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Encuentros y desencuentros

Catalanes y escoceses. Unión y discordia

John H. Elliott

Barcelona, Taurus, 2018

Trad. de Rafael Sánchez Mantero

491 pp. 24,90 €

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En el volumen Haciendo historia, publicado en 2012, el historiador británico John H. Elliott relata su llegada a Cataluña, en la década de 1950, para avanzar en sus investigaciones sobre la revuelta de 1640. Estas iban a dar lugar, en 1963, a la versión original inglesa de La rebelión de los catalanes. En un marco historiográfico dominado por dos figuras y dos opciones, la nacionalista de Ferran Soldevila y la revisionista de Jaume Vicens Vives, el autor se alineó entonces con la última. Estas perspectivas eran la expresión, a su entender, de las tensiones inherentes a la escritura de toda historia nacional, en la cual se percibe el pasado a través del prisma del presente, y el presente a través del prisma del pasado. Al igual que Vicens Vives y su círculo, con quienes se sentía intelectualmente como en su propia casa, sostiene Elliott, «me convertí en una especie de iconoclasta, ansioso de desterrar los mitos». La desmitificación era, junto con el deseo de preparar a una nueva generación para reconstruir el país, la clave de la tarea que Vicens Vives se había impuesto una vez consolidado en su puesto de la Universidad de Barcelona. En la misma línea insiste el autor, en otro pasaje del libro: «Hacer que se desvanezcan de tal modo los mitos nacionales es parte integral de la empresa histórica y era natural que yo compartiera la perspectiva de Vicens y me viera a mí mismo como compañero de armas». Los resultados de sus investigaciones, en cambio, decepcionaron a Soldevila y al núcleo del semiclandestino Institut d’Estudis Catalans. El tema que había decidido estudiar era «nacionalmente» muy sensible y los mitos formaban parte inexorablemente del relato nacional-nacionalista, tal como yo mismo lo he denominado en algunos trabajos.

Media docena de años después, John H. Elliott vuelve a reflexionar sobre aquel momento, aunque de manera algo más crítica. Si bien sostiene que los dos elementos claves de la tarea abordada por Jaume Vicens Vives no pudieron realizarse, puesto que murió prematuramente en 1960, no estaba nada claro que él y sus discípulos fuesen capaces de «despojar a la historia catalana de sus mitos y ofrecer a las nuevas generaciones un panorama más sofisticado del pasado de Cataluña que aquel que la mostraba como una víctima permanente». El fantasma del fracaso se cierne, de esta manera, sobre la propia figura de Vicens, mitificada por sus seguidores y sucesores. El esencialismo del último Vicens Vives quizá permite explicar parcialmente los límites de su proyecto desmitificador, esto es, normalizador. El viraje al esencialismo no se le escapa a Elliott: «Resulta paradójico que un historiador que había dedicado gran parte de su carrera a combatir una interpretación esencialista del pasado, adoptase precisamente esa interpretación en su muy influyente Noticia de Cataluña, publicada por primera vez en castellano en 1954 y posteriormente en una edición en catalán revisada poco antes de su muerte en 1960». Este esencialismo sigue siendo ocultado por una buena parte de la historiografía catalana académica, como puede verse en los mediocres trabajos de Borja de Riquer sobre el autor gerundense. Y sigue presente en algunos discípulos del propio Vicens Vives, tal como aparece en La formació d’una identitat. Una història de Catalunya, de 2014, una obra de Josep Fontana que significa el culmen del discurso nacional-comunista romántico de la historia catalana, una de las mil caras del relato nacional-nacionalista. Algo tiene que ver con todo lo anterior el predominio hasta nuestros días de este último relato y la pervivencia, todavía hoy, de los grandes mitos y de la confusión inducida entre mito e historia.

Los comentarios del historiador británico que acabamos de citar proceden de Catalanes y escoceses. Unión y discordia, un sugestivo libro de su autoría que ha aparecido en 2018, con pocos meses de diferencia, en versión original inglesa y en una traducción castellana preparada, como algunas otras obras anteriores de Elliott, por Rafael Sánchez Mantero para la editorial Taurus. Está dedicado a la comparación entre el pasado y el presente de dos supuestas naciones sin Estado –como algunos las definen, deduciendo frecuentemente de ello una rareza a corregir–, Escocia y Cataluña, así como de sus respectivos sentimientos particularistas y nacionalismos. Los orígenes del trabajo deben buscarse, según el autor, en aquellos tiempos pasados en Cataluña en la década de 1950. La investigación sobre la historia de Escocia es, en cambio, reciente, motivada por el proyecto de escribir este libro. Elliott se propone estudiar los orígenes y las evoluciones del «sentimiento nacional» –las comillas son mías, no del historiador británico, que quizá da por supuesto algo que merece matices y debate– en estos dos territorios y de los movimientos separatistas a que ha acabado dando lugar en las últimas décadas, impulsores de un referéndum legal en Escocia, en 2014, y de otro ilegal en Cataluña, en 2017.

Recuerda el autor, en la introducción del libro, que una de las tareas de los historiadores en la actualidad es la de «proporcionar alguna perspectiva de larga duración al proceso de transformación y de desarrollo de los acontecimientos que han conformado, y continúan conformando, el mundo en el que ellos mismos se encuentran». Este mundo está marcado hoy por la acelerada marcha hacia la globalización, en el que las unificadas naciones-Estado están siendo sometidas a presiones tanto desde arriba –organizaciones supranacionales y requerimientos transnacionales– como desde abajo. Estas últimas resultan especialmente acuciantes, sostiene Elliott, cuando proceden de regiones, nacionalidades sin Estado o grupos étnicos que se sienten incomprendidos y maltratados por razones históricas. Además, el resurgimiento del nacionalismo de viejo cuño y de la religión, en sus variantes más fundamentalistas, han acompañado estas demandas. El nacionalismo, en concreto, como en otras épocas, mira al pasado a fin de anclar sus reivindicaciones para el futuro.

La estructura de Catalanes y escoceses. Unión y discordia en media docena de partes es, atendiendo a una perspectiva de larga duración, cronológica: La unión dinástica (1469-1625), La rebelión y sus consecuencias (1625-1707/1716), Uniones por incorporación (1707-1789), Naciones y Estados (1789-1860), La demanda de autogobierno (1860-1975) y ¿Ruptura? (1975-2017). Las historias de Escocia y Cataluña, de profundos antecedentes en ambos casos y asimismo integradas en otras entidades mayores (Gran Bretaña y España), se encuentran y desencuentran, se parecen y son muy distintas a lo largo de este recorrido. Mientras que, a finales del siglo XV, Cataluña, que formaba parte de la Corona de Aragón, se integró por la tradicional vía matrimonial en «un país que cada vez era más conocido por España», en 1603 el escocés Jacobo se convirtió, como gobernante de Escocia e Inglaterra, en rey de la Gran Bretaña. Se trataba de dos de las grandes monarquías compuestas de la época. El reino de Escocia había sido en el pasado un Estado soberano; en cambio, afirma Elliott, en clara oposición a las tesis de Víctor Ferro, Núria Sales, Joaquim Albareda y otros integrantes de la historiografía más nacionalista, Cataluña nunca fue un Estado independiente, ni «completo», ni «soberano». Este es un elemento fundamental para entender muchas de las diferencias entre ambos casos, tanto a nivel histórico como historiográfico. Se hunde con ello uno de los pilares del relato nacional-nacionalista en Cataluña. Volver a poseer un Estado, como expresan los indepes del siglo XXI, no significa nada en realidad, más allá de mitos y usos y abusos del pasado, puesto que Cataluña nunca fue un Estado. En algunos momentos, sin embargo, el lector desearía que algunos términos utilizados en el libro, como «nación», «nación política», «nacional», «subconsciente nacional», «carácter nacional» o «sentimiento nacional», estuvieran algo más problematizados y menos dados a confusión. No significan lo mismo en cada uno de los momentos históricos analizados en la obra.

Mientras que la búsqueda de mitos fundacionales y la violencia endémica en la sociedad aproximaban a Cataluña y a Escocia en la época moderna, una de las cuestiones que más separó sus respectivas evoluciones fue la religión. La adopción de la Reforma protestante marcó profundamente a Escocia e Inglaterra. Cataluña, por el contrario, escribe Elliott, «siguió siendo hija devota de la Iglesia». En las rebeliones que se produjeron a mediados del siglo xvii, la religión tuvo un papel primordial en Escocia y secundario en Cataluña. El retorno a una relativa tranquilidad tras estos conflictos no constituyó, sin embargo, una vuelta atrás. En el caso de Cataluña y sus relaciones con la Monarquía católica después de 1652, resulta evidente. En Escocia, en la segunda mitad del siglo xviii, adquirieron gran trascendencia los efectos de la Revolución gloriosa de 1688-1689 y la consolidación del jacobitismo, una de las más famosas «causas perdidas» de la historia.  

A principios del siglo XVIII, dos crisis de sucesión acabaron dando lugar a dos uniones por incorporación, aunque con fórmulas y diseños distintos. Gran Bretaña nació formalmente el 1 de mayo de 1707 gracias a un tratado de unión. La Guerra de Sucesión –dinástica, internacional, civil– convirtió en algo muy distinto el caso de la incipiente nación española. Mientras que la unión de Escocia e Inglaterra podía ser presentada como un tratado de unión entre dos reinos soberanos, en España primó la voluntad de un monarca victorioso, Felipe V. Había, sin embargo, otro desencuentro claro entre ambos casos: «Con todo, no puede negarse que la Unión representaba una ruptura decisiva con el pasado. Hasta 1707 Escocia había sido, con la breve interrupción del Protectorado cromwelliano, un reino independiente desde el pasado más remoto, aun cuando esa independencia hubiese perdido algún sentido por la unión dinástica de 1603. Durante siglos había poseído y disfrutado de todas las atribuciones de un Estado europeo, no menos “soberano” que Inglaterra, Suecia o Francia, en tanto que no aceptaba ningún derecho de interferencia en su vida política e institucional». Y, a renglón seguido, añade Elliott: «En este aspecto, la Escocia anterior a la Unión poseía mejores argumentos para ser considerada un “Estado completo” que la Cataluña anterior a la Nueva Planta para la que se ha reclamado este título». En 1707 los gobernantes escoceses sacrifican la anterior independencia a cambio de los beneficios, sobre todo de tipo económico, de una unión más estrecha con su vecino. Nada que ver con el caso catalán, aunque en ambos territorios los réditos económicos resultaron más que evidentes. La resistencia a los cambios políticos y administrativos fue más fuerte y duradera, en el siglo XVIII, en Escocia que en Cataluña, debido tanto a la menor coerción militar como a la abierta cuestión de las Highlands. Otra diferencia fundamental, en la segunda mitad del Setecientos, deriva del campo de las ideas: la importantísima Ilustración escocesa de los David Hume, Adam Smith, Adam Ferguson, William Robertson o, entre otros más, James Watt, con base en Edimburgo, frente a una Barcelona que renunció a convertirse, apunta Elliott, «en la capital del conocimiento y de las artes».

La gran prosperidad derivada del imperio –los escoceses participaron masivamente en la construcción del Imperio británico– y de la industrialización, en el siglo XIXC, tuvo como consecuencia que los escoceses se sintieran más cómodos que los catalanes en la entidad mayor de la que formaban parte. De todas maneras, asegura Elliott, «la unión por incorporación había sido beneficiosa para los dos países, incluso aunque a veces no se reconociese, por más que fuese evidente». Ello no excluye, está claro, agravios de todo tipo. La construcción de los Estados-nación en Gran Bretaña y en España marcó el Ochocientos. El hecho de considerar la primera como un Estado-nación unido con éxito, sostiene el autor, no impedía la supervivencia de un fuerte sentimiento de identidad escocés. Tanto en España como en Gran Bretaña, la Revolución francesa y las guerras y agresiones napoleónicas reforzaron el sentimiento de comunidad nacional. Las elites catalanas y escocesas compartieron, en general, un patriotismo dual en buena parte del siglo XIX. En cambio, la existencia de una menor coincidencia entre poder económico y político en España que en Gran Bretaña singularizaba la posición de Cataluña. Las demandas de los catalanes fueron más fuertes e insistentes que las de los escoceses a fines del Ochocientos. Como apunta el historiador británico, «las circunstancias del cambio del siglo XIX al XX eran muy propicias para lo que apuntaba nada menos que a la invención de Cataluña como nación». El patriotismo de las guerras mundiales, en especial la de 1914 a 1918, resultó muy importante en Gran Bretaña. El sentimiento escocés y el británico iban de la mano. La neutralidad española no tuvo, está claro, estos efectos.

A pesar de todas las diferencias entre la historia de Cataluña y Escocia, desde la década de 1970 en adelante estas tienden a la convergencia, a encontrarse. En ambos casos destaca el intenso resurgimiento nacionalista de los años setenta y ochenta. Este no responde, sostiene Elliott, a una supuesta opresión, sino a causas más complejas en las que lo económico (crisis de la industria pesada y el nuevo papel del petróleo, por ejemplo, en Escocia), lo político (thatcherismo o pujolismo) y lo cultural (la nostalgia de un pasado imaginado, en esencia) desempeñan un papel central. Las historias de ambos nacionalismos «son muy diferentes, pero también tienen mucho en común». En ambos casos, el pasado, incluso el más remoto, sirvió para plantear las batallas del presente, con un ojo –o los dos– puesto en el futuro. En 1979 se votó, en Cataluña, un Estatuto de autonomía y, al año siguiente, Jordi Pujol se convirtió en presidente de la Generalitat. Unos meses antes, los escoceses votaron en un referéndum sobre una mayor descentralización. Hubo, sin embargo, que continuar las batallas y las negociaciones en esta línea hasta final de siglo. Alex Salmond y los nacionalistas se hicieron con el poder regional en 1997, casi tres décadas después que los pujolistas en Cataluña. El referéndum legal escocés de 2014 contrasta con las ilegalidades del catalán de 2017. La opinión de Elliott sobre el llamado procés es clara y contundente: «el nacionalismo catalán, con toda su cara amable, fue incapaz de tapar la fealdad que se escondía detrás de la sonrisa». No le falta nada de razón.

No quisiera terminar esta reseña sin señalar una objeción, referida al año 1931. Apunta el autor que la instauración de la Generalitat fue «una vuelta a la institución abolida por Felipe V, cuyo título completo era el de Diputació de la Generalitat de Catalunya». No hay relación de continuidad entre la Generalitat contemporánea y la Diputación del General del siglo XIV, abolida en 1714. A pesar del nombre compartido, se trata de dos instituciones distintas en épocas y circunstancias políticas, sociales y culturales disímiles en extremo. En 1931 no se restaura nada, sino que se crea algo nuevo con vieja denominación. En el encuentro que se celebró el 17 de abril de aquel año entre Francesc Macià y otros políticos catalanes y tres ministros del Gobierno provisional de la Segunda República –el andaluz Fernando de los Ríos y los catalanes Lluís Nicolau d’Olwer y Marcelino Domingo– se llegó al acuerdo de renunciar al proclamado Estado catalán del día 14 a cambio de la elaboración de un Estatuto de autonomía, que debería ser aprobado por las nuevas Cortes republicanas, y de la constitución de un poder político catalán. Este nuevo organismo iba a tomar el nombre histórico de Generalitat, como sugirió De los Ríos. Ello no implicaba, en ningún caso, continuidades o restauraciones imaginarias. Macià fue el primer presidente de la Generalitat actual. Y, evidentemente, aunque los independentistas lo pretendan –y así figure en la página web de la Generalitat–, el supremacista Quim Torra no es el presidente número 131 de esta institución, en una larga lista que supuestamente encabeza, desde 1359, Berenguer de Cruillas. En esta ocasión, el historiador británico parece haber caído en las trampas del relato nacional-nacionalista y de sus mitos.

En la frase final, ya en el capítulo de agradecimientos, de Catalanes y escoceses. Unión y discordia, John H. Elliott, destacadísimo especialista en la historia catalana y española moderna, asegura que «intenta tratar con imparcialidad uno de los temas más controvertidos de la historia de España». Y, efectivamente, lo consigue en el casi medio millar de páginas (datos seleccionados, explicaciones complejas, comparaciones audaces, ideas brillantes) de esta obra. Elliott nos ofrece un interesante ejercicio de historia comparada. No va a gustar –como fueron poco apreciados por Soldevila y los suyos, según vimos más arriba, los trabajos que hizo en los años cincuenta y sesenta– ni a los creyentes nacionalistas, ni a los amantes de lo simple, ni, finalmente, a quienes se adhieren acríticamente al relato nacional-nacionalista. Aunque en 2014 los independentistas catalanes quisieran ser escoceses, Cataluña y Escocia acumulaban más desencuentros que encuentros, en el pasado y en el presente. Como seguramente no podía ser de otra manera, teniendo en cuenta la trayectoria del historiador británico John H. Elliott, los apartados del libro dedicados a Cataluña presentan mayor profundidad en el análisis que los consagrados a Escocia –ello resulta muy claro para los siglos XIX y XX–, así como ocurre con las etapas históricas bajomedievales y modernas con respecto a las contemporáneas. En cualquier caso, el volumen objeto de esta reseña constituye una guía imprescindible para orientarnos en la historia de los Estados y de las regiones europeos de los últimos quinientos años. 

Jordi Canal es maître de conférences en el Centre de recherches historiques de la École des hautes études en sciences sociales de París. Sus últimos libros son La historia es un árbol de historias. Historiografía, política, literatura (Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2014), Historia mínima de Cataluña (Madrid, Turner, 2015) y Con permiso de Kafka. El proceso independentista en Cataluña (Barcelona, Península, 2018).

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