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One nation under a populist (y II)

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Se diría que en el mundo sólo hay, ahora mismo, un tema de conversación: Donald Trump. Tal es la perplejidad que está provocando un presidente insólito que, entre otras rarezas, parece dispuesto a cumplir sus promesas electorales. Resulta difícil aplaudir, sin embargo, cuando esas promesas consisten en un programa desglobalizador de doble vía ?proteccionismo comercial y endurecimiento migratorio? al que acompaña una crítica frontal a instituciones democráticas tan importantes como la prensa, los servicios de inteligencia o el sistema electoral, sin olvidar su ataque a la Unión Europea o su deslegitimación de la OTAN. Ni siquiera podemos admirar la sutileza de quien esconde un puño de hierro en guante de terciopelo: las maneras de Trump evocan más bien un puño americano sin adornos de ningún tipo. Recuerda a Mosca, aquel personaje de Stendhal convencido de que la mejor manera de afirmar el poder es a través de la insolencia.

Hablamos de Trump, pues, porque da mucho que hablar. Sus primeras órdenes ejecutivas han provocado dilemas constitucionales y la reacción en contra de algunos jueces. Mientras, las calles se llenan de manifestantes: una reacción apasionada que responde al clima emocional creado por el propio Trump. Aunque, para Daron Acemo?lu, la sociedad civil es ya el único contrapoder que puede frenar a Trump, aguardamos expectantes la evolución de su índice de popularidad. Su agresivo discurso inaugural, todo un tratado de populismo, gustó al 65% de los norteamericanos. Y convendría preguntarse de qué sirvieron las abundantes manifestaciones organizadas contra George Bush Jr. Es cierto que pueden ayudar a organizar un contrapoder público, pero Trump habla directamente a sus votantes, para quienes la ira progresista sólo puede representarse como la confirmación de que las cosas están haciéndose bien: un backlash conservador largamente esperado por la América blanca. ¡Y parte de la otra! Si no, Trump no habría ganado las elecciones, hecho estremecedor que merecería más atención en nuestros análisis; cualquiera diría, leyéndonos, que el penúltimo magnate ha llegado al poder mediante un golpe de Estado.

Algo parecido puede decirse de la confusión ideológica que han revelado las primeras decisiones del nuevo presidente. Bernie Sanders ha sido coherente al aplaudir la retirada de Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica; coherente, quiere decirse, con su narrativa antiglobalización. No se olvide que la propia Hillary Clinton abandonó su posición librecambista por el escepticismo hacia los tratados comerciales multilaterales, alimentando con ello un rechazo injustificado ?con los datos en la mano? de los mismos. Tal como ha señalado Pablo Simón, a la categoría de los «perdedores de la globalización» tenemos todavía que darle más de una vuelta. Y aunque la izquierda antiglobalizadora aducirá que Trump no la representa, habría que preguntarse si sus políticas lo hacen: la desglobalización sólo pasa por el proteccionismo. ¡Política contra economía! Se trata de un proteccionismo que no puede sino fracasar a corto o medio plazo, pero que simboliza una voluntad introspectiva que confirma ?véase la victoria de Benoît Hamon en Francia y el simultáneo ascenso en las encuestas del heterodoxo socialista Emmanuel Macron? la creciente inutilidad de la línea divisoria izquierda/derecha en un mundo marcado por el choque entre globalistas y nacionalistas. Irónicamente, esa conversación misma es cada vez más global, como mostró inmejorablemente la cumbre de Coblenza que reunió a una suerte de Internacional Populista bajo los auspicios de Alternativa por Alemania de Frauke Petry y el liderazgo carismático de Marine Le Pen.

En este punto, es necesario expresar una cautela. Los últimos meses han conocido un inusitado interés por aquellas descripciones de la democracia que la dibujan como un régimen defectuoso debido a la mala calidad de sus decisiones: desde Trump al Brexit, habríamos entrado en una espiral de equivocaciones que amenazan seriamente con desestabilizar el orden liberal que nos acompaña desde la segunda posguerra mundial. Y, verdaderamente, mientras asistimos al crecimiento de los extremos y a la creciente polarización de la oferta electoral, es fácil hacerse una idea de lo que sucedió en esas décadas de los años veinte y treinta que vieron el colapso de tantos regímenes democráticos. Es razonable pensar que nuestras instituciones son más fuertes que entonces, aunque sólo sea porque ahora sabemos lo que entonces ignorábamos: que al final de las utopías colectivistas hay únicamente miseria moral y fracaso económico. No obstante, quizá no todos lo sepan o algunos lo hayan olvidado.

De ahí que resulte tentador creer que hemos virado hacia la kakistokracia (o gobierno de los peores) o que debemos defendernos mediante alguna clase de epistocracia (o gobierno de los más educados). ¡Viva Platón! Corremos así el riesgo de olvidar que el truco del populismo de izquierda y derecha no es otro que utilizar la democracia contra la propia democracia. Es decir: la democracia directa contra la democracia representativa. Aunque sólo sea retóricamente, ya que ni Syriza ha gobernado Grecia a golpe de referendos ni Trump piensa hacerlo en Norteamérica. Pero ello no obsta para que la oposición entre pueblo y elites que constituye el centro del discurso populista sea completada con una apelación al gobierno del pueblo, o restitución de una democracia originaria de hondas resonancias emocionales. Si bien se mira, la reivindicación de la política frente a la economía ?ítem compartido por los populismos de derecha e izquierda? puede leerse como una versión ampliada de la misma promesa: Take control back again. Aunque ese control, como comprobará pronto Gran Bretaña, no sea más que una ilusión.

Pero la cautela a que me refería más arriba es la siguiente: no podemos renegar de la democracia cada vez que gane un candidato que nos disgusta. El proteccionismo es seguramente un error y el endurecimiento de las políticas migratorias, moralmente dudosa, debe mucho a la distorsión perceptiva que nos lleva a multiplicar el número de inmigrantes que residen en nuestro país. Sucede que son preferencias políticas legítimas y hay que dejar que sean derrotadas por mejores argumentos o su propio fracaso. No hablo aquí de una posible violación constitucional, ni del socavamiento de las propias instituciones democráticas por parte de un Trump peligrosamente aficionado a los «hechos alternativos». Sin embargo, es conveniente recalcar que la gran virtud de las democracias representativas es precisamente que el voto sólo es uno de sus fundamentos: junto a la independencia de los tribunales, el imperio de la ley, la división de poderes o la prensa libre. Por eso es preciso reivindicarla frente a las alternativas plebiscitarias que reclaman «que vote la gente», pero sólo aceptan el resultado de esa votación si coindice con sus preferencias ideológicas. Sí, que vote; pero en un régimen político que defiende a la democracia de sí misma imponiendo límites al gobierno popular. Es uno de los consejos que da Simon Kuper para evitar la catástrofe neopopulista:

Fortalece las instituciones democráticas. El único Estado occidental específicamente diseñado para evitar la catástrofe es la República Federal Alemana. Jueces no elegidos popularmente tienen el deber de defender la Constitución contra el pueblo, si fuera necesario. Por el contrario, Francia se encuentra en un estado de emergencia permanente.

Es claro que Kuper entiende por democracia «democracia representativa», cuyos límites no serán, en cambio, reconocidos por quienes aspiran a algún tipo de régimen plebiscitario. Su alusión a Francia remite a los amplios poderes conferidos a su presidente, que contrastan poderosamente con el sistema de checks and balances del constitucionalismo norteamericano. Francis Fukuyama ha mostrado su confianza en que estos últimos ?separación de poderes más marcada que en el parlamentarismo, independencia del Tribunal Supremo, distribución territorial del poder, además de inevitables divisiones ideológicas intrapartidistas? serán suficientes para limitar el poder de Trump. Claro que también ha sugerido que la parálisis que ha padecido ese mismo sistema durante las últimas décadas ha podido contribuir a su victoria: la de un hombre fuerte capaz de tomar decisiones por la vía rápida. Fukuyama cree que el fracaso de sus recetas será pronto evidente y la consiguiente descapitalización política frenará su carrera hacia ninguna parte. Aunque aquí también hay discrepancias: Die Zeit se preguntaba hace poco si no sería posible que Trump, con el viento a favor del tardoobamismo, triunfase. Aquel verso de Leonard Cohen: «You loved me as a loser, but now you’re worried that I just might win».

Por mi parte, dudo que las políticas de Trump puedan, a medio plazo, resultar exitosas. Las razones tienen mucho que ver con una diferencia capital entre el período de entreguerras y el nuestro: la consolidación de una cultura global del consumo que impide a los gobiernos legitimarse mediante un aislacionismo que no produzca suficientes rendimientos económicos. Es verdad que la victoria de Donald Trump y el ascenso de otros populismos puede leerse ?¡hay tantas posibilidades!? como expresión de un deseo de protección tras el shock psicopolítico (más incluso que socioeconómico) provocado por la crisis desencadenada en 2008: un momento hobbesiano que nos hace buscar las referencias familiares del Estado y la nación, demandando de los mismos una reterritorialización que acabe con nuestro miedo. Pero recordemos que la «seguridad del pueblo» que debía asegurar el monarca absoluto en la teoría de Thomas Hobbes himself ?a cambio de la renuncia de los súbditos a su libertad? distaba de ser un mero control policial de los disturbios callejeros. En realidad, leemos en el Leviathan,

por seguridad aquí no debe entenderse la mera preservación, sino también otras satisfacciones vitales que cualquier hombre, mediante industriosidad legal, sin peligro ni daño para la comunidad, adquirirá para sí mismo.

No deja de ser curioso que la libertad de los modernos, por usar la célebre expresión de Benjamin Constant, se cuele en el contractualismo protoliberal hobbesiano, pero su inclusión es otra muestra de la agudeza del filósofo inglés: salvo en condiciones de extrema pobreza, queremos la seguridad para algo y no solamente para regocijarnos en ella. En la modernidad capitalista, la seguridad ha de incluir una generosa provisión de bienes y servicios constantemente renovados. Frank Trentmann, en su monumental historia del consumo global, sostiene que el aumento progresivo del consumo no se debe ni al crecimiento de posguerra ni al neoliberalismo, sino que tiene raíces más hondas: milenios de privación material y la capacidad de las propias cosas para proveernos de «una nueva identidad, una mejor calidad de vida, e incluso una sensación de liberación». Por eso, no ha habido ningún régimen moderno ?ni siquiera los comunistas? que no haya ofrecido a sus súbditos/ciudadanos más plenitud material. De donde se deduce que quien fracase en ese empeño saldrá por la puerta de atrás de la historia universal.

En última instancia, Trump es una manifestación del «modo» histórico que se abalanza sobre nosotros tras varias décadas de globalización: un impulso reterritorializador que terminará, tarde o temprano, por agotarse. Lo decía Boris Groys hace un par de semanas: «Si la historia humana tiene un telos, es la constitución de un Estado Mundial». Por eso, el péndulo volverá a caer del lado del universalismo. Así lo creo también, sin necesidad de echar mano de la teleología hegeliana ?que sin duda influye a un pensador posmarxista como Groys? y recurriendo, en cambio, a la pura lógica de la especie. Asunto distinto es el precio que hayamos de pagar por los desvíos que tomemos en ese largo camino.

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