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Retrato del artista como paradoja

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Bajo el título Rembrandt por sí mismo, la National Gallery de Londres (patrocinada por la editorial Thames and Hudson) organizó el pasado verano una exposición –que después iría a La Haya– de autorretratos pintados y grabados del maestro holandés, desde sus primeros tiempos de Leiden hasta los últimos años de su vida. Pocos visitantes habrán escapado a la tentación de ver reflejada en esta serie la conmovedora historia del hijo del molinero que alcanza fama y fortuna en Amsterdam sólo para terminar su vida como un magnífico anciano arruinado, pero no vencido, que registra las huellas de la edad con implacable objetividad. Si los ensayos reunidos en el catálogo han despertado su deseo de saber más sobre el escenario en que se desarrolló esta tragedia, se habrán alegrado al saber que Simon Schama, autor de un libro muy leído sobre la Edad de Oro de Holanda, The Embarrassment of Riches, volvía su atención a Rembrandt en un libro titulado Rembrandt's Eyes.

Pero una vez que el lector tiene entre sus manos ese pesado volumen puede muy bien sentirse necesitado de fuerza no sólo física sino mental para dominar las 750 páginas de texto y notas, sin sucumbir a la tentación de saltarse capítulos enteros en los que Rembrandt no aparece ni una sola vez. Resulta que, pese a su título, el libro contiene no una, sino dos biografías de artistas del siglo XVII . Como Plutarco en sus Vidas paralelas de griegos y romanos, Schama nos ofrece la vida de un pintor holandés –Rembrandt (1606-1669)– y la de un flamenco –Rubens (1577-1640)––. Pero sólo en la página 26 del libro que reseñamos se nos explica la razón de este emparejamiento. Allí leemos que: «En la década crucial de su formación, los años que le vieron convertirse de un pintor simplemente bueno en un pintor indiscutiblemente grande, Rembrandt estaba completamente sometido a Rubens». Se hallaba, en palabras de Schama, «obsesionado por el maestro mayor. Se había convertido en el doppelgänger de Rubens».

Espero no ser el culpable de haber soltado esta liebre. Es verdad que al reseñar algunos libros sobre Rembrandt en The New York Review of Books, en 1970Reimpreso en Reflections on the History of Art, editado por Richard Woodfield, Phaidon/Oxford University Press, 1987, pág. 143., llamé la atención sobre el alcance de las aspiraciones de Rembrandt. Mientras que la mayoría de los maestros holandeses ––como Frans Hals, Ruysdael o Vermeer– se especializaron en un género particular, Rembrandt dominó todos los géneros y medios del oficio de crear imágenes. Yo sugería que el éxito de que gozó al trasladarse a Amsterdam bien pudo haberle dado esperanzas de emular el estatus y el estilo de vida del gran maestro del otro lado de la frontera, aspiración que evidentemente fue mal y terminó en bancarrota. Al comentar los «nichos ecológicos» tan distintos que ocupaban los dos artistas, no quise desde luego implicar que Rembrandt eligiera a Rubens como modelo. Nadie que haya visitado alguno de los grandes museos confundiría una pintura de Rembrandt con una de Rubens, siendo sus idiomas pictóricos tan extremadamente diferentes.

Lo que convenció a nuestro autor de la obsesión de Rembrandt es un autorretrato grabado al que el maestro dedicó, sin duda, mucha reflexión y esfuerzo, pues conocemos de él no menos de once estados. Tanto el traje como la postura se hacen eco de un autorretrato de Rubens que debía de conocerse en Holanda a través de reproducciones. Pero por mucha importancia que atribuyamos a esta dependencia, me parece una manifiesta exageración calificar a Rembrandt de «pseudorubensiano». En su obra de referencia Rembrandt as an EtcherRembrandt as an Etcher: A Study of the Artistat Work, Pennsylvania State University Press, 1969.(recientemente reeditada por Yale University Press), Christopher White discute e ilustra los múltiples estados de este grabado. En él, el artista quería presentarse de la manera más majestuosa, y no es imposible (aunque White no lo menciona) que el retrato de Rubens le guiara en tal esfuerzo. White yuxtapone una estampa según el Descendimiento de la cruz de Rubens y el grabado de Rembrandt sobre el mismo tema, pero también documenta otras obras, italianas y nórdicas, que inspiraron a Rembrandt. Schama, por su parte, cita el famoso pasaje de la autobiografía latina de Constantijn Huygens, escrita entre 1629 y 1631, donde se elogian las obras de Lievens y Rembrandt pero se lamenta su negativa a ir a Italia a estudiar las obras de Rafael y Miguel Ángel. Lo extraño es que omite mencionar que los artistas sostenían que un viaje tan arduo era innecesario, pues ya se podían ver en Holanda las más bellas obras italianasSeymour Slive, Rembrandt and His Critics, 1630-1730, Martinus Nijhoff, The Hague, 1953, pág. 17.. Así pues, aunque las estampas según Rubens se encuentren entre las fuentes de Rembrandt, ¿puede esto justificar que el autor dedique un tercio de su libro a relatar la carrera de Rubens, incluyendo treinta páginas sobre el adulterio del padre de Rubens y sus consecuencias? Como podía esperarse, Schama cuenta esta historia espléndidamente, pero ¿qué tiene que ver todo eso con los ojos de Rembrandt? Esta es la pregunta que se supone que el lector no debe plantear.

El autor disfruta sorprendiendo, y desde luego lo consigue con su obertura: «Tras treinta salvas, los cañones fueron obligados a enfriarse. Quizá fue entonces cuando Constantijn Huygens creyó oír cantar a los ruiseñores sobre la artillería…». Con esta discutible observación ornitológicaEn la Inglaterra de la época de la guerra pude oír a menudo los ruiseñores en el valle de Evesham estimulados a cantar por el estruendo de los bombarderos alemanes.comienzan tres páginas de vívida descripción del asedio, en 1629, de s'Hertogenbosch, una pequeña ciudad catedralicia en posesión de las fuerzas de la católica España, a las que los protestantes holandeses trataban de desalojar. El propio Rembrandt, que entonces contaba veintipocos años, no participó en estas crueles guerras, pero el episodio militar le sirve a Schama para presentar al artista a través de un autorretrato de aquel año que revela un destello metálico bajo el cuello, una pieza de armadura llamada gorget que, en palabras de Schama, «le daba un porte de soldado sin las correspondientes obligaciones.»

Al forjar tales vínculos inesperados, el libro que reseñamos se parece menos a una monografía de historia del arte que a una novela histórica. Que esto nos decepcione o no depende, por supuesto, de nuestras expectativas. Es oportuno recordar que Aristóteles, en su Poética, consideraba a la ficción superior a la narración de hechos: «La diferencia está en que uno [el historiador] dice lo que ha sucedido, y el otro [el poeta], lo que podría suceder. Por eso también la poesía es más filosófica y elevada que la historia; pues la poesía dice más bien lo general, y la historia lo particular»Aristóteles, Poética, edición trilingüe de Valentín García Yebra, Gredos, Madrid..

La descripción de un episodio temprano de la vida de Rubens nos ofrece un buen ejemplo de los métodos de Schama. En 1603, cuando el joven pintor estaba al servicio del duque de Mantua, fue enviado a España por su señor para acompañar al envío de unos regalos y, entre ellos, de varios cuadros. Su carta del 24 de mayo de 1603, desde Valladolid, donde se abrieron las cajas que contenían las pinturas, nos dice lo que había sucedido:

«Los cuadros que fueron empaquetados con todo el cuidado posible por mi propia mano, en presencia de mi señor el Duque, luego inspeccionados en Alicante, a petición de los funcionarios de aduanas y hallados intactos, se han descubierto hoy, en la casa del Signor Hannibal Iberti, tan maltratados y estropeados que casi desespero de poder restaurarlos. Pues el daño no es un moho o mancha superficial, que puede quitarse; sino que el lienzo mismo está completamente podrido y destruido (aunque venía protegido por una caja de estaño y un doble hule y embalado en un cofre de madera). El deterioro se debe seguramente a las continuas lluvias que han durado veinticinco días, algo increíble en España. Los colores estaban desteñidos y, por la larga exposición a la humedad extrema, se han hinchado y desprendido en escamas, de modo que en algunos lugares el único remedio es rasparlos con una espátula y volver a pintarlos»The Letters of Peter Paul Rubens, traducido y editado por Ruth Saunders Magurn Harvard University Press, 1955, págs. 32-33..

Schama no cita este texto, sino que escribe:

«Es posible figurarse la escena. Una radiante mañana de primavera, después de tanto tiempo, la luz del sol brillando a través de las tempranas hojas de los castaños. Peter Paul, con su mejor sombrero de ala ancha protegiendo su cabeza (que ya mostraba una pequeña calva a través de sus amplias entradas) del sol de León; apuntando con un bastón a las cajas que han de abrirse; caminando en torno a los caballos que sacuden sus crines y se vuelven a un lado y a otro, dentro del cercado; el coche, un poco más allá, abrillantado y pulido, de elegancia primorosa, digno de un Habsburgo. Rubens sentiría un agradable calor de vindicación crecer dentro de sí, esperando las felicitaciones arrancadas de los labios renuentes de Annibale Iberti. Habían llevado las pinturas a una cámara interior, y las cajas aguardaban puestas de pie.

¿Cuándo notó la boca seca, la repentina pérdida de aliento dentro de su jubón? ¿Cuándo exactamente descubrió el alcance del desastre? ¿Acaso cuando se abrieron las cajas de madera y los clavos se hundieron en la mugre? ¿O tal vez cuando una ola de aire añublado, oliendo a paja mojada y a moho, subió hasta su rostro? ¿Tembló quizá imperceptiblemente mientras levantaba los lienzos podridos de su caja de estaño? ¿Maldijo el hado rencoroso como un trágico?, y si lo hizo, ¿fue en flamenco o en italiano? (reservando los lamentos en latín para su carta al Duque). Las pinturas parecían víctimas de la peste, con la superficie hinchada, llena de ampollas, mugrienta. En otros puntos, el efecto era como de lepra: la pintura colgando en jirones y sus escamas desprendidas en el fondo de la caja. Cuando Rubens pasó el dedo levemente por la superficie, se despellejó tan fácilmente como un reptil que se despoja de su piel».

Esta es la técnica de la novela histórica, tal como ha sido practicada durante siglos. Tomemos el que es quizá el primer ejemplo de ficción sobre la vida de un artista, The Life and Times of Salvador Rosa de Lady Morgan, publicado en París en 1824:

«Al entrar en la mayor ciudad del mundo con el Ave María, la hora del recreo italiano, al pasar de las silenciosas y desoladas afueras de San Giovanni hasta el Corso (por entonces un lugar de reunión concurrido y populoso), donde los príncipes del Cónclave se presentaban con la pompa y el esplendor de los sátrapas orientales, los sentimientos del joven y solitario extranjero debieron de sufrir una revulsión, en la conciencia de su propia desdicha. Nunca, quizá, en los desiertos de los Abruzzi, en las soledades de Otranto, ni en las ruinas de Paestum, había experimentado Salvador sensaciones de tan extrema soledad, como en medio de esta asamblea chillona y multitudinaria; pues en la historia de las sensaciones melancólicas hay pocas comparables con ese sentimiento de aislamiento, con esa desolación del alma que acompaña a la primera entrada de quienes carecen de amigos en un mundo donde todos, salvo ellos, tienen lazos, afanes y hogares».

Como Schama, la autora acepta el marco de los hechos –Rosa fue a Roma, y al entrar en la ciudad tuvo que pasar por los suburbios– pero los hechos no le bastan, y tiene que entregarse a estas ensoñaciones. Hay muchos ejemplos célebres de vidas de artistas ficcionalizadas El Renacimiento (1877) de Gobineau, el Leonardo da Vinci (1901) de Merezhkovsky, La vida y la época de Rembrandt (1947) de Van Loon, The Agony and the Ecstasy (1961) de Irving Stone– y aunque Aby Warburg desterró el género a lo que él llamaba el «cofre de los venenos» de su biblioteca, estos libros pueden haber abierto los ojos a muchos lectores a la obra de los artistas en cuestión.

En un reciente artículo titulado «The Reanimators», en Harper's magazine, Jonathan Dee se quejaba de la creciente tendencia en la literatura americana a desdibujar o borrar la frontera entre hechos y ficción, poniendo como ejemplo The Executioner's Song de Norman Mailer. Schama sabe exactamente lo que hace y anticipa estas objeciones cuando previene su apartarse de los hechos documentados con palabras como: «No estaríamos lejos de la verdad al imaginar…». En realidad, puede que Schama deba su éxito entre el público lector a su convicción de que el poder imaginativo de la empatía humana sigue siendo la llave maestra para el pasado. Así se opone a los historiadores que afirman que el dolor por la desaparición de los seres queridos puede haber sido menos intenso en épocas en que la mortalidad era mucho mayor que hoy día:

«Los historiadores, después de todo, tienen interés en sostener que el pasado es un país extranjero, puesto que les gusta defender su monopolio en la traducción de sus lenguas extrañas. Pero no siempre son necesarios. A veces la respuesta culturalmente condicionada se viene abajo y se deja sentir una emoción inmediatamente reconocible para las sensibilidades modernas».

Schama tiene razón, sin duda. Como la tiene cuando nos recuerda que el primer biógrafo de Rembrandt ––quien contaba que el artista dejó la universidad porque su única inclinación natural era por la pintura– usaba, sin duda, un cliché, pero un cliché que puede ser cierto después de todo, y cuando observa en otro lugar que «a veces los románticos tienen razón». Tiene razón cuando insiste en que la reacción contra la estética del genio ha ido demasiado lejos, y que una «corrección superescéptica […] le ha arrebatado a Rembrandt […] buena parte de su extraordinaria inventiva».

Pero en esto, como en todo, se trata en último término de la dosis justa. Todo lo que puede conseguirse con una lectura cuidadosa de documentos y un mínimo de reconstrucción imaginaria lo mostró hace diez años John Michael Montias en su revolucionario libro Vermeer and his Milieu –subtitulado A Web of Social History– que ha inundado de luz la modesta figura del maestro holandés. Rembrandt no era modesto. Los registros en los archivos de sus logros, transacciones, maquinaciones, disputas y deudas han sido conocidos por los historiadores del arte desde hace al menos un sigloC. Hofstede de Groot, Die Urkunden überRembrandt (1575-1721). Martinus Nijhoff, The Hague, 1906.. Schama ha tejido hábilmente la mayoría de estas referencias en su relato. No nos ahorra el episodio más oscuro de la vida de Rembrandt: cuando la nodriza que había contratado para su hijo Titus acusó a su patrón de incumplir su promesa de matrimonio, y cuando se volvió molesta, él hizo que la encerraran en una institución.

Donde Schama destaca como historiador social es en la descripción detallada de las tensiones económicas y sectarias en Leiden y Amsterdam, en la evocación del vecindario en que vivía el artista y sobre todo en la información que proporciona sobre muchos de los modelos de Rembrandt, haciendo volver a la vida a los comerciantes, a los predicadores, a los doctores y a los miembros de la milicia retratados en La ronda de noche. Pero de vez en cuando olvida que «le secret d'ennuyer est… de tout dire»Voltaire, Sept Discours en vers sur l'Homme, VI, «Sur la Nature de l'Homme», V. 174-175.. Nos gusta enterarnos de muchas cosas sobre el doctor Tulp el que dirigió la famosa Lección de Anatomía, pero ¿tenemos que saber también que su madre no aprobó su primer matrimonio, mientras que no podía quejarse del segundo? Lo que tienta a Schama a cruzar la frontera entre hechos y ficción es su convicción de que el mandato de Ranke al historiador a decir «cómo sucedió realmente» («wie es eigentlich gewesen ist») debe ampliarse para incluir las impresiones sensoriales que acompañaron a los sucesos del pasado. Uno de sus escenarios es un retrato de Amsterdam en la época de la llegada de Rembrandt en términos de los cinco sentidos (enumerados en holandés: Die Reuk, Het Gehoor, De Smaak, Het Gevoel y Het Gezicht). Ninguna cita puede dar idea del tour de force, de la lista de sensaciones agradables y desagradables que debieron de asaltar al visitante de la ciudad.

No cabe ninguna duda del virtuosismo verbal de Schama. Puede ser auténticamente divertido –como cuando Balaam y el asno de Rembrandt le incita a recalcar lo absurdo del episodio bíblico– y puede elevarse a la solemnidad para igualar el respeto y la devoción de algunas composiciones de Rembrandt. Pero no es muy exigente en su elección de palabras cuando habla de una pintura como «una epifanía de abrir la boca y mojar los pañales». Además, nadie familiarizado con la gramática griega nos diría que un hombre retratado en La ronda de noche era «no exactamente hoi polloi» (expresión que significa «la multitud»).

El libro lleva como lema una frase de Paul Valéry: «Deberíamos disculparnos por atrevernos a hablar de pintura», pues Schama debe de haber sentido que en el paragone entre arte y literatura, suele ganar el arte. Aun así, el desafío le lleva cerca del exceso. En la descripción de la pintura de Rubens Hero y Leandro leemos:

«La guirnalda de cuerpos se agita y cae a través de un negro túnel de aire borrascoso y aguas agitadas. Arroyos de espuma y rocío serpentean a través del espacio como voraces anguilas, mientras las profundas tinieblas se rasgan con relámpagos de una luz que grita, una luz de brillo ácido. La pintura chupa, absorbe, engulle y traga como el propio océano animal».

Y nos acordamos de lo que decía Leonardo en el Paragone: «Tu pluma habría ya desfallecido antes de que pudieras describir con tino aquello que sin tardanza el pintor te representa con su ciencia. Y tu lengua quedaría sofocada por culpa de la sed y tu cuerpo derrotado por el sueño y por el hambre, antes de que mostraras con palabras lo que en un instante el pintor te muestra»Leonardo da Vinci: Tratado de pintura, edición preparada por Ángel González García, Editora Nacional, Madrid, 1976, pág. 47.

Pero el verdadero problema es que las descripciones pueden ser adhesivas. Una vez que las hemos leído y las recordamos, no podemos evitar hallar la imagen sutilmente modificada. Sobre el San Pedro en prisión de Rembrandt, escribe Schama: «En las nueve hileras de arrugas y líneas fruncidas en que se pliega la frente del santo hay escrito un libro entero de arrepentimiento». Será difícil para el lector mirar este cuadro sin recordar que Schama contó las arrugas del santo. Además, como hombre de imaginación viva, Schama no puede evitar proyectar en la pintura lo que sabe de un modelo (en este caso el comerciante de pieles Nicolaes Ruts):

«Rembrandt ha usado distintas técnicas de pincelada para sugerir las cualidades diferentes, pero complementarias, del hombre: su energía se encarna en el tratamiento de la gorguera, libre y luminoso, y en la pintura extremadamente libre y gruesa del puño derecho, con rápidos trazos grises y blancos sobre una capa de gris. Su carácter meticuloso queda registrado en los bigotes representados con precisión, el mostacho sobre el labio superior, cada cabello marcado profundamente en la tabla con el mango del pincel. Lo meditativo está sugerido por la profunda sombra proyectada por el lado de la cabeza y los acentos luminosos que bailan en sus pupilas entre los párpados levemente rosados, como si Ruts hubiera sacrificado su sueño por el bien de los inversores».

De vez en cuando sospechamos que, con todo su dominio del lenguaje, Schama recela de la verdadera función de las palabras, que es transmitir un sentido. Eso podría explicar la frecuencia con que acude a la figura estilística conocida como oxímoron o contradicción. La mano de Abraham sobre la cabeza de su hijo es «a la vez un gesto de ternura y de brutalidad sofocante»; la esposa del comerciante de paño, Agatha Bas, «es a la vez fea y atractiva»; La ronda de noche es «a la vez radial y axial, centrífuga y centrípeta… profundamente provinciana y completamente universal, inundada con la luz de la tradición y ventilada con el aire de la modernidad»; «las grandes obras maestras de la década de 1660 consiguen ser al mismo tiempo físicamente pesadas y espiritualmente ingrávidas»; en el maravilloso grupo de Claudius Civilis, «Rembrandt quería crear una atmósfera tanto de ruidoso jolgorio como de solemne silencio»; en sus dos cuadros del suicidio de Lucrecia, el pintor la «desnuda completamente por muy cubierta que la presente».

Resulta que Schama ve una paradoja similar en el mismo corazón del arte de Rembrandt. Desde muy pronto el pintor amó la historia de Tobías de los Apócrifos, donde un anciano ciego recobra milagrosamente la vista. Aquí, leemos, el artista «encontró el tema de toda su vida: la luz que habita en las tinieblas». Más tarde, en 1639, hablando de la pintura casi insoportablemente cruel de La ceguera de Sansón, al parecer un regalo de Rembrandt a su patrono Constantijn Huygens, Schama escribe: «Un héroe trágico paga el precio por la hybris, la vanidad y los pecados de la carne… Ahora que había perdido los ojos, podía, por fin, ver bien las cosas». En apoyo de esta interpretación, cita un poema donde Huygens consuela a una joven que ha perdido la visión de un ojo, diciéndole que la aflicción beneficiará su vida espiritual. Es un pasaje iluminador, pero conviene recordar que formaba parte de la habilidad retórica sostener que una pérdida era una ganancia. Así pues, ¿puede basarse en eso la conclusión del autor de que «toda la carrera de Rembrandt era un diálogo entre la visión exterior y la interior,» y que el último estilo de Rembrandt (ejemplificado por La novia judía) «debía casi tanto al tacto como a la vista»? Sobre este cuadro escribe:

«La pintura parece aplicada primero con empaste y luego adelgazada, restregándola, raspándola o peinándola, hasta dar a la capa superior un aspecto fibroso y entretejido. En otras áreas, la pintura aparece coagulada, encharcada, chorreada y endurecida; en otros lugares, más granular y raída; en otros, arcillosa y como de ladrillo, como horneada, con los colores quemados o lamidos por las llamas, tejas cocidas de pigmento aplicadas como teselas. En otros pasajes aun, la superficie de la pintura ha sido trabajada hasta convertirla en un terreno cuajado de cicatrices y cráteres… picado y lleno de granos con excrecencias arenosas…».

Sabemos por sus notas bibliográficas que Schama aprecia, con razón, el reciente libro de Ernst van de Wetering, Rembrandt: The Painter at WorkAmsterdam: Amsterdam University Press, 1997., pero cuánto desearíamos que se hubiera beneficiado también del tratamiento respetuoso y circunspecto que ese autor presta al enigma del estilo de las últimas pinturas de Rembrandt.

Escapando al hechizo que Schama intenta crear y volviendo al vasto corpus bibliográfico sobre Rembrandt, percibimos lo selectivo que ha sido el autor en las obras que cita del maestro. Esto se aplica sobre todo –aunque no sólo– a sus grabados, sobre los cuales descansaba, después de todo, la fama internacional de Rembrandt. En el libro de Schama no se mencionan ciertas obras monumentales como La aparición de los ángeles a los pastores (1634) o Cristo ante Pilatos (1636), esenciales para comprender los sentimientos religiosos de Rembrandt, ni sus grabados más famosos, como Cristo curando a los enfermos (circa 1639-1649) –todas muy lejos de Rubens– ni ese conmovedor palimpsesto, Las tres cruces (circa 1660). ¿Es posible que, comprometido con una fórmula sobre los ojos de Rembrandt, Schama decidiera ignorar lo que no encajaba en su visión?

No mucho tiempo antes de que naciera Rembrandt, Montaigne escribió: «Incluso los buenos autores hacen mal al obstinarse en formar de nosotros una manera de ser sólida y constante […]. Quien se observe atentamente, apenas si se verá dos veces en el mismo estado. Préstole a mi alma ya un semblante, ya otro, según la coloque. Si hablo de mí de distinta manera, es porque me veo de distinta manera. Todas las contradicciones se dan en mí alguna vez y de alguna forma. Vergonzoso, insolente; casto, lujurioso; charlatán, taciturno; duro, delicado; ingenioso, atontado; iracundo, bondadoso; mentiroso, sincero; sabio, ignorante, y liberal, y avaro y pródigo, todo ello véolo en mí a veces, según qué giro tome; y cualquiera que se estudie atentamente, hallará en sí mismo e incluso en su propio entendimiento, esta volubilidad y discordancia. Nada puedo decir de mí, de forma total, entera y sólida, sin confusión ni mezcla»Michel de Montaigne: Ensayos, edición de Dolores Picazo y Almudena Montojo, Cátedra, Madrid, 1987, Libro II: 1, «De la inconstancia de nuestros actos», págs. 10-14.. Estas sabias palabras, ¿no dicen todo lo que podríamos decir sobre la serie de autorretratos de Rembrandt de la que hablaba al principio?

© New York Review of Books 
Traducción de Guillermo Solana

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Ficha técnica

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