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Cómo se inventó el metro

La medida de todas las cosas. La odisea de siete años y el error oculto que transformaron el mundo

KEN ALDER

Taurus, Madrid

Trad. de José Manuel Álvarez Flórez.

494 págs.

22,60 €

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DONDE LA HISTORIA DE LA CIENCIA SE TORNA RELATO

Los que ya andamos por el medio siglo de existencia todavía aprendimos en la escuela que el metro era la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre. Esta medida se conservaba, con la forma de una barra de platino, en la Oficina Internacional de Pesas y Medidas en París. Producto del desarrollo de la ciencia en el último medio siglo, en 1960 el metro pasó a definirse en términos de un determinado número de longitudes de onda de la radiación emitida en una transición energética del átomo de criptón-86. En 1983 se redefinió como la distancia que la luz recorre en el vacío en una determinada fracción de segundo.

El libro de Alder cuenta la historia del nacimiento del metro, de la determinación de su longitud en términos de las dimensiones de nuestro planeta. Para esto se midió el arco del meridiano que pasa por París entre las ciudades de Dunkerque y Barcelona, que atraviesa toda Francia. Para realizar el trabajo fueron comisionados dos astrónomos, Jean-Baptiste-Joseph Delambre y Pierre-François-André Méchain –acompañados cada uno de ellos por un asistente y un instrumentista–, que lo llevaron a cabo entre 1792 y 1799. Cada uno de ellos se ocupó de una porción del arco. La medida de este arco, extrapolada para obtener la del cuadrante completo del meridiano terrestre, serviría para establecer la nueva unidad de longitud.

El procedimiento que se empleó para la medida, la triangulación geodésica, había sido introducido por el holandés Willebrord Snell en 1617. Dado que su aplicación constituye el hilo central de la exposición de Alder, conviene dar aquí una rápida descripción del método en beneficio de quienes no estén familiarizados con él. En esencia, consiste en fijar la latitud de los extremos del arco a medir y unirlos a lo largo de éste mediante una serie de triángulos encadenados, en la que cada dos triángulos adyacentes comparten uno de sus lados. Como vértices de estos triángulos, o estaciones, se escogen puntos elevados, a fin de poder tender visuales desde cada uno de ellos a los vértices próximos. Se obtienen así los ángulos de cada triángulo. Finalmente, se mide cuidadosamente sobre el terreno, por medio de reglas, la llamada «base fundamental», que constituye el lado de uno de los triángulos. Conocida ésta y los ángulos de la triangulación, se puede determinar por proyección la longitud de todo el arco del meridiano.

En la práctica se trata de un procedimiento tedioso, por lo reiterativo, y también penoso, pues implica recorrer largas distancias y ascender, cuando la orografía es adversa, a picos montañosos de difícil acceso. Salvo para los historiadores de la ciencia, el estudio de este tipo de trabajos no resulta particularmente interesante, a menos que concurran en ellos circunstancias especiales. Este es el caso de la triangulación de Delambre y Méchain. Aunque el escenario fue el bien conocido territorio francés y el igualmente conocido arco del meridiano que pasa por París –en su mayor parte había sido ya medido anteriormente, la última vez por Jacques Cassini en 1740–, el marco político y social era el de los agitados tiempos de la Revolución. Los trabajos comenzaron a mediados de 1792 reinando todavía, siquiera nominalmente, Luis XVI, y finalizaron oficialmente en la primavera de 1799, poco antes del regreso de Napoleón de su campaña de Egipto.

Alder, quien además de disponer de los diarios de los comisionados no ha desdeñado recorrer por sí mismo toda la sucesión de estaciones, deteniéndose a consultar los archivos locales, ofrece una viva descripción de las situaciones y problemas que fueron encontrando en su camino. También describe el significado de su tarea, que culminaría con la imposición de un nuevo sistema de unidades. Esta uniformización constituía una empresa difícil, que sólo se pudo abordar con tesón gracias al ardor republicano. Pese a todo, algunas iniciativas –como los nuevos meses del calendario revolucionario, la semana de diez días y la cuenta decimal del tiempo y de los ángulos– no prosperaron. La división decimal de la moneda, el metro y las medidas de peso y de capacidad con él relacionadas se adoptaron finalmente, aunque tuvo que transcurrir medio siglo hasta que el metro se viese implantado definitivamente. El deseo de un sistema unificado por parte de economistas, administradores y científicos se enfrentó a la resistencia de las distintas regiones y poblaciones a renunciar a una diversidad metrológica que contribuía a proteger sus mercados locales de la competencia exterior.

Junto a este contexto político, económico y social, está el científico. Aquí Alder, quien busca patentemente que su relato –aunque riguroso, casi convertido en novela– alcance a un público amplio, ofrece pocos detalles técnicos De hecho, se ha escrito una novela, asimismo respetuosa con los hechos históricos, sobre esta medición. Es la de Denis Guedj, La mesure du monde, París, Robert Laffont, 1997, traducida por Manuel Serrat Crespo como La medida del mundo. El meridiano, Barcelona, Muchnik, 2001. . Como materia en cierto modo dependiente de la astronomía, la geodesia constituía una disciplina matematizada, lo cual la convertía, en principio, en exacta. Pero, al igual que otros saberes con el mismo carácter, su exactitud dependía de una serie de factores físicos mal controlados en la época, como la posible desviación de la dirección de la plomada, que define la vertical, por alteraciones de la fuerza gravitatoria producida por irregularidades en la composición del subsuelo o la proximidad de montañas, la cuantía del efecto de la refracción de la luz o la influencia de la dilatación de los materiales –particularmente, las reglas para medir las bases– producida por el calor. Unido a los inevitables errores instrumentales, todo esto daba a los resultados geodésicos su margen –ciertamente nada malo– de precisión. Nada de esto deja de mencionarse en la obra de Alder, pues es relevante para el desarrollo de su historia; pero no profundiza apenas en ello, por lo que el profano no tendrá ninguna dificultad en seguirla. Tampoco se detiene mucho en la situación de la ciencia del momento. En cambio, caracteriza con cuidado las circunstancias vitales de algunos de los principales científicos implicados. Recalca con ello su dimensión humana y, ciertamente, consigue hacerles cobrar vida.

Esta dimensión humana constituye, en realidad, la clave del relato de Alder. Éste se centra en Méchain, verdadero protagonista de su historia, y su tormento por un supuesto error que habría cometido en la determinación de la latitud de Barcelona. Su meticulosidad le llevó a obtenerla, empleando varias estrellas, desde dos lugares distintos de la ciudad. Encontró que los resultados obtenidos en esos lugares –una vez corregida la pequeña diferencia en latitud debida a la distancia entre ellos– diferían entre sí en 3,2 segundos de arco. Obligado a abandonar Barcelona e imposibilitado de retornar a ella, Méchain no pudo efectuar nuevas mediciones. Su impotencia para resolver oportunamente esta discrepancia, que para él suponía una mancha en su reputación, le desquició hasta el punto de llevarle a «corregir» uno de los conjuntos de medidas para que coincidiese con el otro. En esto consiste el «error oculto» que, según afirma Alder, se ha perpetuado en las posteriores definiciones del metro En realidad, Méchain tuvo buen cuidado en que estas mediciones «corregidas» no influyesen en el resultado final. Más tarde, buscando mayor exactitud, acometió la empresa de extender el arco hasta las Baleares, trabajo durante el cual falleció y que fue posteriormente completado por Jean-Baptiste Biot y François Arago. La información que ofrece Alder sobre esta prolongación se puede complementar útilmente con el libro de Antonio E. Ten, Medir el metro. La historia de la prolongación del arco de meridiano Dunkerque-Barcelona, base del Sistema Métrico Decimal, Valencia, Universidad de Valencia, 1996..

Como descubre el lector cuando se adentra en la obra, este error oculto, a la postre, ni estuvo oculto mucho tiempo (la disparidad de las mediciones la puso de manifiesto Delambre pocos años después) ni constituyó un fallo de Méchain (tampoco Delambre lo calificó de tal). Aquí hay que distinguir entre «error» y «equivocación». En términos técnicos, toda medida tiene su error, que es lo que se desvía del valor «verdadero» (y, por supuesto, desconocido) de la cantidad que se mide. Otra cosa es una equivocación. Las medidas de Méchain tenían un error de cierta significación cuyo origen no estaba entonces claro, pero Méchain no se equivocó. Tampoco sus resultados suponían una catástrofe. Como se sabía muy bien en la época, el metro sólo podía ser aproximadamente la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano. Otro equipo de astrónomos que hubiese medido simultáneamente el arco habría llegado a un valor muy parecido al deducido de las observaciones de Méchain y Delambre, pero todo el mundo se habría sorprendido, achacándolo a una rara casualidad, si el resultado hubiese sido idéntico. La razón de que se hubiese determinado medir de nuevo el meridiano que ya había recorrido Jacques Cassini era que se disponía de un instrumento más exacto –el círculo repetidor–, con el que se podía conseguir una medida más ajustada. Teniendo en cuenta esto, una vez determinada la longitud del metro y plasmada en una barra de platino, ésta pasaba a convertirse en el verdadero patrón. El metro constituía una medida basada en la naturaleza, pero no era exactamente reproducible repitiendo el mismo procedimiento que llevó a determinarlo. Siendo así, no es de extrañar que sea la medida de esa barra de platino la que se ha plasmado en las definiciones posteriores del metro, que significativamente ya no se refieren a una medida de la magnitud de la Tierra.

La dimensión de la tortura psíquica de Méchain la confronta Alder con un modelo de sabio del Antiguo Régimen, según el cual la práctica de la ciencia era algo personal. En conexión con esto, señala que el grado de confianza que la comunidad científica depositase en unos resultados estaba en principio en consonancia con la reputación de su autor, quien no se veía obligado a dar cuenta de todos los pasos realizados para alcanzarlos. Delambre, por otra parte, viene a personificar en su historia el ejercicio de una ciencia «pública» donde los resultados del trabajo y el proceso que ha conducido a ellos son controlados por el resto de la comunidad científica. Esto sería posible gracias al surgimiento de nuevos métodos de tratamiento de los datos que permitirían objetivar su calidad. Es una consideración interesante desde el punto de vista sociológico. Desde el desarrollo interno de la ciencia, esta teoría de errores venía finalmente a cumplir una vieja aspiración: si no era posible conocer el valor exacto, cuando menos resultaba importante saber cuánto, como mucho, se había desviado la medida de ese valor. Era algo en lo que habían trabajado bastante, por ejemplo, los marinos, cuya seguridad fuera de la vista de la costa dependía de la calidad de las medidas de latitud y longitud que le suministraban su situación. Pero la teoría de errores no marca, como quiere señalar Alder, el tránsito de los sabios del Antiguo Régimen al de los científicos del siglo XIX. Por lo menos, no únicamente ni en forma destacada. Resultan sin duda más significativos los nada triviales cambios que se estaban dando en ese momento en las relaciones entre la ciencia y el Estado. Tal como Alder viene a ejemplificar en Méchain y en Delambre, el patronazgo real de los sabios, para quienes la búsqueda de conocimiento era una apasionada empresa personal, se convirtió en el empleo estatal de los científicos, para quienes su investigación pasó a constituir un trabajo (lo que no quiere decir necesariamente que sintiesen o sientan menos pasión por lo que hacen).

En mi opinión, sobra el acento dramático puesto tanto en el significado del error de las medidas de Méchain y su perpetuación en el tiempo, como en el significado de las diversas actitudes de éste y de Delambre ante la ciencia. El relato de Alder no necesita de tales refuerzos. Tal como yo lo veo, y como escribí más arriba, su núcleo constituye una muy cuidada, documentada y rigurosa presentación de un episodio concreto desde el punto de vista de la dimensión humana de la ciencia. Por lo general, el tratamiento de esta dimensión ha venido sirviendo como elemento propagandístico de la no siempre pura empresa científica, convirtiendo casi invariablemente a sus practicantes en abnegados héroes. No es así en este caso, y no son tampoco frecuentes historias como ésta; desde luego, no sobran. Mi consejo es que pasen por encima de las sutilezas que me han llevado a exponer mi oficio de historiador y que la lean con el interés que merece.

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