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¿Por qué avanza la derecha en Estados Unidos? (4)

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Es difícil datar de forma terminante el fin de la Guerra Fría. Los primeros temblores de tierra se sintieron en Polonia tras las protestas contra la subida de precios en 1976 y entraron en fase de dilatación en 1980 con la fundación de Solidaridad, el primer sindicato independiente en Europa oriental desde la liberación/ocupación de esos países por el Ejército Rojo al final de la Segunda Guerra Mundial.

En 1989 Polonia celebró las primeras elecciones relativamente libres desde antes de la Segunda Guerra Mundial y eso produjo un sismo espectacular en el lado oriental del telón de acero: caída de los regímenes comunistas, elecciones libres, aparición de numerosos países independientes. Los regímenes estalinistas habían desaparecido del mapa europeo en menos de tres años sin que la URSS de Gorbachov moviera un dedo. El pacto de Varsovia se disolvió en julio 1991, seguido por el PCUS y la KGB. A finales de diciembre 1991 la bandera de la nueva Rusia se izó en el Kremlin para reemplazar a la de la disuelta URSS. Tan sólo la República Popular China -donde el régimen leninista que regía Deng Xiaoping cargó contra los estudiantes que ocupaban pacíficamente la plaza de Tiananmén-, la República Socialista de Vietnam, la República Popular Democrática de Laos y Cuba consiguieron librarse del seísmo.

La mayoría de esos cambios se produjeron durante la presidencia de George H.W. Bush en Estados Unidos. Bush fue elegido en 1988 con una amplia mayoría en las urnas, 426 votos en el Colegio Electoral y 40 estados a su favor. Pese a esa victoria, los resultados de los republicanos en ambas cámaras del Congreso quedaron por debajo de los del partido demócrata durante los cuatro años de su presidencia, lo que, como ya le había sucedido a Reagan, suponía un serio obstáculo para impulsar un programa propio que, por otra parte, brillaba por su ausencia.

Ésa era sólo una dificultad añadida a las que el propio Bush se había creado. Aunque vio, oyó y calló durante su etapa como vicepresidente de Reagan, Bush tenía poco que ver con su jefe en asuntos económicos. El proyecto supply-side de Reagan (rebaja de impuestos para aumentar la inversión), había dicho Bush en 1980, era economía vudú. Su reconciliación con ella fue un trago difícil, pero el vicepresidente lo embuchó. Más difícil iba a ser superar el principal obstáculo que le había dejado Reagan: un colosal déficit y una robusta deuda pública que llegó a US$3 billones en 1991.

Al tiempo, la economía había entrado en recesión y, en consecuencia, el paro había aumentado. Si a eso lo acompañaba una firme resistencia de los votantes a limitar los beneficios sociales, la promesa del Bush candidato ante la convención de su partido en 1988 («Léanme los labios: no más impuestos») no tenía otro destino que la papelera. En 1990 tuvo que firmar una fuerte subida del gasto y de los impuestos al tiempo que un compromiso de que no aumentaría la deuda federal. Su apoyo dentro del partido y entre sus votantes cayó a plomo.

Reagan, sin embargo, le había dejado una generosa herencia internacional. Antes de acabar su mandato visitó Moscú y firmó un tratado de reducción del despliegue y del número de armas nucleares. La guerra de las galaxias había dado fruto. Y, por supuesto, ahí quedaba la inestable situación de la URSS.

En 1991 los anticomunistas se habían quedado sin causa, pero el escenario internacional seguía reclamando atención. Ante todo, entre las filas conservadoras apareció una enérgica discusión teórica sobre el previsible futuro de la humanidad. Desde entonces se ha hablado hasta el empacho de la visión supuestamente incauta de Francis Fukuyama: el fin de la Guerra Fría suponía nada menos que «el final de la evolución ideológica de la humanidad» y «la forma definitiva de la gobernación humana». No exactamente tal y como lo había pronosticado Marx, pero la historia había llegado a su fin. La democracia liberal era un punto de arribada sin retorno. Efectivamente, la de Fukuyama era una finta hegeliana e igual que la del autor de la Fenomenología con la monarquía burocrática prusiana, no pasaba de ser otra astucia para perpetuar la ilusión colectiva de que la hegemonía mundial de Estados Unidos sería el siguiente acto de la trama y de que la gobernación democrática acabaría por imponerse como única solución a la lucha por el poder.

Samuel Huntington saltó de inmediato. Nada garantiza que los conflictos se cierren con un final feliz. En realidad, ni siquiera se cierran: están siempre ahí, perdurablemente, aunque la escenografía y el atrezo varíen. Sin mentarla directamente, para Huntington la hipótesis neocon era una gran irresponsabilidad. «[La mía] es que la principal fuente de conflictos en este nuevo mundo no será primariamente ideológica o económica. Las grandes divisiones en el seno de la humanidad y sus raíces son y serán culturales […] El Oeste indudablemente usa sus instituciones internacionales, su potencia militar y sus recursos económicos para imponer al mundo sus reglas, mantener la hegemonía occidental, proteger los intereses occidentales y promover sus propios valores políticos y económicos […] Las ideas occidentales de individualismo, liberalismo, constitucionalismo, derechos humanos, igualdad, libertad, imperio de la ley, democracia, libertad de mercado, separación de iglesia y estado suelen tener escasa relevancia en las culturas islámicas, confucianas, japonesas, hindúes, budistas u ortodoxas» . Aunque esa visión resultaba más razonable que la ingenuidad impostada de la sagrada familia hegeliana, tampoco en Huntington podía hallarse una explicación cabal de lo que entendía por civilización, ni de por qué estaban sus distintas variantes llamadas a generar encontronazos culturales mutuos. Como si para ilustrar el futuro bastase con la conseja heraclítea de que la guerra es el padre de todas las cosas.

Más allá de esa polémica insoluble, cómo habría de invertir Estados Unidos su renovado poderío era la cuestión que había pasado a primer plano.

Poco antes de la desaparición de la URSS, en 2 de agosto 1990, Saddam Hussein se había encargado de recordar la persistencia berroqueña de las crisis internacionales al invadir Kuwait, aunque, por cierto, aquello no fuera una grandilocuente acometida cultural entre civilizaciones, sino una manoseada pendencia económica por el negocio del petróleo entre dos países islámicos. En respuesta y tras resoluciones condenatorias de la invasión por parte del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, Estados Unidos y Gran Bretaña desplegaron tropas para defender a Arabia Saudita en caso de que Saddam le hubiera tomado gusto a su política expansionista e invitaron a otras naciones a rechazar la invasión con la llamada coalición de los dispuestos en la que se enroló un total de 48 países. La primera Guerra del Golfo acabó con un alto el fuego cien horas después de que las primeras fuerzas internacionales entrasen en territorio iraquí en 23 de febrero 1991.

La guerra provocó una renovada serie de discusiones en los medios conservadores sobre el futuro papel internacional de Estados Unidos. Por un lado, los defensores acérrimos de la intervención mantenían que había ratificado el papel decisivo de su país como único líder mundial y abría paso a su indiscutible hegemonía. Todos los neocon se agruparon en defensa de esa opción que, al parecer, compartía el propio presidente. La operación contra Saddam no se reducía al petróleo, ni al castigo a Irak por su invasión. Ni siquiera podía definirse por la liberación de Kuwait. «Es algo mucho más ambicioso: un nuevo orden mundial en el que las diferentes naciones se unen en una causa común para dar cumplimiento a las ambiciones universales de la humanidad», decía Bush ante una sesión conjunta del Congreso al comienzo de la campaña bélica con las mismas expectativas ilusorias sobre la ineludible expansión de la democracia que había alentado Woodrow Wilson al final de la Primera Guerra Mundial.

Tan altas aspiraciones, empero, sólo causaban inquietud a la corriente paleoconservadora que se había visto obligada a relegar las suyas a lo largo del medio siglo transcurrido entre Pearl Harbor y el final de la Guerra Fría. Pat Buchanan, su principal representante del momento, mal podía digerir que, tras la retirada del ejército soviético de Europa oriental, la reunificación de Alemania y el fin de la Unión Soviética, Estados Unidos renunciase a replegarse a sus fronteras y a primar la diplomacia sobre la guerra.

Buchanan había sido uno de los principales estrategas de Nixon y se le cuenta como el inspirador de la consigna de ley y orden que estructuró su campaña presidencial en 1968. Aunque posteriormente sería un destacado colaborador de Reagan, a Buchanan no le tenía contento el gran vacío existente en el flanco derecho del presidente. En 1991 insistía en la necesidad de que, si querían recuperar su país, los verdaderos conservadores tenían que volver a tomar las riendas de su movimiento, a la sazón en manos de sus verdaderos adversarios: los antiguos liberales, socialistas y trotskistas que se habían apuntado al movimiento republicano por mor de su anticomunismo; se habían hecho con el control de su aparato ideológico; y se atrevían a definir los límites de lo permisible. En 1992 Buchanan se presentó como la alternativa conservadora para la nominación presidencial y en las primarias recogió la insatisfacción con el presidente de un 23% de los votantes republicanos.

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Ese descontento, que había prendido más allá del partido, lo canalizó Ross Perot al presentarse como candidato independiente a la presidencia. Perot se alzó con 19% del voto popular, lo que selló la elección de Bill Clinton (45 millones de votos, victoria en 32 estados y 370 votos electorales). Clinton llegaba, pues, a la presidencia en condiciones precarias. Su 43% del voto palidecía frente al 56% de sus contrincantes. No iba a tener fácil cumplir con sus propuestas liberales tras los doce años de predominio conservador. Menos aun cuando tras las elecciones legislativas de 1994 perdió la mayoría en ambas cámaras del Congreso -por primera vez en cuarenta años- y ese obstáculo le limitó hasta el final de su mandato.

Clinton tampoco contaba con el apoyo incondicional de la élite demócrata neoyorquina y californiana. Al cabo, había nacido al otro lado de las vías. Era el huérfano de un modesto viajante de comercio fallecido en accidente de coche cuando Bill contaba tres meses; buen estudiante, había conseguido una prestigiosa beca Rhodes para ampliar estudios en Oxford; se había librado de servir en Vietnam; había rumores de una excesiva liberalidad en el uso de recursos públicos por su parte y por la de su esposa; sólo contaba en su haber político con la modesta gobernación del estado sureño de Arkansas. Breve recuerdo personal: su campaña electoral coincidió con el principio de mi estancia por más de 25 años en Estados Unidos y el desprecio con el que NYT distinguía al candidato presidencial de su partido favorito me llamaba poderosamente la atención. Algo así hubiera sido imposible entre El País y Felipe González que, por tantas razones, remedaban esa analogía entre nosotros. Pero lo que aquí generaba una relación complaciente era allí la causa fundamental de descontento entre las élites tradicionales.

Clinton, que oía crecer la hierba, conocía las debilidades de su programa y, tras una salida en falso para extender la cobertura sanitaria, viró con rapidez para presentarse como un nuevo -léase centrista- demócrata. Empezaba así el largo experimento de triangulación -abrirse paso apoyado en las expectativas de los demócratas moderados y en la complicidad de los neocon reformistas- que caracterizó su presidencia hasta el año 2000 y le valió una perdurable antipatía entre los sectores más duros de su propio partido.

Pero no es su política, sino la de los conservadores lo que estoy siguiendo en esta serie. Y en este aspecto hay que destacar que los años de Reagan habían supuesto un fuerte impulso organizativo para su aparato político. A un lado, la aparición de nuevas revistas de pensamiento y de fundaciones e institutos de investigación capaces de ofrecer análisis fundados en casi todos los aspectos de las políticas conservadoras; al otro, la creación de redes de comunicación masiva para hacerlos llegar a una mayoría de americanos. En radio la nueva situación tenía nombre propio: Rush Limbaugh; en televisión era corporativo: Fox News.

Limbaugh fue el primero en aprovechar dos cambios decisivos en el panorama de la radio. Uno fue el abandono en 1987 de la llamada política de ecuanimidad, es decir, la exigencia legal de que los medios audiovisuales reflejasen un compendio equilibrado de opiniones divergentes. El otro, la simbiosis entre las emisoras de onda media y la nueva tecnología de llamadas gratuitas. El primero abrió la puerta a la expresión de opiniones exentas de intervención burocrática. El otro, facilitó la participación de las audiencias y se completó con una sindicación que permitía a las emisoras locales ofrecer programas de ámbito nacional.  Limbaugh impulsó decididamente una empresa de comunicación conservadora que alcanzó a millones de seguidores y, en su estela, arrastró las publicaciones impresas y la programación televisiva de los republicanos. 

Fox News apareció en 1996 de la mano de Rupert Murdoch, un inversor de origen australiano especializado en asuntos de comunicación. Desde su creación la cadena ha ido ganando seguidores en Estados Unidos y actualmente es la mayor emisora de televisión por cable, con una audiencia media de 2,4 millones en horas punta. Es ocioso insistir en sus posiciones conservadoras y en el enorme cambio que ha supuesto para la influencia política del partido republicano especialmente cuando se la compara con la que tenía en 1955 cuando William F. Buckley Jr. fundó su National Review.

La victoria republicana en las elecciones legislativas de 1994 influyó decisivamente en el giro de Clinton hacia la moderación. En realidad, podría decirse que fue a él a quien le tocó asumir y culminar muchas de las iniciativas puestas en marcha bajo Reagan. En 1994 entró en vigor el tratado de libre comercio (NAFTA) entre Canadá, Estados Unidos y México que Reagan había propuesto ya en 1980.

Aún más satisfactoria para los conservadores fue la serie de reformas que Clinton se vio obligado a aceptar, en especial la legislación que en 1996 abolió algunos programas de asistencia social; traspasó la vigilancia de los restantes a los estados; limitó el tiempo de disfrute de sus beneficios; y exigió que sus receptores contasen con un puesto de trabajo para obtenerlos. En 1997 el presidente tuvo que añadir el compromiso de un presupuesto equilibrado y una rebaja del impuesto sobre las ganancias de capital. En el terreno de la seguridad pública los años de Clinton vieron la puesta en marcha en muchos lugares del país de medidas eficaces frente a la delincuencia, como la política de ventanas rotas -no tolerar siquiera las pequeñas infracciones- y la colaboración de la policía local con los miembros de las comunidades donde patrullaba.

Bajo Newt Gingrich, su nuevo líder, la mayoría conservadora en el Congreso adoptó una política de confrontación moral que no obtuvo grandes resultados. Ante todo, porque algunos de sus miembros habían cometido las mismas faltas de las que acusaban a sus adversarios, pero en especial porque la opinión pública no acabó de entender el proceso de deposición (impeachment) incoado al presidente a cuenta de la relación sexual mantenida con una becaria de su administración. Sin duda, la clave de la cuestión no era exactamente ésa, sino el hecho de que Clinton hubiera mentido al Congreso negando su existencia y, posteriormente, hubiera tratado de obstaculizar el desarrollo de la investigación, pero tales sutilezas no interesaron a una mayoría de americanos, ni a los dos tercios de senadores necesarios para proceder a su destitución.

Clinton acabó su mandato con un alto grado de aprobación popular (66%) y US$236 millardos de superávit presupuestario. 

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Su sucesor, empero, no fue Al Gore, el candidato demócrata, sino el republicano George W. Bush luego de un proceso electoral muy disputado. Bush no alcanzó la mayoría en voto popular -Gore obtuvo medio millón de votos más- pero obtuvo 271 votos en el Colegio Electoral frente a los 266 de Gore. La diferencia, empero, se debió a una decisión de la Corte Suprema (5 votos contra 4) que agregó los 25 votos electorales de Florida a la cuenta de Bush. 

El republicanismo del segundo Bush puso a sus políticas la etiqueta de compassionate conservatism cuya mejor traducción sería, a mi entender, conservadurismo empático o «capaz de identificarse con algo», que dice el DRAE.

¿Qué algo era ése para Bush?

En política doméstica, un aumento del capitalismo gestionado burocráticamente, con especial atención a la educación, a la reforma migratoria, a nuevos beneficios sociales (medicinas gratuitas para los mayores de 65 años) y con la implicación en esa gestión de instituciones sin ánimo de lucro, especialmente las religiosas. No se trataba, pues, del conservadurismo reductor del Estado de Bienestar al que se habían entregado sin excepción los conservadores post-1932, sino de casi todo lo contrario. El presidente, por su parte, lo definía gráficamente: «nuestra responsabilidad es poner al gobierno en marcha cuando alguien sufre». En el verano 2001, sin una amenaza global comparable a la de la Unión Soviética, los asuntos internacionales sólo interesaban a segundos violines académicos. Hasta los neocon se permitían justificar la falta de atención que les prestaba el gobierno.

En la mañana del 11 de septiembre la matanza de las Torres Gemelas -2.996 víctimas según la cuenta oficial- cambió por completo el paisaje. Lo fuera o no, el terrorismo islámico sustituyó a la URSS en la conciencia colectiva sin grandes diferencias ideológicas. Un mes más tarde comenzó la operación de castigo contra el reducto de Afganistán con la participación de la OTAN y un amplio apoyo internacional. Esa unidad comenzó a resquebrajarse cuando en 2002 se planteó la invasión de Irak y gobiernos aliados como los de Francia y Alemania se resistieron a seguir a Washington.

En casa, la mayor oposición inicial correspondió a los paleos. Buchanan denunciaba a la cabila de neocons que, decía, anteponían los intereses de Israel a los de la nación. Pero pronto iban a llegar las preguntas que quedaban sin respuesta de quienes se sentían inquietos por la inexistencia de armas de destrucción masiva en manos de Saddam, por la extensión sin fecha final del horizonte bélico y por el peso de la guerra sobre las finanzas públicas. La incertidumbre empeoró a lo largo de la elección presidencial de 2004. Aunque esta vez Bush superaría en votos populares y en el colegio electoral al demócrata John Kerry, la diferencia entre ambos fue escasa.

Tras su triunfo y consciente de que su apuesta por la guerra de Irak necesitaba mejor legitimación, Bush echó mano en su segundo discurso inaugural de la doctrina Truman de 1947 sobre la incompatibilidad entre democracia y tiranía. «La supervivencia de la libertad en nuestra casa depende cada vez más del éxito de la libertad en otros lugares […] La política de Estados Unidos busca y apoya el crecimiento de los movimientos y las instituciones democráticas en cada nación y en cada cultura con la vista puesta en la desaparición completa de la tiranía en el mundo». Nacía la estrategia del cambio de régimen o, en resumen, de forzar a ser libres a quienes se resistiesen a serlo. No iba a tener mucho recorrido.

Si la apuesta era insatisfactoria más aún iban a serlo sus circunstancias. En 2006, tras doce años de control del legislativo, los republicanos lo perdieron. La situación militar en Irak empeoraba. Los demócratas estrechaban su cerco en asuntos domésticos e internacionales. El conservadurismo empático había quedado en nada tras la renuncia a introducir cambios en la seguridad social y con su reforma migratoria en el limbo. En su propio partido, los críticos no se recataban de subrayar que la política de Bush no era sino otra muestra de un costoso intervencionismo liberal.

Y, a la desesperada, el presidente jugó su última carta con un aumento de las tropas en Irak. La idea de fondo consistía en mejorar la seguridad de las comunidades de base y suscitar su apoyo al gobierno nacional frente a los desmanes sin fin protagonizados por insurgentes, milicias y grupos terroristas de toda índole. La violencia a corto plazo aumentó con rapidez, pero, contra los pronósticos, acabó por disminuir significativamente a partir de 2008.

***

En ese año la candidatura presidencial republicana recayó sobre John McCain, un senador que había sido prisionero de guerra en Vietnam y cuyas decisiones chocaban a menudo con la opinión predominante en su partido. Una vez más McCain sorprendió impulsando como compañera a Sarah Palin, a la sazón gobernadora de Alaska, un estado con escaso peso en la política nacional. Palin, empero, representaba a los llamados demócratas de Reagan, un sector creciente entre el electorado conservador que se sentía abandonado por la apuesta globalizadora y las políticas identitarias de su partido tradicional.

A mediados de septiembre 2008, pocas semanas antes de las elecciones, el colapso de Lehman Brothers, un importante banco de inversión americano impulsó la avalancha financiera internacional que venía gestándose desde meses atrás en los mercados de deuda hipotecaria y la campaña electoral de McCain entró en barrena. A los ataques que arrastraba por las guerras inacabables de Bush se unió ahora una errática declaración suya sobre los «sólidos fundamentos de la economía americana» seguida de una negativa a los rescates públicos para las grandes financieras y otras importantes compañías industriales que sus críticos, con Paul Krugman a la cabeza, atribuyeron a una peligrosa falta de liderazgo. Al poco Barack Obama ganaba la elección presidencial con una diferencia de casi diez millones de votos, 28 estados frente a los 21 de McCain y 365 electores presidenciales.  

Estados Unidos entraba así en una nueva e incierta etapa de la que aún no ha salido, en buena medida porque no hay acuerdo en definir sus componentes más allá de la obviedad de que la sociedad americana está profundamente dividida. El análisis de Continetti en el libro que he glosado a lo largo de esta serie no es una excepción. Personalmente tengo serias dudas sobre su consistencia, pero antes de expresarlas es necesario seguir su razonamiento hasta el final. A partir de aquí es el autor quien habla y va entrecomillado cuando resulta necesario.

El nuevo presidente era perfectamente consciente de esa polarización y una de sus propuestas básicas se refería a la necesidad de encontrar puntos de acuerdo que permitiesen entrar en una era post-partidista. Pero no había muchos. Obama tenía en su haber ser el primer miembro de la minoría negra (13,4% del total de la población en 2021 según la Oficina del Censo) en llegar a la presidencia rompiendo así una barrera cultural específica de Estados Unidos. Pero Obama no era un negro americano «típico». No provenía de lo que suele conocerse llamarse inner cities o guetos poblacionales habitados mayoritariamente por negros. El nuevo presidente era hijo de un matrimonio mixto (padre keniata y madre estadounidense) y su herencia cultural era diferente de la de muchos otros afroamericanos: Indonesia, Hawái, Los Ángeles y Nueva York fueron los lugares donde cursó estudios que se coronaron en la prestigiosa facultad de derecho de Harvard.

En suma, sus ideas y sus gustos se forjaron de la misma manera que los de la mayoría de las élites académicas mayoritariamente blancas. «De hecho, Obama no era nada más que un académico convencional y liberal. Compartía las ideas y los gustos selectos de ese grupo a lo largo y ancho del país». El predominio liberal, progresista o abiertamente izquierdista entre esa tropa, especialmente los que se dedican a las humanidades y a los estudios sociales, es abrumador. No es, pues, de extrañar que Obama desconfiase del partido republicano al que consideraba prisionero de una fiebre antielitista y antigubernamental y cercano a la extrema derecha. A lo largo de su presidencia esa fiebre no hizo más que aumentar. «Todos los diferentes grupos de la derecha coincidieron en definir su presidencia como un punto de inflexión».

Pronto el descontento cristalizó en la aparición del Tea Party (TP) cuyo nombre evocaba la protesta de 1773 contra el control del comercio del té que inició el movimiento revolucionario americano. «El TP se caracterizaba por su hostilidad hacia ambos partidos, ya el demócrata, ya el republicano, […] y recogía tanto a defensores optimistas de la economía supply-side como a pesimistas, antiinstitucionales y conspiranoicos» que acusaban a los demócratas de incumplir la constitución y convergían en un «“libertarismo popular” contrario a toda clase de autoridad». En política social no tenían problemas con los beneficios ya existentes, pero se resistían a cualquier redistribución de los impuestos pagados por las clases medias hacia los pobres que no buscaban trabajo. Un no-intervencionismo favorable a los intereses americanos aliado con un completo rechazo al terrorismo islamista completaba su visión de las relaciones internacionales.

Para el partido republicano no resultaba fácil encontrar una estrategia que integrase esa energía populista con una movilización de los votantes suburbanos que lo habían abandonado a raíz de las guerras sin fin de Bush y de la crisis financiera que les había dejado con una deuda hipotecaria superior al valor de mercado de sus casas. Esa fue la alianza propuesta -sin éxito- por la candidatura presidencial de Mitt Romney y Paul Ryan en 2012 y cuya derrota profundizó las tensiones tanto en el seno del TP como del partido. La autopsia post-desastre del sector moderado subrayaba la necesidad de ampliar la empatía para con la legalización de los inmigrantes clandestinos, así como de una mayor apertura en cuestiones morales como el aborto y el matrimonio entre personas del mismo sexo. Por el contrario, los agitadores de base, las radios y Fox News clamaban contra el irenismo de Romney y su escaso ardor combativo. El exitoso empresario, clamaban, había puesto los intereses corporativos por encima de los de los trabajadores sin título universitario que seguían siendo el grupo electoral decisivo.

Era un debate intensificado por las nuevas formas de comunicación. Frente a la opinión orientada desde arriba por unos medios de comunicación que gozaban de la confianza del público, la tecnología digital de comunicación inmediata hacía imposible esa gradación. Ahora cualquiera «podía defender una causa, apoyar a un candidato, proponer una explicación y compartir una opinión por políticamente incorrecta, radicalmente racista o enloquecida que fuera […] Los medios masivos han derribado el muro entre los comunicadores fidedignos y el resto».

Esos cambios, empero, reverberaban también en favor de los conservadores combativos. La espantada de Obama en Siria 2012 -inacción frente al uso de armas químicas por el régimen de Assad en la guerra civil-; las equivocas explicaciones sobre la muerte del embajador USA en Libia 2012; el proyecto de amnistía para los inmigrantes ilegales en casa; la decisión de que los planes de salud -que Obama había hecho obligatorios- proveyesen de anticonceptivos y medicamentos abortivos y otros mandatos administrativos severamente criticados permitieron a los republicanos recobrar ambas cámaras del Congreso en 2014. En respuesta, el presidente amplió su tendencia a resolver por medio de decretos –executive orders– de dudosa constitucionalidad aquellos asuntos en los que los legisladores no se mostraban dispuestos a complacerle.

Y en esto llegó 2016 y Donald Trump ganó la elección presidencial. Queden la explicación de Continetti y mis propias opiniones sobre esa sorpresa para una próxima entrega.

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