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Querido Errol Flynn

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Pertenezco a una generación que creció jugando con espadas de plástico y pistolas de mentira. Nos fascinaban los corsarios que abordaban naves en llamas, los forajidos que asaltaban bancos, los guerrilleros que emboscaban a fuerzas infinitamente superiores, aprovechando un cañón o la espesura de un bosque. Nos gustaban las causas perdidas. Los sudistas nos parecían mucho más simpáticos que los yanquis. Los samuráis, con sus espadas y su intransigente código del honor, nos resultaban más atractivos que los modernos soldados con armas de fuego. Pensábamos que el temple del guerrero se medía en el cuerpo a cuerpo, no en el intercambio de disparos. Entendíamos las exigencias de la guerra moderna, pero opinábamos que un fusil no podía competir con un sable o una bayoneta. En mi adolescencia, aún se leía Beau Geste, la clásica novela de aventuras de Percival Christopher Wren publicada en 1924. Ambientada en la Legión Extranjera francesa, la adaptación cinematográfica realizada en 1939 por William A. Wellman, con Gary Cooper en el papel protagonista, incendió la imaginación de infinidad de muchachos de mi edad. Nada se nos antojaba más hermoso que morir en el desierto, defendiendo un fuerte asediado por beduinos. El quepis azul celeste de los legionarios representaba la forma más exasperada de romanticismo, pues permitía ocultar la identidad bajo un nombre ficticio. Era el refugio perfecto paras aventureros, inadaptados y bandidos. Es decir, para hombres sin nada que perder.

No teníamos una percepción clara de lo que representaba la violencia, pero nos atraían valores como el coraje, la lealtad, el sacrificio. No sabíamos que el fascismo había convertido estos principios en los pilares de su credo. Sólo mucho más tarde llegaríamos a plantearnos si nuestra forma de ocio juvenil había pervertido nuestra sensibilidad. Hasta los doce años jugué con réplicas del Winchester 73 y el clásico Colt con un tambor para seis balas de calibre 36. Aunque a veces fantaseábamos con ser piratas, casi siempre escogíamos las peleas entre indios y rostros pálidos. No recuerdo cuántas veces me mataron ni en cuántas ocasiones salí airoso del lance, abatiendo a mis primos y amigos. Nos gustaba morir con grandes aspavientos, extendiendo los brazos y profiriendo quejidos desgarradores. El inconveniente de recibir un «balazo» era que debías representar el papel de difunto durante al menos cinco minutos. Era un verdadero fastidio, pero apenas resucitabas volvías a la lucha con ardor renovado. El rifle y el revólver siempre provocaban polémicas, pues demostrar que habías acertado en el blanco con una bala inexistente exigía ciertas dotes de persuasión, salvo cuando se disparaba a bocajarro. Por eso, nos atraían el arco, el hacha y el cuchillo. Las flechas con ventosas y los filos de goma actuaban como evidencias incontrovertibles. Sólo podías utilizar esas armas cuando asumías la identidad de un piel roja, lo cual significa ser el malo de la película. No solía molestarnos demasiado, pues los nombres de apaches, sioux o cualquier otro pueblo nativo nos seducían con su poética resonancia: Gerónimo, Caballo Loco, Toro Sentado, Nube Roja, Oso Blanco, Estrella Fugaz, Halcón Negro. Muchas veces nos preguntábamos si los malos eran realmente tan malos, y si los buenos no eran villanos que fingían un heroísmo de cartón piedra. De hecho, casi nadie quería la placa de sheriff. Jesse James o Billy el Niño nos inspiraban más simpatía que los agentes de la ley, casi siempre al servicio de los grandes rancheros. Mis juegos de infancia no influyeron en mis decisiones posteriores. Descarté realizar el servicio militar obligatorio. Me declaré objetor de conciencia, pues tenía muy claro que mi mente se rebelaría contra la perspectiva de herir o matar a un ser humano. Además, no me agradaba el sentido de la disciplina que establece como prioridad obedecer una orden, liquidando el principio de autonomía que regula una existencia racional. Paradójicamente, mi sincero pacifismo se tambaleó durante mis años de universidad. Aunque la movida había restado lustre al marxismo, aún conservaba cierto brillo como principal ideología revolucionaria. Muchos de mis compañeros y algún profesor justificaban la lucha armada desde una posición de extrema izquierda. Al mismo tiempo, las pistolas de juguete, los westerns y las películas bélicas les horrorizaban, pues consideraban que los niños debían buscar entretenimientos pacíficos. La crisis económica resucitó hace unos años el discurso radical de izquierdas. En algunos países se puso de moda la Baader-Meinhof. Afortunadamente, se trató de un fenómeno más estético que político, pues no resurgieron las guerrillas urbanas con sus cruentos atentados. No es menos cierto que la ultraderecha siempre ha exaltado la violencia, pero desde hace mucho tiempo ocupa un espacio marginal y su influencia es irrelevante.

No repudio mis juegos de infancia. No creo que hayan alimentado la violencia entre los niños de mi generación. No me parece preocupante que nos entusiasmaran películas como La carga de la Brigada Ligera (Michael Curtiz, 1936), Robin de los bosques (Michael Curtiz, 1938), Murieron con las botas puestas (Raoul Walsh, 1941), Objetivo Birmania (Raoul Walsh, 1945) o Gentleman Jim (Raoul Walsh, 1942), hilarante comedia sobre el boxeador James J. Corbett, campeón mundial de los pesos pesados. Errol Flynn protagonizó estas películas, prodigando su explosiva mezcla de vitalidad, humor, desvergüenza, seducción, rebeldía, despreocupación y confianza en sí mismo. Hijo del reputado oceanógrafo, biólogo y antropólogo irlandés Theodore Thomson Flynn, el actor australiano no era un fanfarrón que se atribuyera falsas aventuras (bueno, sí, le gustaba decir que descendía de los marineros amotinados en el Bounty), sino un espíritu indomable que había acumulado expulsiones de colegios en su niñez, había practicado el boxeo en su juventud (representó a Australia en los Juegos Olímpicos de 1928) y había probado fortuna en toda clase de oficios: buscador de oro, marinero, contrabandista, ladrón de joyas, pescador, friegaplatos, peón en una plantación de cocos, corresponsal de prensa durante la guerra civil española. Con cierto talento literario, escribió dos novelas y su autobiografía (Errol Flynn. Aventuras de un vividor), dedicando unas airadas palabras a los productores de Hollywood: «Os podéis meter este sitio donde el mono metió los cocos; yo me he sacado solo las castañas del fuego en los lugares más duros». Camorrista, mujeriego y aficionado al alcohol, solía emborracharse con los especialistas, oponiéndose a que lo doblaran en las escenas de acción.

Cuando yo era niño, ya era un galán de otra época. De hecho, había muerto en 1959, con sólo cincuenta años, pero gracias a la programación televisiva de un país con sólo dos cadenas y una dictadura militar moribunda, seguía encarnando la figura de héroe romántico e idealista, con un gran sentido de la amistad y un temperamento apasionado. Era inevitable imitarlo cuando desenfundábamos nuestras pistolas de plástico o lanzábamos una carga suicida. Contemplo con nostalgia esos años y no he consentido que las falsas acusaciones de antisemitismo ni los escándalos sexuales hayan menoscabado mi aprecio por el actor que dio rostro a Robin Hood y a una versión idealizada del intrigante, narcisista y ambicioso George Armstrong Custer, un oficial no más sanguinario que el resto de los militares implicados en las guerras indias. La edad adulta tal vez empieza cuando el afán de objetividad destruye los mitos que nos cautivaron en nuestra infancia y juventud. Al margen de esta cuestión, me parece absurdo alarmarse porque un niño juegue con una espada láser, una pistola de agua o un revólver de plástico. He sido profesor de enseñanzas medias durante muchos años y puedo asegurar que los videojuegos violentos no fomentaban las personalidades psicopáticas. Los adolescentes percibían claramente la diferencia entre realidad y ficción. Las guerras no estallan porque se juegue a matar marcianitos o porque un programa de ordenador reproduzca con sorprendente fidelidad un escenario bélico. No son los juegos, sino las ideologías, las que despojan de valor a la vida humana, con el pretexto de realizar un Idea. No creo que vuelvan las espadas de plástico, pero cuando he contemplado alguna en una función de teatro o en la vitrina de un coleccionista, no he experimentado fantasías violentas, sino añoranza de mi infancia. Siempre que paseo cerca del mar, recuerdo la mirada desafiante de Errol Flynn, encarnando al capitán Blood, médico, caballero y corsario por accidente.

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