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¿Polarización?

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Los resultados de la elección 2020 son indisputables y Joe Biden se convertirá en el presidente número 46 de Estados Unidos. Trump se ha resistido cuanto ha estado en su mano, pero ni siquiera su proverbial contumacia frente a las derrotas le ha permitido superar la prueba de los resultados. Seis millones de votos de diferencia. Ausencia de fraudes. El paciente sosiego de los votantes republicanos. La persistencia de los jueces -alguno de ellos nombrado por él mismo- en la defensa de la ley. Un renuente silencio inicial de su partido, posteriormente trocado en gradual distancia frente al desvarío de que las legislaturas de algunos estados republicanos torciesen la voluntad de los ciudadanos y certificasen una delirante victoria presidencial.

Particularmente difícil para el presidente habrá sido, entre otros resbalones, ver al secretario de estado del muy disputado estado de Georgia, un republicano, desmentir cualquier acusación de fraude y, tras el recuento manual de cinco millones de papeletas, certificar el triunfo de Biden, aunque fuera solamente por 12.000 votos. Un margen escaso para ser consistente pero suficiente para ganar esta elección. El triunfo de Trump en 2016 se hizo con los mismos mimbres.

Finalmente, Trump se ha resignado a su suerte y ha aceptado a poner en marcha la transición electoral. Le queda aún conceder formalmente el triunfo de su contrincante, pero todo se andará.

Y, sin embargo, en su conjunto la derrota de 2020 dista mucho de haber sido la debacle republicana que habían pronosticado de consuno los medios de la Resistencia. Trump se ha convertido en el candidato republicano que ha conseguido movilizar al mayor número de votantes en la historia de su partido.  Aunque posiblemente para su ego hipertrofiado –quien llega el segundo es el primer perdedor– resulte una nadería, ese desenlace ha sido sumamente significativo.

Ante todo, ha mostrado que sus políticas contaban con un amplio apoyo; que no eran el delirio de una reducida minoría de deplorables; que la victoria de 2016 no había surgido por casualidad; que Estados Unidos tenía otras opciones que la de renunciar a su papel hegemónico. De hecho, en 2020 Trump ha conseguido arrastrar tras de sí a cerca de la mitad de una sociedad que duda de las soluciones ofrecidas por el Partido Demócrata y, en especial, por su ala progresista.

Si Trump ha perdido la presidencia, su liderazgo no ha perjudicado al Partido Republicano. Los republicanos eran en esta ocasión quienes más escaños tenían que defender en el Senado (23 por 12 los demócratas) y salieron de las urnas en noviembre 3 habiendo perdido solo uno. Sin embargo, no todas las incógnitas se han despejado porque, debido a las normas del estado de Georgia, ninguno de los dos aspirantes locales a senador ha ganado aún su escaño y tendrán que concurrir a una nueva elección en enero 5, 2021. Según su resultado los republicanos podrían tener la mayoría (52 o 51 senadores según ganen 2 o 1 en las nuevas elecciones) o estar empatados si los dos nuevos senadores son demócratas. En este último caso, la vicepresidenta Kamala Harris podría participar en las votaciones dado que le corresponde la presidencia de ese órgano y usar su voto para zanjar el asunto que en cada caso se sometiese a la decisión del Senado.

En la Cámara de Representantes tampoco apareció la marea azul tantas veces vaticinada. De hecho, el Partido Demócrata ha reducido su mayoría. En las elecciones bianuales de 2018 había obtenido 235 escaños por 199 de los republicanos. Hasta noviembre 25 los resultados daban 222 para los demócratas por 210 republicanos. Aún quedaban tres distritos electorales por certificar sus resultados y en cada uno de ellos los republicanos llevaban ventaja. De ser así, habrían aumentado su representación con una ganancia total de 14 escaños, limitando la capacidad de acción de sus opositores. Antes de le elección, Cook Political Report, un respetado boletín de noticas políticas, auguraba que los demócratas aumentarían su mayoría con entre 10 y 15 puestos adicionales. Nada nuevo en esta elección donde lo extravagante ha sido que las encuestas acertasen.

No era la primera vez. En Estados Unidos ya habían marrado en 2012, 2014, 2016 y 2018, pero el revolcón de 2020 ha hecho época. En Gran Bretaña se habían sucedido los mismos errores en 2015, 2017 y 2019, aunque nada comparable a los que antecedieron al referéndum sobre el Brexit en 2016. Ya me he referido al asunto en ocasiones anteriores, ligándolo a un eventual mal diseño de las muestras o de las encuestas y, también, al sesgo de sociabilidad de los encuestados (no son tantos los entrevistados que gustan de expresar opiniones presuntamente opuestas a lo que ellos creen ser la opinión implícita del entrevistador o la que los medios defienden como correcta).

Algunas opiniones notables apuntan más allá. A la creciente simbiosis entre el mundo de la opinión pública y el de las políticas específicas que llevan a los expertos a presumir de que son capaces de medir la opinión pública. Por ejemplo, cuando preguntan si la justicia americana es implacable, demasiado implacable o algo menos implacable. O si la pandemia ofrece lecciones a los humanos. O si es más nocivo el virus de Wuhan o sus efectos sobre la economía a la hora de votar a un candidato. Esas investigaciones se han convertido en una peligrosa materia prima para la toma de decisiones porque los defensores de distintas opciones las usan para convencer a los políticos de que sus eventuales votantes realmente quieren esto o aquello. 

Nos encontramos así con resultados baldíos por partida doble. Ante todo, los sondeos adolecen de una técnica más que dudosa, pues nunca hemos llegado a saber si sus errores se debieron a que los encuestadores no sabían cómo clasificar atinadamente a algunas categorías de votantes, o porque los métodos tradicionales para sopesar las respuestas brutas se quiebran en momentos de rápido cambio del escenario político, o, simplemente, porque algunos encuestados mienten.

Peor aún. Lo que las encuestas tratan de ofrecer son respuestas unívocas -este porcentaje de entrevistados, es decir, del país, quiere esto y aquel, aquello otro- que nunca deberían ser axiomáticas en la toma de decisiones políticas. Éstas, por el contrario, son fruto de procesos de equilibrio, de regateos, de partir las diferencias entre intereses en competencia; justamente lo que no se pide a los entrevistados a quienes se enfrenta con un centón de opciones y se les pide que elijan sólo una y en abstracto; justamente lo que finalmente esos encuestados van a tener que hacer a la hora de votar por candidatos concretos en una elección concreta. Por ejemplo, los sondeos americanos apuntan que la sanidad pública para todos es una opción muy deseable, aunque, a la hora de votar, muchos de quienes así se han expresado no la elijan. De esta forma, los políticos se ven tironeados por unos sondeos que expresan deseos contradictorios con la conducta ante las urnas de los mismos que los consideraban laudables ante el encuestador.

¿No sería mejor comparar a las casas de sondeos con algo que, en buena medida, les resulta muy cercano, a saber, las casas de apuestas? Son mercados muy imperfectos porque sus participantes son relativamente escasos, de forma que unas pocas papeletas pueden cambiar rápidamente las opciones, pero todo el mundo sabe que se trata de apuestas. Los sondeos y sus modelos estadísticos presumen de técnicas objetivas y, sin embargo, han sido incapaces de acertar una y otra vez. Se crea así un bucle deletéreo en el que las proyecciones de los sondeos -asentadas en expectativas demográficas, en previsiones de participación electoral y en porcentajes de respuesta- influyen sobre los medios que, a su vez, se refuerzan en las plataformas de comunicación colectiva como Facebook y Twitter que a, su vez, influyen sobre las casas de encuestas y sobre las decisiones de las campañas electorales que, a su vez…

Las noticias de órganos de opinión sobre la impresionante marea azul que nunca sucedió se han revelado como una apuesta que los medios aceptaron sin mayores miramientos, pero también han puesto en claro que los sondeos en los que se basaban no pueden exigir que se les trate como a la única autoridad científica en estas materias. Porque no la hay. 

***

Los sondeos y los medios se equivocaron con la marea azul, pero a mi entender el error más serio proviene de su idea de que la sociedad americana está profundamente polarizada. Polarizar, suelen decir los diccionarios, es orientar algo en dos direcciones contrapuestas. Nada más. De ahí no se deduce ni la intensidad de cada una de las direcciones ni, menos aún, una noción clara de hacia dónde empujan. Y eso es lo que parece haber sucedido en este caso.

Hay ciertamente una creciente separación entre los votantes demócratas y los republicanos como lo muestra la comparación entre esos dos grupos entre 1980 y 2020. Cada vez más los votantes de uno y otro signo se agrupan en bloques más compactos y ajenos entre sí. A lo largo de ese período los estudios del Pew Center señalan esa diferencia. Los americanos viven cada vez más en silos ideológicos a los dos lados del espectro político y que buscan vivir en espacios donde encuentran gente que comparte sus opiniones políticas.

En 1980 sólo 301 condados -la división territorial básica en la que se agrupa la población americana- de entre los 3.100 existentes en el país eran landslide territories o municipios con mayorías consistentes, definidos como aquellos donde el partido ganador superaba en veinte o más puntos su resultado medio en el país. Por ejemplo, en 2020, allí donde los demócratas alcanzaban el 71% o más de los votos o los republicanos 68% o más, pues el voto presidencial total se había repartido en 51% para Biden y 48% para Trump.

En el año 2000 los landslides se dieron ya en más de 600 y en 2020 llegaron a 1.726, más de la mitad de los condados del país. Algo así como si republicanos y demócratas viviesen en mundos distintos y encerrados en ellos como las mónadas leibnizianas. Los condados en áreas predominantemente rurales son republicanos de cuerpo entero mientras que los compuestos por núcleos urbanos votan mayoritariamente por los demócratas. Una mayoría de los americanos vive y vota, pues, en áreas crecientemente partidistas. En 2016 esos landslide territories representaron un 30% de todos los votos populares cuando en 1980 no eran mas que 4%. Fue la primera vez en que la participación en el total de votos en los landslide territories superó a la de los de los municipios disputados (desviación media de 5%).

Sobre esa división basal se articulan otros factores que la hacen más explicable. El primero es la diversidad racial, con una creciente complejidad en las áreas urbanas y mayor uniformidad en las rurales. Un segundo predictor del voto es el grado de educación formal donde los municipios con amplia población blanca, pero sin grados universitarios han devenido, republicanos. El tercer factor es la renta por hogar. Mientras que tradicionalmente los municipios demócratas contaban con una renta inferior a la de los republicanos, la coalición demócrata se ha impuesto entre aquellos que cuentan con rentas bajas (USD20.000-40.000) y altas (>80,000). Por usar divisores generalistas, el voto republicano se impone entre las clases medias mientras que el demócrata mantiene a sus antiguos votantes de clase media baja y baja, en sorprendente compañía con el de las clases altas.  

Esa polarización demográfica se ha refleja en diversas actitudes políticas y culturales. En 1974, el 45% del electorado republicano se definía como como conservador; en 2016 subió a 76%. Al otro lado del espectro, el 28% de los demócratas se consideraban liberales en tanto que lo hacía en 2016 un 59%. Los republicanos eran más religiosos en conjunto (49% eran practicantes por 30% de los demócratas); tenían más armas en casa (52% frente a 24%) y habían experimentado una mayor incidencia de casos de Covid-19 (35 por cien mil entre los republicanos por 24 entre los demócratas).

Todos esos rasgos parecen establecer una creciente distancia entre las familias políticas americanas, pero ¿son tan definitivas como aparentan? En mi opinión muchos de ellos no son tan tajantes por demasiado unívocos. Dos ejemplos. ¿Representan los grados universitarios un predictor de liberalismo, es decir, de visiones morales menos convencionales en asuntos de familia, identidad sexual o creencias religiosas, o una apuesta por un capitalismo máximamente intervenido por el sector público o incluso, sea eso lo que sea, por el socialismo? Apuntar el aumento del liberalismo entre los demócratas graduados sin explicitar las diferencias entre esos aspectos oculta más que alumbra la verdadera visión política de cada uno de sus grupos de votantes.

Más aún, no sabemos cuántos de esos demócratas entregan su voto por razones menos admirables. El departamento de Educación ha calculado que los préstamos gubernamentales para estudios universitarios a finales de 2019 ascendían a USD1,37 billones (1012), de los que no se esperan pagos superiores a 935 millardos (109) en principal e intereses, es decir, que el fisco, o sea, los contribuyentes, tendrán que correr con pérdidas superiores a USD435 millardos, una cantidad que no incluye los 150 millardos generados por instituciones privadas. En total, 585 millardos, 50 más de los 535 perdidos en la crisis financiera de 2008-2009.

Los congresistas demócratas han pedido al nuevo presidente que perdone el total adeudado y Biden ha anunciado su apoyo a medidas legislativas que reduzcan en USD10.000 la deuda de todos y cada uno de los deudores. ¿A quién votaría usted si debiese esa cantidad u otro monto superior -varios de los candidatos demócratas a la presidencia prometieron una exoneración total de las deudas en la campaña de las primarias- por un diploma de licenciatura en estudios de negritud o de poesía femenina o de psicología de género y otras materias igualmente insignes?

Hay, pues, una polarización notable y creciente en Estados Unidos, pero no es exactamente a ésa a la que se refieren los medios globalistas de aquel país, luego amplificados sin grandes excepciones por los corresponsales allí afincados. La polarización de la que hablan esos medios es otra y en gran medida de creación propia. Para ellos la fetén es la que rastrean y por supuesto encuentran entre la gran mayoría del país, aunque para alcanzarla haya que revolver a todas y cada una de las posibles identidades que, dicen, se encuentran discriminadas. Al cabo lo que cuenta es apuntar a quienes se acusa de detentar y explotar en beneficio propio la supremacía que les da el pertenecer a la raza blanca. No a todos sus miembros, pues hay que detraer del total a las mujeres de ese color, también discriminadas por razón de género, y a algunos varones que por nobles razones han decidido sumarse a la causa de los oprimidos. Los woke, los que despertaron. En definitiva, la polarización para esos medios se da entre una minoría decreciente pero no menos combativa, los hombres blancos y las gentes de color que abarcan a la gran mayoría social. Mientras que los primeros votan al Partido Republicano y, aún peor, a Trump, esa gran mayoría de gente decente acabará por imponer la hegemonía del Partido Demócrata con la que sus intelectuales llevan soñando desde el principio de este siglo.

Polarización, haberla háyla. Pero si algo ha quedado claro en la elección 2020 es que poco tiene que ver con la que aventan los valedores mediáticos de esas supuestas mayorías llamadas a dar un giro radical a la vida del país. Esa polarización, por ahora, no existe. De hecho, con Biden como candidato, el Partido Demócrata ha renunciado a hacerla suya. No es más que una ensoñación salida del bucle creado por los medios globalistas, las casas de encuestas, una corriente minoritaria del partido y unas bases activistas. Más ecos que voces. «Con pocas excepciones el amplio grupo de candidatos a la presidencia defendía un sistema exclusivamente público de sanidad y la apertura de las fronteras meridionales a migrantes indocumentados» .

Sólo había una excepción, Joe Biden, un septuagenario al que los poncios mediáticos habían condenado a la jubilación forzosa. «Pero resultó que Biden entendía al electorado demócrata mucho mejor que sus rivales. Su promesa de mejorar la vida de las clases trabajadoras americanas mediante cambios graduales resultó más atractiva -para su partido y, al final, para el país- que la cháchara de Bernie Sanders sobre el socialismo democrático. Y su oferta de restaurar el alma de la nación tras cuatro años de Donald Trump resonó con mayor fuerza que la determinación de Elizabeth Warren de superar al presidente en afán combativo».

Quienes no nos contamos entre los admiradores del nuevo presidente no podemos desconocer que una mayoría de votantes demócratas está en desacuerdo con los disturbios que siguieron a la inicua muerte de George Floyd; que no comparte las exigencias racistas de Black Lives Matter; que no comulga con la reducción de los presupuestos policiales; que no consigue ver las ventajas del modelo socialista por más que se las quieran inculcar los poncios de las cabeceras progresistas.

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