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Poetas, ¿dónde están los largos poemas del futuro?

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Leo Phosphorescence of Thought, de Peter O’Leary (Nueva York, The Cultural Society, 2013), un asombroso poema que tiene exactamente el mismo número de versos que el Canto a mí mismo, de Walt Whitman. Es un poema sobre la conciencia, sobre el planeta Tierra, sobre las aves que habitan en cierto suburbio de Chicago, sobre las estaciones, sobre los animales, sobre la vida en la Tierra. Habla de lo personal y lo universal, elevándose en una misteriosa hélice doble hacia una meta común. Mezcla ciencia y algo que podríamos llamar mística, si no tuviéramos otra palabra más exacta: poesía. Se extiende en prodigiosas, increíblemente hermosas enumeraciones. Walt Whitman, William Blake, Eurípides, William James, Georg Trakl o Emily Dickinson son presencias que sobrevuelan el texto, a veces en forma de intertextos más o menos declarados, o directamente de traducciones íntegras –más bien adaptaciones personales– (como en el caso del poema «Helian», de Trakl, que constituye por sí mismo uno de los capítulos o cantos del libro). El título proviene de un texto de Pierre Teilhard de Chardin que dice así: «Para un marciano capaz de analizar las radiaciones siderales de forma tanto psíquica como física, la primera característica de nuestro planeta no sería el azul de los mares o el verde de los bosques, sino la fosforescencia del pensamiento». Teilhard de Chardin imaginaba «un majestuoso ensamblaje de capas telúricas» en nuestro planeta, la última de las cuales, al contacto con la «chispa de la conciencia», se inflama «hasta que todo el planeta queda cubierto de incandescencia». Hay un intento de mostrar en el poema que la conciencia humana y la naturaleza (las plantas, los animales, la Tierra) tienen destinos indisolublemente unidos. La naturaleza engendra formas según una energía particular, parece decir O’Leary en algunos pasajes, y esa particular energía mediante la cual brotan las formas animales, vegetales o terrestres es idéntica a la imaginación visionaria, que se manifiesta en poemas como este. Se habla de migraciones de aves y de transmigraciones de almas, de estructuras autopoiéticas y de contaminación medioambiental (trágica y, sin embargo, a veces tan hermosa). Hay una permanente, esplendorosa y desgarrada celebración del mundo, y el lenguaje del poema es profundamente visionario, de una riqueza, una sensorialidad y una ductilidad tales que uno se asombra en cada página, casi en cada verso. Termino el libro deslumbrado, feliz, envidioso.

Me digo: aquí hay un poeta que ha escrito un poema largo, unitario, con ambición de ser global: es decir, global al modo de los poemas cósmicos que siempre se han escrito, desde Parménides hasta Whitman. ¿Cuándo es la última vez que he leído algo así en español? Desde luego, en Estados Unidos hay una amplia estirpe que proviene de Emerson, Thoreau y Whitman, en la que O’Leary se encuadra claramente. Es una tradición que favorece lo visionario, la unión con (o la interiorización de) la naturaleza, la interpenetración explícita y mutua de mundo interior y mundo exterior, la infinita alabanza inalcanzable, como diría Rilke. Podría pensarse que ese linaje intelectual hace más fácil que surjan allí milagros como el poema de O’Leary (aunque, obviamente, nosotros tenemos otras tradiciones válidas). Claro que, si pensamos en el ámbito de habla hispana, hay algo precisamente en Phosphorescence of Thought que recuerda al Ernesto Cardenal de Cántico cósmico, pero ese gran poema del nicaragüense (le guste a uno más o menos, y ya se sabe que con Cardenal los amores igualan a los odios) es algo único en nuestra lengua, sin ancestros ni sucesores. La poesía contemporánea en español ha ido alejándose cada vez más de las formas largas y, salvo varias honrosas excepciones (y cuando uno se pone a pensar, las excepciones siempre son más numerosas de lo que se esperaba), el siglo XX fue un siglo de poemas cortos. Pienso en todo esto y voy a Juan Ramón Jiménez, que en su prólogo, precisamente, a uno de los grandes poemas largos en español del siglo, «Espacio», decía: «El poema largo con asunto épico, vasta mezcla de intriga jeneral de sustancia y técnica, no me ha atraído nunca; no tolero los poemas largos, sobre todo los modernos, como tales, aun cuando, por sus fragmentos mejores, sean considerados universalmente los más hermosos de la literatura. Creo que un poeta no debe carpintear para “componer” más estenso un poema, sino salvar, librar las mejores estrofas y quemar el resto, o dejar éste como literatura adjunta». Y entonces, a pesar de que uno casi siempre hace caso en todo a Juan Ramón, descubro en mí, por enésima vez, la secreta nostalgia de justo eso que denigra el andaluz universal: ese «poema largo con asunto épico, vasta mezcla de intriga jeneral de sustancia y técnica».

Pienso en ciertos poemas largos que, con la llegada de la era posmoderna a la literatura (particularmente a la norteamericana), adoptaron la narración, el juego, la hibridación (cosas que ya estaban apuntadas en los grandes poemas modernistas de la primera mitad del siglo, léase Ezra Pound, T. S. Eliot, Wallace Stevens, William Carlos Williams). Pienso en The Changing Light at Sandover, de James Merrill, una inmensa obra de aliento proustiano y nabokoviano, maravillosamente coloquial y divertida a ratos, en la que el autor habla de los contactos que él y su pareja, David Jackson, establecieron por medio de una ouija, a lo largo de muchos años, con decenas de espíritus, entre los que aparecen Auden, Yeats, Wallace Stevens o los arcángeles Miguel, Rafael y Gabriel (en una reciente, y por lo demás excelente, traducción al español de su libro Divinas comedias, no se incluyó, y es una lástima, la primera parte de The Changing Light at Sandover, «The Book of Ephraim», que sí consta en el libro original); pienso en The Duplications, de Kenneth Koch, un desquiciado y maravilloso viaje en ottava rima cuyos protagonistas son Mickey y Minnie Mouse, el pato Donald y Pluto, que participan en una carrera de coches a través de Grecia. En el poema, entre otras muchas maravillas y disparates, aparecen unas muchachas llamadas las Early Girls, seres exquisitos casi incorpóreos, hechos con tierra de suelo finlandés, que cada vez que hacen el amor provocan que se materialice la réplica de una ciudad del mundo; pienso en Girls on the Run, de John Ashbery, un largo poema basado en las andanzas de las Vivian Girls, las niñas que pueblan los mundos creados por Henry Darger.

En esos tres ejemplos, por otro lado enormemente distintos entre sí, se respira esa infinita libertad que es característica del poema largo. Podemos hacer todo lo que queramos en un poema largo, podemos empezar por donde queramos y acabar donde queramos, podemos meterlo todo allí, toda nuestra vida y todos nuestros sueños, podemos jugar y divagar, rezar y sermonear, ponernos serios y gastar bromas. No somos esclavos de los requisitos de continuidad de una novela y podemos acumular miles de nódulos de vuelo lírico y mezclarlos, superponerlos, transparentarlos, intercambiarlos. Y también podemos ser prosaicos, ser sistemáticos como novelistas, ser románticos, ser libertinos, ser como cartujos, ser cultos y callejeros, ser lo cualquier cosa que queramos ser.

La ambición de meterlo todo en un poema largo: verso, prosa, trozos de diarios, poemas ajenos, recortes de periódico, narración, canto, diálogo, polifonía, lenguaje bajo, lenguaje elevado, lenguas inventadas, lenguas compuestas, lenguas mutantes, ciencia, magia, historia, ciencia ficción, rima, verso libre, formas métricas nuevas, formas métricas olvidadas, recuerdos, sueños, abstracciones del pensamiento, música, enciclopedismo, crudo realismo y desbocada fantasía. La ambición, digo, de hacer un largo poema con todo esto produce un deseo de llevarlo a cabo tan fuerte, tan irrefrenable. ¿Cómo es posible que todos los poetas españoles se resistan? ¡Oh, tierra de austeros monjes de celda y latiguillo!

Poetas de España, dejad a un lado (aunque sea sólo por un rato) vuestros haikus y vuestros poemas desnutridos, anoréxicos: que vuelva la hora del verso torrencial, de los poemas como catedrales, como inmensas estaciones de tren, como montañas, como naves espaciales, como naves nodrizas, como arcas, como constelaciones o ciberespacios. Vamos a intentar hacer algo grande por una vez, porque estamos muriéndonos, oh mis hermanos, mis semejantes.

Peter O’Leary (Detroit, 1968), por cierto, es profesor en el Art Institute of Chicago y en su día se doctoró en Teología. Hace algún tiempo dio un curso que consistía en leer Paraíso perdido de John Milton, seguido de El matrimonio del Cielo y el Infierno, de William Blake; la trilogía La materia oscura, de Philip Pullman, y Radi os, de Ronald Johnson (uno de los primeros ejemplos de erasure poetry, que en este caso consistió en borrar selectivamente fragmentos del poema de Milton para transformarlo en otra cosa). Precisamente Ronald Johnson, uno de sus maestros (al morir nombró a O’Leary su albacea literario), es el autor de ARK, editado recientemente por el propio O’Leary en un suntuoso tomo diseñado por Jeff Clark, de Quemadura (Chicago, Flood Editions, 2013). ARK, poema inagotable y casi infinito, es un vasto intento de capturar el universo entero mediante la imaginación visionaria. Su estructura lo asemeja a un gran edificio, o a una enorme nave espacial. Sus distintas partes se titulan «Los cimientos», «Las agujas» («The spires») y «Las murallas». Su último verso es «countdown for Lift Off».

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Ficha técnica

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