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Autonomías: y ahora, ¿qué?

Informe sobre España. Repensar el Estado o destruirlo

Santiago Muñoz Machado

Barcelona, Crítica, 2012

252 pp. 21,90 €

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Uno de los varios efectos colaterales que está teniendo la grave crisis política que atraviesa España desde hace más de un lustro ha sido el de sacar a los profesores universitarios a la calle, si se me permite expresarlo de ese modo. Y no estoy refiriéndome, desde luego, aunque el lector haya podido suponerlo de inmediato, al numeroso grupo de docentes que participan en la vía pública en actos de protesta contra esto o contra aquello, bien en su calidad profesional, bien en la de simples ciudadanos. No, cuando hablo de salir a la calle utilizo una metáfora, pues pienso ahora en otra cosa muy distinta: en el impulso, creciente a medida que ha ido agravándose nuestra crisis, que ha llevado a algunos profesores universitarios –muchísimos menos de los que asisten a manifestaciones, por supuesto– a verter sus reflexiones en libros o revistas no dirigidos sólo, como acontece siempre o casi siempre, a sus colegas, sino a un público más amplio con el propósito expresar ante él un compromiso –ese que caracteriza a los intelectuales– con la realidad que nos circunda. Un compromiso, huelga decirlo, que se manifiesta de modo primordial a través de la elaboración de análisis críticos de esa realidad. No hace mucho reseñaba yo en Revista de Libros una obra escrita por Fernando Vallespín (La mentira os hará libres) que debe incluirse, sin duda alguna, dentro de ese grupo. Lo mismo cabría decir del volumen que será ahora objeto de estas líneas, cuya primera aseveración deja bien fijadas las intenciones de su autor: «No ha sido el simple interés intelectual del especialista lo que ha movido a la redacción de estas páginas, sino también la congoja del ciudadano».

La que siente Muñoz Machado por la situación de nuestro país es, sin duda, compartida por millones de españoles, que, como él, también creen que «avanza inexorablemente el proceso de deterioro de las instituciones constitucionales». El autor, catedrático de Derecho Administrativo y jurista de grandísimo prestigio y hombre polifacético –acaba de ser elegido miembro de la Real Academia Española–, menciona entre aquellas instituciones a los parlamentos, los partidos políticos, el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, la justicia ordinaria, los sindicatos y la administración estatal o municipal, para afirmar seguidamente que ninguna de ellas funcionan en España de un modo adecuado: todas conforman «las manifestaciones más generales de una crisis constitucional de enorme hondura, y que resulta más grave para España, y será más duradera y difícil de resolver, que la crisis económica». Sin embargo, y en contra de lo que cabría deducir de tan exhaustiva enumeración, lo cierto es que este Informe sobre España no está centrado en analizar el funcionamiento de todas o algunas de las instituciones que acaban de citarse. Lejos de ello, Muñoz Machado, quien echa mano de una forma de titular que recuerda aquellos informes de los políticos de la Ilustración, de entre los cuales el elaborado sobre la ley agraria por don Gaspar Melchor de Jovellanos fue el más célebre, se centra exclusivamente en abordar lo que solemos llamar la cuestión territorial, aclaración ésta que no hago ni de lejos con la intención de quitar al libro ningún mérito, dado que esa cuestión resulta, desde luego, y muy de largo, la más compleja y endemoniada de todas aquellas con que nuestra democracia tiene que lidiar. Sencillamente, quizás hubiera sido más adecuado, y más clarificador para el lector que el título del libro, en lugar de Informe sobre España, hubiera sido Informe sobre el Estado autonómico o, incluso, Informe sobre la cuestión territorial, que es de lo que, en realidad, tratan las 252 magníficas páginas que Muñoz Machado ha escrito para tratar de buscar soluciones al problema que él mismo describe, ya desde el principio, con una meridiana claridad: «Constatamos el despilfarro y la desmesura organizativa, desde luego, pero también que el Título VIII de la Constitución, concerniente a la organización territorial del Estado, ha dejado de aplicarse, que existe una convivencia caótica de normas estatales y autonómicas inmanejables, que las sentencias del Tribunal Constitucional que interpretan las leyes, o incluso las anulan, no se cumplen casi nunca, que las leyes del Estado no se aplican, que el Estado carece de competencias efectivas para asegurar la unidad política y económica de España, y un largo etcétera de asuntos agregados». ¿Alguien da más?

Fijado, así, el problema general, el autor procederá como cabía esperar de quien, con notable inteligencia y pertrechado de un profundo conocimiento del asunto, trata de buscarle una salida: analizando, en primer lugar, cuál es la génesis del mal que se ha diagnosticado de forma tan genérica; profundizando, después, en el estudio detenido de los principales síntomas a través de los cuales aquel mal se manifiesta; y prescribiendo, en fin, el tratamiento que se considera adecuado para intentar darle solución.

A la génesis se refiere Muñoz Machado comenzando por el estudio de lo que él mismo denomina «el error originario»: éste no habría sido otro que repetir una gran falta que, fruto de un vicio inscrito en la historia de nuestro constitucionalismo –el de la improvisación– ya se habría cometido, en relación con el tratamiento del problema territorial, durante la Segunda República española: el consistente en diseñar un modelo abierto que, al no quedar previsto en la Constitución, posibilitó que el Estado de las autonomías fuera construyéndose sobre la marcha, a través de un proceso descentralizador dominado por los estímulos políticos del momento. La concreción jurídica de ese error habría sido, según Muñoz Machado, haber vuelto a echar mano para plasmar jurídicamente la descentralización, como ya se hiciera en la Constitución de 1931, de los Estatutos de Autonomía, en cuyas deficiencias «como normas en las que puede fundarse un Estado federal o autonómico radica, en muy buena medida, la crisis constitucional que ahora padecemos».

Aunque personalmente tengo pocas dudas de que la doble naturaleza de los Estatutos, como normas a la vez autonómicas y estatales, que son debatidas y aprobadas de forma sucesiva por los parlamentos autonómicos y las Cortes Generales, no ha ayudado, sino todo lo contrario, a la estabilización de un sistema autonómico en permanente situación de apertura y, por ello mismo, de provisionalidad, creo que la auténtica causa de esos males reside menos en la peculiar naturaleza de los Estatutos que en los efectos que, como señala certeramente Muñoz Machado, iba a acabar por tener la ausencia en la Constitución de un auténtico diseño del modelo de organización territorial del Estado. Una idea, subrayémoslo, que fue expresada hace ya varías décadas por Pedro Cruz Villalón cuando, en un texto tan breve como sugerente («La estructura del Estado o la curiosidad del jurista persa», aparecido en 1981 en la Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid), el jurista sevillano, entonces un joven profesor, insistió en el hecho de que la Constitución de 1978 había procedido a desconstitucionalizar la forma del Estado. Es en el momento en que, tras analizar el error originario, Muñoz Machado se pregunta «¿Quién ha inventado esto?», cuando el autor da, a mi juicio, con su respuesta, plenamente en la diana. Porque, más allá de las evidentes deficiencias derivadas de la características de las normas estatutarias, el gran problema de la construcción del nuestro Estado autonómico residió en que, en ausencia de un auténtico diseño territorial en nuestra Constitución, el nuevo Estado se construyó «de abajo arriba y sin que nadie hubiera fijado un patrón», de forma tal que el nuevo sistema autonómico «se lo estaban inventando las representaciones territoriales de los partidos, cuya influencia sobre sus jefes estatales resultaba irresistible. Pensando naturalmente, los más honestos, en el bien de sus regiones, pero también, todos sus protagonistas, en que se abrían nuevos ámbitos institucionales en los que disfrutar del poder”.

Ciertamente, el silencio relativo de nuestra ley fundamental se tradujo en que aquella se limitase a proclamar los principios de unidad, autonomía y solidaridad; a fijar las reglas para que el proceso descentralizador pudiera, en su caso, acabar materializándose en la práctica; y a establecer algunos principios, muy generales y/o muy abiertos, sobre el funcionamiento del futuro Estado autonómico que podría llegar a construirse en España. Por eso mismo, ese Estado autonómico será finalmente el fruto de un proceso político de presiones cruzadas, que iba a explicar no sólo la generalización de la autonomía al conjunto del territorio español (sin limitarla, como algunos habían previsto y deseaban, a Cataluña, el País Vasco y, sustancialmente rebajada de contenidos, a Galicia), sino también, y sobre todo, la apertura de un sistema autonómico en revisión permanente, consecuencia todo ello del principio dispositivo previsto expresamente en la Constitución. Aunque tengo dudas de que la identificación que lleva a cabo Muñoz Machado entre ese principio dispositivo y el derecho de autodeterminación no produzca en el lector, pese a todos los matices que introduce el autor, más confusión que claridad, parece difícilmente cuestionable, desde luego, que la capacidad permanente de las nuevas clases políticas que nacen con la descentralización para proceder a ampliar casi sin límites su ámbito de competencias y su organización institucional acabó siendo un factor de profunda y permanente disfuncionalidad en la dinámica de nuestro Estado autonómico. Yo mismo me he referido a la cuestión, cuando en mi libro Nacionalidades históricas y regiones sin historia (Madrid, Alianza, 2005) he insistido en que ese Estado ha estado marcado por dos dialécticas paralelas que se han retroalimentado la una a la otra: la existente entre Comunidades de vía rápida y vía lenta –la carrera de la liebre y la tortuga de la que en su día habló Javier Pradera– y la, no menos importante, entre competencias y organización institucional: a más competencias, más instituciones, y viceversa. A mi juicio, todo ello ha estado condicionado, al propio tiempo, por un factor adicional, muy relacionado con el que acaba de apuntarse, que iba a resultar a la postre decisivo para entender la evolución del Estado de las autonomías y la grave situación en que hoy nos encontramos: ese factor no sería otro que la coincidencia en el caso español de dos elementos –la apertura del modelo autonómico y la paralela existencia de partidos nacionalistas– que, disfuncionales cada uno por separado, producen juntos un efecto sobre el sistema que puede llegar a ser devastador. Un modelo abierto sin partidos nacionalistas presentará sin duda problemas, que pueden no ser menores en uno cerrado con partidos nacionalistas. Pero la coincidencia de uno y otro, que es lo que ha ocurrido en España, ha producido un efecto similar al que se deriva de juntar el hambre con las ganas de comer, lo que dará lugar a una malhadada conjunción cuyos efectos son hoy, por desgracia, bien visibles.

El efecto final dislocador para el conjunto del Estado de todo lo apuntado pudo constatarse con no menos preocupación que claridad cuando se produjo la apertura de la llamada segunda descentralización, respecto de la cual realiza Muñoz Machado un juicio crítico con el que coincido plenamente. Y es que si bien «la tendencia a extravasar los dominios constitucionalmente reservados al Estatuto como norma se manifestó en los primeros Estatutos del período 1979-1982 (sic: 1983) con bastante moderación», lo cierto es que aquella «estabilidad inicial se rompió cuando el Estado autonómico cumplió sus primeros veinticinco años de vida. Entonces algunos políticos asumieron el papel de jóvenes ansiosos de establecerse por su cuenta y decidieron retornar otra vez al principio dispositivo». Los efectos negativos de esa decisión para el funcionamiento del Estado de las autonomías, que ni las Cortes, primero, desde el punto de vista del control político, ni el Tribunal Constitucional, más tarde, desde la perspectiva del control de la constitucionalidad, pudieron verdaderamente evitar, se situaron, sin embargo, muy lejos de los que una parte de los impulsores del nuevo Estatuto catalán proclamaron perseguir: dar una definitiva solución a la cuestión catalana.

Y así, con esa cuestión catalana más desarreglada que nunca, como muy pronto iba a poder comprobarse con suma claridad, lo que la segunda descentralización vino a culminar fue un proceso descontrolado de desvertebración del Estado, que ha comenzado a provocar consecuencias muy negativas en la percepción que tiene sobre el sistema autonómico la opinión pública española: primordialmente, un aumento progresivo del número de ciudadanos que desean volver a un Estado centralizado: un cuarto de la población, según el barómetro de diciembre de 2012 del Centro de Investigaciones Sociológicas. Esa marcha atrás supone, en todo caso, como posible solución, una quimera. Muñoz Machado, muy crítico, como he tratado de explicar, con la evolución del Estado autonómico y con los resultados finales que aquella ha producido, emite un juicio al respecto del que creo no es fácil discrepar: que, para bien y para mal (pues el Estado autonómico ha producido efectos perjudiciales, pero también muy beneficiosos) el sistema ya no tiene marcha atrás: «En la actualidad, no hay ni una sola Comunidad Autónoma que no se crea con títulos históricos y culturales suficientes para reclamar la misma autonomía que se reconozca a cualquier otra». Ciertamente, y frente a ese pueblerino convencimiento de los nacionalistas sobre los elementos diferenciales de sus respectivos territorios, que no deja de producirnos a algunos tanto estupor como ternura, tiene mucha razón el autor del Informe sobre España cuando subraya «que todas las Comunidades Autónomas constituidas se creen con igual derecho que cualquier otra para autogobernarse» y cuando afirma, en consecuencia, que el Estado español tiene actualmente «una organización autonómica indiscutiblemente enraizada y difícil de mover».

Por tanto, dado que, repartido ya el café (aquel que algunos pensaron, creo que ingenuamente, que podría no ser para todos), nadie piensa en devolverlo, mejor será buscar otras soluciones. Una podría consistir en reducir la complejidad del Estado autonómico mediante una reducción del número de sus Comunidades, solución ésta sobre la que el prestigioso jurista español, y yo con él, se muestra claramente pesimista. Y ello porque, «aunque recomendables, es más que probable que estos cambios, que dependen sobre todo de la voluntad de las Comunidades Autónomas, no se acometan nunca». ¿Qué hacer pues? La propuesta de Muñoz Machado, que busca siempre el pragmatismo de lo que realmente puede resultar posible, iría por eso, en primer lugar, en el sentido de acometer lo que él mismo denomina reformas parciales de la Constitución y de los Estatutos. Pero, dada la reconocida dificultad para afrontar, con los mimbres de los que disponemos en la actualidad, una reforma constitucional verdaderamente eficaz que, para serlo, debería resultar el fruto de un amplio consenso difícil hoy de divisar, el autor se sitúa también en la línea de «explorar si los defectos de organización y funcionamiento del Estado de las autonomías pueden arreglarse sustancialmente utilizando la legislación orgánica y ordinaria»: «mi tesis –afirma Muñoz Machado– es que una reforma importante de la situación establecida puede llevarse a efecto por dicha vía».

Así las cosas, la parte central del Informe sobre España, a la que se dedican los capítulos V a IX, la dedica su autor a analizar de forma pormenorizada cómo podría plasmarse en la práctica esa apuntada vía de reformas en cinco ámbitos esenciales: el tratamiento de los llamados hechos diferenciales, en especial de la endemoniada cuestión fiscal; la ordenación de nuestro «inextricable», por inestable, aunque no sólo por eso, mapa de competencias; la cuestión de la legislación estatal y autonómica, que exige una urgente aclaración del funcionamiento de nuestro sistema de fuentes del derecho; el problema de la ejecución de la legislación estatal, «especialmente en tiempos de crisis»; y, por último, las formas en que debe intervenirse sobre «la multiplicación arbitraria de los organismos públicos». Con dos capítulos más, respectivamente referidos a la unidad de mercado y al papel que ha de desempeñar en España el Tribunal Constitucional como órgano supremo de resolución de conflictos territoriales, el autor pone casi punto final a su lúcido e interesantísimo Informe sobre España.

Y digo casi, porque la obra se cierra con un breve «Epílogo para inmovilistas, reformistas y separatistas», en el que Muñoz Machado, reasumiéndose (así se expresaban los diputados gaditanos hace dos centurias) sobre todo lo tratado previamente, intenta argumentar cómo, frente al inmovilismo de los que defienden que ningún cambio constitucional es necesario (o es prudente) –una actitud suicida según el autor–, y los que se han situado, parece que ya sin punto de retorno, en la senda del soberanismo, la política de las reformas, sensatas, pero decididas, será la única que nos permitirá superar los problemas a los que hoy nos enfrentamos. Muñoz Machado enumera con claridad a aquellos para los que el derecho tiene a su juicio solución: la oscuridad, ineficiencia e inadecuación del reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas; la inmanejabilidad del ordenamiento jurídico; la ausencia de un modelo funcional y contrastado en las relaciones entre la legislación estatal y la autonómica; la dificultad para que los ciudadanos conozcan las regulaciones existentes, incrementada por la proliferación de normas y la densidad de la presencia de las administraciones públicas, dificultad que supone un estorbo para el desarrollo económico; la necesidad de abordar reformas que permitan la sostenibilidad del Estado del bienestar; la falta de un adecuado planteamiento económico de las entidades públicas; la injustificada multiplicación de la estructuras y los empleados públicos; las dificultades existentes para el cumplimiento efectivo de las leyes estatales; la ausencia por parte del Estado de instrumentos para supervisar la ejecución de las políticas comunes; o, en fin, las dificultades, a veces insuperables, para el que el Tribunal Constitucional pueda cumplir adecuadamente con su función de garante del funcionamiento del Estado autonómico.

Termino ya. Es verdad que, si encontrásemos la solución a todos esos problemas –algo para lo que el Informe sobre España de Santiago Muñoz Machado resulta, sin duda, de una extraordinaria utilidad–, nos quedaría todavía por hacer frente a un muy grave desafío que, lo he repetido muchas veces, constituye la principal particularidad del llamado Estado autonómico en relación con la categoría general de los Estados federales entre los que, a mi juicio, el nuestro debe encuadrarse, tal y como he tenido ocasión de argumentar en un libro reciente (Los rostros del federalismo, Madrid, Alianza, 2012): me refiero, obviamente, al problema de los nacionalismos. Pues el arreglo de los diversos e innegables males de funcionamiento de nuestro Estado de las autonomías no supondría ni mucho menos la desaparición de la crisis planteada por las reivindicaciones soberanistas. Muy al contrario, creo que hay muchos motivos para maliciarse que la adopción de bastantes de las medidas que, con gran sabiduría jurídica y sentido del Estado, propone el profesor Muñoz Machado, podrían entrar en abierta contradicción con la archidemostrada insaciable voracidad de poder de los nacionalismos vasco y catalán, a los que, dicho en dos palabras, no les preocupa que el Estado de las autonomías funcione mejor sino ir sentando las bases para convertir sus Comunidades en Estados. Y frente a ese delirio –me temo–, de nada servirán, por muy buena voluntad que le pongamos los no nacionalistas (es decir, la inmensa mayoría del país) los, en otro contexto, sin duda útiles instrumentos del derecho.

Roberto L. Blanco Valdés es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Santiago. Algunos de sus últimos libros son La Constitución de 1978 (Madrid, Alianza, 2003), Nacionalidades históricas y regiones sin historia (Madrid, Alianza, 2005), La aflicción de los patriotas (Madrid, Alianza, 2008), La construcción de la libertad: apuntes para una historia del constitucionalismo europeo (Madrid, Alianza, 2010) y Los rostros del federalismo (Madrid, Alianza, 2012).

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