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A la sombra de Chaves Nogales

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Un blog se parece a una cita semanal con un psicoanalista. Puedes hablar de todo lo que te inquieta, buscando esa catarsis que nos ayuda a convivir con nuestros demonios interiores. Condenas al que edita el texto a ser tu paño de lágrimas, pero como no ves su rostro de perplejidad o resignación, puedes desahogarte sin mala conciencia. Un blog puede ser un confortable diván, pero con la ventaja de que te ahorras las majaderías de la exégesis psicoanalítica. Hace años acudí a un psicólogo para aprender a manejar el duelo provocado por la pérdida de dos seres queridos. Se trataba de un argentino que utilizaba las claves hermenéuticas de Lacan. Intentó convencerme de que mi problema no era la incapacidad de aceptar las pérdidas, sino un miedo inconsciente a la vagina. «Piensa como un adulto y asúmelo», me dijo con voz de druida acostumbrado a ofrendar sacrificios humanos a viejas y primitivas deidades. Pensé como un adulto y sentí deseos de pegarle un puñetazo en su nariz de sabueso lacaniano, pero afortunadamente mi timidez me lo impidió. Eso sí, dejé de ir a su consulta y empecé a escribir. No sé si adopté la decisión adecuada, pero lo cierto es que me ha llevado hasta aquí.

Libros del Asteroide acaba de publicar en cinco volúmenes la obra completa de Manuel Chaves Nogales. Se trata de una bella edición con una caja y prólogos de Antonio Muñoz Molina y Andrés Trapiello. Creo que no se trata de una simple novedad editorial, sino de una valiosísima contribución a la convivencia democrática y la clarificación del pasado. El prólogo de A sangre y fuego (1937) se ha convertido en el manifiesto de esa Tercera España que no pudo ser. Una España donde los adversarios no se enfrentan a garrotazos. Una España abierta, dialogante y plural, sin odios cainitas ni rencores atávicos. Chaves Nogales se enfrentó con la misma determinación a fascistas y comunistas, lo cual le costó que ambos bandos lo incluyeran en las listas de candidatos a ser fusilados. Se negó a transigir con cualquier forma de violencia, un lujo tal vez excesivo para un país donde la discrepancia se interpreta como una agresión. Afirmó que un revolucionario siempre le pareció tan peligroso como un reaccionario. Señaló que París -y no Moscú o Berlín- debía ser el faro de la civilización europea, con su tradición de tolerancia, pasión por la cultura y amor a la libertad. Cada vez hay más voces que reivindican el legado de Chaves Nogales, pero lo cierto es que ha vuelto a circular por nuestro país la retórica incendiaria de los años 30, cuando se empleaban los términos «fascista» o «rojo» para señalar al rival, sin ocultar que se fantaseaba con su desaparición. No se puede decir que estás a favor de la economía libre de mercado sin que te acusen de fascista. ¿Por qué el capitalismo suscita tanto odio? Se me ocurren muchas cosas indeseables dentro de la economía de mercado: los monopolios, la competencia desleal, el fraude fiscal, los salarios raquíticos, las grandes desigualdades. Sin embargo, nada de eso es la esencia de la economía de mercado, sino la perversión de una fórmula que ha creado riqueza, oportunidades y progreso. Los monopolios y el fraude fiscal son juego sucio. Atentan contra la libre competencia y la innegociable solidaridad con el mantenimiento de las instituciones. Los impuestos se concibieron como un mecanismo redistributivo que garantiza logros irrenunciables, como la educación pública, la sanidad universal o las pensiones.

¿Qué es el capitalismo? ¿Solo Bill Gates? Creo que no. Es una forma de organizar la economía donde se vende y se compra dentro de unas reglas. Capitalista es mi amiga Gloria, que tiene un pequeño comercio en un pueblo de las afueras de Madrid. El establecimiento –herbolario y floristería- ya tiene más de una década de existencia. Sobrevivió a la crisis de 2008 y ha generado un puesto de trabajo. Gloria ha decorado con exquisito gusto su tienda. Solo vende plantas y ramos de flores cuidadosamente seleccionados. También vende productos veganos y objetos de regalo. Para muchos vecinos es un lugar de encuentro, donde se puede charlar en un clima acogedor y relajado. Capitalista es mi amigo Julián, un joven rumano con una tienda de fruta. Lejos de vender cualquier cosa, escoge minuciosamente las piezas. Los precios son más altos, pero la calidad es muy superior a la de una frutería convencional. A veces, organiza degustaciones, invitando a refrescos o una copa de vino. Capitalista es mi amigo Alberto, un maestro encuadernador que transforma e imprime belleza a los libros con su sabiduría de viejo artesano. Antes de la crisis, llegó a tener cuatro empleados. Ahora sobrevive a duras penas. La culpa de sus estrecheces no es del capitalismo, sino de la creciente indiferencia por el libro. Casi nadie está dispuesto a pagar treinta euros por una encuadernación en piel y tela. La desaparición de los pequeños comercios constituye una tragedia, pues su aportación a la vida comunitaria es esencial. En Alcalá de Henares, había una tienda de paraguas donde hace unos años adquirí un modelo precioso de color lila y con una bonita empuñadura de madera. Desgraciadamente, cerró porque las ventas marchaban fatal. Cuando necesité otro paraguas, tuve que acudir a una gran superficie y todos los modelos eran francamente insulsos.

Yo no advierto nada perverso en la economía libre de mercado, siempre que esté regulada por leyes justas y transparentes. Hay desigualdades legítimas, basadas en el mérito y el esfuerzo, y desigualdades ilegítimas, como las que son fruto del tráfico de influencias, la competencia desleal o la corrupción. Una fiscalidad progresiva es necesaria para garantizar los servicios básicos y las medidas de protección social, pero una política económica que se limita a subir los impuestos conduce al desastre. La riqueza de un país depende de su actividad comercial y empresarial. La mejor política social es crear empleo. Al margen de eso, se deben adoptar medidas solidarias para atender a los que se quedan fuera, a los que por un motivo u otro soportan cuadros de precariedad, pero ese deber no se circunscribe solo a las instituciones. Los particulares también deben ser generosos. Siempre hay alguna persona cercana que necesita ayuda material o emocional. También existe la posibilidad de realizar voluntariado. No son pocos los que desprecian esas iniciativas, afirmando que solo son limosnas, caridad y no justicia. Los que razonan de ese modo me recuerdan a mis compañeros marxistas -o maoístas- de la Facultad de Filosofía. Se llenaban la boca de palabras como «revolución», «proletariado» o «utopía» mientras se ponían ciegos a porros, burlándose de los voluntarios de las parroquias. A veces lo hacían en los jardines de la universidad, bebiendo al mismo tiempo cerveza o Coca-Cola (maldita bebida capitalista). Cuando terminaban sus pequeñas asambleas populares se levantaban dejando el césped lleno de inmundicias que recogerían esos trabajadores a los que exaltaban como la espuma de un porvenir sin propiedad privada ni clases sociales. Algunos de esos cantamañanas han llegado al Congreso y se mantienen fieles a su estilo, predicando una cosa y haciendo la contraria.

Chaves Nogales defendió la legalidad republicana. Creo que hoy defendería la legalidad constitucional, que incluye la unidad territorial de España y la monarquía parlamentaria. No le gustaría escuchar a políticos con cargo de vicepresidente del gobierno hablando de «asaltar los cielos», ni referirse a la Constitución del 78 como un «papelito», una expresión acuñada por una organización terrorista de infausta memoria. Cronista de la sublevación de Asturias, Chaves Nogales no ocultó su indignación por el levantamiento minero: «Ni siquiera durante la gesta bárbara de los carlistas hubo tanta crueldad, tanto encono y una tan pavorosa falta de sentido humano». Los sublevados asaltaron los comercios, mataron a sus propietarios y confiscaron sus bienes. Al poco tiempo, surgieron los problemas de abastecimiento. Sin víveres, la población deambulaba hambrienta entre ruinas. Aquella tragedia fue el primer capítulo de la Guerra Civil, que estalló dos años después.

Chaves Nogales se definía a sí mismo como un «pequeño burgués liberal», lo cual le convertía en un paria en la España de 1936 y me temo que también en la de hoy en día, donde el radicalismo se ha apoderado de la vida política. Ser liberal significa apostar por el diálogo, aceptando la posibilidad de que el otro tenga razón. Un liberal jamás recurrirá a la violencia. Alérgico a la épica revolucionaria, sabe que la dictadura del proletariado solo es una máscara del totalitarismo, no un ideal emancipador. El liberalismo irrita al conservadurismo intransigente, pues considera al individuo más importante que al rebaño. El fascismo y el comunismo exaltan lo colectivo, despreciando a la persona. El liberalismo siempre es «personalista» y no es incompatible con una socialdemocracia templada y dispuesta a firmar pactos de Estado en los momentos de crisis. El aprecio por la persona implica necesariamente solidaridad con los más débiles y vulnerables.

¿Habría defendido Chaves Nogales la monarquía parlamentaria? Pienso que sí. No habría podido evitar la consternación ante los escándalos económicos que han salpicado a la institución, pero sabría que es un imprescindible muro de contención frente a las tendencias disgregadoras del separatismo. En los países del norte de Europa, los más avanzados en libertades y derechos sociales, hay monarquías parlamentarias que aportan estabilidad y continuidad. Quizás la infanta Leonor logre renovar la corona, aportando frescura y cercanía. Siempre he creído que España será un país moderno y democrático mientras conserve su unidad territorial, mantenga –con las correcciones y adaptaciones necesarias- su Constitución y funcione como una economía social de mercado. Es decir, mientras siga en pie el denostado régimen del 78, que ha proporcionado décadas de prosperidad y convivencia pacífica. Desde esta modestísima trinchera, aportaré mi granito de arena para que sea así y no dejaré de utilizar este blog como diván para soportar las toneladas de estupidez e indignidad que el nacionalismo y el populismo seguirán vomitando sobre nuestro día a día. Si las cosas se ponen feas, siempre me quedará el consuelo de exiliarme en Syldavia, una monarquía parlamentaria donde el sentido común y la libertad aún perviven con discreto heroísmo. 

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