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Baroja en la Academia

La busca

Pío Baroja

Madrid, Real Academia Española /Alfaguara, 2013

336 pp. 12,90 €

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La última de las iniciativas puestas en marcha por la Real Academia Española de la Lengua para conmemorar el tricentenario de su fundación (la RAE celebró su primera sesión en agosto de 1713, pero no fue hasta 1714 cuando Felipe V firmó la Real cédula fundacional) ha sido de la inaugurar una colección –coeditada con Alfaguara– destinada a acoger algunas de las mejores novelas de la literatura española contemporánea. Para abrir la serie, los anónimos responsables del proyecto han creído conveniente que uno de los dos títulos escogidos –el otro es Misericordia, de Benito Pérez Galdós– fuera la novela La busca, de Pío Baroja. Una elección cuando menos curiosa, teniendo en cuenta que, a pesar de que escritor y obra son perfectamente merecedores de tal honor, ni el uno ni la otra se identifican, a priori, con los valores literarios que solemos asociar a la institución.

Y es que, aunque no todo el mundo lo sepa, el autor de El árbol de la ciencia –que había reunido méritos suficientes para ser académico varias décadas antes– no ingresó en la docta casa hasta que en 1935, ya con sesenta y dos años cumplidos, las maniobras de su fiel amigo Azorín dieron, por fin, sus frutos, y la candidatura del donostiarra recibió el visto bueno de una corporación que durante años se había mostrado más bien reacia. Con respecto al «academicismo» de La busca, en el mismo texto de la novela encontramos esta declaración, en la que, haciendo gala de su habitual escepticismo, Baroja ironizaba sobre su decisión de eliminar de su obra aquellos pasajes que más se adaptaban al ortodoxo gusto de los académicos: «En este y en otros párrafos de la misma calaña tenía yo alguna esperanza, porque daban a mi novela cierto aspecto fantasmagórico y misterioso; pero mis amigos me han convencido de que suprima tales párrafos, porque dicen que en una novela parisiense estarán bien, pero en una madrileña, no, y añaden, además, que aquí nadie extravía, ni aun queriendo; ni hay observadores, ni casas de sospechoso aspecto, ni nada. Yo, resignado, he suprimido esos párrafos, por los cuales esperaba llegar algún día a la Academia Española, y sigo con mi cuento en un lenguaje más chabacano» (p. 51).

En cualquier caso, lo cierto es que ya se encuentra a la venta un libro que se presenta al lector bajo la promesa –a mi entender, no muy afortunada– de ofrecerle una «edición definitiva» de la obra (ignoro los motivos que convierten en «definitiva» una edición publicada más de un siglo después de la primera y sin la participación directa del autor) y con la principal novedad de que el texto barojiano viene acompañado de dos estudios introductorios firmados por Soledad Puértolas y José-Carlos Mainer, y de dos anexos finales (una selecta y actualizada bibliografía final, y un útil glosario con el vocabulario de la época empleado por Baroja) que completan el volumen.

La introducción de Puértolas, que lleva el título de «Melancolía barojiana», es un ensayo de tono muy personal que tiene como hilo conductor la experiencia de la académica como lectora de Baroja y como autora de una hoy lejanísima –nos remontamos nada menos que al año 1968– tesina sobre la trilogía barojiana La lucha por la vida, con la que obtuvo la licenciatura en PeriodismoSoledad Puértolas, El Madrid de «La lucha por la vida», Madrid, Helios, 1971.. Como digo, se trata de un texto emotivo y sentido en el que, además de alguna que otra opinión debatible, se deslizan un par de errores o imprecisiones que, sin afectar directamente a la obra que nos ocupa, sí evidencian que la novelista zaragozana no es una experta en el tema. Afirmar que Baroja «tuvo éxito enseguida» (p. XVI) y que «a su literatura le tocó un tiempo propicio» (p. XVII) me parece una aseveración demasiado optimista y condicionada, tal vez, por la consideración –casi unánimemente positiva– que se tiene hoy en día de la literatura barojiana. Sin embargo, y hasta donde yo sé, la «época dorada» para los escritores profesionales en España se cierra, de alguna manera, con los grandes de la literatura realista –Galdós, Pardo Bazán, Clarín, Valera– y deja paso a un período (aproximadamente entre los diez últimos años del siglo XIX y los quince primeros del siglo XX) en el que los autores que empezaban –entre ellos Baroja y el resto de miembros de la «generación del 98»– tuvieron serias dificultades para poder vivir holgadamente del ejercicio de su profesión. En este sentido, y aunque es posible que la obra barojiana fuese mejor recibida que otras, en términos de mercado editorial, y como argumentó en su momento Rafael Pérez de la Dehesa, «ninguna de las primeras firmas de nuestro siglo, con la excepción de Blasco Ibáñez, logró superar, y en muchos casos ni siquiera igualar, los ingresos de sus antecesores literarios»Rafael Pérez de la Dehesa, «Editoriales e ingresos literarios a principios de siglo» (pp. 217-228), Revista de Occidente, núm. 71 (febrero de 1969), p. 225..

Tampoco estoy de acuerdo en que Baroja contara –«en diferentes grados» o «de diferentes formas»– «con el apoyo (y la amistad) de Azorín, Ortega y Unamuno» (p. XVI). Coincido con Puértolas en que pudo ser así en el caso de Azorín (yo mismo lo he defendidoFrancisco Fuster García, «El crítico Azorín; el amigo Martínez Ruiz», en Azorín, Ante Baroja: edición crítica, revisada y ampliada (1900-1960), edición y estudio introductorio de Francisco Fuster García, Alicante, Universidad de Alicante, 2012.) e, incluso, en el de Ortega y Gasset, aunque ese apoyo se limitara al período de la vida de ambos anterior a su famosa discusión –en torno a 1925– sobre la naturaleza de la novela que, como es sabido, marcó el inicio de un distanciamiento mutuo. Ahora bien, si hablamos de la relación entre Baroja y Unamuno, basta leer la semblanza que el primero le dedicó al segundo en 1940El texto, publicado por primera vez con el título de «Siluetas de escritores y de políticos: Unamuno» en el periódico argentino La Nación de Buenos Aires (29 de septiembre de 1940), puede consultarse en un volumen de retratos literarios de Baroja recientemente aparecido: Semblanzas, edición y prólogo de Francisco Fuster García, Madrid, Caro Raggio, 2013. para comprobar que, ni fueron amigos, ni existió jamás entre ellos un cariño recíproco, más allá del respeto y trato protocolario. Por último, señala la escritora aragonesa en la misma página de su prólogo que el autor de La busca «se planteó escribir versos pero, que yo sepa, no lo hizo y no se los enseñó a nadie». Pese a que lo hizo muy tarde, ya al final de su carrera, Baroja no sólo escribió versos, sino que publicó un volumen de poemas titulado Canciones del suburbio (Madrid, Biblioteca Nueva, 1944) y prologado por Azorín.

En resumen, y aun reconociendo que la elección de Puértolas como prologuista del libro parece bastante lógica, teniendo en cuenta esos precedentes qua ya he citado, mi impresión es que su ensayo, que aporta algunas ideas válidas y que posee el innegable atractivo de estar escrito desde la nostalgia de una lectora barojiana apasionada y veterana, no satisfará a ese lector exigente que espere algo más de esta supuesta «edición definitiva».

Todo lo contrario sucede, en cambio, con el estudio introductorio –titulado «Baroja y La busca: una prosa vital»– de quien es, a mi juicio, el mayor experto en la obra barojiana que hay actualmente en nuestro país. Como suele ser habitual en él, Mainer nos ofrece un equilibrado y completo ensayo en el que, tras repasar la genealogía editorial de la novela (La busca apareció por primera vez como folletón en el diario El Globo, entre marzo y mayo de 1903, y ya en 1904 se publicó en formato de libro) y ponderar la influencia del género folletinesco en ella, dedica una espacio importante a lo que, en mi opinión, mejor se le da: juzgar la obra literaria dentro de su contexto histórico, cultural y sociopolítico. En unas pocas páginas, escritas al más puro estilo «mainerista» (combinando la erudición y el análisis, el dato objetivo y la opinión razonada), el catedrático emérito de la Universidad de Zaragoza consigue situar La busca en la rica y variada tradición de la literatura europea decimonónica (Marx y Engels, Dickens, Dumas, Victor Hugo) sobre la vida marginal en los barrios empobrecidos –los «bajos fondos»– de las grandes ciudades.

A diferencia de lo que ocurre en el prólogo de Puértolas, donde se nota –quizá demasiado– que las lecturas de Baroja por parte de su autora no son del todo exhaustivas, en el estudio liminar de Mainer se percibe un conocimiento profundo de la obra del narrador vasco que le permite ilustrarnos con una serie de paralelismos –difíciles de advertir para el lector común– entre la multitud de temas, motivos y personajes barojianos que, a lo largo de los años, desaparecen y reaparecen en sus libros transformados en algo distinto y, a la vez, muy parecido. A continuación, se aborda el influjo de la novela picaresca y se argumenta la relación entre Lázaro de Tormes y el personaje de Manuel Alcázar (protagonista de La busca y de sus continuaciones, Mala hierba y Aurora roja, ambas también de 1904), para acabar con una pertinente referencia a la lectura crítica que hizo Azorín de esta novela de Baroja y del conjunto de su obra literaria.

Evidentemente, no descubro nada si digo que, al igual que sus compañeros de trilogía y que la práctica totalidad de la obra barojiana, La busca es un libro de un alto contenido autobiográfico cuyo origen hay que buscar, sin duda, en las experiencias vividas por el escritor en ese Madrid en transformación del cambio de siglo. De hecho, así lo reconoció Baroja en el breve texto que antepuso al fragmento de la novela reproducido en sus Páginas escogidas (1918): «el convivir durante algunos años con obreros panaderos, repartidores y gente pobre, el tener que acudir, a veces, a las tabernas para llamar a un trabajador, con frecuencia intoxicado, me impulsó a curiosear, en los barrios bajos de Madrid, a pasear por la afueras y a escribir sobre la gente que está al margen de la sociedad»Pío Baroja, Páginas escogidas, Madrid, Calleja, 1918, p. 130..

En esa misma nota, redactada expresamente para aquella antología que él mismo seleccionó y prologó, Baroja apuntaba un detalle muy interesante que, casi un siglo después, y merced a esta nueva edición de la obra, recobra todo su sentido. Decía nuestro autor hace más de noventa años que, sin saber a ciencia cierta por qué, La busca había sido, entre sus novelas, una de las que más aceptación habían tenido. «Al publicarla –insistía el novelista–, me dio la impresión de que me aceptaban en el cónclave literario y me invitaban a pasar. Como yo no pasé, porque malas o buenas todavía tenía cosas que decir, la puerta que estaba abierta volvió a cerrarse para mí»Ibídem.. Ironías de la vida, no deja de resultar paradójico que la obra que, a juzgar por sus palabras, le brindó la oportunidad –voluntariamente desaprovechada– para ingresar en el establishment literario de la época, le haya servido ahora para hacerse un hueco en una colección nacida con el loable propósito de contribuir a que nuestros clásicos lleguen a un público más amplio y traspasen, así, los poco permeables muros de la Academia. Nunca mejor dicho.

Francisco Fuster es Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Valencia. Su línea de investigación se centra en la historia de la literatura española de la Edad de Plata (1900-1936), con especial interés en las figuras de Pío Baroja, Azorín y Julio Camba, escritores a los que ha dedicado distintos trabajos. Es autor del blog El malestar en la incultura.

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