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El Estado suspenso

Escucha, Cataluña. Escucha, España

Josep Borrell, Francesc de Carreras, Juan-José López Burniol y Josep Piqué

Barcelona, Península, 2017

336 pp. 16,90 €

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Estamos a 20 de octubre de 2017. Y sucede que los hechos han sobrepasado y dejado en gran parte caduco el contenido de este libro coral que reseñamos, publicado en el mes anterior al esperpéntico referéndum del 1 de octubre, y bajo la premisa aceptada por sus autores de que tal acto ni tendría lugar ni debería tenerlo. Es decir, escrito sobre el suelo firme de un Estado de Derecho que lleva (¿llevaba?) aproximadamente cuarenta años de vigencia en este territorio llamado España. Ese Estado de Derecho había predicho (las normas jurídicas al final no son sino haces de predicciones encadenadas y garantizadas que nos permiten a las personas construir nuestro plan de vida autónomamente) que esa consulta pública no se celebraría por ser manifiestamente contraria a los principios constitucionales. Se celebró. El orden fracasó al intentar impedirlo. Y, además, quedó acomplejado e inerme después de ese fracaso: no más coacción, no más fuerza. A partir de ese momento vivimos en la incertidumbre acerca de dónde vivimos.

El Estado y el Derecho son órdenes de justicia. Pero también son órdenes de positividad y coerción. Lo que quiere decir, en román paladino, que un Estado y un Derecho inefectivos dejan de serlo. Cuando el Estado no es capaz de imponer sus propias normas deja de ser Estado y sus normas dejan de ser normas porque, por mucho que sean legítimas, han dejado de ser coercitivas. En Cataluña, aparentemente, el Estado carece de medios para imponer el respeto a su ordenamiento jurídico: no es ya cien por cien «el Estado» porque no es cien por cien el monopolio de la violencia legítima. Profiere confusas apelaciones a algo llamado «155», que no se sabe por qué y cómo restauraría la autoridad perdida, pero, llegado el momento de sacar al honorable president de su despacho o de disolver el Parlament, ¿qué fuerza lo haría?

Tampoco el que podríamos llamar «nuevo orden jurídico emergente» acaba de cuajar, porque vacila ante una realidad que se muestra todo menos entusiasmada con el caos en que puede sumirse de inmediato. Campo fértil de especulación: el del tiempo que pasa, ¿a quién beneficia? ¿Consolida al nuevo orden, lo fractura, le sume en dudas? Pero la consecuencia cierta es: vivimos en suspenso. No ya porque seguimos asombrados el desarrollo de un espectáculo nunca visto (el agosto de los medios), nada menos que el montaje del final de «la novela de España», sino porque parece que una legalidad no termina de morir ante otra que no termina de nacer. Y nosotros en medio, colgados de la inseguridad.

Aun así, merece la pena hablar del libro y de lo que sus autores nos cuentan y nos argumentan. Porque nos cuentan o explican cómo y por qué hemos llegado aquí donde nos encontramos. Y nos argumentan o proponen sus recetas para prolongar la convivencia o conllevancia entre Cataluña y España, que dura desde hace cinco siglos. Claro que las recetas sólo servirán de algo si el impasse actual entre el viejo y el nuevo Estado (entre el Reino y la República) se decanta finalmente por el triunfo del primero. En otro caso, como dijo Manuel Azaña en una noche de éxtasis intelectual anterior a la República y a la guerra, de confraternización jubilosa entre la meseta y el mediterráneo, «cada uno podrá remar por separado y a su gusto». Ominosa perspectiva, vive Dios.

Los textos reunidos en este libro, un libro de batalla para un momento concreto, son inevitablemente desiguales en la profundidad de su reflexión sobre las causas de lo que hoy vivimos. Unos, los de Josep Borrell y Josep Piqué (no en vano ambos son políticos), inciden más en los hechos recientes de los últimos quince años (esa letanía que empieza por Maragall y Zapatero, sigue por Rajoy y el Tribunal Constitucional, pasa por Artur Mas y la caja de los truenos –«nos roban»?, y desemboca en el curioso trío formado por Puigdemont, Junqueras y la CUP): es decir, construyen una historia corta. En esta historia reciente destaca la singular maestría de Borrell para descomponer y desmentir las afirmaciones de tipo económico y financiero que actuaron como levadura para el suflé. La historia de longue durée es, en cambio, la de Francesc de Carreras y Juan-José López Burniol, aunque las de ambos sean de factura profundamente diversa.

Francesc de Carreras es un liberal en el más pleno sentido del concepto. Y es un profesor que domina la historia de las ideas y de las fuerzas políticas en Europa. Ambos aspectos le llevan a construir su narración poniendo el eje o deus ex machina precisa y concretamente en el nacionalismo, considerado como un fenómeno profundamente romántico que carece de cualquier legitimación fáctica o normativa en las sociedades contemporáneas, a las que somete o intenta someter a procesos de nation-building profundamente invasivos de la autonomía personal. Al tiempo que arruina cualquier posibilidad de las técnicas institucionales del autonomismo o el federalismo para mantener al Estado unido, pues hace un uso profundamente desleal de los poderes o competencias que el propio sistema le confía, utilizándolos conscientemente para construir finalmente una plataforma popular para la secesión. Lo que ha pasado ?cuenta? no es sino la culminación de un proceso de construcción nacional que comenzó al día siguiente de que Jordi Pujol se hiciera cargo del poder de dirección de la autonomía catalana y que se ha desarrollado felizmente gracias a la ceguera, el cortoplacismo y el sentimiento de inferioridad moral de los poderes centrales o, mejor, de las elites que los han poblado sucesivamente. El nacionalismo catalán o vasco nunca han admitido –yo diría que ni siquiera se lo han planteado? que en un Estado dotado de un régimen democrático de corte federal que atienda y respete a las diferencias regionales existe una obligación normativa para ellos de renunciar a la independencia y a constituir un nuevo Estado. Una obligación no tanto fáctica o legal como propiamente normativa, y así lo han afirmado Ramón Maíz o Luigi Ferrajoli desde disciplinas muy diversas como la filosofía política o la jurídica.

Josep Piqué, más desde la política práctica y con menos carga académica, pero dotado de mucho sentido común, coincide en describir lo sucedido como un caso en que, después de décadas de construcción nacional, la elite nacionalista gobernante ha decidido que ha llegado el momento del esfuerzo final por la independencia. Han aprovechado causas o hechos coyunturales para ello (el esperpento de la operación del Estatut con José Luis Rodríguez Zapatero y Pasqual Maragall, la crisis económica profunda de 2012), pero el asalto final a los cielos era inevitable. Si no, ¿para qué se había hecho país ilusionadamente durante décadas?

El notario Juan-José López Burniol es más impresionista en su relato del desencuentro entre Cataluña y España (¿o Castilla?), menos riguroso y, sobre todo, más proclive a entender la historia como un partido que se juega entre unas esencias nacionales ya dadas y perfiladas. En ese sentido, y por mucho que sea un pensamiento razonable y que busca la moderación, el suyo es un tipo de razonamiento implícitamente nacionalista (nacionalista metodológico, podríamos decir). El problema, según su relato, lo es de esa esencia que se denomina España y que no sabe admitir que hay otra esencia que también quiere tener su lugar al sol que es Cataluña. Y así llevan siglos peleando, desde los Austrias a Mariano Rajoy. La particularidad del caso, un tanto llamativa a mi entender, es que en esta pugna secular a España le pasaría algo raro –o directamente algo malo? que no le sucede a ningún otro ente metafísico de su categoría: que está nada menos que secuestrada por un «grupo político-financiero-funcionarial-mediático» decidido a mantener el centralismo y la hegemonía peninsular. Lo del «grupo…» se repite varias veces, es un Leitmotiv del notario. Este grupo, caracterizado hoy por su neoespañolismo, es el que ha logrado que el sistema autonómico quede frustrado y convertido en una mera descentralización administrativa, sin autonomía política sustantiva para las Comunidades Autónomas, frustrando así el régimen constitucional del 78. Sinceramente, me parecen afirmaciones tremendistas (aunque enlazan muy bien con el sentir del catalanismo finisecular de que la Meseta era incapaz de suministrar buen gobierno) y carentes de rigor jurídico y político. Todos los sistemas políticos (todos, no sólo España) están secuestrados –si quiere utilizarse una expresión tan cargada de emoción? por las elites políticas, financieras y burocráticas correspondientes (por eso Robert Dahl calificaba a estos sistemas de poliarquías y no democracias). Cataluña también. Y Francia, o Estados Unidos. Pero esas elites son plurales, compiten entre sí, y se renuevan en el poder sometiéndose al voto popular: esto es la democracia real como poder. Y conceptuar el autogobierno que garantiza la Constitución como una simple descentralización administrativa es sencillamente pasmoso (aunque ya empezó un excelente politólogo catalán como Ferrán Requejo a decirlo hace quince años). Tampoco Josep Borrell se priva a veces de achacar a «las carpetovetónicas actitudes de la España unitaria de matriz castellana, obcecada en rechazar las consecuencias de su diversidad» el ser la causa de la fractura del Estado que nos amenaza. Pues bueno.

Pero vayamos a la parte más interesante y que –quizás, quizás?, si el Estado se salva, pueda tener aplicación en el futuro, en el día después de la actual suspensión de la legalidad, cuando nos toque de nuevo a los españolitos (no a las esencias metafísicas) diseñar un orden de convivencia territorial, un arreglo de los destrozos del último acceso de rauxa. Porque, si triunfa la insurrección, poco orden de convivencia quedará por restaurar, claro, y la cuestión será la de negociar el reparto del ajuar en el Tribunal de La Haya.

En este orden de cosas, creo que resulta de utilidad distinguir entre propuestas arquitectónicas (constitucionales) y propuestas actitudinales (políticas). Arquitectónicas son las de Borrell y López Burniol, porque consisten en reformar el marco constitucional para dar más sustancia al autogobierno catalán. Políticas son las de Carreras (y en esencia también las de Piqué), pues inciden en la necesidad de modificar las actitudes de una parte de los catalanes, no mediante concesiones estructurales, sino mediante la política.

Borrell es fiel a la propuesta del PSOE actual: por un lado, reconocer que Cataluña es una nación y, por otro, federalismo: así de sencillo. Otra cosa es qué se vende bajo el socorrido y prestigioso nomen federal, que suele ser un régimen de privilegios y bilateralidad más propio del confederalismo. López Burniol concreta más: un federalismo funcionalmente simétrico, pero de contenido asimétrico, lo que se traduce en otorgar a Cataluña competencias exclusivas en materia identitaria (enseñanza, lengua y cultura), establecer un límite terminante a la solidaridad interterritorial y reformar el Senado para que pueda tomar decisiones. Además, claro está, consultar este nuevo estatus a los catalanes.

Carreras y Piqué no creen que incrementar el autogobierno sea una solución, sobre todo si no se modifica la radical deslealtad de sus gestores políticos para con el conjunto federado. Al contrario, sería algo así como incentivar o primar a quienes han roto la convivencia entregándoles más medios para que insistan en ello. Su propuesta es la de dejar a sí mismo a aquella parte del catalanismo que, por ser radical y emocionalmente independentista, resulta ya irrecuperable para el sistema político español, pero intentar recuperar a los independentistas sobrevenidos o pragmáticos (Piqué los estima entre un 20% y un 25%), a quienes se ha convencido últimamente por el engaño emocional y por la presión de la espiral del silencio. ¿Cómo? Mediante razones públicas y mensajes sobre los beneficios de la unidad en Europa. Así podría consolidarse una mayoría del 70% de apoyo a la idea de que España «es un buen negocio para los catalanes».

A este comentarista le convence más, desde luego, la propuesta de intentar modificar las actitudes de parte de la sociedad mediante razones y mensajes que la de intentar comprarlos con privilegios. Pero no deja de suscitarle muchas dudas la viabilidad de un cambio tal, por lo menos la simplicidad con que se presenta su consecución. Porque mientras las elites nacionalistas controlen la densa red de comunicación e infusión pública de sentimientos y razones no se ve cómo podrían llegar nuevos mensajes a la ciudadanía. Ni tampoco, sinceramente, quién o quiénes serían los encargados de formularlos. España, o la Unión si se prefiere, «no tiene quien le escriba»; los escribidores con vara en la plaza mediática no parecen capaces de crear un discurso creíble sobre España. Baste al respecto un ejemplo: el gesto de Josep Borrell en la manifestación en Barcelona de abrazar la bandera europea diciendo «esta es mi estelada». Inteligente, desde luego, pero demostrativo de la inexistencia de una bandera española aceptable para nuestras elites. No parece sino que nuestra única salvación como nación está en disolvernos cuanto antes en Europa. Y eso, desgraciadamente, no va a suceder. Europa no va a ser una nación.

El problema de la sociedad catalana no independentista, en mi opinión, es que es una mayoría social no ya silenciosa, sino políticamente inerte. Por varias razones: la primera porque el no nacionalismo no motiva como el nacionalismo, por razones obvias. Pero es que, además, y sobre todo, porque está políticamente desarticulada y no puede articularse por su propia pluralidad: esa mayoría se divide entre Partido Popular, Ciudadanos, Partido de los Socialistas de Cataluña,  Podemos, Colau, cada uno con objetivos primarios propios antepuestos al asunto nacional. ¿Tengo que explicar más por qué es inarticulable?

Viene aquí a cuento algo que este cronista ha defendido durante años en la esfera pública en cierta soledad, y que me ha extrañado no ver recogido en las partes del libro de Francesc de Carreras y Juan-José López Burniol, porque ellos son también desde hace años confesos defensores de la consulta referendataria a la sociedad catalana sobre sus deseos de independencia/unión. No porque sea un derecho, el «derecho a decidir» o el «derecho de autodeterminación» (tal cosa no existe aquí y ahora, aunque López Burniol sea más confuso en este punto), sino porque es un expediente democrático aconsejable cuando la tensión independentista en una sociedad concreta alcanza un nivel inmanejable por otros cauces. Lo dijo Francisco Rubio Llorente: para saber lo que la mayoría de los catalanes quieren, al final no hay otro medio sino el de preguntárselo directamente (y atenerse a las consecuencias). Es un poco vergonzante hablar de «mayoría silenciosa» y no estar dispuesto a contrastarla en las urnas. O alegar que el 1 de octubre sólo hubo 2,3 millones de votos indepes, valiéndose del número a pesar de que nos hemos negado a contarlos.

Una consulta referendataria a la sociedad catalana sería probablemente la única forma de legitimar y articular a la maior et melior pars de esa sociedad, que no desearía la independencia después de un proceso de debate bien organizado y tranquilo, pero que sí desea contarse en las urnas. Y sería la forma de poder articular después un régimen institucional de autogobierno razonable, federal, pero de verdad. Yo lo recomendaría si salimos de ésta con tiempo y posibilidad de hacerlo.
Dicho en otros términos: a un referéndum tramposo sólo se le gana con un referéndum de verdad, claro y limpio. ¿Quedará tiempo para ello?

José María Ruiz Soroa es abogado. Sus últimos libros son Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político (Vitoria, Ciudadanía y Libertad, 2007), Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación (San Sebastián, Hiria Liburuak, 2008) y El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010).

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Ficha técnica

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