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A título personal

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Hay buenas razones para dar a Otelo, una obra incluida en la primera edición in folio bajo la rúbrica «tragedia», el adjetivo de «doméstica», como se hace al menos desde el siglo XVIII: los personajes no pertenecen a la realeza, el drama se desarrolla puertas adentro, el conflicto gira en torno a puras sospechas matrimoniales y las muertes ocurren no por designios fatídicos, sino por embrutecimiento individual. A primera vista, la cosa es privada, no pública. Pero igualmente interesante es cómo las normas tácitas que mantienen unida a toda una sociedad ejercen una presión constante en la trama. Ya en el primer acto, la obra deja claro que Otelo y Desdémona atentan contra el patriarcado; y cuando Yago pone en marcha su maquinaciones, no es por perfidia deportiva, sino porque Otelo, el general de la armada veneciana, le ha negado el cargo de teniente que cree merecer. Lo político es personal.

La puesta en escena de Eduardo Vasco, montada con escasos medios materiales pero gran sensibilidad, hace honor al foco shakespeareano, orquestando las interpretaciones en un equivalente teatral de primeros planos. De entrada, la mayoría de las escenas se desenvuelven con iluminación muy baja, concentrada en los actores, sobre un trasfondo oscuro que, como el entramado de valores, se adivina más de lo que se ve. Instantáneamente, entramos en un radio de acción circunscrito. Vasco ha indicado a los actores, además, que caminen muy cerca del borde del escenario, lo que acorta las distancias entre la ficción y el público. En el caso de Yago (un estupendo Héctor Carballo), a menudo el actor baja de la tarima y habla de pie en el pasillo, en mitad de las primeras dos filas, una decisión que puede parecer un tanto desconcertante, pero que cobra pleno sentido al alentar la impresión de que somos copartícipes de sus planes. «Si le sirvo, es para servirme de él», dice en un momento a Rodrigo, con un guiño implícito al público.

¿Invita Otelo a ponerse de parte de Otelo o de Yago? La crítica ha venido debatiéndolo desde hace siglos, tirando para un lado o para el otro de acuerdo con las simpatías del crítico. Este montaje, pese a la publicidad que hace a Daniel Albaladejo en el papel del título, se diría inclinado por el segundo, lo que sin duda es tanto elección de Vasco como resultado de la virtuosística interpretación de Carballo. Su Yago no es una encarnación irreductible del mal, como han visto muchos comentaristas (con Harold Bloom a la cabeza), sino algo más interesante: un oportunista («trabajo para mí mismo») que, picado por la falta de oportunidades, está decidido a cobrarse una revancha, haciéndose de paso con unas monedas. A ese perfil difuso, adumbrado en Shakespeare, Carballo agrega una campechanía que el texto nunca hace explícita. Es un gran acierto. Nos hemos acostumbrado, sobre todo en versiones cinematográficas (véase Kenneth Branagh), al famoso alférez dotado de una cautela felina, con aptitudes dialécticas dignas de Maquiavelo. Pero, como nos recuerda el personaje, su formación es puramente militar, algo de lo que se jacta en contra de un «teórico» como Casio: «He dado pruebas en Rodas, en Chipre y en tierras cristianas y paganas». En ese sentido, Carvallo lo convierte en un matón inteligente, una especie de Tony Soprano, con una veta entrañable que justifica el mote de «noble Yago».    

Así lo llama Otelo, que, a diferencia del público, nunca sospecha la intriga tejida en su contra. Albaladejo carga muy bien con el peso del rol, que exige ser convincente como macho alfa y como mártir del engaño, antes de convertirse en verdugo. Parte de su autoridad escénica es una cuestión de físico: alto, esbelto sin llegar a ser flaco, de pasos largos y pesados, parece llevar el centro del escenario consigo por dondequiera que se mueva. También se nota su entrenamiento clásico en una dicción impecable y la naturalidad con que pasa de una emoción a otra, desde el triunfalismo de las primeras escenas a los celos asesinos de las últimas. Algo que me dejó con dudas, sin embargo, es la interacción de Albaladejo con Cristina Adua, una Desdémona con menos rasgos de mujer que de santa, recalcados por largos vestidos blancos y una dirección que le hace hablar como en permanente estado de beatitud. No es sólo que entre los actores, por así decirlo, falte química sexual: es como si los personajes ignoraran la existencia del sexo.

Digo lo anterior con plena conciencia de que, por este lado, entramos en asuntos espinosos, o quizás intratables en un clima de corrección política como el nuestro. En una entrevista concedida a El País, el director ha dicho que quería subrayar la experiencia de mujeres «que conocen a los hombres y los sufren», cosa que sin duda ha conseguido en la caracterización de Elisa (una impecable Isabel Rodes), la criada que no se inhibe a la hora de defender el deseo femenino. Por desgracia, nunca se insinúan los deseos de Desdémona, que es aquí un modelo de sumisión, incluso en el momento de asumir el papel de víctima. Por supuesto, Desdémona acaba siendo una víctima; y la tragedia doméstica es ni más ni menos que lo que hoy llamaríamos un crimen de violencia machista. Pero eso pasa al final. Al principio, así como en las chanzas que intercambia con el bufón (aquí suprimidas), Desdémona es una mujer muy consciente de su sensualidad. Y entre ella y Otelo debería correr una energía capaz de iluminar el Gran Canal, si no Venecia entera. No por nada el padre de Desdémona y los senadores fosforescen de furia. A contrapelo de la mujer blanca que cae «en las garras del otro», Desdémona se marcha muy contenta con el moro.  

Lo que nos lleva al segundo asunto espinoso: el moro. Más allá de que la palabra era lo bastante amplia, en época y en tierra de Shakespeare, como para que hoy se discuta quién debería interpretar el papel, ¿qué hacer con el estereotipo del hombre de color tendente por naturaleza al sensualismo y a la violencia? En cierto modo, Vasco y Albaladejo hacen lo más sencillo: frenar el texto. Pero hubiera sido más fructífero que le abrieran paso a sus muchas facetas. Y es que Shakespeare, como siempre, nos niega el refugio de la univocidad. Es cierto que el personaje de Otelo (sensual, impulsivo, irreflexivo, violento) refrenda ciertas expectativas culturales que hoy nos parecen intragables, pero no lo es menos que quien le incita a ello es Yago. En contra de una primera imagen bastante positiva, Yago «crea» al Otelo que la audiencia original acaso se esperaba. ¿Hacia dónde iba la crítica: hacia el personaje o hacia las expectativas estereotípicas? Es una pregunta, me dirán, para los historiadores del teatro. Vale. Pero en las tablas no se ve respondida a fuerza de buenas intenciones, como este montaje, haciendo de Otelo un buen hombre traicionado por las circunstancias, o de Desdémona una mezcla de ángel de la guarda y chivo expiatorio. Y, al tratar el material con excesivo cuidado, como si el objetivo fuese desactivar las bombas enterradas de una moral obsoleta, acaba pasándose por alto una de las intuiciones claves de Shakespeare: el matrimonio es una forma básica de la política.

Reestrenada en el Infanta Isabel tras una exitosa gira y una temporada en el Matadero en 2013, Feelgood se presenta como «una comedia políticamente incorrecta». El autor es Alistair Beaton, un escocés admiradísimo en el Reino Unido por su labor satírica en teatro, radio y televisión, que además ha estado cerca del Partido Laborista como redactor de discursos para Gordon Brown. Registro de esa doble experiencia, la obra (estrenada en su versión original en 2001, en pleno gobierno de Tony Blair) satiriza a los spin doctors del New Labour; pero, por esas carambolas de la izquierda y la derecha, que de tanto dar vueltas a menudo acaban mirando para el mismo lado, en la traducción de Alicia Macías Limón se diría concebida expresamente a partir de las evasivas retóricas del Partido Popular. 

La retórica es un componente esencial, porque todo transcurre mientras un secretario de prensa, Edu (Fran Perea) y un redactor, Alex (Javier Márquez), afinan la inminente intervención del presidente del Gobierno ante el congreso de su partido. Parte del problema inmediato es cómo escribir un discurso que diga precisamente lo contrario de la verdad, sin caer en la mentira. ¿Al Gobierno se le han criticado prácticas dudosas vinculadas con cultivos modificados genéticamente? Se hablará de la «esperanza» de alimentar a más personas. ¿Se le echa en cara una pobre política energética? Se mencionará el «respeto por el medio ambiente sin renunciar a los dos coches por familia». Y así de seguido. En esta situación inicial, que transcurre en una oficina improvisada en un hotel, irrumpirán dos personas que vienen a poner seriamente en entredicho la maleabilidad de las palabras: Max (Javi Coll), un diputado amigo de presidente que se ha metido en un lío capaz de manchar a todo el partido; y Elisa (Manuela Velasco), la periodista que está investigándolo, y que, para colmo, es la exmujer de Edu.

«En Feelgood –dice el programa– no hay conflicto generacional, no hay problemas familiares, no hay cotidianeidad». Si la obra atrapa, es, en realidad, porque hay de las tres cosas, todo el tiempo. Pero Beaton, como buen anglosajón, nunca teoriza sobre ellas ni las hace explícitas, sino que las sitúa en la periferia del argumento. A nadie se le escapará que Edu doblega los escrúpulos de Alex extorsionándolo con el confort de su familia. En cuanto a la cotidianeidad, les remito a Elisa envuelta en una toalla, en su habitación de hotel, al recibir la visita sorpresa del omnipresente Edu, que viene a intentar convencerla de que cancele su reportaje, pero antes debe convencerse a sí mismo de que esa mujer a medio vestir no sigue dándole vueltas en la cabeza. Manuela Velasco y Fran Perea, como intérpretes, se sacan chispas, lo que hace doblemente disfrutable la esgrima verbal. Los demás actores les secundan con oficio, aunque quizá la obra se beneficiaría con una dirección más veloz. En sus conflictivas interacciones, la política se revela al cabo no sólo como obsesión de poder, sino como una feroz competencia de egos, donde cada miembro de la jerarquía conserva su lugar –y, por extensión, su identidad– manteniendo a raya a quienes están por debajo, y cuidándose de quienes están por encima. No digamos como en un matrimonio, porque no encajan los números. Más bien como en una gran familia. 


 

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