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Pongamos que hablo de Madrid

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Madrid, como toda gran ciudad, y más si es capital y vieja, ha prestado el paisaje y el paisanaje a multitud de obras literarias. Mas la personalidad literaria de Madrid se ha convertido, con el paso del tiempo, en un cúmulo de contradicciones y también de despropósitos que podrían volver loco a cualquier compilador que pretendiera sistematizar las opiniones –literarias o no– que, desde tiempo inmemorial, viajeros o vecinos de esta Villa han venido desgranando sobre ella con aprecio o con desprecio, con amargura o cariño, con una sonrisa o con un látigo. «Ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan lejanas de un mar o de un río, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceañeras, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué»: así se expresaba acerca de Madrid el donostiarra Luis Martín-Santos en su madrileñísima novela titulada –y con tanta razón– Tiempo de silencio (1961). Unos años antes (1949), un cronista enamorado de Madrid, Federico Carlos Sáinz de Robles, había escrito: «Destartalada ciudad sin pretensiones por su pasado y sin exigencias para su futuro».

No hay novedad en nada de lo aquí transcrito. Trescientos años atrás (1651), un autor tan severo y ponderado como el aragonés Baltasar Gracián, en su novela El Criticón, coloca ante las puertas de Madrid a unos personajes que se expresan así: «Yo veo –dijo Critilo– una Babilonia de confusiones, una Lutecia de inmundicias, una Roma de mutaciones, un Palermo de volcanes, una Constantinopla de nieblas, un Londres de pestilencia y un Argel de cautiverios». A lo que otro personaje, El Sabio, añade: «[…] pues los que vienen a ella nunca traen lo bueno, sino lo malo de sus patrias».

Puede asegurarse sin victimismo alguno que Madrid no ha tenido jamás buena prensa ni dentro ni fuera de España y de ello han dado cuenta, a través de la literatura de viajes, los extranjeros que la han visitado. En este apartado bien puede hablarse de una óptica del viajero. Un punto de vista permanente a lo largo del tiempo sobre Madrid que subraya aspectos sostenidos sin variación por los siglos de los siglos. Detengámonos aquí un momento y leamos lo escrito hace no mucho tiempo por Hans Magnus Enzensberger en unas crónicas españolas que tituló Cristales rotos de España:

Los madrileños están orgullosos de la incomodidad de la metrópoli, de sus prisas, de su ruido […]. El gesto triunfalista es tan viejo como la ciudad; es decir, que tiene sus buenos cuatrocientos años. Ése es el tiempo transcurrido desde que un monarca español miró sus tierras […] señaló con el dedo un punto en el mapa y dijo: Aquí construiremos palacios.

Aparte de las evidentes exageraciones, o de las simples falsedades en que incurre Enzensberger y que no me entretendré en comentar, cualquier lector de sus crónicas se encuentra ante una visión que repite otras más añosas, por ejemplo la de Richard Ford, «viajero» inglés que escribió acerca del Madrid de 1845 cosas sorprendentemente similares:

Carlos V, gotoso y flemático, se sentía reanimado en Madrid por su aire vivo y puro, y sin tener en cuenta otra cosa, abandonó Valladolid, Sevilla, Granada y Toledo para fijar su residencia en un lugar que tanto los iberos como los romanos, los godos y los moros, habían rechazado por igual […]. Madrid es residencia desagradable y malsana. El sol, el calor y el resol son africanos; a esto, como si fuere una burla del clima, hay que añadir los vientos siberianos […] foco de tuberculosis y de pulmonía.

Sin entrar a rebatir los errores que sobre clima y morbilidad cometió Ford, éste no hace sino repetir tópicos que encontramos en otros muchos «viajeros»: la descripción de un cúmulo de males es el contrapunto de algo que les choca sobremanera: la visión optimista de los madrileños acerca de sí mismos y del entorno en el que viven.

Puede asegurarse sin victimismo alguno que Madrid no ha tenido jamás buena prensa ni dentro ni fuera de España

«Y, sin embargo –dice Ford–, los indígenas no hacen sino contar las glorias de la ciudad. Como los débiles mentales, se muestran orgullosos de los errores de los que más avergonzados debieran sentirse». Ya vemos: los madrileños, tan ingenuamente contentos de sí mismos «al modo de las mozas quinceañeras». «Creen que Madrid es el centro de la gloria y los placeres y, al morir, desean para sus hijos el paraíso y luego Madrid», escribió Madame D’Aulnoy, una mata hari que visitó España en tiempos de Carlos II.

Pero también hay otras visiones más amable, o quizá más inteligentes: «He visitado gran número de las principales capitales del mundo; pero, en conjunto, ninguna me interesó tanto como esta ciudad de Madrid […] Aquí, en Madrid, encerrado en un muro de apenas una legua, hay doscientos mil seres humanos que verdaderamente forman la más extraordinaria masa viviente que pueda hallarse en todo el mundo». Es George Borrow quien esto escribe, «Don Jorgito, el inglés», autor de La biblia en España, uno de los libros más admirables que sobre los españoles se hayan editado.

Puede convenirse que tanto en su etapa de corte como en la de las escenas matritenses o en la actualidad, la mejor característica de Madrid, su mejor espectáculo, son sus habitantes, y eso es algo de lo cual los madrileños son conscientes. En nuestra condición de madrileños (de nacimiento o de adopción) podemos preguntarnos: ¿somos, en verdad, tan diferentes? Mirar al prójimo cuando pasea cerca de nuestro velador, pararse a la salida del Metro de Sol para ver pasar a la gente, esa abigarrada turbamulta de la que hablaba Borrow, que es cada vez más colorista en rostros y en vestidos, no debe interpretarse como una rareza. Madrid se identifica en la variedad de sus gentes, las de añosa residencia y las recién llegadas, y contemplarlo es un placer para la vista que ni siquiera las prisas, tan modernas, nos hurtarán. Este entramado humano es el que va a encontrar, amable lector, si se detiene a ver el paisaje y el paisanaje madrileños.

La panorámica urbana y sentimental que se desprende de la literatura que Madrid ha sugerido tiene algo universal: la excelencia, la calidad de los textos literarios que comienzan con Galdós y concluyen con Joaquín Sabina. Autores todos ellos «madrileños», aunque muchos de ellos hayan nacido fuera de Madrid. El lector encontrará en esos textos un Madrid más variado y más verdadero que el que pueda conocer por sí mismo, pues el milagro de la literatura, cuando es buena, consiste precisamente en eso: en hacernos ver cosas y humanos de tamaño mayor y más auténticos que el natural.

Joaquin Leguina es estadístico y fue presidente de la Comunidad de Madrid (1983-1995). Sus últimos libros son El duelo y la revancha. Los itinerarios del antifranquismo sobrevenido (Madrid, La Esfera de los Libros, 2010), Impostores y otros artistas (Palencia, Cálamo, 2013), Historia de un despropósito. Zapatero, el gran organizador de derrotas (Barcelona, Temas de Hoy, 2014), Los diez mitos del nacionalismo catalán (Barcelona, Temas de Hoy, 2014) y Amor, desamor y otros divertimentos (Palencia, Cálamo, 2016).

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