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El Imperio del Centro

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Dos mil años de soledad

El nombre del país al que llamamos China sólo cuajó a mediados del siglo XIX. Parece provenir de la denominación persa para el Estado de Qin, de donde brotó la dinastía epónima (221-206 a. C.). Aunque esa dinastía contó sólo con un emperador –Qin Shi Huan–, a él se atribuye la fundación del Estado chino, cuyas estructuras políticas perduraron con otras hasta el final de la manchú o Qing en 1911. El término farsi lo convirtieron en China los portugueses en el siglo XVI cuando empezaron sus correrías por la zona. Antes y después también solía llamarse Catay a esa comunidad política. Curiosamente, esta palabra deriva del nombre Khitan (Qìd?n en pinyin). Los khitan eran un pueblo nómada que merodeaba por el norte de la actual China entre los siglos X y XII, es decir, que no eran chinos: antes al contrario, enemigos suyos feroces. Pero, vaya usted con melindres a los viajeros europeos de la época. Catay le decía Marco Polo a China, y Catay se quedó durante siglos.

Por más que la palabra China se haya extendido a la mayoría de las lenguas occidentales, los chinos nunca llaman así a su país. Para ellos, es Zh?ngguóEl primer uso conocido de la palabra aparece en una vasija de bronce de hace unos dos mil setecientos años. Sin embargo, su uso oficial no se produjo hasta el Tratado de Nerchinsk (1689), entre Rusia y China, para demarcar sus fronteras. La lengua en que se redactó el tratado fue el latín, la única común a la parte rusa (representada por un traductor polaco) y a la china (cuyos traductores eran dos jesuitas). La versión china del tratado no se oficializó hasta dos siglos después y en ella la denominación oficial del país era ya Zh?ngguó., que en traducción literal significa algo así como Estado del centro, poder central y, más tarde, nación. La apelación al centro en Zh?ngguó parece deberse a razones geográficas. ¿Dónde estaba inicialmente ese centro? Más o menos al sur del desierto de Gobi y al norte del Yangtsé, siguiendo la cuenca del río Amarillo. Zh?ngguó era un centro en torno al que deambulaban enemigos. La obsesión por distinguirse de ellos y mantenerlos a raya iba a servir de justificación en diversas épocas para construir secciones de lo que se convertiría en la Gran Muralla. Con los siglos, el radio que salía del centro se amplió hasta las fronteras actuales de la República Popular, que responden, con escasas diferencias, al territorio controlado por el emperador Kangxi (1661-1722), de la dinastía Qing. Con él, Zh?ngguó se convirtió ya en el Imperio del Centro, lo que sancionaba su hegemonía secular en Asia Oriental.

La demarcación geográfica implicaba para los habitantes del Centro una diferencia cultural básica entre su comunidad y los pueblos del exterior. Mientras que los nómadas mantenían una economía pastoril, los del Centro contaban con una base agraria que les permitía demarcar su superioridad y resaltar el atraso de los bárbaros. Bárbaros llamarían más tarde los chinos a todos aquellos que vivían allende sus fronteras, incluyendo a los occidentales, aunque éstos no proviniesen precisamente de sociedades nómadas. Aún hoy no se ha extinguido la idea de que los chinos son superiores a todas las demás etniasPara un análisis de esa actitud en las relaciones internacionales de la China actual, véase Edward Luttwak, The Rise of China vs. The Logic of Strategy, Cambridge, Harvard University Press, 2012, capítulo 4..

Escultura de terracota que representa a los ejércitos del emperador Qin Shi Huang

Lo que inicialmente no fue sino un marcador de zona fue ampliándose con el tiempo hasta constituir una gran nación innovadora en tecnología y socialmente diversificada. Hoy los chinos destacan con razón que sus antecesores vivieron durante siglos en la zona más avanzada del mundo. Es oportuno recordar aquí las palabras con que Joseph NeedhamJoseph Needham (1900-1995), un profesor británico de la Universidad de Cambridge, inicialmente dedicado a la bioquímica, entró en contacto con tres científicos chinos que visitaron la universidad en 1937. De esa relación surgió una pasión por la cultura china y por una de ellos, Lu Gwei-djen, que le enseñó a hablar y leer chino y participó en muchos de sus trabajos de investigación sobre el desarrollo de la ciencia en China. A lo largo de su vida, Needham publicó una amplísima batería de libros sobre la cuestión. Su proyecto más destacado fue la serie Science and Civilization in China, de la que se han publicado hasta la fecha veintisiete volúmenes, de los cuales quince fueron escritos por él. La serie continuó después de su muerte bajo los auspicios del Needham Research Institute. abría uno de sus más conocidos trabajos: «Dejando a un lado las grandes ideas y sistemas de los griegos, entre el siglo I y el XV, los chinos, que no pasaron por una “Edad Oscura”, fueron en términos generales muy por delante de Europa; Europa no se destacó de ellos hasta la revolución científica del Renacimiento tardío»Joseph Needham, The Grand Titration. Science and Society in East and West, Londres George Allen & Unwin, 1969, p.11.. El hierro fundido, el arado, la brújula, la imprenta y la pólvora son los ejemplos señeros. De ahí el autor pasaba a formular lo que hasta hoy se conoce como el enigma Needham: ¿por qué adelantó Europa a India y China a pesar de esa enorme ventaja de partida?

La delantera de China no se limitaba a las innovaciones tecnológicas: era también una superioridad cultural y de organización política. La escritura, la poesía, la historiografía china antiguas impusieron su hegemonía en todo el Asia Oriental y su influencia se hizo sentir directamente en Japón, en Corea, en Vietnam y, en general, en el sudeste asiático. Durante siglos, la ética social confuciana ha servido de modelo de comportamiento en China y en toda esa área. La creación de un Estado centralizado y potente administrado por un cuerpo de funcionarios de carrera –mandarinato– permitió durante siglos a la sociedad china mantener una considerable estabilidadLa época dorada del sistema la sitúan los historiadores durante la dinastía Tang (618-907). Véanse Mark Lewis, China’s Cosmopolitan Empire. The Tang Dynasty, Cambridge, Harvard University Press, 2012; Charles D. Benn, China’s Golden Age. Everyday Life in the Tang Dynasty, Londres, Oxford University Press, 2004.. Aunque las dinastías se sucedían en medio de importantes crisis sociales y políticas, una y otra vez los sucesores recomponían el orden político sobre las mismas bases.

Y aquí surge otro enigma que Needham no supo elucidar con la misma sagacidad que el referido a ciencia y tecnología: ¿por qué ese sistema relativamente próspero se vio incapacitado en el siglo XIX para mantener su espléndida soledad de los últimos dos mil años?

La explicación del siglo largo en que China estuvo a punto de desaparecer como nación entre las guerras del opio y la formación de la República Popular actual la buscan los chinos, ya sean comunistas, ya nacionalistas, en los tratados desiguales con que las potencias imperiales impusieron un dogal de miseria, oprobio y atraso a su país. Sin duda contaron, pero la explicación renquea. ¿Por qué no pudo Zh?ngguó, ya convertido en el Imperio del Centro, resistir la presión extranjera? Desde las guerras del opio, la dinastía Qing no ganó una sola a los kwai lo (diablos blancos). Contaba, sí, con una tecnología militar caduca, pero el rezago venía de más lejos. Estaba sobredeterminado, que diría un cursi. Durante más de dos mil años, China se había organizado sobre una agricultura pasablemente productiva cuyo excedente lo distribuía y se lo apropiaba una elite burocrática que tenía a raya el brío patrimonialista de los terratenientes. En la cumbre, un emperador sostenía el artilugio mientras duraba el mandato del cielo. Pero eso ya no valía.

El gran sismo de la historia china del siglo XIX no fue el saqueo del Palacio de Verano de Pekín (1860), sino la guerra civil conocida como la Rebelión de los TaipingStephen Platt, Autumn in the Heavenly Kingdom. China, the West, and the Epic Story of the Taiping Civil War, Nueva York, Knopf, 2012. (1850-1864). Su misión, decían los rebeldes antimanchúes, era instaurar un Reino Celestial y Hong Xiuquan, su jefe, se autonombró Rey Celestial. Hong había fracasado varias veces en los exámenes de la burocracia imperial, pero, más tarde, una visión le compensaría de sus sinsabores al revelarle que era el hermano menor de Jesucristo. Para los Taiping, una razón suficiente para un liderazgo que, además, prometía colectivizar la tierra, ese arraigado empeño campesino. Así, el odioso comercio privado perdería también su razón de ser. Los rebeldes peludos (que les decían sus enemigos, porque se negaban a raparse media cabeza y recoger el resto del pelo en una coleta, como exigía la ley manchú) querían otras reformas no menores: una nueva religión, estricta separación de sexos, fin del vendaje de los pies para las mujeres y abolición del concubinato. De esto último, se eximía al Rey Celestial, de quien ?seguramente por motivo de su egregio parentesco? se esperaba copiosa progenie.

La guerra civil duró catorce años, y a punto estuvieron los Taiping de ganarla. El Reino CelestialSuele confundirse a los Taiping con otros movimientos milenaristas de antaño, como los Turbantes Amarillos o los del Loto Blanco. Nada tan lejos de la realidad. Sin proponérselo, los Taiping demostraron que el despotismo oriental estaba llegando al final de su larguísimo ciclo vital, algo que de consuno han tratado de evitar los señores de la guerra, los nacionalistas de Chiang Kai-shek y el mandarinato maoísta actual., cuya capital era Nanjing, se extendió por numerosas provincias del sur y del centro de China y por un pelo no se hizo con la ya próspera Shanghái. Enfrente, desde un principio, tuvieron los Taiping a la dinastía reinante, pero difícilmente hubiera podido ésta acabar con ellos de no haber contado con otras fuerzas decisivas. Una de ellas fue Zeng Guofan, el general de los ejércitos imperiales, hombre de gran capacidad militarZeng Guofan, el general vencedor, procedía de una no muy distinguida familia de granjeros, pero había conseguido ingresar en la burocracia imperial alcanzando así no ya gloria, sino riquezas. Neoconfuciano donde los hubiere, amante de la disciplina y del trabajo, Zeng era un conservador que anteponía su lealtad a los manchúes a su condición de chino, porque la injusticia del poder es siempre preferible al desorden. Platt cuenta cómo organizó sabiamente a su ejército como una familia, con oficiales provenientes de las mismas aldeas que sus tropas. Y pagaba bien a los reclutas, dándoles además amplias oportunidades de pillaje. Sus soldados no desertaban, aunque si alguno lo intentaba, nada le salvaría de ser decapitado. Hacia el final de la guerra, las potencias extranjeras, dejando a un lado su inicial recelo, lo dieron por ganador y se pusieron de su lado. Ambos bandos creían tener buenas razones para luchar y lo hicieron sin escatimar vidas.. La otra, las potencias coloniales. Hacia el final de la guerra, dejando a un lado su inicial recelo, éstas le dieron por ganador y se pusieron de su lado. Ambos bandos creían tener buenas razones para luchar, y lo hicieron sin escatimar vidas. Aun sin artillería ni aviación, la guerra causó bajas estimadas entre veinte y treinta millones de personas, casi la mitad que en la Segunda Guerra Mundial.

Los años posteriores al final de la dinastía Qing no supusieron una mayor presencia internacional de China, sometida a largos conflictos en el interior de su territorio: luchas entre señores de la guerra; invasión japonesa entre 1930 y 1945; guerra civil entre los comunistas seguidores de Mao Zedong y el Kuomintang (nacionalistas) de Chiang Kai-shek entre 1945 y 1949. El repliegue hacia el interior continuó durante la era maoísta (1949-1976), pero el peso internacional del país más poblado del mundo se hacía sentir en algunos conflictos (intervención en la guerra de Corea en 1950-1953); en su apoyo a los partidos comunistas o a sus escisiones maoístas; en el aliento a los movimientos anticolonialistas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial; en el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos tras el viaje de Richard Nixon en 1973; en su acceso a Naciones Unidas como única representante de China. Sin embargo, es difícil no ver en la política exterior maoísta un retorno a la misma orgullosa soledad que había caracterizado a las dinastías imperiales.

La era de reformas con Deng Xiaoping supuso, si acaso, una pasividad internacional aún más intensa bajo el lema Estrategia de Desarrollo Independiente y Pacífico, que permitió a China concentrarse como un láser sobre su propio crecimiento económico. Tras la masacre de Tiananmén (1989), que tuvo repercusiones internacionales muy adversas, Deng siguió insistiendo en su postura de vivir y dejar vivir, defendiendo al tiempo y por la cuenta que le traía una política de no intervención en los asuntos internos de otros países. Su archifamoso pragmatismo le llevó así a contentarse con un par de tareas internacionales: reunificación de su país (fin de la ocupación colonial en Hong Kong y Macao; retorno de Taiwán a la patria común) y una oposición de baja intensidad al hegemonismo, es decir, al protagonismo internacional de Occidente, en especial de Estados Unidos.

El portentoso crecimiento económico de China en las dos últimas décadas empujó a sus sucesores a envolverse con paulatina intensidad en los asuntos del comercio internacional, fundamentales para su estrategia mercantilista. Las exportaciones se convirtieron en un sector decisivo para la salud económica de China y así, poco a poco, el país se incluyó activamente en el nuevo orden económico internacional que siguió a la desaparición de la Unión Soviética. Durante esos años, Estados Unidos se convirtió en lo que, con exageración gabacha, se ha llamado la hiperpotencia y China se puso al pairo de la situación ampliando entretanto sus mercados y sin crear problemas especiales.

El gran sismo de la historia china del siglo XIX no fue el saqueo del Palacio de Verano de Pekín, sino la guerra civil conocida como la Rebelión de los Taiping

Esa situación no podía persistir. El ascenso económico de China y su próxima conversión en la mayor economía mundial, por un lado, y los problemas de gestión económica tras la Gran Contracción de 2008 en los países desarrollados, especialmente Estados Unidos, por otro, han llevado a sus dirigentes a pensar que existe una oportunidad única para impulsar el papel internacional de China. Eso no debería ser objeto de especial preocupación, de no ser por las ambiciones de esos dirigentes. Aunque hayan renunciado al sueño de la revolución mundial y el socialismo con rasgos chinos no sea otra cosa que un capitalismo de compadresEs la nueva caracterización que propone para el país Minxin Pei y, aunque no sea la mejor, seguramente está llamada a servir como definitoria en discusiones académicas: véase su China’s Crony Capitalism. The Dynamics of Regime Decay, Cambridge y Londres, Harvard University Press, 2016., no van a renunciar indefinidamente a hacer valer sus triunfos para mejorar su posición y tratar de recomponer eventualmente el papel central que durante siglos ocupó en Asia el Imperio del Centro. Ser, sin embargo, una potencia regional cuando el mundo es ya una aldea global sería contentarse con poco. A quienes se creen legítimos herederos del Imperio del Centro no les bastaría con otra cosa que la hegemonía mundial. La cuestión, empero, no sería de preocupar salvo por el hecho de que esos herederos no creen en la democracia ni en el imperio de la ley.

El cambio de actitud no ha tenido que esperar al ascenso de Xi Jinping a la cumbre. Aunque con la timidez propia del personaje, ya se había hecho notar durante el liderazgo de Hu Jintao. En 2004, uno de sus consejeros hablaba de la necesidad de pasar del lema de Deng citado arriba al de Ascenso Pacífico, una política orientada a convertir a China en una gran potencia. Aunque los detalles no lo fueran, el objetivo resultaba palmario. China no iba a limitarse a su papel de líder económico: tenía que convertirse en un actor militar decisivo. Desde 2010 esa meta se ha impulsado con fuerza y, tras la llegada al poder de Xi Jinping, China muestra con toda claridad su deseo de ser considerada una de las grandes potencias en un mundo multipolar.

Hace pocos años, Joseph Nye distinguía entre poder duro y poder blando. En realidad, no hacía sino recordar que el poder se ejerce por la coacción y por la influencia, una distinción al menos tan antigua como Tucídides. Sin embargo, el progresismo internacional que tiene a Davos como referencia –la davosía– se arrebató porque, al igual que Nye, participaba de la ridícula ilusión de que al poder duro lo había jubilado definitivamente el arco justiciero de la historia. Los chinos, tal vez porque han leído a Sun Tzu, no son tan cándidos. La verdadera garantía del poder está en la violencia, a ser posible legítima, y su prelación sobre la influencia está en la naturaleza de las cosas. Mao lo formulaba así: «El poder político brota del cañón del fusil».

Xi Jinping ha precisado por la vía de los hechos las nuevas aspiraciones de China. Su sueño chino, definido como el rejuvenecimiento de la nación, deja lugar a pocas dudas. China tiene que volver a ser el Imperio del Centro, un centro cuyo radio aspira a extenderse al universo mundo. A Xi se le alcanza que esa meta no pasará de las musas al teatro en veinticuatro horas. Si la estrategia está clara, la táctica tendrá que adaptarse a las oportunidades que surjan. Por el momento, dos objetivos regionales se perciben con claridad para el medio plazo. Uno es la sempiterna reivindicación de la unidad nacional y tiene a Taiwán en el punto de mira. El otro, extender la presencia militar china a los mares cercanos. Y la garantía de ambos depende de situar en primer plano la defensa nacional.

La isla bonita

Formosa –hermosa– la llamaron los portugueses. Hoy se la conoce como Taiwán. La isla está situada ciento ochenta kilómetros al sudeste de la China continental, frente a la provincia de Fujian. Junto con otros archipiélagos cercanos que forman parte de la actual República de China, tiene unos treinta y seis mil kilómetros cuadrados. Es, pues, más grande que Bélgica y la pueblan veintitrés millones y medio de habitantes. Parte de ellos son lo que se llama aborígenes, descendientes de los primeros pobladores que llegaron allá: granjeros originarios de China hace seis mil años, cuando China ni siquiera estaba en proyecto; pero la gran mayoría actual (95%) pertenece a la etnia Han, la mayoritaria en China, llegados muchos de ellos de la provincia cercana de Fujian durante el siglo XIX.

La historia reciente de Taiwán ha sido agitada. En el siglo XVII, después de ocupaciones fugaces de holandeses, portugueses y españoles, pasó a formar parte de Zh?ngguó a la sazón gobernado por la dinastía Qing. En 1895, con el tratado de Shimonoseki, que puso fin a la primera guerra chino-japonesa, Formosa, junto con la península de Liaoning, en Manchuria (nordeste de China), pasó a la soberanía japonesa. Fue bajo la ocupación nipona cuando la isla comenzó su industrialización, una política que, junto con la extensión de la red de trasportes ferroviarios, de la educación y de la sanidad, y la obligación para la población local de aprender japonés, estaba pensada para incorporarla perdurablemente al Imperio del Sol Naciente. La derrota de 1945 iba a devolver Taiwán a China, pero no a la comunista. En los años cincuenta y sesenta del siglo XX solía conocérsela como China Nacionalista, dado que sirvió de abrigo a las tropas del Kuomintang derrotadas en China continental por el Partido Comunista Chino en la guerra civil de 1945-1949No era la primera vez que Formosa albergaba a refugiados de China. Anteriormente, Zheng Chenggong, más conocido como Koxinga, un partidario de la dinastía Ming, un rebelde y un pirata para los manchúes que la habían derrocado, se había hecho con el control de la isla y fundó allí un reino independiente, conocido como Tungning, que duró veintiún años (1662-1683)..

El nombre oficial del Taiwán actual es República de China. Ese nombre la emparenta con la original República de China fundada en 1912 tras el derrocamiento de la dinastía manchú; pero el régimen de Chiang Kai-shek y del Kuomintang tenía poco que ver con las aspiraciones reformistas y liberales de sus fundadores. En mayo de 1949, su Gobierno decretó la ley marcial, que estuvo en vigor hasta 1987 y persiguió o ejecutó a unos ciento cuarenta mil ciudadanos considerados anti-Kuomintang o procomunistas.

La soberanía de China sobre la isla se la disputaban y se la disputan aún dos facciones, cada una de las cuales defiende su legitimidad: los comunistas la ven en su triunfo en la guerra civil y consideran a Taiwán como una provincia en rebeldía que tiene que reunificarse con la China continental; los nacionalistas pretendían que su estancia en la isla sería de corta duración: hasta la caída del régimen de Pekín y su vuelta triunfal al continente. Ambas facciones coincidían, pues, en un punto decisivo y de gran importancia para entender sus relaciones posteriores –sólo hay una China– y ninguna estaba dispuesta a aceptar una eventual partición del país. En un primer momento, en plena guerra fría, la República de China se convirtió en miembro de Naciones Unidas y de su Consejo de Seguridad, pero la situación cambió dramáticamente a partir de 1971, cuando la sustituyó la República Popular. Desde entonces, la República de China se ha convertido en una entidad con escasa presencia diplomática, a pesar de su indiscutible importancia.

Esa importancia es, sobre todo, geoestratégica. Taiwán y los pequeños archipiélagos bajo su control están plantados entre el Mar del Este de China y el Mar del Sur de China, es decir, forman el cierre de la primera barrera insular que dificulta la salida al Pacífico de la China continental. Obtener la reunificación con Taiwán mejoraría de forma notable las ventajas estratégicas del Ejército Popular, brindándole acceso a la segunda cadena insular (Guam, las Marianas, las Palao y otras islas del Pacífico Central), a tiro de piedra de Hawái. Como lo resumió el general MacArthur: Taiwán es un portaaviones que no se puede hundir.

Chiang Kai-shek observa el destructor estadounidense Hollister a través del periscopio

Taiwán es también un ejemplo de libro para los defensores de la teoría de la modernización. Al desarrollo económico le siguió allí una rápida transición a la democracia. El despegue de los años ochenta fue espectacular, con base en una reforma agraria que creó una amplia clase de terratenientes y en la aportación de capital humano de la mano de los exiliados del Kuomintang: más de dos millones se establecieron allí. La industrialización de posguerra se centró inicialmente en manufacturas intensivas en trabajo y de bajo precio, pero pronto Taiwán dio el salto hacia otros bienes de mayor valor añadido, para luego contribuir con aportaciones estratégicas a las llamadas cadenas internacionales de valor, es decir, como parte de un proceso de producción que discurre en diferentes países. Un iPhone, por ejemplo, se fabrica en varios lugares, cada uno de los cuales aporta distintos elementos; por ejemplo, Foxconn, una empresa de Taiwán, contribuye decisivamente a sus componentes electrónicos. De esta forma, Taiwán se ha convertido en la quinta economía asiática por PIB, con un crecimiento medio del 8% entre 1990 y 2008. Su estructura productiva actual cuenta con las características habituales de las economías desarrolladas: el 1,8% proviene de la agricultura; el 36,1% de la industria y el 62,1% de los servicios. Su PIB estimado en PPP para 2016 fue de 1,12 billones de dólares; en comparación, España, con el doble de población, alcanzó los 1,76 billones. La renta per cápita estimada para ese mismo año fue de 47.800 dólares, por 32.030 en España.

Como otros países asiáticos, Taiwán ha seguido un patrón mercantilista y ha volcado buena parte de su actividad económica hacia la exportación, lo que le ha llevado a una sorprendente cercanía con respecto a China. Digo sorprendente, porque China considera que la vuelta de Taiwán a la patria común es un objetivo irrenunciable, amenazando a menudo con imponerlo por la fuerza. Sin embargo, por la evolución económica de ambos territorios, la separación ha dado a China muchos resortes para impulsar ese objetivo. Actualmente se estima que más de un millón de taiwaneses vive en la República Popular y el comercio bilateral se sitúa por encima de 130 millardos de dólares anualesLas cifras que siguen están tomadas de Shyaru Shirley Lin, Taiwan’s Dilemma. Contested Identities and Multiple Interests in Taiwan’s Cross-Strait Economic Policy, Stanford, Stanford University Press, 2016, capítulo 1.. Las inversiones directas de Taiwán en China hasta 2014 habían ascendido a 144 millardos. Desde 1999, la República Popular se ha convertido en el primer mercado internacional de Taiwán y en 2014 China pasó a ser el primer suministrador de la isla. Al tiempo, buena parte de las inversiones directas de Taiwán en China representan a los sectores más competitivos de la economía taiwanesa. Esos intercambios han resultado muy favorables para ambas partes, pero han llevado a Taiwán a una situación de dependencia que la hace vulnerable.

La evolución política de Taiwán no ha sido menos llamativa. Además de una brutal represión interna, durante la dictadura personal de Chiang Kai-shek no había elecciones libres ni partidos políticos autorizados. A su muerte en 1975 le sucedió su hijo, Chiang Ching-kuo, bajo cuyo mandato la economía local comenzó su despegue, favoreciendo un clima de paulatina distensión política. En 1986 se formó un partido de oposición (Partido Progresista Democrático) y en 1987 se levantó la ley marcial. A Chiang hijo, que murió en 1988, le sucedió su vicepresidente, un decidido impulsor de reformas democráticas. En esos años, al tiempo, Taiwán comenzó a girar desde la ideología panchina defendida por el Kuomintang hacia una identidad propiaIdem, ibídem, capítulo 3. subrayada por el Partido Progresista Democrático. De esta suerte se produjo una mutación de posicionamientos políticos. El Kuomintang, sobre la base de poderosos intereses en su seno, propició una gradual aproximación, no ya económica, sino también política y cultural, a la República Popular, al tiempo que la oposición empezaba a hacerse eco de demandas independentistas.

En 1992 se celebró en Hong Kong, por primera vez desde el final de la guerra civil, una reunión semioficial de representantes de la República Popular y de la República de China en la que ambas partes parecen haber llegado a un acuerdo (conocido como Consenso 1992) sobre el principio de Una Sola China. Hasta el momento no ha aparecido un documento autorizado en el que se describan sus términos, y cada una de las partes ha dado versiones no coincidentes. En la República de China, el Kuomintang mantiene que el acuerdo existe, aunque el Partido Progresista Democrático lo niega. En resumidas cuentas, la República Popular interpreta que el Consenso 1992 significa que la soberanía de China es única y que su representante es la República Popular China; el Kuomintang entiende que esa única soberanía corresponde a la República de China. El Partido Progresista Democrático, por su lado, no participa de esa opinión: reconoce a la República Popular como una nación soberana con el mismo título que la República de China. China y Taiwán son dos naciones distintas.

En 2008, Ma Ying-jeou ganó las elecciones presidenciales para el Kuomintang y revalidó su triunfo en 2012. Los ocho años de su presidencia se destacaron por una creciente sintonía con Pekín, que desembocó en su encuentro de 2015 con Xi Jingpin en Singapur: todos los medios de la República Popular lo calificaron de histórico. El chicoleo de Ma con Pekín, empero, no le granjeó las simpatías de muchos de sus compatriotas. Lejos de animarles, la integración entre las economías de ambos países aumentaba su preocupación por una eventual caída en las garras del régimen dictatorial de la República Popular. El desenlace de la ocupación de Hong Kong por el movimiento Occupy Central y el despliegue de fuerza militar en Pekín con motivo del aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial les enfrentó una vez más con la suerte que les esperaría en esa tesitura. Por su parte, tras su llegada al poder, Xi Jinping se mostraba impaciente. La cuestión de Taiwán «no puede pasarse de una generación a otra» y amenazaba con serias consecuencias si de la opción independentista del Partido Democrático Progresista triunfaba en las elecciones de 2016.

No fue ésa la única razón –también concurría un reciente declive de la economía de la isla–, pero los apremios del Gobierno chino espolearon la colosal derrota del Kuomintang en esas elecciones. Tsai Ing-wen, la candidata presidencial del Partido Democrático Progresista, las ganó de calleTsai obtuvo 6,89 millones de votos, casi el doble de los del representante del Kuomintang. De los 113 escaños en el parlamento, el Kuomintang 35, por los 60 del Partido Democrático Progresista.. La reacción de Pekín, a juzgar por los editoriales de sus medios más conocidos, fue de gran alarma: «El presidente Xi advierte contra cualquier forma de “independencia de Taiwán”» destacaba el Diario del Pueblo y recogía unas solemnes palabras suyas: «Salvaguardaremos la soberanía y la integridad territorial del país y nunca permitiremos que vuelva a suceder la tragedia histórica de una secesión […]. Esa es nuestra solemne promesa y nuestra responsabilidad con la historia y con nuestro pueblo». Para quien sabe que los comunistas chinos no han renunciado a una reunificación por la fuerza y que amenazan con ella de tanto en tanto, esas bravatas son inquietantes. Especialmente porque Estados Unidos está comprometido por una ley firmada por el presidente Carter en 1979 a intervenir militarmente si la República Popular ataca o invade Taiwán.

Es ocioso especular sobre esa eventualidad. Más interesante resulta ponderar cuáles podrían ser las consecuencias para la China comunista en el caso de que así sucediese. Wang Mouzhou, un especialista estadounidense, lo planteaba recientemente bajo la hipótesis de que Estados Unidos se mantuviese al margen. En el terreno militar, el ejército chino tiene amplia capacidad para invadir la isla, pero el suyo no sería un paseo militar. Los desembarcos son operaciones muy arriesgadas y, teniendo enfrente un ejército bien dotado tecnológicamente, China afrontaría la posibilidad de un altísimo número de bajas. Por su parte, Taiwán puede hacer llegar sus misiles hasta bien entrado el interior de China y podría infligir serios daños a la población local. Los gastos de hospitalización para los heridos chinos en la operación y sus pensiones se traducirían en una pesada carga durante décadas y agravarían el problema de la insuficiencia de varones jóvenes en el país.

Nada hace pensar que los taiwaneses fueran a aceptar pasivamente la invasión y las posibilidades de una guerra asimétrica son altas. En consecuencia, a los destrozos causados por la hipotética invasión y a los gastos de renovación de las infraestructuras devastadas habría que añadir la aparición de una guerrilla. Los efectos que acarrearía para los ocupantes serían similares a los padecidos por las tropas estadounidenses tras el allanamiento de Irak.

Internacionalmente, esa explosión de nacionalismo por parte comunista tendría serias consecuencias negativas para China en el ámbito regional que desea controlar, especialmente en el sudeste de Asia. Pero tampoco serían halagüeñas sus secuelas internas. Añadir veinte millones de personas que han conocido las ventajas de un régimen democrático a la población de China sería un refuerzo importante para quienes discuten la legitimidad del Partido Comunista.

Xi Jinping puede mostrarse impaciente, pero de seguro muchos de los dirigentes chinos se lo pensarán dos veces antes de animarse a una aventura en la amena Formosa.

El eslabón más débil

«Demasiados chinos hemos tenido aquí durante más de mil años. No les demos más oportunidades»: así se expresaba en el verano de 2011 la presidenta de la universidad de Saigón, donde yo trabajaba. El Gobierno vietnamita había denunciado por entonces ataques de patrulleras chinas a uno de sus barcos que realizaba estudios sismográficos en aguas territoriales de Vietnam y su queja se vio seguida de manifestaciones antichinas en diversas ciudades del país.

Los incidentes de 2011 se reprodujeron, corregidos y aumentados, en 2014. Y de nuevo se echó por ambas partes mano de la historia. Ahora China esgrimía un documento antiguo para justificar su pretensión de explotar en exclusiva los recursos económicos del llamado Mar del Sur de China. Esas aguas tienen una extensión de unos tres millones y medio de kilómetros cuadrados (siete veces España) y, como indica su nombre, se sitúan al sur del país. De hecho, South China Sea es el nombre inglés aceptado por la Organización Hidrográfica Internacional, un organismo intergubernamental que establece normas para los mapas náuticos. La denominación, sin embargo, no es unánimemente aceptada. Los chinos se refieren a la región como Nan Hai (Mar del Sur), pero para los vietnamitas es el Mar del Este y los filipinos lo llaman Mar de Luzón o, desde 2012, Mar del Oeste. Esas diferencias muestran la disparidad de las pretensiones que cada uno de esos países tiene sobre la región. Geográficamente, los espacios en disputa son fundamentalmente tres: las islas Spratly; las Paracel; y el bajío de Scarborough. Además de Vietnam y Filipinas, China mantiene también litigios en la zona con Malasia, Brunéi e Indonesia.

China insiste en lo infundado de las aspiraciones ajenas y en su derecho exclusivo a la mayor parte del mar en cuestión, blandiendo la llamada línea de los nueve trazos. La idea proviene de un mapa publicado por el Gobierno del Kuomintang en 1947, es decir, dos años antes del final de la guerra civil y del establecimiento de la República Popular China, pero Zhou Enlai la reclamó para el nuevo gobierno comunista. Los trazos comienzan más o menos frente a la costa de Da Nang en Vietnam, bajan hasta el paralelo 4N y comienzan su ascenso hacia el nordeste frente a Malasia (Sabah), Brunéi y Filipinas, para acabar al sur de Taiwán. La zona así establecida tiene la forma de una U, de una bolsa o, como dicen en Vietnam, de una lengua de buey. Llámesela como se quiera, su finalidad es meridiana: todo ese mar de los mil nombres pertenece en exclusiva a China (ya sea la de Pekín, ya la de Taipéi).

Conflictos territoriales en el Mar del Sur de China

La configuración política de esa parte del Pacífico no había creado problemas hasta hace poco. La forman un conjunto de archipiélagos que no habían sido antes un objeto de deseo, pues se trata de islas, atolones, arrecifes y bajíos de escasas dimensiones, muchos de ellos sólo visibles en las horas de bajamar e inhóspitos para eventuales pobladores. Por eso, hasta hace poco, las aspiraciones a su dominio legítimo no habían pasado de declaraciones sin trascendencia. La novedad es que, desde la llegada al poder de Xi Jinping, Pekín ha decidido tomar la delantera por la vía de los hechos. En mayo de 2014, China estableció una plataforma petrolífera perteneciente a CNOOC (China National Offshore Oil Corporation), una compañía estatal de petróleo, en aguas de las Paracel que Hanói considera suyas. En el incidente se produjeron choques entre barcos de ambos países y seis heridos entre los vietnamitas. Desde entonces, la tensión no se ha disipado y se ha extendido a otras zonasUna excelente explicación del conflicto y la posición de las partes encontradas puede leerse en Bill Hayton, The South China Sea, New Haven, Yale University Press, 2014..

¿Cómo explicar la actitud del Gobierno chino?

A corto plazo, China quería probar la reacción de Estados Unidos y, al tiempo, anticiparse al desafío legal que Filipinas planteó ante la Corte Internacional de Arbitraje de La Haya en 2014. En lo primero, el presidente Obama mantuvo su habitual disposición a no darse por enterado, menos aún a resistir. Esa paciencia estratégica –la etiqueta es del propio Obama– convenció a los chinos de que podían actuar sin mayores consecuencias«El poder creciente de China se encuentra en un momento delicado», recordaba un editorial de Global Times. «Por un lado, ese creciente poderío empuja a tomar iniciativas en el escenario global; pero, por otro, la incertidumbre resultante se discute y hasta se exagera en el exterior. Estados Unidos, al igual que otros países vecinos, muestra una ambición sin precedentes por contener a China en el uso de su influencia […]. China también tiene que responder a una presión interior que clama por una postura firme frente a las provocaciones […]. El Gobierno chino necesita sopesar las diferentes opciones con una visión de conjunto».. Desde 2015, China ha mantenido una frenética actividad de dragado y construcción de instalaciones militares en varios islotes de la zona, pese a que en agosto de 2015, ante la Organización de Países del Sudeste Asiático (ASEAN), su ministro de Asuntos Exteriores declaraba que esas actividades se habían paralizado. Un mes más tarde, el propio Xi Jinping prometía no militarizar las construcciones que China había realizado.

Sobre el arbitraje internacional, China mantenía una cerrada oposición a cualquier decisión de la Corte por considerarla carente de jurisdicciónEn un último intento de influir sobre el tribunal, el Gobierno chino publicó una larguísima explicación con ese fin en diciembre de 2014. e insistía en que esa u otras disputas territoriales deberían ser objeto de negociaciones bilaterales con los países afectados. Cuando, el 12 de julio de 2016, la Corte dio a conocer una resolución en la que, por unanimidad, sus miembros daban la razón a Filipinas y condenaban la construcción de islas artificiales como una violación de la ley internacional, los medios chinos reaccionaron de forma acalorada y el Gobierno insistió en no reconocer la sentencia.

Desde entonces, con el viento a favor por los cambios políticos en FilipinasEn junio de 2016, Rodrigo Duterte fue elegido presidente de Filipinas. Un político populista y malquistado con Estados Unidos, el tradicional aliado de Filipinas, Duterte procedió rápidamente a un cambio de rumbo en las alianzas internacionales del país. Una de sus primeras decisiones internacionales fue olvidarse de la resolución de la Corte de Arbitraje y aceptar resolver las disputas territoriales de Filipinas con China de forma bilateral, reconociendo, muy a su pesar posteriormente, que no resulta conveniente oponerse a Pekín., China ha seguido militarizando la zona y recientemente ha pasado del reconocimiento de sus actividades a su justificación. El primer ministro chino, Li Keqiang, manifestaba el 24 de marzo de 2017 en Australia que las construcciones militares chinas en la zona respondían a la necesidad de proteger el tráfico marítimo y aéreo. Esas declaraciones dejaban en entredicho la veracidad de las promesas de Xi Jinping en 2015 y no aclaraban la base legal en que China apoyaba ese ejercicio de soberanía sobre un espacio que sólo ella considera suyo. Pero, sea como fuere, cimientan una firme porfía en la política zonal que Pekín ha mantenido y mantendrá mientras no encuentre mayores obstáculos en su camino.

¿Hay razones adicionales al poder desnudo para explicar la posición de China? La respuesta coincide con lo que formulaba Robert Kaplan en un libro recienteAsia’s Cauldron. The South China Sea and the End of a Stable Pacific, Nueva York, Random House, 2014.. Kaplan observa el escenario internacional con los aires de un realista puro y duro. Lo suyo es la geopolítica, es decir, el estudio de los conflictos de poder provocados por intereses materiales y condicionados por la geografía. Es esta última la que ha convertido al Mar del Sur de China en la clave de un conflicto mundial que sólo acaba de comenzar. Más del 60% de la energía consumida por Corea, Japón y Taiwán y un 80% de la de China pasa por esa ruta. China, que sólo cuenta con un 1% de las reservas mundiales de petróleo, consume un 10% de la producción mundial. Según estimaciones que Kaplan comparte, en el Mar del Sur hay unas reservas de siete millardos de barriles de petróleo y veinticinco billones de metros cúbicos de gas natural. Son cifras seguramente exageradasLa Agencia de Información Energética de Estados Unidos consideraba en 2013 que las reservas probadas de petróleo y gas en la zona son mucho menores. Más aún, su aprovechamiento sería poco rentable, porque el coste de las explotaciones petroleras en aguas profundas (como son las del Mar del Sur) es cinco veces mayor que en las de aguas superficiales. Adicionalmente, la incertidumbre política en la zona no parece la mejor recomendación para que las multinacionales del petróleo se decidan a emplear muchos recursos en explotarlas cuando hay otros lugares del mundo en que pueden hacerlo más fácilmente., pero Kaplan no deja de tener razón en lo sustancial. Con el aumento de su poder militar, especialmente el de su flota, China se propone hacerse con ese mar, convertirlo en su Caribe particular y, desde ahí, saltar al control del Océano Índico.

Todo hace pensar que los designios de Xi Jinping son aún más ambiciosos. Históricamente, China ha sido un imperio continental. Sus intereses no la empujaban hacia el Este, donde el Pacífico era, al tiempo, una barrera difícil de superar y una relativa defensa frente a ataques del exterior, sino hacia el Norte (controlar a los pueblos nómadas que la amenazaron durante siglos), hacia el Sur (dominar el sudeste asiático) y hacia el Oeste (anexiones territoriales de Tíbet y Xinjiang en el siglo XVII). La dinastía Ming (1368-1644) no mostró el menor interés por perseverar en las proezas marítimas del almirante Zheng He en el siglo XV. Hoy, sin embargo, las circunstancias han cambiado. China ha aprendido de Gran Bretaña y de Estados Unidos que no es posible imponer su hegemonía sin una presencia activa en el aire y en los mares. Los cambios tecnológicos han impulsado, esta vez radicalmente, la obsolescencia de las políticas aislacionistas cuyo epítome fue la construcción de la Gran Muralla.

China necesita desesperadamente romper la primera barrera insular para tener paso franco hacia los mares del mundo, ante todo el Pacífico. El control del Mar del Sur y, más aún, la unificación con Taiwán serían un paso decisivo hacia esa meta. Pero no basta. China necesita también imponer su predominio en el Pacífico Norte, donde el panorama es más complejo. Las dos Coreas y Rusia cortan la salida al mar desde Manchuria. Los puertos chinos más septentrionales están en Tianjin, Lushun (el antiguo Port Arthur, hoy una importante base de la flota) y Dalian; todos ellos justo en el paralelo 39N. Vladivostok está en el 43N.

China ha aprendido de Gran Bretaña y de Estados Unidos que no es posible imponer su hegemonía sin una presencia activa en el aire y en los mares

Japón, por su parte, tapona la salida hacia el nordeste entre los paralelos 45N y 33N. En 2012 se produjo una seria crisis entre Japón y China por ocho islas deshabitadas que los japoneses llaman Senkaku y China Diaoyu. El archipiélago se encuentra al sudoeste de Okinawa, a poca distancia del norte de Taiwán y pertenece a Japón. Desde entonces, China ha enviado a la zona barcos a los que llama guardacostas, pero que son navíos de guerra camuflados. Estos y otros incidentes han aumentado considerablemente la tensión en el Pacífico Norte y su repetición hace temer que cualquier imprevisto pueda desencadenar una respuesta armada por uno u otro lado.

Indudablemente, los dirigentes chinos no dejan de tener en cuenta esa posibilidad porque, también en el caso de Japón, Estados Unidos se vería obligado a afrontar una guerra según el Tratado de Cooperación y Seguridad Mutua que entró en vigor en mayo de 1960. Aunque la interpretación de su Tratado de Seguridad con Corea del Sur sea menos terminante, sería difícil que Estados Unidos no se viese también implicado en una guerra entre ese país y su vecino del norte. Son consecuencias que China habrá de tomar en cuenta.

En resumen, todo hace pensar que, para los dirigentes chinos, el eslabón más débil en la cadena que representa la primera barrera insular se encuentra en el Mar del Sur, donde la diversidad de intereses nacionales, la debilidad de los gobiernos locales y las decisiones imprevisibles de sus líderes pueden animarla a una estrategia de hechos consumados.

Y mañana, el mundo entero

A su llegada al poder, Xi Jinping se presentó como un reformador, un atributo que he solido poner en entredicho en estas entregas. Conviene precisar: Xi no ha hecho ninguna de las reformas prometidas cuando de ellas pudiese derivarse menoscabo para el poder institucional del Partido Comunista o para los intereses nacionales de China, tal y como los entiende el Partido Comunista; pero sí ha emprendido reformas que contribuyen a mantener el primero y aumentar los últimos. Uno de los sectores en los que ha tomado un gran número de iniciativas llamadas a desperezar el funcionamiento de la institución ha sido en el de las fuerzas armadas.

Xi se aplicó rápidamente. Su nombramiento como secretario general vino acompañado de la presidencia de la Comisión Militar Central –el órgano cumbre de las fuerzas armadas chinas–, algo que a Hu Jintao le costó más de un año conseguir. Y tan pronto como se puso al frente de ella, su intrepidez fue notable. En una conferencia sobre asuntos militares celebrada en Gutian a finales de 2014 recordó que, cuando expresó su idea de que el poder político brota del fusil, el Gran Timonel había añadido: «Nuestro principio es que el Partido manda sobre el fusil; el fusil no debe mandar nunca sobre el Partido»Gutian, una población de la provincia de Fujian, fue en 1929 escenario de una reunión del Partido en la que se estableció el principio que recordaba Mao Zedong: total subordinación del ejército al Partido.. Y Xi recordó que esas palabras seguían vigentes casi un siglo después.

Los meses siguientes vieron una rápida confirmación de su protagonismo en la reforma militar con la purga por corrupción de más de treinta generales. Sin duda, el Ejército Popular de Liberación se había dejado llevar por el clima de relajación que se instauró en las instituciones en los tiempos de Hu Jintao, y la venta al mejor postor de puestos de influencia se había convertido en una práctica endémica que minaba la moral de los cuadros de mando. Al general Xu Caihou, que había sido vicepresidente de la Comisión Militar Central –el segundo puesto militar en el país– se le acusó de haber cobrado millones de dólares a sus protegidos para conseguirles ascensos. Pero al tiempo que la campaña anticorrupción ha redorado los galones de Xi, no es menos cierto que ha servido también para apartar de sus puestos a políticos y militares que no contaban con su confianzaPara un detalladísimo análisis del proceso de depuración, véase Cheng Li, Promoting “Young Guards”. The Recent High Turnover in the PLA Leadership (Part I: Purges and Reshuffles).. Los reemplazos de las manzanas podridas eran todos, casualmente, antiguos conocidos y compañeros suyos.

Al tiempo que hacían notar su satisfacción por la limpieza de sus filas, los dirigentes del Ejército Popular de Liberación renovaban sus promesas de absoluta lealtad al mando supremo, es decir, a Xi. Ese impulso del culto a su personalidad se ha profundizado con el tiempo. En abril de 2016, a Xi se le otorgó un nuevo título: comandante en jefe del mando de combate, creado por la nueva estructura de los ejércitos. Xi añadía a su cargo de presidente de la Comisión Militar Central este otro nuevo, más o menos equivalente al de Jefe del Estado Mayor conjunto.

La reforma militar que culminó con ese nombramiento manifestaba una profunda ambición. En mayo de 2015, Pekín hizo público un libro blanco sobre su estrategia militar, una novedad en su habitual secretismo. El documento subrayaba que la fidelidad de China al desarrollo pacífico iba unida a una estrategia de defensa activa: «No atacaremos de no ser atacados; pero sabremos contraatacar si nos atacan […]. China nunca buscará imponer su hegemonía ni ambiciona expansionarse». Y de ahí el documento pasaba a los objetivos prácticos impuestos por su entorno: salvaguardar sus derechos y sus intereses marítimos; combinar la defensa de sus aguas jurisdiccionales con la protección de sus intereses en mar abierto; oposición a la militarización del espacio exterior; desarrollo de capacidad cibernética del ejército; cooperación y diálogo con las otras grandes potencias». En suma, China persigue convertirse en uno de los grandes poderes militares de un mundo crecientemente multipolar y contar con capacidad para defender sus intereses a miles de kilómetros de sus fronteras. Xi defendía así una doctrina militar e internacional mucho más ambiciosa en sus objetivos y en sus métodos que sus antecesores. En suma, China ha llegado a su mayoría de edad y no admitirá que otros países –léase Estados Unidos– traten de limitar sus aspiraciones.

La reforma de las fuerzas armadas que impulsará esos fines irá imponiéndose por etapas hasta culminar en 2020, según anunció Xi en noviembre de 2015. En el plano operativo, se propone pasar de una fuerza militar centrada en el ejército de tierra a otra dirigida por un mando conjunto de tierra, mar y aire, según la pauta de los países occidentales más avanzados. A renglón seguido se difundió la noticia de una importante reducción de efectivos: el Ejército Popular de Liberación pasaría de dos millones trescientos mil componentes a dos millones, una rebaja del 15%, que culminará en 2020. Según las informaciones iniciales, las bajas recaerán mayormente sobre los cuadros intermedios, licenciando a unos ciento setenta mil entre los rangos de teniente a coronel. La reducción de personal se centrará en las unidades que manejen material obsoleto, se dediquen fundamentalmente a tareas administrativas y/o carezcan de misiones de combate. La estructura de mando pasará de siete centros regionales a cinco teatros de operaciones (uno en cada uno de los cuatro puntos cardinales, más otro central en Pekín) que combinarán las operaciones de los tres ejércitos en cada zona. El pasado mes de febrero empezaron los nombramientos en los escalones superiores, con especial atención a los de la Armada.

Será el ejército de tierra quien inicialmente experimente los mayores cambios. Sus efectivos previos a la reforma se cifraban en 1,55 millones, organizados en cuerpos de ejército según el tradicional modelo soviético. Un cuerpo de ejército solía contar con entre treinta mil y cien mil efectivos. Ese tamaño, demasiado grande para maniobrar con facilidad, ha ido siendo sustituido en muchos países por una combinación de tecnología y unidades más eficientes: las divisiones. De esta suerte, los actuales dieciocho cuerpos de ejército se reagruparán en un número de entre veinticinco y treinta divisiones. El sistema de mando será también más ágil, con mejores y más rápidas comunicaciones entre las divisiones y los teatros de mando y, por supuesto, con el Estado Mayor Conjunto.

Las reformas alcanzarán también a las fuerzas de orden público. Sus efectivos (en torno a seiscientos sesenta mil) operaban bajo la autoridad dual del Consejo de Estado (Gobierno) y la Comisión Militar Central, pero se prevé que en el futuro dependan exclusivamente de esta última: un refuerzo más para el poder de su presidente.

Recuerdo vendido durante el Congreso del Partido Comunista Chino con fotos del presidente chino Xi Jinping y Mao Zedong, 2013

La reacción oficial de los militares no se hizo esperar. Todas las unidades manifestaron su total apoyo a los recortes propuestos. Sin embargo, quedaba el remusguillo de saber qué pasará con quienes se vean licenciados. Es un problema serio porque, si vieran frustradas sus expectativas, su número podría causar episodios de «inestabilidad», al decir de fuentes gubernamentales. Para tranquilizarles y, de paso, para asegurar «la armonía social y la estabilidad», se les han prometido oficiosamente indemnizaciones de hasta decenas de miles de dólares; salarios tras su jubilación equivalentes al 80% de su último sueldo; y contratos con empresas estatales. Son compromisos difíciles de mantener cuando la economía del país se encuentra en una fase de progresivo declive. Al poco de comenzar los licenciamientos se produjeron manifestaciones de afectados ante el Ministerio de Defensa, donde, vestidos de uniforme, reclamaban mejores condiciones. Y pronto la reducción de personal se vio acompañada de la propuesta de creación de un cuerpo de infantería de marina con cien mil efectivos, muchos de los cuales provendrían de los candidatos al cese.

Pero no sólo ellos tienen problemas. Los tiene también el Ministerio de Defensa, cuyo presupuesto ha dejado de crecer tan rápidamente como solía hacerlo hace sólo tres años. En 2014 se situaba en 132 millardos de dólares (12,2% de aumento con respecto a 2013), mientras que la economía del país crecía al 7,5%. Esa diferencia había sido general desde 1989 y, salvo en 2010, el aumento presupuestario no había sido nunca inferior al 10%Un estudio detallado puede verse en Adam P. Liff y Andrew S. Erickson, «Demystifying China’s Defence Spending. Less Mysterious in the Aggregate», The China Quarterly, vol. 216 (diciembre de 2013), pp. 805-830.. En 2015 ascendió a 145 millardos y en 2015 a 150 millardos. En 2017 el aumento se situará en torno al 7%Las estimaciones de otros observadores, como el SIPRI (Stockholm International Peace Research Institute), son considerablemente mayores.. Aunque se mantiene y aún sigue creciendo en términos nominales, el gasto militar ha ido perdiendo fuerza precisamente en los años de mando de Xi Jinping. En cualquier caso, China trata de demostrar que esas inversiones han dado excelentes resultados y cada día aparecen noticias de nuevas armas, misiles y aviones de caza que, se dice, reducirán considerablemente las ventajas de que aún goza Estados Unidos en materia de defensa.

El acento se ha puesto, de acuerdo con la nueva doctrina estratégica, en la Armada. En 2012 se incorporó a la flota el Liaoning, el primer portaaviones de China. Provenía de la antigua flota soviética y había sido remozado para sus nuevos propietarios. El Liaoning colmaba el sueño chino de contar con un grupo de ataque (carrier strike group) propio. Un grupo de ataque tiene por centro un portaaviones con capacidad para de entre sesenta y cinco a setenta aparatos, al que acompañan al menos un crucero y dos destructores y/o fragatas, más naves de apoyo técnico y de intendencia. Adicionalmente puede contar con submarinos. El grupo de ataque Liaoning parece tener encomendadas misiones en el Mar del Sur. En 2014, el Ministerio de Defensa anunciaba que su flota contaba también con submarinos nucleares. A principios de 2016 hizo saber también que se había iniciado la construcción de un segundo portaaviones de cincuenta mil toneladas totalmente diseñado en China.

Resulta difícil no concluir que China está dispuesta a imponer su dominio sobre la primera línea insular y cumplir así uno de sus objetivos inmediatos. Pero no basta con el deseo: alcanzar esa meta dependerá de la resistencia de sus actuales ocupantes y de sus potenciales apoyos. ¿Qué pasaría en caso de que su firmeza llevase a los dirigentes chinos a iniciar una aventura bélica? ¿Estaría el Ejército Popular de Liberación en condiciones de cumplir con su misión? Responder de forma terminante a esas preguntas sería una pasión inútil. Sin embargo, algunos expertos no se resignan. En 2015, RAND Corporation analizaba la nueva relación de fuerzas entre China y Estados UnidosEric Heginbotham et al., The US-China Military Scorecard. Forces, Geography and the Evolving Balance of Power 1996-2017, Santa Mónica, RAND Corporation, 2015. y concluía que el Ejército Popular de Liberación adolecía de «persistentes debilidades y vulnerabilidades». Una de ellas era la calidad de sus reclutas. Un ejército tecnificado necesita personal bien educado y saludable. Pero la paga y las condiciones de vida no resultan precisamente atractivas para los graduados universitarios, hombres o mujeres, y, de añadidura, el aire polucionado que se respira en la mayoría del país es causa de numerosas afecciones pulmonares que limitan la capacidad física de los jóvenes. Esos jóvenes, recuérdese, se han educado en la molicie por la política de hijos únicos. Los pequeños emperadores –y emperatrices– no son el mejor público para las calamidades y los sacrificios de una campaña militar. El informe invocaba también otras causas específicas de China, como la persistente corrupción en las filas del ejército y las contradicciones en el seno de su cadena de mando. Ninguna fuerza militar está totalmente preparada para una situación de guerra, pero las dificultades que tendría que salvar China no son fáciles de superar. Otros analistas se concentran en las limitaciones específicas del despliegue militar de China. Pero el éxito militar y diplomático no depende sólo de las fuerzas en acción: también de que las audiencias acepten la credibilidad de una eventual amenaza. En este aspecto, Xi Jinping se ha encargado de que China proyecte una imagen de enorme poderío.

El 3 de septiembre de 2015, el Ejército Popular de Liberación celebró un impresionante desfile militar para conmemorar el septuagésimo aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. La mayoría piensa que eso sucedió un 15 de agosto, cuando el emperador de Japón anunció su rendición ante las potencias aliadas. No así en China. Allí se celebra el día de la firma del acta de rendición, que ocurrió el 3 de septiembre. En su discurso oficial, Xi Jinping daba su versión de la historia: «Hoy es un día que quedará grabado en la memoria de los pueblos del mundo. Hace hoy setenta años, el pueblo chino, tras luchar tenazmente durante más de catorce años, obtuvo su gran victoria en la Guerra de Resistencia contra la Agresión Japonesa y obtuvo la victoria total de la Guerra Mundial contra el Fascismo. […] [Esa victoria] es la primera victoria total de China en su resistencia contra la agresión exterior en los tiempos modernos». Era una forma de salir en una foto en la que, todo hay que decirlo, el Partido Comunista tuvo escaso protagonismo militar. Mientras los nacionalistas y sus aliados se batían el cobre con los japoneses, Mao y sus seguidores acampaban en su retiro marginal de la provincia de Shaanxi. Pero el mensaje de Xi resultaba meridianamente claro: a esa primera victoria habrían de seguirle otras. Y, para rubricarlo, el desfile militar que siguió fue la prueba del nueve de que así sería. Doce mil militares por tierra y una completa exhibición de fuerza aérea celebraban la grandeza nacional de China.

El Imperio del Centro contraataca.

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