar y un poder ejecutivo que aseguraban al mundo haber aprendido las lecciones de Vietnam, caso en el que, dicho sea de paso, no existía la obsesión del «nation-building». Es decir, un fiasco corregido y aumentado.

El presidente Obama tuvo cierto éxito en sacar a los USA de Iraq y, parcialmente, de Afganistán, pero volvió a cometer, con la decidida colaboración de su ministra de asuntos exteriores, Hillary Clinton, el error de Iraq en la Libia de Muammar al-Gaddafi. Al menos, la intervención acabó pronto y no resultó en una larga presencia de tropas americanas o de sus aliados. Pero Libia es un estado fallido más.

A los errores de la política exterior de los Estados Unidos, se han de añadir los efectos de la crisis financiera de 2008, provocada por la ingente cantidad de mala deuda permitida por un sistema financiero desregulado durante la administración Clinton con el desmantelamiento en 1999 de la ley de Glass-Steagall (que mantenía, con el efecto benéfico de limitar la especulación, la división entre bancos comerciales y de inversión desde 1933)Para un persuasivo análisis de la importancia de la regulación financiera en el marco de la ley de Glass-Steagall, véase https://www.usnews.com/opinion/blogs/economic-intelligence/2012/08/27/repeal-of-glass-steagall-caused-the-financial-crisis.. La arrogancia de las elites financieras pareció acompañar a la de las elites de la política exterior americana en los años embriagadores de la supremacía americana.

De los cuatro aciagos años de Donald Trump que siguieron a estas aventuras no hablaremos hoy, excepto para manifestar que es difícil entender su victoria electoral en 2016 y los setenta y cuatro millones de votos que obtuvo en noviembre del año pasado (Joe Biden obtuvo ochenta y un millones) sin ver en estas cifras la profunda división existente en el seno de una sociedad tan próspera como la estadounidense. Es como si toda la efervescencia de la mal llevada supremacía única de la que venimos hablando hubiera distraído a la sociedad del esfuerzo de alcanzar una «unión más perfecta», como se encomia en el Preámbulo de la Constitución americana.

Terminaremos, conforme a las consideraciones hasta aquí expuestas, repitiendo nuestra afirmación inicial: la salida de Kabul es un acto positivo, revestido de gran valentía personal por parte del presidente BidenNuestra valoración de la decisión del presidente Biden no impide que consideremos una verdadera catástrofe, especialmente para las mujeres y las niñas afganas, la vuelta del Talibán al poder. Precisamente, las reacciones brutales a los intentos estadounidenses y de sus aliados de imponer un cambio de régimen por la fuerza demuestra la necesidad de construir un modelo de relaciones internacionales lo más alejado posible del que lleva ya treinta años fracasando estrepitosamente.. Un acto que podría redefinir, para mejor, las relaciones internacionales entre los países y bloques de mayor influencia en el mundo. Un acto que, al mismo tiempo y acompañado con las importantes medidas económicas y sociales de carácter doméstico que la administración Biden está empeñada en implementar, permite a la sociedad americana mirar hacia dentro de sí misma con objeto de reparar las injusticias y desigualdades que durante tantos años se han venido desatendiendo.

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