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Ruth Klüger: poesía desde Auschwitz

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Ruth Klüger nació en Viena en 1931. Cuando se produjo el Anschluss sólo era una niña de seis años. Su padre ejercía la ginecología, pero perdió su licencia por su condición de judío. Acusado de practicar un aborto ilegal, huyó a Italia y, más tarde, a Francia, donde los nazis finalmente lo capturaron y lo deportaron a un campo de exterminio. Murió en una cámara de gas. La Shoah no cesa de producir asombro. Parece demasiado atroz para ser una obra humana. Podría descargarse toda la responsabilidad sobre Hitler y sus ministros, pero sin una amplia base social, que apoyó las medidas antisemitas y aceptó tácita o explícitamente el genocidio de judíos, gitanos, eslavos, homosexuales, discapacitados y otras minorías, la máquina de triturar seres humanos no habría trabajado con tanta eficacia. Ruth y su madre soportaron la brutalidad gradual del invasor alemán contra la población judía: expulsión de sus hogares, confinamiento en guetos, privación de los derechos de ciudadanía, prohibiciones vejatorias, hambre, malos tratos. En 1942, serían deportadas a Theresienstadt y, un año más tarde, a Auschwitz. Ambas sobrevivieron y en 1947 emigraron a Estados Unidos, pero el recuerdo de las penalidades sufridas les acompañaría de por vida. Profesora de literatura alemana en varias universidades norteamericanas, Ruth Klüger se especializó en Gotthold Ephraim Lessing y Heinrich von Kleist. En 1992 publicó Seguir viviendo (weiter leben). Desde entonces, ha manifestado en muchas ocasiones que la memoria del Holocausto no debería convertirse en una pornografía del horror, pues la prioridad es llevar a cabo una reflexión crítica. Auschwitz no es algo diabólico, sino una obra humana que revela las pasiones más turbias de la cultura europea. El antisemitismo nace de un prejuicio cristiano, pero prospera gracias al racismo y el darwinismo social, dos fuerzas que no han cesado de causar estragos desde el siglo XIX. Me permito añadir: Eichmann no encarna la banalidad del mal, sino la depuración de un legado cultural, que justifica las diferentes formas de colonialismo y exclusión del otro, del diferente, del que presuntamente no puede integrarse en un determinado concepto de civilización. La Ilustración no es causa eficiente de Auschwitz, pero sí causa indirecta de una interpretación ascendente, donde el ideal de progreso se deforma hasta convertirse en una utopía regresiva.

Los testimonios masculinos sobre la Shoah son más abundantes que los femeninos. Esa circunstancia le aporta al libro un valor añadido, «una dimensión existencial específica», de acuerdo con el prólogo que escribió Jorge Semprún. Ruth Klüger encabeza su obra con unos versos de Simone Weil: «Soportar el desacuerdo entre la / imaginación y el hecho. / “Sufro”. Eso es mejor que / “este paisaje es feo”». Esta cita expresa claramente su voluntad de no hacer literatura, sino de ir al fondo, sin miedo a abrir las viejas heridas. De acuerdo con este programa, la primera frase de Seguir viviendo formula un enunciado demoledor: «La muerte, no el sexo, era el secreto del que hablaban a media voz las personas mayores, el secreto del que a una le hubiese gustado oír más». La muerte es un secreto, sí, pero la tortura es la expresión más radical del mal. Al escuchar a un primo de su madre relatando cómo lo habían torturado en Auschwitz, apunta que no es necesario prestar atención a los detalles truculentos: «el tono de voz deja adivinar lo diferente, lo ajeno, lo maligno. Pues la tortura no abandona al torturado nunca, a lo largo de toda su vida». Klüger no sufrió la tortura, pero entiende el irreparable daño psíquico que causa en sus víctimas. El que ha sido torturado nunca volverá a percibir el mundo como un hogar. Jean Améry jamás olvidó las torturas de la Gestapo, que le rompió los dos brazos en Front Breendonk (Bélgica). Su suicidio es el eco de ese horror físico y metafísico, pues el desamparo del torturado impugna cualquier forma de optimismo moral o histórico. André Malraux no conoció la tortura, pero sí la expectativa de ser torturado en un interrogatorio y comprendió que no podía concebirse mayor ignominia. En un sentido ético y antropológico. La tortura es una vivencia límite que abre una sima entre víctimas y verdugos, rompiendo el anhelo de una humanidad ligada por lazos de respeto y fraternidad. El torturador se deshumaniza y deshumaniza a la víctima, creando una espiral de perversidad y degradación.

Es injusto establecer escalas en el infortunio, pues nadie puede sondear la desgracia ajena. Ruth se libró de la tortura y los experimentos médicos, pero sus primeros atisbos de conciencia coinciden con la promulgación de leyes antisemitas en Austria: «Lo que todos los niños mayores que yo, hijos de parientes y amigos, aprendieron e hicieron cuando tenían mi edad, yo no pude aprenderlo ni hacerlo». Ruth no pudo patinar sobre hielo, bañarse en la piscina municipal o acudir al cine. La conciencia de una injusta discriminación provocó en ella una prematura rebeldía: «Con los letreros antijudíos hice las primeras prácticas de lectura y desarrollé los primeros sentimientos de superioridad». Para los judíos, Viena era una prisión y la única alternativa era emigrar, pero muchos especulaban que era preferible esperar: las cosas cambiarían, los alemanes acabarían marchándose, el nazismo era un fenómeno pasajero. Sin embargo, «cuando se espera lo bastante, llega la muerte. Hay que aprender a huir». Ruth reivindica el derecho a recitar el Kaddish por el padre muerto, incluso desde una posición de escepticismo religioso. Sus recuerdos son escasos, pero cualquier anécdota –por pequeña que sea– resulta esencial para contrarrestar el horrible final en una cámara de gas. Su padre tenía una máquina de escribir y no permitía que Ruth jugara con ella, pues procedía de un hogar humilde y apreciaba mucho los bienes materiales adquiridos con su esfuerzo. Parece imposible encajar este detalle, casi una bagatela, con una agonía particularmente abyecta: «El hecho de que acabara desnudo en una cámara de gas, buscando convulsivamente una salida, convierte en fútiles todos estos recuerdos, los desvirtúa. Sigue sin resolver el problema de que yo no pueda sustituirlos por otros ni tampoco borrarlos. No consigo hacerlos encajar con lo otro, hay una hendidura en medio. […] Yo consigo tener los sentimientos adecuados para con el padre vivo o para el padre agonizante, pero lo que no puedo es reunir ambos sentimientos y aplicarlos a una sola persona, única e indisoluble».

La pequeña Ruth se refugia en la poesía desde el primer instante. En Viena, se acostumbra a recitar poemas para combatir los sentimientos de angustia e impotencia. De adulta, se rebelará contra la idea de que la poesía sea un despilfarro inútil después de Auschwitz. Por el contrario, sólo la poesía puede absolver al ser humano de haber creado Auschwitz. La belleza no es algo gratuito, sino un signo de excelencia moral. Antes de ser segregada, Ruth asistía a la escuela con niñas cristianas que componían cruces gamadas con papeles de colores. Los maestros alababan su trabajo y estimulaban la exaltación de la simbología nazi. Ruth empezó entonces a avergonzarse de su patria natal y se hizo «judía por una reacción defensiva». Su fe tendrá poco recorrido. Con el tiempo, sentirá que se había aferrado a «una tabla de salvación podrida» y no a una alternativa razonable. La fragilidad del ser humano se manifiesta en su búsqueda de un padre omnipotente. Pocos buscarían a Dios si les dijeran que su poder es limitado o inexistente. El dolor no espiritualiza. Sólo acentúa el egoísmo y la insolidaridad. Pensar lo contrario «es necio sentimentalismo». El sufrimiento no es un camino de perfección: «En su fuero interno cada uno sabe, por propia experiencia, cómo es la realidad: cuando hay que soportar más, la paciencia, siempre precaria, con el prójimo, se vuelve más endeble, y los lazos familiares se desgarran. Durante un terremoto se rompe, como la experiencia enseña, más porcelana de la normal». La conducta de su propia madre es un fiel reflejo de este hecho: «A veces, de puro nerviosismo, me abofeteaba o me besaba, por el mero hecho de estar yo allí». Antes de ser deportada, Ruth ya ha desarrollado un carácter depresivo, incubado por la neurosis de su madre: «La vida me resultaba una carga absolutamente insoportable. Me había convertido en un ser raro, excéntrico, asocial. Nada me hacía ilusión».

Ruth Klüger considera que la Shoah no debe convertirse en una próspera industria, que produce incansablemente libros, películas, ensayos, sino que es ineludible evocar a las víctimas: «El nudo desecho que deja tras de sí un tabú violado como son los asesinatos en masa, las matanzas de niños, se transforma en fantasma no redimido, al que tenemos que dar una especie de hogar en que moverse». Eso no significa que Auschwitz constituya una anomalía, algo insólito en la historia del devenir humano. «En el fondo lo sabemos todos, judíos y cristianos: parte de lo que sucedió en los campos se repite en muchos sitios, hoy y ayer, y los campos fueron también imitaciones (por supuesto que imitaciones de carácter único) de lo de anteayer». Auschwitz no es lugar para rezar, pues allí no habita Dios Padre, sino los fantasmas, los «no redimidos». Los muertos sólo son un pálido vestigio. No hay un mañana para ellos porque Dios, sencillamente, no existe.

Klüger no está de acuerdo con Primo Levi. No es cierto que sobrevivieran los peores. La supervivencia dependió del azar, del curso de la guerra, de contingencias imprevisibles: «Cada uno lo vivió de forma irrepetible». Eso sí, «Auschwitz no fue un centro de enseñanza de nada y mucho menos de humanidad y tolerancia». Durante la primera noche, su madre le propone que se suiciden juntas, lanzándose contra la valla electrificada. Ruth se niega, pues la adversidad le ha inculcado incomprensiblemente el deseo de vivir: «Si amar la vida y aferrarse a la vida son una misma cosa, entonces yo nunca he tenido tanto amor a la vida como en el verano de 1944, en Birkenau, en el campo B 2 B». El deseo de vivir se manifiesta en la composición de los primeros poemas. Es posible hacer poesía desde Auschwitz y esos versos son el alegato más contundente contra la barbarie. Escribir es un ejercicio de resistencia y una forma de preservar la humanidad. El alemán es el idioma que hablan los nazis, pero Ruth siente que no les pertenece. La lengua es un legado común, universal. La disciplina del verso es un ejercicio de depuración que ofrece una salvación real, un firme y sólido asidero. Tal vez por eso los nazis utilizan nombres poéticos para sus campos de exterminio. Buchenwald significa «bosque de hayas», Birkenau «campo de abedules». Los alemanes pisotean su propia herencia cultural, asociando la belleza al asesinato de masas. Su sentido estético está pervertido de raíz.

Para Klüger, Auschwitz es el grado cero de la libertad. Cuando se pisotea a un niño en una cámara de gas para buscar compulsivamente un poco de oxígeno, el ser humano ya sólo es un automatismo biológico. Tal vez por esa razón, la madre de Ruth se humanizó, adoptando a Ditha, una joven que no habría sobrevivido sin sus cuidados. Cuando al fin se produce la liberación, Klüger tiene una cosa muy clara: «en esa guerra no se había luchado por nosotros». De hecho, unos adolescentes judíos son condenados por las autoridades norteamericanas por robar fruta en un huerto particular. Su estancia en un campo de concentración no actúa como atenuante, sino como agravante, pues el tribunal interpreta sus años de encierro como antecedentes penales. Durante su estancia en Baviera, comprueba que el odio hacia los judíos sigue vivo en los alemanes: «Nos aborrecían, éramos parásitos de un gobierno militar infestado de judíos». Los procesos de Núremberg se interpretan como una humillación, no como un juicio contra los responsables del genocidio.

Madre e hija deciden emigrar a Estados Unidos. Seguir viviendo no pierde interés al llegar a este punto, pero la amistad, las relaciones conyugales y la carrera profesional desplazan a la reflexión sobre la Shoah. Klüger no oculta su hastío. Su mente no acepta dar vueltas alrededor de un solo objeto y, menos aún, participar en un circo que disfruta, exhibiendo los aspectos más atroces de la matanza. Es significativo que finalice el texto, subrayando que ha compuesto «un libro alemán». Hitler no es Alemania. Alemania es Goethe, Beethoven, Thomas Mann. Alemania es Ruth Klüger, componiendo versos con doce años en mitad del espanto de Auschwitz.

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