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Origen de Israel: ciencia y mito

The Forgotten Kingdom. The Archaeology and History of Northern Israel

Israel Finkelstein

Atlanta, Society of Biblical Literature, 2013

210 pp. $39.95

La Biblia desenterrada. Una nueva visión arqueológica del antiguo Israel y de los orígenes de sus textos sagrados

Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman

Madrid, Siglo XXI, 2003

Trad. de José Luis Gil Aristu

440 pp. 24 €

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El «antiguo Israel» no es tan antiguo como se pensaba o se creía. Israel Finkelstein ha rebajado su antigüedad en más de un milenio respecto a los libros de «historia de Israel» que situaban los orígenes de Israel en la «época patriarcal», en los inicios del segundo milenio antes de Cristo. La aportación de Finkelstein se inscribe en una larga serie de estudios que a lo largo del último medio siglo han ido rebajando progresivamente la «antigüedad» del Israel antiguo.

Los orígenes de Israel y de los israelitas plantean problemas similares a los del famoso y viejo debate entre Claudio Sánchez Albornoz y Américo Castro sobre cuándo los españoles comenzaron a serlo: en tiempos de los iberos que habitaban la península Ibérica, o siglos más tarde, tras la incorporación de sangre semita, árabe y judía, al substrato de la anterior población cristiana. La concepción tradicional sobre la historia de Israel y la establecida por la investigación reciente se diferencian igualmente por la mayor o menor antigüedad atribuida al pueblo de Israel pero, sobre todo, por el carácter de la historia misma, que renuncia a basarse en los relatos legendarios de la Biblia en torno a patriarcas y héroes tribales y se fundamenta en datos fehacientes de la arqueología más reciente, así como en referencias de fuentes extrabíblicas de una época –la monárquica– relativamente tardía respecto a las supuestas épocas patriarcal y tribal de una antigüedad remota.

Las historias de Israel no hacían por lo general más que reproducir el modelo bíblico que, al hilo del Pentateuco y de los libros históricos, presentaba una sucesión de acontecimientos –calificados de «salvíficos»–: los patriarcas reciben la promesa de una tierra, sus descendientes emigran a Egipto, donde son esclavizados, los primeros israelitas salen de Egipto en un éxodo masivo bajo el liderazgo de Moisés, la travesía del desierto los lleva hasta el Sinaí, donde reciben la alianza de Yahvéh, hacen su entrada en la tierra prometida, se instalan en Canaán en episodios de guerra o de alianzas con los pueblos allí asentados, forman una federación de doce tribus israelitas, transforman esta sociedad tribal en una sociedad monárquica, establecen dos reinos –Israel en el Norte y Judá en el Sur–, David funda una dinastía en Jerusalén que durante varios siglos logra superar las invasiones y el yugo del imperio asirio, pero sucumbe finalmente a manos del imperio babilónico, que destruye la capital, Jerusalén, en el año 587 a. C.

Según la «hipótesis amorrea», los patriarcas hebreos se instalaron en Canaán hacia los años 2100-1900 a. C.

La datación más antigua del antiguo Israel y de la «época patriarcal» era la propuesta por Willliam F. Albright en 1935 y popularizada por John Bright en su muy difundida Historia de Israel. Según la «hipótesis amorrea», los patriarcas hebreos se instalaron en Canaán hacia los años 2100-1900 a. C., cuando se produjeron la emigraciones de los amorreos a lo largo del Creciente fértil. En su Historia antigua de Israel, traducida al español en 1975, Roland de Vaux rebajó ya la antigüedad de la época patriarcal al relacionar la emigración de los patriarcas con una segunda oleada amorrea en el siglo XIX a. C. La onomástica y las costumbres reflejadas en las narraciones patriarcales parecían corresponder al mundo cultural del primer período del Bronce Medio. Los textos de Nuzi ofrecían el marco legal en que situar las costumbres de los patriarcas hebreos, en especial las referentes a la herencia y al concubinato, que permitían a una mujer estéril ofrecer a su marido en calidad de concubina a una esclava que le diera hijos, como es el caso de Abrahán, Sara y Agar en el libro del Génesis. Sin embargo, el estudio de Barry L. Eichler vino a demostrar que esta costumbre no se circunscribía al espacio y a la época de los textos de Nuzi. Por otra parte, Moshe Greenberg, Gene M. Tucker y John Van Seters, entre otros, pusieron en duda que la onomástica y las costumbres reflejadas en los relatos patriarcales fueran propias y exclusivas del período del Bronce Medio.

La «hipótesis amorrea» comenzó a desmoronarse en los años sesenta. Thomas Thompson puso de relieve las incongruencias del método de trabajo seguido por Albright al aceptar la «historicidad básica» de las narraciones del Génesis y también de los relatos del libro de Josué referidos a una conquista militar de Canaán. Otras reconstrucciones de la historia de Israel comenzaron a tomar como punto de partida la situación político-social imperante en Palestina en la época de Tell Amarna en el siglo XIV o algo más tarde, a mediados del XIII. Todas ellas establecían una relación entre los hapiru –una población flotante entre Egipto y Siria– con los «hebreos» protagonistas del Éxodo de Egipto y de la conquista de Canaán. Albrecht Alt y Martin Noth suponían que la ocupación de Canaán por los israelitas no fue el resultado de una rápida campaña militar, como había propuesto Albright, sino de una lenta y pacífica incursión de nómadas procedentes del desierto. En su momento fue muy significativo el paso dado por Martin Noth en su influyente Historia de Israel (1950), que comienza con la instalación de las tribus en Canaán a finales del siglo XIII a. C., renunciando a escribir la historia anterior de Moisés y de los patriarcas, aunque sin negar historicidad a estas figuras como epónimos de las tribus israelitas.

El Éxodo de Egipto se situaba en torno a 1250 a. C, en una época en la que parecían converger la mayor parte de los datos históricos y arqueológicos disponibles, así como también las referencias bíblicas a las costumbres de grupos de pastores de ganado menor en una «sociedad dimórfica», constituida por seminómadas y agricultores y estudiada por Michael Rowton y A. Leo Oppenheim. Los relatos patriarcales quedaban privados de carácter histórico por el hecho de mencionar ciudades que estuvieron pobladas únicamente en un período posterior, a partir de los inicios del Hierro I (1200-1000 a. C.). Tal es el caso especialmente de las ciudades del Negev –Beersheva, Arad y Horma– que, tras un largo período de abandono desde finales del Bronce Medio, no volvieron a estar ocupadas hasta poco antes del Hierro I.

En el año 1961, George Mendenhall propuso un tercer modelo explicativo de los orígenes de Israel, que se añadía a los anteriores de Albright y Alt. Su novedad consistía en relacionar los orígenes de Israel con revueltas de las aldeas frente a las ciudades cananeas. Esta tesis no dejaba de ser cuestionable, pero tenía el mérito de introducir una nueva perspectiva en la discusión: los orígenes de Israel no se relacionan tanto con invasiones externas, violentas o pacíficas, como suponían Albright y Alt, sino con las condiciones internas de la geografía y de la población autóctona del Sur de Canaán (Lester L. Grabbe, Ancient Israel. What Do We Know and How Do We Know It?, pp. 30-35).

La antigüedad de Israel sufrió un nuevo recorte cuando se pasó a situar el origen y formación de las tribus «israelitas» en el período del Hierro I. En 1969, Benjamin Mazar propuso que las tradiciones patriarcales reflejaban el mundo étnico y sociopolítico de comienzos de la época del Hierro. Las tradiciones bíblicas sobre patriarcas y héroes tribales, así como las de los comienzos de la monarquía, comenzaron a ser consideradas un «reflejo» de situaciones de las épocas posteriores en que fueron compuestas o escritas.

El recorte fue todavía mayor cuando, dejando atrás la «época de los jueces», y renunciando a escribir una historia de los siglos precedentes por no disponer de documentación escrita sobre la que fundarse, J. Alberto Soggin fijó el arranque de su Storia d’Israele de 1984 en los inicios de la «época monárquica», en los siglos X-IX, en tiempos de David y Salomón. Las tradiciones patriarcales del Génesis venían a ser un reflejo de la visión del pasado que tomó forma a comienzos de la monarquía israelita, cuando la tribu de Judá logró una cierta supremacía sobre las demás tribus. La figura de Abrahán era en gran medida una creación literaria de los escribas de Jerusalén, que con ello querían legitimar la hegemonía de la dinastía davídica, originaria de Hebrón, sobre la población de la Palestina central. A ello responde el itinerario de Abrahán, que parte de Hebrón y se encamina hacia Betel y Siquén en territorio del reino del Norte (Génesis 12:4-7). Los también italianos Mario Liverani y Cristiano Grottanelli criticaron las historias de Israel al uso por convertir las denominadas épocas «patriarcal», «tribal» y «monárquica» en fases sucesivas, cuando en realidad no se trata sino de modelos estructurales que coexistían en la época de los orígenes de Israel. Las sociedades patriarcales y tribales habían dejado de existir en Palestina en la época del Hierro, de modo que las genealogías y los relatos patriarcales, las historias de los héroes tribales y también las narraciones sobre los orígenes de la monarquía nacional componen un cuadro que reviste caracteres míticos.

La figura de Abrahán era en gran medida una creación literaria para legitimar la hegemonía de la dinastía davídica sobre la población de la Palestina central

Israel Finkelstein se propuso desde un principio reconstruir una historia de Israel basada en la arqueología, una disciplina «auxiliar» utilizada con demasiada frecuencia para probar la historicidad básica de los datos bíblicos. Su obra de 1988, Archaeology of the Israelite Settlement, ponía la arqueología en el centro del debate sobre los orígenes de Israel. En buena medida, esta primera obra continuaba los planteamientos de la escuela de Albrecht Alt sobre la base de nuevos datos arqueológicos e incorporando elementos del modelo propuesto por George Mendenhall y Norman Gottwald. Hasta los años ochenta, la discusión se había circunscrito a la historicidad de las épocas que precedieron a la implantación de la monarquía israelita, pero enseguida se puso en entredicho también la historicidad de los datos bíblicos referentes a los inicios de la monarquía en Israel y, en particular, los relativos a las figuras de David y Salomón y a la «época salomónica». En los años siguientes se produjo un intenso y acalorado debate sobre la datación de los restos arqueológicos atribuidos a esta época, en el que se enfrentaban, por una parte, Israel Finkelstein, David Ussishkin y Nadav Na’aman, representantes de la «Escuela de Tel Aviv», y, por otra, arqueólogos estadounidenses como William Dever y Lawrence Stager. Diversas publicaciones de los años noventa, en particular de Niels Peter Lemche, Thomas L. Thompson, Philip R. Davies y Keith Whitelam, pusieron en duda la historicidad de los datos referidos a la época que discurre desde el período premonárquico hasta bien entrada la época monárquica. La publicación de la inscripción de Tel Dan contribuyó a encender aún más la disputa. El debate se polarizó, finalmente, entre «maximalistas» y «minimalistas», lo que no contribuía a esclarecer los argumentos de cada parte (Grabbe, op. cit., pp. 23-25). El debate sobre la antigüedad de Israel se convierte en otro sobre «la Biblia: historia o ficción», en particular por lo que se refiere a la historicidad de las tradiciones patriarcales y a las relativas al éxodo de Egipto y la entrada en la tierra prometida.

La cronología es la cuestión primera del estudio histórico y una de las más sensibles y debatidas en los estudios recientes sobre la historia de Israel. Finkelstein propone una «cronología baja» respecto a la división más común de períodos arqueológicos, que distingue un Hierro I (1200-1000 a. C.) y un Hierro II (1000-586), subdividido en IIA (1000-900), IIB (900-700) y IIC (700-586). Según Finkelstein, la cronología tradicional se basa sobre la estratigrafía de Megiddo y la cerámica bícroma palestina, pero nuevos factores contribuyen a establecer una «cronología baja», como son, entre otros, los resultados de la datación mediante radiocarbono, las correlaciones con el mundo egeo y el contexto de la expansión asiria en el siglo IX. Finkelstein atribuye los hallazgos fechados hasta entonces en el siglo X a un siglo más tarde. Propugna que un número de ciudades del Norte –Megiddo, Tel Kinneret, Tel Rehov– se recuperaron del hundimiento de la época anterior y llegaron a formar una nuevo sistema político de ciudades-Estado cananeas, el «Nuevo Canaán», que entró en crisis a lo largo del siglo X a causa sobre todo de incursiones de las poblaciones de la montaña. Este período del Hierro I corresponde, según Finkelstein, al florecimiento de las sociedades preisraelitas en el valle de Yizreel y, al mismo tiempo, del surgimiento en la montaña central de nuevos asentamientos rurales de la población «israelita».

MeggidoLa «cronología baja» de Finkelstein revoluciona la reconstrucción histórica del antiguo Israel. Echa por tierra la idea de una época dorada en la que «la monarquía unida» bajo David y Salomón se extendía desde Dan en el Norte a Beersheba en el Sur. Contribuye a comprender que los dos reinos de Israel y Judá se desarrollaron en paralelo y no a partir de una entidad única. Retrasa en un siglo –del X al IX– la datación de importantes obras de construcción atribuidas a la «época salomónica», que se asignan ahora a la floreciente «época de los omridas» en el reino del Norte. Pone además de relieve la importancia del reino de Damasco, que en tiempos de Hazael tuvo un impacto decisivo en la historia de Israel, haciendo posible en buena medida el desarrollo del reino de Judá. Una consecuencia llamativa de la «cronología baja» es la que se refiere a las puertas de Salomón en Jasor, Megiddo y Guézer, que «simbolizaron el respaldo más impresionante dado a la Biblia por la arqueología». Sin embargo,

un nuevo análisis de los estilos arquitectónicos y formas de la cerámica de los famosos niveles salomónicos de Megiddo, Guézer y Jasor indica que, en realidad, se remontan a principios del siglo IX a. de C., ¡varias décadas después de la muerte de Salomón! (La Biblia desenterrada, pp. 157-8).

La nueva datación de esas ciudades, que pasan de la época de Salomón al tiempo de los omritas, tiene consecuencias enormes para la arqueología y la historia. Da al traste con la única prueba arqueológica de la existencia de una monarquía unificada con su centro en Jerusalén e indica que, desde un punto de vista político, David y Salomón fueron poco más que caudillos tribales de la serranía cuyo alcance administrativo no superó un ámbito bastante local, limitado al territorio montañés. Y, lo que es más importante, la nueva datación demuestra que, a comienzos del siglo IX a. de C., surgió en el norte un reino de tipo absolutamente convencional en las tierras altas de Oriente Próximo, a pesar de la insistencia de la Biblia en la singularidad de Israel (ibídem, pp. 211-212).

Lo que vale para las puertas de las ciudades vale también para las famosas caballerizas de Megiddo atribuidas a Salomón. Según Finkelstein, «podemos rechazar las anteriores teorías y decir con certeza que las estructuras a modo de caballerizas halladas en Megiddo pertenecen a la época de Jeroboán II» (p. 235).

En su reconstrucción histórica, Israel Finkelstein presta especial atención a los fenómenos de longue durée, a factores previos y fuera de control de los propios actores de la historia, como son la geografía física, la geología, el clima, la vegetación, los tipos de agricultura, la rutas de comunicación, los recursos naturales disponibles o los movimientos de población. Señala especialmente el fenómeno recurrente en épocas de crisis en función del cual la vida urbana en las ciudades se retrae o se abandona y, paralelamente, se vuelve a formas de vida nómada y agrícola en zonas marginales y desérticas, dependiendo todo ello de las condiciones climáticas y económicas.

Según Israel Finkelstein, los orígenes de Israel vinieron precedidos por una destrucción generalizada que se produjo entre 1250 y 1150 en Grecia, las islas del Egeo, Anatolia, Chipre y Siria. Como prueban las excavaciones en superficie realizadas en las zonas rurales de la montaña central, en torno a 1200 se desarrolló una espectacular transformación social relacionada con un sorprendente incremento de la población de los pequeños núcleos rurales, como Khirbet Raddana, Tel Masos, Giloh, ‘Izbet Sartah, Shiloh o Khirbet Dawara. En la montaña de Judea en el Sur y de Samaría en el Norte, zonas hasta entonces escasamente pobladas y alejadas de las ciudades cananeas de la llanura costera, «surgieron de pronto unas doscientas cincuenta comunidades que fueron asentándose en las cumbres de las colinas. Allí estaban los primeros israelitas» (ibídem, p. 120). Constituían una población recientemente asentada, en parte autóctona y en parte venida de zonas próximas. El grupo étnico dominante en Cisjordania no descendía de la población cananea de las ciudades-Estado del Bronce reciente. Entre esta época y la del Hierro se produjo una quiebra en la arquitectura, la demografía, la organización política y social y, en particular, en el tipo y modelo de asentamiento, así como en las nuevas técnicas agrícolas de utilización de cisternas para la recogida del agua de lluvia y de terrazas para el aprovechamiento de la tierra fértil en las ladeas de las colinas. En este contexto tomó forma la federación de tribus seminómadas y agrícolas que fue conformando el Israel anterior a la época monárquica. La instauración de la monarquía en Israel responde a un fenómeno generalizado en Siria-Palestina cuando en el siglo IX a. C. emergen también los Estados de Aram-Damasco, Moab, Ammon e Israel del Norte (Israel Finkestein y Amihai Mazar, The Quest for the Historical Israel. Debating Archaeology and the History of Early Israel, Brian B. Schmidt (ed.), Atlanta, Society of Biblical Literature,  2007, p. 112).

Los orígenes de Israel son, según Finkelstein, los de una mezcla de grupos diversos, unos autóctonos y otros llegados de fuera

Ante la pregunta «¿Quiénes eran los israelitas?», Finkelstein señala el dato antropológico de que los israelitas no cocinaban ni comían carne de cerdo, a diferencia de los pueblos vecinos. En las aldeas de la montaña donde habitaban los israelitas no se encuentran huesos de cerdo, al contrario que en los asentamientos filisteos de la costa y en los territorios de Moab y Ammón al otro lado del Jordán. Frente a la opinión del antropólogo Marvin Harris, el tabú del cerdo no se explica en este caso por razones ambientales o económicas, toda vez que los pueblos vecinos se alimentaban de carne de cerdo sin restricción alguna. El tabú puede tener origen identitario: los israelitas dejaron de comer cerdo justamente porque los demás pueblos lo hacían, marcando así una diferencia de la que eran ya conscientes. Se trata de «la práctica cultural más antigua del pueblo de Israel arqueológicamente atestiguada» (La Biblia desenterrada, p. 135). Sin embargo, la relación entre arqueología y etnicidad es una cuestión discutida y abierta. Las diferencias de cultura material –la cerámica, la arquitectura, la dieta o, incluso, la lengua– no alcanzan a definir la identidad étnica de unos grupos sociales u otros, lo expresado con los términos pots equal people. Las «marcas israelitas» no son realmente tales: la llamada «casa israelita» se encuentra también en Transjordania; el sistema de terrazas era utilizado ya en el Bronce Medio; el tipo de jarra denominada collar-rim jar estaba difundido ya en el siglo XIII y el tabú del cerdo, a pesar del contraste antes señalado entre los restos hallados en la montaña y en la costa, puede haber surgido en la zona de la Sefelá y haberse extendido desde allí hacia la montaña en lugar de a la inversa, de la montaña a la llanura costera.

Los orígenes de Israel son, según Finkelstein y otros estudiosos, los de una mezcla de grupos diversos, unos autóctonos y otros llegados de fuera: población rural cananea, pastores y agricultores desplazados de otros lugares, ‘apiru o shasu de variada procedencia y también elementos madianitas, kenitas y amalecitas relacionados tal vez con el control del comercio en las rutas de caravanas entre Arabia y Canaán, sin olvidar fugitivos o esclavos semitas escapados de Egipto en tiempos de la dinastía XII. La historicidad del Éxodo –la salida masiva de israelitas tras las plagas que quebrantaron a los egipcios y su faraón y la travesía de cuarenta años a través del desierto con infinidad de detalles legendarios– no es comprobable mediante fuentes ajenas a la Biblia. Ello no quiere decir que los textos no encierren algún recuerdo o «memoria» de un antiguo acontecimiento, como la huida de un pequeño grupo, algo aceptado incluso por algunos de quienes propugnan un origen autóctono cananeo de los israelitas. Las ideas y venidas de población entre Egipto y Palestina, especialmente en épocas de sequía y hambruna, eran fenómenos recurrentes en la antigüedad. Por otra parte, no ha dejado de relacionarse el recuerdo del éxodo con la expulsión de los hicsos de Egipto in el siglo XVI a. C. Según Ernst-Axel Knauf, el núcleo de la tradición surgió a partir de la expulsión de asiáticos por Setnakht en 1186-1185 a. C. En el siglo VIII, la tradición estaba muy afianzada entre los profetas del reino del Norte, lo que exige una explicación que no sea una simple negativa.

La referencia más antigua a «Israel» se encuentra en la estela de Merneptah, en el templo de Karnak, fechada comúnmente en el año 1207 a. C. La lista de pueblos supuestamente conquistados por el faraón incluye el nombre «Israel», que parece corresponder a un pueblo localizado en la montaña central. Textos egipcios anteriores nombran ciudades bien conocidas en la época bíblica, cuya antigüedad corrobora la arqueología: Jerusalén, Siquén, Megiddo, Akko, Lakish, Gaza, Asquelón o Laish. No es fácil establecer qué relación puede existir entre el «Israel» atestiguado en 1207 y el «Israel» conocido por las fuentes del siglo IX a. C., entre los que median tres siglos de los que no se conocen referencias extrabíblicas (Grabbe, op. cit., pp. 77-79).

Como señala Finkelstein, la primera aparición de una entidad israelita en el Norte viene señalada por la presencia en esta zona de numerosas fortificaciones de finales del Hierro I y comienzos del Hierro II (según la cronología baja). Se trata de un período de entre cincuenta y setenta años, decisivo para comprender los orígenes de Israel. Las fortificaciones fueron abandonadas muy pronto, lo que, según Finkelstein, recuerda vagamente a la efímera dinastía del rey Saúl, quien no fue víctima de los filisteos, incapaces de reunir una fuerza suficiente para alcanzar Beth-Shean, sino de Sheshonq I, al que la «cronología baja» convierte en contemporáneo de Saúl. La fortaleza descubierta en Khirbet Qeiyafa fue levantada por los saulidas y destruida por el faraón Shishak, como lo llama la Biblia. Este se proponía controlar las rutas del Sur en el Negev y la zona septentrional de la montaña, pero dejó de lado el territorio de Judá que por entonces apenas estaba poblado, de modo que, según Finkelstein, la referencia bíblica al tributo pagado por Roboán de Judá a Sheshonq carece de base histórica.

Seguidamente surgió en Tirzah un nuevo centro de poder que la Biblia relaciona con los reinados de Jeroboán I y Baasha. Finkelstein utiliza aquí un dato contenido en un pasaje de la versión griega de los Setenta, según el cual Jeroboán, primer rey de Israel, mantuvo estrecho contacto con el faraón Sheshonq. El recurso al texto griego no deja de ser sorprendente, pues el pasaje en cuestión es tenido en general por muy tardío y midrásico (LXX 1 Reyes 12:24a-z). Puede ser un indicio más de la revalorización actual del texto griego tras los estudios sobre los manuscritos de Qumrán. Tirzah no era entonces más que una capital rural, sede de un líder que extendía su influjo desde las montañas de Benjamín hasta el valle de Yizreel.

Estela de Tel Dan

La tradición judía y cristiana, siguiendo el relato de la Biblia, exaltó los reinados de David y Salomón en Judá como la «Edad de oro» en la que «la monarquía unida» bajo una suerte de unión personal llegó a constituir un verdadero imperio con capital en Jerusalén. La investigación reciente ha desmontado esta imagen idealizada, hasta el punto de que llegó a decirse que la historicidad del rey David «no es mayor que la del rey Arturo». El hallazgo en 1993 de la estela de Tel Dan exacerbó los debates en torno a la figura de David y su reino. La estela, fechada en el siglo IX, conmemora las victorias de un rey arameo sobre la «casa de David», con alusiones que arrojan luz sobre la revuelta de Jehú en Israel, a la que se refiere el segundo libro de los Reyes (9-10). El testimonio que aporta esta estela, junto con el de la famosa inscripción de Mesa, no permiten dudar de la existencia del fundador de la dinastía que lleva el nombre de David. La arqueología prueba que, al tiempo que surgían otros reinos vecinos, en Israel y Judá se instauraron sendas monarquías cuyas capitales, Siquén y Jerusalén, en un principio no pasaban de ser poblaciones poco más extensas que las de las aldeas de las comarcas montañosas. Sobre los primeros reyes de la dinastía davídica, Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman, los mismos autores de La Biblia desenterrada, han escrito el libro David y Salomón. En busca de los reyes sagrados de la Biblia y de las raíces de la tradición occidental (trad. de José Luis Gil Aristu, Madrid, Siglo XXI, 2007).

Si Israel no llegó a conformar un Estado hasta la época de Omrí, y Judá hasta la de Ozías, como ha mostrado sobre todo Hermann Michael Niemann, del mismo modo Jerusalén no llegó a ser capital de un Estado hasta finales del siglo VIII a. C. Así lo prueban también los estudios en torno a la existencia de escuelas de escribas en las principales ciudades o centros político-religiosos y culturales. Por otra parte, los inicios de la historiografía en Israel están efectivamente ligados a los de la institución monárquica. A juzgar por las inscripciones más antiguas, el paso de la tradición oral a la escrita no se produjo en Israel hasta el siglo VIII a. C., un poco después que en Fenicia y poco antes que en Grecia. El núcleo de la historia documentada del antiguo Israel puede corresponder con la historia literaria de la serie de Crónicas Babilónicas, que abarcan desde el reinado de Nabu-na?ir (747-734 a. C.) hasta el reinado de Seleuco I (245-226 a. C.), es decir, desde la instauración de la dinastía neobabilónica hasta el período seléucida. En el reino de Israel, la historia documentada puede haber comenzado pocos años antes, en la época de esplendor correspondiente a Jeroboán II (783-743), quien restableció los límites territoriales del país y durante cuyo reinado, hacia 750, Amós y Oseas inauguran la tradición de profetas escritores. En el reino del Sur pudo iniciarse con el reinado de Ozías (781-740), quien restableció su autoridad hasta la frontera en Eilat y desarrolló la agricultura.

Los relatos bíblicos que componen la «Historia del ascenso de David al trono» y la «Historia de la sucesión al trono» revisten carácter legendario y no fueron redactados sino a finales del siglo VIII o comienzos del VII. Conservan, sin embargo, como afirma Finkelstein, vagos recuerdos que poseen un trasfondo histórico, como los que se refieren a Gat como la ciudad filistea más importante en la época o a los pequeños reinos arameos de Geshur y Maacah en la periferia de Damasco. Gat fue destruida en la segunda mitad del siglo IX y desapareció de la historia, pues no vuelve a ser mencionada ni en las fuentes bíblicas ni en las asirias. Asimismo, Geshur y Maacah quedaron incorporadas en el siglo VIII al reino de Damasco. Estos datos no podían ser conocidos cuando se redactaron los relatos bíblicos, por lo que reflejan recuerdos transmitidos por tradición oral. Por otra parte, aquellas historias se refieren en gran medida a la dinastía de Saúl, proceden de círculos del reino del Norte y se muestran muy críticos respecto a la figura de David, al que acusan de forma abierta o velada de colaboracionista a favor de los filisteos, de traidor respecto a los israelitas del Norte, de la muerte de Saúl y sus descendientes. Muchos autores –P. Kyle McCarter y Baruch Halpern entre ellos– piensan que estos relatos se escribieron en una época próxima a los acontecimientos. Sin embargo, la escritura no hizo su aparición en Israel y Judá hasta el año 800 a. C. Ello significa que en el reino del Norte no existieron textos escritos hasta la primera mitad del siglo VIII y en Judá hasta finales de este siglo o comienzos del siguiente. En consecuencia, los primeros textos que pasaron de la tradición oral a la escrita, como son los relatos del ciclo de Jacob en el Génesis o las historias sobre el ascenso de David y de la sucesión al trono, pudieron hacerlo en el período de esplendor de Israel en el largo reinado de Jeroboán II. Tales textos, así como tradiciones y recuerdos transmitidos por la población del reino de Israel, pasaron al reino de Judá cuando, con la caída de Samaría en 722-721, una buena parte de la población israelita emigró al Sur y, en particular, a Jerusalén, que, como prueba la arqueología, conoció entonces una rápida y amplia expansión del terreno urbano hacia el Norte.

Los debates sobre la historicidad de la figura de David afectan sensiblemente a la tradición bíblica. El mismo Finkelstein resume su posición en un artículo muy citado:

Estamos todavía en condiciones de identificar en ellos [los relatos de David] la actividad de un líder local que se mueve con sus seguidores al Sur de Hebrón, en el desierto de Judá y en la Sefela, lejos del control del gobierno central en las montañas más hacia el Norte. David se apodera de Hebrón, la ciudad más importante de la época del Hierro en las montañas de Judá y centro de su teatro de operaciones. Luego se extiende hacia el Norte y conquista Jerusalén, el centro tradicional del gobierno en la región montañosa meridional. David, según estos relatos, es un típico líder Apiru, que logra establecer una nueva dinastía en Jerusalén.

Estas afirmaciones pueden ser suscritas incluso por quienes han defendido posiciones contrarias (Grabbe, op. cit., p. 122). Sobre la figura de David «campeador» es significativo el reciente estudio de Lester L. Grabbe titulado «King David and El Cid: Two ‘Apiru in Myth and History», en Rannfrid I. Thelle, Terje Stordaglen y Mervyn E. J. Richardson (eds.), New Perspectives on Old Testament Prophecy and History. Essays in Honour of Hans M. Barstad, Leiden, Brill, 2015, pp. 230-245).

El primer poder regional verdaderamente fuerte surgió a finales del Hierro IIA con la dinastía omrida, que entra en la historia no sólo de mano de la Biblia, sino también por vez primera en la historia de Israel con inscripciones asirias de Salmanasar III referentes a la campaña que le llevó a Qarqar en el Orontes en 853 a. C. Omrí (884-873 a. C.) extendió su reino desde la costa mediterránea hasta una amplia zona de Transjordania, con posibles incursiones hacia el Norte en territorio arameo, donde Hazael de Damasco era el único contrapoder capaz de hacer frente al reino de Israel. El esplendor de esta época se manifiesta en las construcciones monumentales de Samaría, la nueva capital, y de Yizreel, Jazor X, Guézer VIII, En Gev, así como también en diversos lugares de Transjordania o en la primera aparición de importantes inscripciones, como la estela de Mesa.

Durante el reinado de Jeroboán II, Israel alcanzó su máxima extensión, reorganizó su culto y se benefició de lucrativas redes comerciales

Finkelstein atribuye al genio militar de Hazael (2 Reyes 10:32-33) la imposición en la zona siro-palestina de un «nuevo orden» que, entre otras consecuencias, abrió la posibilidad de que surgieran los reinos satélites de Moab y de Judá. Las campañas de Adad-nirari III de Siria debilitaron el poder de Hazael. Como consecuencia, Damasco perdió su influjo en la zona Sur, lo que permitió que Israel entrara en un período de prosperidad sin parangón. Finkelstein reconoce valor a algunas informaciones de los libros bíblicos de los Reyes (1 Reyes 16:24; 20:26-27 y 29-30; 2 Reyes 8:28-29). Durante los cuarenta años del reinado de Jeroboán II (788-747 a. C.) Israel alcanzó su máxima extensión, reorganizó su culto, se benefició de lucrativas redes comerciales y desarrolló una administración burocrática necesitada de escribas que la hicieran posible. En este tiempo, por primera y única vez, la ciudad de Dan en el Norte formó parte del reino. Estos son también los únicos años en que el culto de los santuarios de Dan en la frontera septentrional y de Betel en la meridional ocupa un lugar significativo en la historia de Israel. Este reino inició, sin embargo, su decadencia en los últimos años de este rey. La capital, Samaría, cayó a manos de los asirios en los años 722-720 a. C.

El libro The Forgotten Kingdom finaliza con dos capítulos en los que Finkelstein reflexiona sobre las implicaciones que pueden derivarse de su reconstrucción de la historia en relación, sobre todo, con las tradiciones de la Biblia. Analiza los que llama «charter myths» del reino del Norte: el ciclo de Jacob (Génesis 25-36) y las tradiciones del Éxodo. El ciclo de Jacob fue puesto por escrito en el siglo VIII cuando la difusión de la escritura lo hizo posible, pero Finkelstein remonta su origen al período final del Hierro I, al siglo X a. C., cuando se comenzó a formar la identidad del Israel del Norte justamente en torno a la figura del patriarca Jacob-Israel. Igualmente, las tradiciones del Éxodo reflejan recuerdos o «memorias» del mismo siglo X relacionadas con la incursión del faraón Shenshoq. Finkelstein sugiere cuál fue el proceso por el cual, tras la caída de Samaría y la emigración de parte de la población a Jerusalén, aquellas y otras tradiciones antiguas del Israel del Norte pasaron a formar parte de las tradiciones literarias del reino de Judá como primer núcleo de la literatura bíblica.

Finkelstein entra de este modo, no sólo al final, sino también a lo largo de sus obras, en el campo de los estudios sobre la literatura bíblica, recurriendo a la explicación basada en la existencia de la llamada «historia deuteronomista» creada en torno al movimiento de restauración vivido en la época del rey Josías: «Para el autor de la Historia Deuteronomista, el reinado de Josías significó un momento metafísico casi tan importante como el de la alianza de Dios con Abrahán, el éxodo de Egipto o la promesa divina al rey David […]. El papel mesiánico de Josías nació de la teología de un nuevo movimiento religioso que cambió de forma espectacular el significado de ser israelita y sentó los cimientos del judaísmo el cristianismo del futuro. Aquel movimiento produjo, en última instancia, los documentos centrales de la Biblia –sobre todo el libro de la Ley, descubierto en las obras de restauración del Templo de Jerusalén, en 622 a. de C., el año decimoctavo del reinado de Josías» (La Biblia desenterrada, p. 304).

En este campo, la obra de Finkelstein no alcanza a reflejar la complejidad de la historia literaria de las tradiciones bíblicas a lo largo de varios siglos desde las tradiciones orales que el mismo Finkelstein remonta en ocasiones al siglo X, pasando por la formación de colecciones de relatos y oráculos proféticos, hasta la puesta por escrito y la creación de pequeños libros que fueron integrando otros más amplios hasta formar después del Exilio un Pentateuco y una colección de libros históricos. Si la arqueología de los últimos cincuenta años ha conocido un desarrollo deslumbrante, también la arqueología de los textos bíblicos ha avanzado considerablemente con respecto a las posiciones clásicas a partir de la crítica de las fuentes del Pentateuco. El estudio de la «historia deuteronomista» se ha escindido en varias escuelas que han abandonado la idea de un único autor, como habla Finkelstein al decir «Para el autor de la Historia Deuteronomista…», y escinden la historiografía deuteronómica y sus fuentes en textos, corrientes e ideas de muy diversos períodos, antes y después de la época del rey Josías. Igualmente, no deja de ser insatisfactoria la relación entre el origen del monoteísmo y la concentración del culto en Jerusalén llevada a cabo con la reforma de Josías. Finkelstein acude a estudios de biblistas como Baruch Halpern, pero la cuestión del monoteísmo, al igual que la historia de la religión de Israel en general, es mucho más compleja que lo expuesto por el autor (pp. 271-274).

El libro de Lester L. Grabbe no es una historia de Israel, sino un estudio sobre los problemas y la metodología con que se enfrenta el historiador a la hora de utilizar e interpretar los datos arqueológicos y epigráficos, así como los contenidos de la Biblia. En este sentido, es particularmente provechosa la distinción que establece Grabbe entre datos bíblicos confirmados por la arqueología y la epigrafía, datos no confirmados pero que pueden ser correctos, datos incorrectos y omisiones o lagunas en la información de los libros bíblicos (pp. 164-166 y 212-215). Los datos confirmados por fuentes externas son, sobre todo, los relativos a nombres de reyes, la datación relativa de sus reinados, el orden de sucesión de los mismos y algunos de los hechos aludidos, como el dominio de Hazael y, por el contrario, la pérdida de poder de su hijo Ben-Hadad, el pago de tributo por parte de Menahem, la derrota de Pekah, la victoria asiria sobre Rezin de Damasco, la sustitución de Pekah por Osias o la caída de Samaría a manos de Salmanasar V. De la época del Hierro IIC correspondiente al esplendor y a la caída de Judá (722-539 a. C.) se cuenta con datos más numerosos y sólidos, atestiguados por la arqueología o por fuentes asirias y babilónicas, como son la revuelta de Ezequías, la construcción por Manasés de una muralla de la ciudad, referencias en sellos como la de «Gemaryahu hijo de Safán», la desaparición de la consorte de Yahvéh y de símbolos astrales de la iconografía de la época de Josías, lo que, junto a otros datos, hace plausible la historicidad de la reforma de este rey, las referencias del libro de Jeremías a la batalla de Carquemis y varios otros. Entre los datos correspondientes a este período seguramente incorrectos pueden enumerarse, entre otros, el de la liberación de Ezequías del poder asirio o el de la cautividad de Manasés en Babilonia. Lester L. Grabbe ha escrito una historia de Israel titulada Israel in Transition. From Late Bronze II to Iron IIa (c. 1250-850 B.C.E.), Nueva York, T & T Clark, 2008.

Lo expuesto en las obras de Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman o de Lester L. Grabbe puede causar sorpresa y hasta rechazo en quienes han confiado siempre en la historicidad de los relatos de la Biblia. Situadas en la perspectiva de medio siglo de hallazgos arqueológicos y epigráficos, y de considerables avances de la filología y exégesis bíblica, así como de la antropología y de la sociología aplicadas al estudio de la Biblia, aquellas obras no hacen sino exponer el estado actual de la investigación, aceptado por la mayoría de los estudiosos con las obvias diferencias de detalle según la perspectiva o la especialidad de cada investigador. Más allá de posiciones maximalistas y minimalistas, los debates se establecen en varios frentes con posiciones muchas veces cruzadas: arqueólogos y estudiosos de objetos medibles y cuantificables frente a filólogos e intérpretes de textos escritos, de los bíblicos en particular; por otra parte, historiadores que tratan de reconstruir el pasado críticamente a partir de las fuentes conservadas frente a otros que consideran que toda historia es una construcción del pasado a partir del presente.

No sólo los textos, sino también los objetos, necesitan interpretación. Al igual que la exégesis, tampoco la arqueología está «libre de prejuicios». Escribir la historia con sólo los datos arqueológicos y epigráficos, sin tener en cuenta los textos de la Biblia, puede parecer más objetivo y menos expuesto a prejuicios ideológicos o a una hermenéutica etérea. Sin embargo, sin el recurso a la Biblia, como también a Homero, las historias de Israel o de Grecia pueden quedar reducidas a datos que no explican en modo alguno la «efectividad histórica» que los propios Finkelstein y Silberman atribuyen a los textos de la Biblia cuando pretenden descubrir en ellos las raíces de la cultura occidental, como reza el título de sus libros, ya citado: David y Salomón. En busca de los reyes sagrados de la Biblia y de las raíces de la tradición occidental.

Julio Trebolle es catedrático emérito de Filología Hebrea en la Universidad Complutense. Sus últimos libros son Libro de los Salmos. Religión, poder y saber (Madrid, Trotta, 2001), Historia de la Biblia (Madrid, Trotta, 2006), en colaboración con Miguel Pérez, e Imagen y palabra de un silencio. La Biblia en su mundo (Madrid, Trotta, 2008).

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