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Sentencia 000038/2018: guía de perplejos

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Con él llegó el escándalo: con el fallo que ha dictado en primera instancia la Audiencia Provincial de Navarra resolviendo la querella criminal interpuesta por una joven que acusaba a los miembros de un grupo autodenominado «La Manada» de haberla agredido sexualmente durante las fiestas de San Fermín celebradas en Pamplona en julio de 2016. Desde que la pasada semana se hizo pública una sentencia que condenaba a los acusados a nueve años de cárcel y cinco de libertad vigilada por un delito de «abuso sexual continuado» y no de «agresión sexual», como pedían la Fiscalía y la acusación particular, la indignación se ha adueñado del espacio público. Amplios sectores de la opinión pública entienden que una condena por nueve años que tipifica como «abuso sexual» lo que a todas luces y para todos es «una violación» ?delito inexistente en el actual Código Penal? envía un mensaje de impunidad que deja a la mitad de la población expuesta a la brutalidad animal de la otra mitad. Mientras, por debajo de los gritos, se desarrolla un debate más sereno acerca del contenido de la sentencia y las posibles deficiencias de la legislación vigente. Pero no es fácil que la serenidad reine cuando más de un millón de ciudadanos firman una petición para la inhabilitación de los jueces que se han ocupado del ocaso, el ministro de Justicia invoca en televisión la opinión de su hija un día antes de arremeter contra el juez que dictó un voto discrepante pidiendo la absolución de los acusados, o una periodista sugiere en La Sexta que el magistrado en cuestión sólo ha podido disfrutar de actividad sexual masturbándose delante de material pornográfico.

A esto hay quien lo llama «vitalidad de la democracia», sana crítica ciudadana a unos poderes del Estado que ?¡faltaría más!? no pueden escapar al escrutinio de la opinión pública. Nuestros principales partidos políticos parecen estar de acuerdo, pues criticaron unánimemente la sentencia antes de haber tenido tiempo de leerla, alimentando así las pasiones de un público enfurecido contra el estamento judicial. Es razonable suponer que con ello contribuyeron al éxito de los multitudinarios actos de protesta celebrados el pasado viernes, muchos de ellos convocados antes de que se hiciese pública la sentencia y para el caso de que ésta no colmase las expectativas de quienes esperaban una condena ejemplarizante. Huelga decir que las redes sociales han confirmado una vez más su enorme potencial movilizador, pues la transmisión viral de la indignación ha sido instrumental para la conformación de un público movido afectivamente por un sentimiento de injusticia o, si se quiere, por la percepción de que una injusticia ha sido cometida.

¿Es esto positivo para la democracia, o un síntoma de su corrosión populista? Para los optimistas, la implicación de los ciudadanos en el debate público no puede ser una mala noticia, menos aún cuando la causa que se defiende es «correcta». Por más que asistamos a una manifestación de eso que Byung-Chul Han llama «democracia de enjambre» o asistimos a la conformación de lo que Elias Canetti ?desempolvado con urgencia en estos últimos años? llamaba «masas de acoso», no debemos preocuparnos: en última instancia, esas muchedumbres tienen razón. Para los pesimistas, en cambio, difícilmente será una buena noticia que una sociedad democrática se eche encima de sus jueces esgrimiendo argumentos de dudosa calidad e incluso prescindiendo por completo de argumentos discernibles; no digamos si se ponen sobre la mesa ideas tan preocupantes como la existencia de un «veredicto social» que no concuerda con el fallo judicial, se cuestiona la independencia del poder judicial o se cede a la presión de la calle para cambiar las leyes penales de un día para otro. Cuando se habla de populismo en este contexto, a menudo se protesta: ¡es un recurso fácil! Pero habíamos convenido que uno de los rasgos del populismo es la denigración de las instituciones y de los expertos ?aquí, los jueces? en nombre de la voluntad popular.

Asunto distinto es que se trate, a ojos de sus defensores, de un populismo bueno que pueda oponerse al populismo malo de los rivales ideológicos que usan el mismo argumento para defender causas distintas. Es decir, causas «incorrectas». También habría linchamientos digitales buenos y malos: los mismos jueces cuya inhabilitación se ha solicitado habrían sido aplaudidos y, acaso, condecorados de haber condenado a los acusados a la máxima pena posible. Sostener que estas dinámicas son revitalizadoras para la democracia, incluyendo como incluyen la apelación a una «sana sensibilidad popular» similar a la invocada por los teóricos nazis del Derecho para hacer excepciones en el positivismo jurídico, o la demanda implícita de que se suspendan las garantías procesales en según qué casos, supone ignorar que las costuras de la democracia constitucional no pueden aguantarlo todo. Y que hacer depender la legitimidad de ciertos tipos de protesta de la validez moral de sus contenidos constituye una peligrosa deriva que deja de lado la importancia decisiva de las formas y los procedimientos democráticos.

Máxime cuando estamos hablando de una sentencia de trescientas setenta páginas cuya debida interpretación exige una cierta instrucción jurídica. A esta idea, ciertamente, se ha opuesto el reproche de que cualquiera puede opinar sobre una sentencia: si hiciera falta estudiar Derecho para reconocer una injusticia, no podríamos vivir democráticamente. Pero aquí, me parece, está el problema o parte del problema: en la confusión de planos. En buena medida, la reacción a la sentencia es un conflicto entre distintas lógicas: la del sistema jurídico con las de la moralidad, la política o los medios de comunicación. Aunque han pasado ya varios días, todavía no hemos decidido en qué plano queremos mantener este debate y, en consecuencia, los confundimos todos: la moral, la Sociología, el Derecho, la Teoría Política, la Pedagogía. Todo ello, por añadidura, en un clima de agitación emocional que no contribuye a la claridad de la conversación. No es que el juicio moral haya de descontaminarse de afectividad; eso es imposible. Pero el juicio no puede estar dominado por las emociones, hasta el punto de anular el empleo de nuestras facultades intelectivas.

Conviene recordar que no estamos hablando del juicio moral que nos merece el relato de los hechos contenido en la sentencia mayoritaria, relato anticipado en buena medida por los medios de comunicación, sino de una sentencia judicial arduamente redactada por unos magistrados que ?también el discrepante? han usado una sofisticada técnica jurídica para impartir justicia en un caso extremadamente difícil. Y lo han hecho en el marco de un sistema garantista que contempla todavía dos instancias jurisdiccionales ante las que pueden recurrir las partes. Encargados por su sociedad de la difícil tarea de juzgar, estos jueces han dictado sentencia conforme a su leal saber y entender, abstrayéndose de la fuerte presión social existente: han preferido ser villanos sin prevaricar antes que héroes que prevarican. Pues prevaricar es dictar una resolución injusta a sabiendas, que es lo que habrían hecho si hubieran redactado un fallo dirigido a satisfacer el deseo punitivo de la opinión pública. No merecen ningún vituperio, sino todo nuestro respeto.

Ya se ha dicho que en ningún caso se trata de eximir a las sentencias judiciales de la crítica ciudadana. Pero sí sería razonable esperar que esa crítica se ajustase al texto de la sentencia, a la legislación vigente y a la jurisprudencia aplicable. Y, aunque esto ya es mucho pedir, con la adecuada comprensión de la naturaleza de los procesos judiciales y del concepto de «verdad» que opera en ellos. Si se acepta esta idea, podrá convenirse que emitir juicios formados sobre la sentencia no es tan fácil como parece; no, al menos, de manera inmediata y sin un cierto esfuerzo. De otro modo, nos instalamos en la posverdad: la modelación de la verdad a partir de las emociones. Y supongo ?sólo lo supongo? que no queremos tal cosa. Por supuesto, hay expertos y ciudadanos informados que han arremetido contra la sentencia: ahí está el debate. Pero, sin el atronador ruido causado por el resto, la conversación pública estaría produciéndose de una forma mucho más serena y, acaso, constructiva. Tiene este caso, por el contrario, algo de focalización de energías sociales alimentadas durante un largo tiempo: como si todos los trapos sucios de la historia de las relaciones entre hombres y mujeres se ventilasen en él.

Sea como fuere: ¿en qué sentido podemos decir que resulta contraproducente discutir una sentencia sin la debida atención a sus especificidades? Me parece que la confusión semántica ha sido predominante. Uno de los eslóganes más coreados en las manifestaciones, traducido después en innumerables artículos de opinión, dice que «no es abuso, es violación». Pero no existe un delito de violación, sino un amplio rango de delitos contra la libertad sexual, de entre los que, en este caso, resultaban aplicables dos: la agresión y el abuso. Aunque la palabra «violación» aparece en el Código Penal vigente, no constituye una calificación jurídica, un «tipo penal». Y es la ausencia de esa palabra, con sus innumerables connotaciones afectivas, lo que explica una parte de la cólera ciudadana. La filósofa Ana Carrasco ha llegado a afirmar que con esa ausencia

la víctima es desposeída del reconocimiento de la agresión real contra su persona (y, en cierto sentido, convertida incluso en cómplice del delito o, aún peor, culpable, cuando se la responsabiliza) y el agresor es convertido en víctima, esto es, en aquel que realmente sufre el daño.

Sin embargo, mal podrían haber empleado los jueces esa palabra no existiendo un delito con su nombre. En un sentido similar, algún periódico ha llegado a titular que los acusados han eludido la condena por agresión sexual al no apreciar los jueces «intimidación». Si esta frase se pone al lado del relato de los hechos probados que hace la sentencia mayoritaria, la discrepancia es racionalmente chocante y emocionalmente insoportable. Pero la palabra «intimidación» no puede entenderse aquí en sentido coloquial, como se encarga de recordar la sentencia, sino a la luz de una legislación y una jurisprudencia que señalan qué criterios han de cumplirse para que pueda apreciarse su concurrencia: ha de ser grave, previa, amenaza de un mal mayor, etc. Es decir: no están diciendo que no haya existido intimidación en ningún sentido, sino que no pueden afirmar más allá de toda duda razonable que se haya dado con las características que exige la técnica jurídica.

¿Puede un tribunal superior apreciarla? Claro. También puede apreciar lo contrario. En un caso como éste, donde se enfrentan los testimonios de denunciante y acusados sin que haya otros testigos directos, la determinación de lo que exactamente sucediera es de una gran dificultad. Es verdad que hay un vídeo. Pero su valor probatorio sólo puede ser evaluado por los jueces, pues sólo ellos lo han visto. Nosotros, los espectadores, sólo lo veremos si es filtrado ilegalmente: algo que ese homo videns que sólo cree lo que cree que ve está deseando secretamente; su ocultación le resulta del todo insoportable en la era de la transparencia voyeurística. De ahí que nuestras opiniones, en fin, se formulen sobre un vacío: el vídeo y el desarrollo de un proceso celebrado a puerta cerrada. Y nótese que los tribunales están obligados a extremar la cautela a la hora de escuchar a unas partes cuya acusación y defensa, respectivamente, están además puestas al servicio de una estrategia organizada por otros profesionales: fiscales y abogados. Sólo así pueden los jueces exponer en la sentencia una «verdad judicial» que se compone de los hechos que consideran probados a partir de ese conjunto de testimonios, pruebas e indicios que afloran a lo largo del proceso. Deben extremar la cautela para evitar que se condene a inocentes. Recordemos, en un contexto diferente, aquel caso relatado por The New Yorker en el que se condenó a un hombre por homicidio a partir de distintos testimonios incriminatorios que resultaron ser producto de «recuerdos falsos» tiempo después inexplicables para los testigos de cargo. Y recordemos a Dolores Vázquez, condenada por un jurado popular por un crimen que no había cometido, no sabemos si por influencia del relato paralelo que, gestado en los medios televisivos de entonces, la presentaba como una mujer enamorada de la madre de la víctima y celosa de ésta. Aunque estos casos no son la norma, nos recuerdan que la realidad puede ser esquiva o difícil de fijar. Por eso no hablamos de «hechos», sino de «relato de los hechos»; y por eso puede haber votos particulares y relatos discrepantes en los casos difíciles. Esto demuestra que el Derecho no es como las matemáticas. Pero tampoco es una partida de dados.

Se deduce de ahí que la cautela debería ser el principio dominante cuando juzgamos a los jueces o sus sentencias, en lugar de precipitarnos a aplaudir o rechazar de manera apasionada sus decisiones. Este problema, me parece, se ha visto agravado en el caso que nos ocupa debido al desconocimiento generalizado ?o la apariencia de tal? de los principios básicos que han de regir, o venían rigiendo, la impartición de justicia en un país democrático. Hablamos de la presunción de inocencia, del principio acusatorio, del beneficio al reo en caso de duda. Esto es: es la acusación la que debe demostrar la culpabilidad del acusado y no al revés; el acusado no puede ser condenado por un delito del que no ha sido acusado, pues no ha podido defenderse del mismo; en caso de dudas razonables acerca de los hechos o su calificación, debe aplicarse la interpretación menos perjudicial para el acusado. Si estos principios no fuesen de aplicación, quizá los miembros de La Manada habrían sido sentenciados, ya en primera instancia, a la pena máxima. Pero entonces no tendríamos un sistema penal garantista. Porque, conviene recordarlo una vez más, los acusados han sido condenados. Como ha escrito el penalista Juan Antonio Lascuraín:

No entro ahora en si la pena impuesta a los acusados me parece una pena «justa» o «adecuada» a lo que prevé el Código Penal. En lo que sí entro es en la irreflexión con la que se dice que es «poco». Nueve años son 108 meses; más de 3.285 días. Y a ellos se suman otros cinco años de libertad vigilada. Nueve años es casi la pena que se puede imponer por un delito de homicidio doloso (de diez a quince años), mayor que la mayor pena imponible por un aborto doloso sin consentimiento de la gestante (de cuatro a ocho años), y se sitúa en el término medio de la pena por las lesiones más graves (de seis a doce años: por ejemplo, una mutilación genital o la generación dolosa de una ceguera).

Surge inmediatamente la pregunta, que Lascuraín también plantea, sobre los fines de la justicia. ¿Qué queremos? ¿Penas de prisión retributivas al margen de todo propósito de reinserción? ¿Venganza privada ejercida por la mano del Estado? Si es así, ¿qué penas? Si nueve años son pocos para un delito de abuso sexual continuado, que habrían podido ser doce de apreciarse agresión, ¿es insuficiente? Si elevamos esa pena a, pongamos, quince años, ¿dónde situamos el listón para el asesinato? ¿O se trata sólo de elevar las penas para los delitos contra la libertad sexual? Y por cierto: si a partir de ahora vamos a empezar a leer los hechos probados de las sentencias que emanan de la jurisdicción penal, medios de comunicación y redes mediante, mientras los partidos políticos entran en una carrera por ver quién se beneficia más del clima de indignación resultante, la aceleración punitiva puede ser escalofriante. En algún momento habrá que decidir, pues, si es función del «pueblo» decidir cómo ha de dictarse justicia y cuáles son las penas «suficientes». No siendo España, ni mucho menos, un país cuya legislación penal sea suave en términos comparados, al margen de la percepción que se tenga al respecto.

Huelga decir que nada de esto equivale a una «defensa» de los acusados: se trata de proteger un sistema garantista de justicia de su erosión populista. Eso no convierte al sistema en inmodificable, pero sí conviene separar cuidadosamente, como he indicado más arriba, la revulsión moral que pueda producir el relato de los hechos probados de su traducción jurídico-penal. Sin esa distinción, no podemos debatir serenamente si la legislación penal requiere alguna modificación ni el sentido de ésta. Sobre la base de que todos compartimos un mismo propósito: que estos delitos dejen de cometerse o, al menos, disminuyan su frecuencia. Eso sí: no tiremos al niño junto al agua de la bañera. Podríamos arrepentirnos.

Cuando hablamos de reformar la legislación, o de modificar la interpretación de la legislación existente, estamos hablando básicamente de dos problemas relacionados entre sí: el problema del consentimiento y el problema de la intimidación o la violencia. Están relacionados entre sí porque el consentimiento puede obtenerse mediante la amenaza, explícita o implícita. Uno de los debates que se ha suscitado tras la sentencia es la medida en que la experiencia de la intimidación puede ser distinta para hombres y mujeres, al padecer estas últimas un tipo específico de miedo que es el miedo a la agresión sexual. Máriam Martínez-Bascuñán ha escrito que la sentencia del caso que nos ocupa muestra cómo «el concepto de violencia expresa la experiencia masculina, no la nuestra». Habría que cambiar el significado de las palabras, para que así produjeran efectos distintos ?nuevos? en el mundo. En este caso, viene a sugerir la autora, el juez habría interpretado que la superioridad numérica de los acusados sobre la denunciante no puede quedarse en «prevalimiento», sino que constituye forzosamente «intimidación» y, por tanto, la tipificación no sería de abuso, sino de agresión sexual. Esto, a su vez, puede reflejarse en la ley o en la jurisprudencia, al modo de un criterio interpretativo. En lo que a las leyes se refiere, Miguel Pasquau ha sugerido una posible reforma mediante la cual intentemos ajustar los tipos penales sobre la libertad sexual a lo que la cultura contemporánea entiende por consentimiento de la mujer. Por una parte, esto supone acabar con la distinción entre agresión y abuso para llamar a las cosas por su nombre, reinsertando en el Código Penal el delito de «violación» para designar cualquier penetración no querida por la víctima. Y añade:

penetrar a una mujer inconsciente, con trastorno mental, o con una voluntad previamente anulada por suministro de drogas o sustancias idóneas para ello, recibiría el mismo trato penal que si se realizase a lo bruto o mediante la exhibición de un puñal: no parece menos reprochable una cosa que otra. Por otra parte, en relación al delito de violación, la «intimidación» probablemente no deba jugar un papel tan importante […] la violación obviamente siempre se produce en presencia de la víctima y es necesario doblegarla, de modo que penetrar sin haber obtenido previamente un consentimiento inequívoco de la víctima es demasiado parecido a hacerlo empleando fuerza física, amenazas, u otros ardides o estrategias no menos vituperables.

De nuevo, en lo que refiere al caso concreto, habría que llamar a la prudencia: sólo los jueces conocen el material probatorio aplicable en este caso. Y no han juzgado ausencia de intimidación, sino dictaminado que no existe la certeza suficiente de que la haya habido en sentido técnico-jurídico, razón por la que han optado por la interpretación más favorable al reo. ¿Se han equivocado? Puede ser: es un caso límite. Pero deducir de ahí que han desatendido la naturaleza de la violencia existente por razones epistémicas ligadas a los sesgos patriarcales heredados quizá sea ir demasiado lejos. De hecho, los jueces asumen el relato de la denunciante y aprecian un consentimiento «viciado» obtenido por los acusados al prevalerse de su superioridad numérica. Serán las instancias superiores las que decidan en firme al respecto. Hay que recordar, asimismo, que el Código Penal de 1995 eliminó el tipo de «violación» e introdujo la distinción entre abuso y agresión con objeto de introducir nuevos matices y no castigar del mismo modo conductas diferentes. Si eliminamos esa distinción, apreciando intimidación en todos los supuestos, perderemos precisión y quizás estemos con ello fomentando el empleo de la violencia en todos los casos, al ser la pena idéntica en uno y otro supuesto. Si el criminal sabe que la pena será la misma ejerza o no violencia, ¿por qué no ejercerla? No está claro, en fin, que el efecto deseado pudiera realizarse con una reforma de esta índole. Pero volver a la formulación anterior al código vigente es una opción, siempre que tengamos presente que no estaremos castigando entonces con más severidad el empleo de la violencia. Una última posibilidad es hacer como el Código Penal sueco: contemplar un delito de «violación» dentro del cual se distingan varios subtipos, conservando así la distinción entre agresión y abuso bajo una nueva denominación.

Pero volvamos al consentimiento. Ha escrito Pablo de Lora que, de acuerdo con una parte de la crítica feminista, la desigualdad estructural entre hombres y mujeres exige que el consentimiento tácito no baste, habiendo de concurrir, en todo caso, un consentimiento explícito. A su juicio, el problema estriba en que

muchas relaciones sexuales no discurren así, mediando la afirmación previa de consentir a todos y cada uno de los actos que concita el sexo entre dos personas adultas, y nadie piensa que se cometan por ello delitos de naturaleza sexual. En el límite, se ha dicho con razón, tendríamos que someter las relaciones sexuales a una suerte de «contractualización», una perspectiva nada estimulante, la verdad.

Aunque no sea estimulante, ¿sería ésa una modificación capaz de mejorar la legislación vigente? Tal vez. Y tal vez queramos aplicar esa perspectiva contractualizadora a las relaciones humanas mientras se completa la tarea reeducadora en las relaciones entre sexos. La única objeción que cabe oponer a ello es que nada impediría obtener por la fuerza, mediante intimidación o incluso engaño, ese consentimiento; igual que sería posible retirarlo después de haberlo dado o decir, tras haberlo dado libremente, que no hubo verdadera libertad en ese asentimiento inicial. En otras palabras, la dificultad de juzgar con precisión los casos difíciles no desaparecería; o no se ve bien cómo.

En este sentido, un aspecto del caso de Pamplona sobre el que se ha incidido poco es el grado de intoxicación etílica de los implicados. Es evidente que una persona ebria puede ignorar lo que hace o no tener plena conciencia de ello. Y esto, que hace más repugnante la hipótesis de que los acusados abusasen de ella, y que, de hecho, haría moralmente repugnante las acciones del grupo incluso si hubiera mediado consentimiento, plantea nuevos problemas jurídico-penales. Porque, hay que insistir, ahí está la clave del asunto: cómo mejoramos la legislación penal si decidimos que no es la adecuada. ¿Debemos exigir que los acusados en los delitos contra la libertad sexual tengan conciencia de que no medía consentimiento? Tal vez sea una buena idea, pero, ¿cómo probarlo en un proceso penal donde rige la presunción de inocencia que obliga al denunciante a demostrar la culpabilidad de los acusados? ¿Deberíamos, tal vez, como se debate en Suecia, invertir la carga de la prueba en estos delitos, para así obligar a los acusados a demostrar su inocencia en lugar de defenderse de la acusación de que son culpables? ¿O, directamente, elevar las penas en este ámbito sin necesidad de retocar los tipos penales?

Aludir al alcohol y al contexto en que se produjo el delito cuya sentencia aquí se comenta tiene importancia en relación con otra de las reformas que se plantean estos días como solución o paliativo contra los delitos contra la libertad sexual: la educación en una nueva sensibilidad masculina que interiorice el valor intrínseco de la mujer y renuncie a su cosificación. Es, sin duda, un camino a explorar. Pero, sin ánimo de extenderme ya más de la cuenta, hay que considerar dos cosas. Primera, que de poco servirá ninguna campaña de sensibilización si seguimos ignorando los contextos en los que se producen muchas de las agresiones sexuales: de las fiestas populares regadas con alcohol a la subcultura adolescente que se solaza en prácticas sexuales de riesgo. Los contextos cuentan y la libertad, en las sociedades de masas, tiene costes. Eso no significa que, por producirse en esos contextos, las agresiones sexuales puedan justificarse; es sólo que pueden explicarse mejor. La confusión entre los planos moral y explicativo es tan frecuente como extenuante: lo vimos el lunes en los comentarios que recibió en Twitter el artículo en que Víctor Lapuente trataba de explicar las causas de la violación. Pero, hay que insistir, intentar explicar no es justificar. En segundo lugar, esa reeducación no puede limitarse al varón cuya peligrosidad para la mujer resulta estadísticamente incontestable. También la mujer debe ser alertada contra determinados tipos masculinos, a fin de que éstos sean objeto de rechazo y premiados con la popularidad o el éxito. No es descabellado afirmar que los miembros de La Manada tenían más éxito en la madrugada que quien escribe estas líneas. Y esto, que acaso haya empezado a cambiar, aún no ha cambiado lo suficiente.

Todo esto, en fin, es debatible. Pero nada ganamos reaccionando histéricamente contra una sentencia cuyo contenido puede explicarse perfectamente con la legislación en la mano y atendiendo a las dificultades intrínsecas al caso. Menos aún, permítaseme enfatizarlo, sin acceso a los materiales probatorios. Es preciso recordar el valor civilizatorio de nuestras instituciones, incluido el Derecho Penal, cuya existencia nos separa de las sociedades organizadas alrededor de la venganza privada al margen de todo control público. Y aunque algunos quieran ver en lo sucedido estos días en nuestra esfera pública una saludable muestra de efervescencia participativa, las dinámicas observables recuerdan más bien a la triste historia relatada por Arthur Penn en esa célebre película que es La jauría humana: una gradual acumulación de tensión emocional que, una vez precipitados los fatales acontecimientos que terminan por liberarla, dejan en el ambiente una honda sensación de tristeza.

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