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El gran selfie

El golpe posmoderno. 15 lecciones para el futuro de la democracia

Daniel Gascón

Barcelona, Debate, 2018

224 pp. 16,90 €

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Es difícil exagerar lo que la crisis catalana ha supuesto para toda una generación de españoles nacidos en democracia. Aunque al grado de apasionamiento ha sido muy diverso, y no han faltado las muestras de hastío, no creo que haya muchos españoles jóvenes interesados en política que hayan podido, nolens volens, mantenerse al margen de la gran discusión colectiva originada al arrimo del procés. Cataluña será ya siempre para ellos –para nosotros– la primera gran batalla donde la verdad desapareció, las masas comparecieron como un actor político y la razón quedó subordinada a las emociones de la pertenencia grupal.

Cierto, mi generación había experimentado ya la amenaza al orden constitucional proveniente de ETA, mucho más trágica que el procés, por cuanto esa fue una batalla en sentido literal en la que se perdieron muchas vidas. Pero precisamente porque en el caso de ETA las categorías morales eran más nítidas –matar está mal, y reprimir al que mata, sin necesidad de entablar dialogo, no plantea un reto intelectual o ecuación moral difícil de desentrañar–, el terrorismo etarra no supuso, para mi generación, la misma piedra de toque que la crisis catalana. Esta nos ha puesto en el brete de llenar de contenido teórico y práctico nociones hasta entonces genéricas e indeterminadas, como Constitución, ciudadanía, unidad o democracia, así como nuestra propia idea de España. A ese esfuerzo hermenéutico extenuante se ha sumado el penoso deber de confrontar nuestra posición con la de amigos y familiares, tanto la de aquellos que, sin apoyar la independencia, opinaban de otra forma, como con aquellos que se habían situado en el campo opuesto y estaban dispuestos deshacer la ciudadanía común. Algunos afectos se enfriaron, otros no sobrevivieron.

El libro que comentamos puede verse así. Por un lado, es una notable aportación en el esfuerzo de comprender lo que en España ha pasado en los últimos cinco años, coincidiendo con la fase más aguda de la crisis territorial. Por otro lado, es el cuaderno de notas en el que un joven escritor y periodista español registra, con cierta perplejidad, el abigarrado muestrario de excentricidades que se han dado cita en la crisis catalana, intentando extraer unas pocas, pero seguras, enseñanzas morales. Su autor, Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) tiene en su haber varios libros de cuentos, pero es sobre todo conocido por ser el editor en España de la revista Letras Libres. Se estrena con este libro en el género del ensayo. A los lectores de sus artículos no les costará reconocer en El golpe posmoderno la característica voz de Gascón, cuyos rasgos más salientes son un admirable don para la síntesis, el uso sabiamente administrado de una ironía amable que borra sus huellas y el deseo de sacrificar toda afectación innecesaria en el estilo, siguiendo el consejo de su admirado George Orwell. Aunque la mayor virtud de la prosa de Gascón acaso sea esa insobornable actitud que le hace preferir siempre la frase honesta a la redonda (aunque redondez no le faltan a muchos de sus párrafos). Al terminar la lectura del libro, podemos decir que ha cumplido cabalmente el mandato de Christopher Hitchens, otro de sus autores de referencia, citado en la introducción: «la tarea del intelectual es mostrar la complejidad de las cosas, atender a la gama de grises», pero que hay casos en que debe consistir «en trazar una línea entre los grises, en hacer distinciones esenciales y sencillas».

Gascón se propone echar luz sobre un caso que le resulta ciertamente enigmático: «una rebelión contra una democracia liberal en una región donde la renta per cápita supera los veinticinco mil euros». Una fronda dirigida por una minoría rica que se presenta ante el mundo «revestida de todas las convenciones y la retórica de la lucha de los pueblos oprimidos». Aunque es cierto, añade el autor, que «las revoluciones de los ricos no son infrecuentes, una particularidad de esta rebelión es que a mucha gente le parecía que poseía un componente progresista, aunque por medio del procés los ricos trataban de librarse de los pobres».

Establecida esa causa primera de perplejidad, el autor orienta su pesquisa a través de quince capítulos breves que examinan las facetas del singular poliedro. La idea plebiscitaria de democracia, la construcción del relato, la manipulación de las claves históricas, la efusividad kitsch, el desdibujamiento de los hechos, el papel de las identidades, la responsabilidad de las elites, la producción de una mentalidad supremacista, y la sombra elusiva de la violencia son algunos de los temas tratados. La escritura es generosa, tanto con el lector, por su claridad, como con otros comentaristas, a los que Gascón no regatea la cita. Su método parece ser el de ir aupándose sobre los hallazgos de otros hasta poder destilar algo que, si no es la verdad de lo ocurrido, adquiere la forma al menos de una conclusión provisional puramente razonable. Abundan en el texto calas de gran lucidez («La mejor forma de cruzar una línea roja es hacerlo muy despacio, de manera que no se sabe muy bien cuando la has atravesado», p. 12) que se combinan con reflexiones normativas enunciadas de forma sencilla. Esta, por ejemplo: «El discurso identitario acaba por negar lo que tenemos en común: la idea de que nuestras experiencias son comunicables, de que podemos entender la alegría y el dolor de los demás. En la mentalidad identitaria no juzgamos a las personas por lo que hacen sino por lo que son […]. Es un error perceptivo y moral encerrar a los demás en una sola identidad. Pero también es un error dejarnos atrapar en una sola identidad, en una única dimensión» (p.69).

Huelga explicar que Gascón no simpatiza con las ideas independentistas. Pero tampoco tiene por intención atacarlas. En la mayoría de los casos, al autor le basta con ordenar el material, permitir que los propios protagonistas se expresen con sus palabras y dejar que el lector saque sus propias conclusiones. Sólo puntualmente es incapaz de reprimir alguna agudeza maliciosa. Comentando el lujuriante elenco de agravios alegado por el nacionalismo catalán, dice nuestro autor: «Casi siempre es necesaria una afrenta. Idealmente la ofensa es imprecisa y gravísima para que la compensación sea elástica e inagotable» (p.79). O, de manera más divertida, cuando al comprobar que en el seno del movimiento independentista se encuentran por igual la admiración hacia el sionismo, fundador de un Estado, y la solidaridad hacia la causa palestina, pueblo reprimido, a Gascón no le queda más remedio que encogerse de hombros y concluir que «Cataluña es, al mismo tiempo, Israel y Palestina» (p. 110). Tampoco faltan, por otro lado, juiciosas críticas a la manera en que la parte constitucionalista ha abordado el conflicto.

Digamos, para terminar, que podría llamar la atención que, en un libro enteramente dedicado a la crisis catalana, la palabra Cataluña haya sido omitida en el título. Tras la lectura del libro, la opción parece acertada. Autor y editor nos invitan a pensar en lo sucedido en España en el último lustro no como un problema español, en unas coordenadas temporales y geográficas irrepetibles, sino como una manifestación local de una crisis dentro de un cuadro epocal y geográfico mayor. Una crisis marcada, en palabras de Kenan Malik, uno de los autores citados en el libro, por la «erosión del universalismo, el ascenso de la política de la identidad y la creación de sociedades más fragmentadas». Una tríada preocupante, sin duda.

En un discurso de 1982, Dolf Sternberger, el filósofo político alemán que acuñó el concepto del patriotismo constitucional, entrevió el problema: «Durante mucho tiempo hemos pensado que un Estado constitucional sería el método de hacer superflua una revolución». Sternberger se mostraba preocupado de que tal confianza fuera vana. Sin llegar a decirlo abiertamente, se maliciaba que el peligro provendría precisamente de una alegre juventud que «habla de la democracia con un tono de alguna manera utópico, como si fuese un tipo de vida y una forma de existencia más allá de toda clase de Estado, además superior y mejor que cualquier otra organización estatal», cuando resultaba obvio al filósofo que «una democracia sólo puede darse como Estado, precisamente como Estado democrático o, para expresarlo más cuidadosa y atinadamente, como un elemento en el conjunto del Estado constitucional, o como uno de los rasgos de este».

Entre nosotros, también Arcadi Espada ha explicado que la democracia es la forma de gobierno que «deja obsoleta la revolución»  y que el procés plantea «el inédito problema de cómo una democracia moderna se enfrenta a una revolución». La profecía de Sternberger se cumplió en España en el otoño de 2017. Miles de personas persuadidas, con fervor milenarista, de estar actuando como demócratas cabales, quisieron llevar a cabo una revolución contra la tiranía, sin darse cuenta de que lo único que estaban haciendo era traicionar a una democracia constitucional. Termina uno de leer El golpe posmoderno con el corazón encogido: ¡cuánta frivolidad! Lo cierto es que el procés nunca tuvo una justificación moral fuerte, y sólo podía ser fuerte si lo que se pretendía era romper un Estado democrático. Más parece que todo haya consistido, sugiere Gascón en una acertada imagen, en sacarse «un gigantesco selfie favorecedor, donde el ángulo escogido permitía, entre otras cosas, no ver a la otra mitad de la población catalana». O acaso ocurre, como me comentaba un amigo catalán que se dispensó de posar para la foto, que «sencillamente, a veces la gente se cansa de estar bien».

Juan Claudio de Ramón es diplomático y escritor. Ha coordinado, con Aurora Nacarino-Brabo, La España de Abel. 40 jóvenes españoles contra el cainismo en el 40 aniversario de la Constitución Española (Barcelona, Deusto, 2018).

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