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Obama, cuarto y mitad

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De los tiempos de la España negra de mi niñez -la segunda mitad de los 1940s- recuerdo haber oído en las tiendas de ultramarinos pedir cuarto y mitad de algo sin entender bien a qué se referían los parroquianos que, a la sazón, eran mayoritariamente parroquianas. Un día me animé a preguntar y me dijeron que ésa era la medida ideal para muchas familias de escasa capacidad de consumo. Se trataba de un cuarto de kilo (250 gramos) más medio cuarto (125 gramos), es decir, un total de 375 gramos. Medio kilo estaba más allá de sus posibilidades.

Aquella medida de peso me ha venido a la cabeza en estos días para definir a vuela pluma a Joe Biden, el nuevo presidente de Estados Unidos. El suyo va a ser el cuarto mandato de Obama (el de Hillary hubiera sido el tercero) y será muy parecido a los dos primeros, pero con algo más de peso. ¿De quién? De la izquierda del Partido Demócrata. A eso apuntan la formación de su gobierno y la febril actividad legislativa de sus primeros días. Obama, cuarto y mitad.

El gobierno de Estados Unidos tiene tres componentes fundamentales: los Secretarios del Gabinete -equivalente de nuestro Consejo de Ministros-; las cumbres de la pirámide política y burocrática que se acumulan en el ala oeste (West Wing) de la Casa Blanca; y algunos cargos de confianza en número variable. Todos ellos, excepto la vicepresidencia -cuyos titulares son elegidos por votación popular-, son cargos nombrados por el presidente aunque algunos necesitan de la aprobación del Senado. Otros, los menos, son de libre designación.

Bajo Biden el número total de altos cargos ha subido a 36. 22 Secretarios de Gabinete -equivalentes a nuestros ministros-, 10 altos cargos en la West Wing y 4 de la confianza del presidente. Pero lo que en esta ocasión se ha resaltado no ha sido tanto el número y la personalidad de sus titulares como su diversidad. Este rótulo cobija la pretensión de que el gobierno refleje claramente en su composición la variedad de géneros, de origen étnico, de estilos de vida y de opciones culturales existentes en la sociedad americana. Según sus defensores, el reconocimiento de la diversidad rompería el monopolio tradicional sobre las cumbres del estado de que ha gozado una minoría judeocristiana de hombres heterosexuales y de raza blanca y permitiría la adopción de políticas más integradoras. Sea cual fuere la legitimidad de esa pretensión, sus partidarios más conocidos se alinean con las opciones políticas de izquierda y los diferentes grados de radicalismo que han establecido su casa común en el partido demócrata. 

Un rápido repaso al gobierno Biden muestra la importancia que el presidente ha concedido a la dinámica diversitaria que exige un gobierno «que se parezca a América». De los 36 altos cargos de la administración Biden designados hasta el momento 15 son mujeres; 14 pertenecen a minorías étnicas entre los que se cuentan 8 de raza negra (5 mujeres y 3 hombres), 4 de origen hispano (1 mujer y 3 hombres), 1 mujer americana nativa y 1 mujer de origen asiático.

Si de algo están ufanos los defensores de la diversidad es de la designación de personas que rompen barreras hasta ahora infranqueables. El general retirado Lloyd Austin será el primer Secretario de Defensa de raza negra en la historia; Pete Buttigieg, elegido para la cartera de Trasportes, se convertirá en el primer miembro del gabinete que se haya declarado homosexual; Deb Haaland (Interior) es la primera mujer americana nativa que asciende a la categoría de Secretaria; Neera Tanden será la primera mujer procedente de Asia meridional en ocupar el departamento de gestión presupuestaria; a Alejandro Mayorkas, un inmigrante de origen hispano, le distinguirá ser el primero en dirigir la seguridad doméstica. El caso más notable es el de Janet Yellen ya convertida, tras la aprobación del Senado, en la primera mujer secretaria del Tesoro. Yellen fue también la primera en presidir la Reserva Federal bajo Obama. Cecilia Rouse, que presidirá el Consejo de Asesores Económicos, será la primera mujer negra que ocupe ese puesto. Y, para que ningún grupo diverso se sienta desplazado, el presidente ha rematado con el nombramiento de Rachel Levine como Secretaria adjunta de Sanidad. Levine, médico pediatra, se convertirá en el primer cargo federal transgénero a confirmar por el Senado.

No estoy convencido de que los nominados tengan que compartir la satisfacción de sus patrocinadores mediáticos por ser los primeros en esas categorías. Se los presenta, en definitiva, como los ganadores de un concurso en el que cuentan más los rasgos de pertenencia a una comunidad supuestamente oprimida que los méritos personales acumulados a lo largo de una vida de servicios valiosos en los cargos desempeñados con anterioridad.

La diversidad, empero, ha pasado a segundo plano en otro aspecto no menos importante del nuevo equipo -su adscripción política e ideológica-. De los 36 altos cargos de su gobierno, Biden ha elegido nada menos que a 22 que ya habían pasado el ecuador en tiempos de Obama. A lo largo de sus ocho años de su presidencia, esa mayoría tuvo la oportunidad de aprender y practicar los mismos errores que hoy volverán a cometer. Personajes como John Kerry, el flamante enviado especial para asuntos climáticos; o Samantha Power, la nueva directora de la Agencia USA para el Desarrollo Internacional; o Susan Rice, ahora al frente del Consejo de Política Doméstica, curtidos todos ellos en conducir la política internacional americana desde el asiento de atrás, no aportarán más que el mismo repertorio de opciones biempensantes que pusieron a punto bajo Obama, indefectiblemente con los mismos y frustrantes resultados. La lista podría alargarse con otros menos conocidos como Antony Blinken, el nuevo Secretario de Estado, Linda Thomas-Greenfield, embajadora en Naciones Unidas o Jake Sullivan, propuesto como nuevo Consejero Nacional de Seguridad. Cabría citar a otros muchos en el resto de la administración, pero eso alargaría innecesariamente este blog.

Para resumir: Obama, cuarto y mitad.

Que Biden iba a ser el anti-Trump no lo dudaba nadie y esa adivinanza, tan sencilla, se confirmó desde el principio de su ejercicio presidencial. Lo que ha sorprendido ha sido la prontitud que se ha impuesto para demostrarlo. Después de jurar su cargo, en horas veinticuatro, Biden firmó 17 órdenes ejecutivas ampliamente dedicadas a hacer buenos a los arúspices. En los días siguientes hasta la fecha en la que escribo (26/01/2021) han llegado a 33. Biden ha corrido, pues, ese peculiar maratón suyo a una velocidad comparable con la que Usain Bolt alcanzaba en los cien metros lisos.

Biden ha triplicado así el total de decretosHe hablado de decretos porque son lo más parecido a una orden ejecutiva, pero ambas cosas no son exactamente el mismo animal. Los sistemas de derecho civil, los más comunes en Europa y las zonas del globo donde se ha hecho sentir su influencia, semejan una pirámide que tiene como cúspide a una ley fundamental (la constitución) de la que emanan las leyes del parlamento y su desarrollo en decretos, órdenes ministeriales y demás. La pirámide kelseniana, pues. La common law británica, luego extendida al conjunto del mundo jurídico anglosajón, es más laxa. En el sistema de Estados Unidos las órdenes ejecutivas se apoyan bien en la Constitución, bien en una delegación del poder legislativo expresa o genérica -o, con la jerga de la jurisprudencia local, implícita- al ejecutivo. Una diferencia con los sistemas de ley civil estriba en la rapidez con la que los jueces pueden paralizar la aplicación de las órdenes presidenciales si las juzgan incongruentes con esos límites. Una vez aprobadas, las órdenes ejecutivas se mantienen vigentes hasta que expira su plazo de validez o son revocadas o modificadas por otras. que firmaron todos sus antecesores juntos en las mismas fechas primerizas: Trump cuatro por cinco de Obama, ninguno de Bush Jr. y uno de Bill Clinton. Al parecer, tampoco ningún otro de los 45 presidentes anteriores se le iguala en su envión inicial . El presidente tenía prisa, tal vez para chinchar a quienes piensan que sus 78 años -ningún otro presidente llegó al cargo a edad tan tardía- serán una rémora a la hora de tomar decisiones; posiblemente -ésta parece una conjetura mejor- para tranquilizar a sus votantes y recordar a quienes no lo fueron que hay un nuevo sheriff en Dodge City.

A lo largo de la historia americana reciente, el uso de las órdenes presidenciales se ha extendido con rapidez -el récord lo ostenta Franklin Roosevelt con 3522 en sus casi trece años como presidente- hasta el punto de que, a menudo, se convierten en una invasión de los poderes del Congreso y provocan una progresiva erosión del legislativo. Aunque el problema data de mucho antes, las críticas a las órdenes ejecutivas han arreciado desde los últimos años de la presidencia de Obama. Cuando en 2014 su partido se llevó un serio revolcón en las elecciones bienales y perdió su mayoría en ambas Cámaras del Congreso, el presidente recordó a los republicanos que «tengo una pluma y un teléfono y puedo usarlos para patear el balón hacia adelante» y trató de reducirles a la impotencia. La creciente polarización de la vida política americana se debe en buena medida al malestar y al rencor creados por esa deriva autoritaria de Obama que Trump se encargó de acrecentar.

Biden, como todo buen demócrata, es un devoto admirador de Franklin Roosevelt y además es católico practicante, así que parece dispuesto a devolver el ciento por uno. Entre las numerosas órdenes ejecutivas ya firmadas un par de ellas se refieren a detalles administrativos; nueve establecen planes para ampliar y mejorar la lucha contra Covid-19; once derogan órdenes previas de Trump. Si tenemos en cuenta que éstas últimas se trenzan con las ocho que satisfacen demandas específicas del sector progresista de su partido, resulta meridiana la inclinación de Biden a contentarlo con especial atención.

Las órdenes dictadas hasta ahora son, ante todo, respuestas circunstanciales a situaciones que, según el presidente, necesitan atención inmediata. A grandes rasgos pueden agruparse en tres categorías: inmigración, igualdad y cambio climático. En la primera destaca la recuperación del programa DACA establecido por Obama y suspendido por Trump. El programa impedía la deportación de inmigrantes que hubieran llegado ilegalmente de niños -conocidos como Dreamers- y abría caminos para que obtuviesen el estatus de residentes permanentes y, posteriormente, la obtención de la ciudadanía americana. Otras órdenes revocan la decisión de excluir a los no ciudadanos del censo 2020; levantan la prohibición de conceder visados a los ciudadanos de varios países musulmanes y africanos; y decretan la paralización de la muralla en la frontera con Méjico, que había sido una de las grandes obsesiones de Trump.

Por lo que se refiere a igualdad, Biden ha reforzado la exigencia de no discriminación por razones de orientación sexual o de género; encarga al Consejo de Política Doméstica de Susan Rice un “esfuerzo poderoso” para erradicar el “supremacismo blanco” que el presidente había denunciado en su discurso inaugural. Mención especial merece en este punto la liquidación fulminante de la llamada Comisión 1776 y del informe redactado por sus miembrosLa Comisión 1776 fue establecida en noviembre 2020 por el presidente Trump con el propósito de abrir «paso a una unidad nacional renovada y segura de sí misma a través de la recuperación de nuestra común identidad enraizada en nuestros principios fundacionales». Aunque el texto publicado se vio como una respuesta al discutido Proyecto 1619 que patrocinó el New York Times para enlazar la formación de la nación americana con el establecimiento y la difusión del sistema esclavista (1619 es el año en que, según el proyecto, llegaron los primeros esclavos negros a la colonia británica de Jamestown), su propósito es más ambicioso e incluye la respuesta a otros retos que amenazan a la conciencia nacional americana según sus autores.. Para paliar la eventual desigualdad económica generada por el coronavirus, el presidente decidió una moratoria federal para los desahucios y para el pago de hipotecas concedidas por agencias federales hasta finales de marzo 2021. Igualmente dispuso una interrupción del pago de intereses y del principal en los préstamos federales para estudiantes hasta septiembre 2021.

Son, finalmente, las decisiones en punto a política climática las que han llamado más la atención. Ante todo, el presidente ha decidido devolver a Estados Unidos a los acuerdos de París sobre cambio climático que Trump había abandonado poco antes. Otras órdenes han llevado a cabo la reversión de un elenco de medidas ambientales adoptadas por Trump en materia de emisiones de vehículos y, especialmente, la retirada del permiso para la finalización del oleoducto Keystone XL inicialmente postergado por Obama y, luego, autorizado por Trump.

Ninguna de esas órdenes se ha promulgado sin tener en cuenta la reacción positiva del Partido Demócrata.

En suma, Obama, cuarto y mitad. 

Más importante, empero, que las órdenes de circunstancias es el plan de estímulo (bautizado como Plan de Rescate Americano) para luchar contra los estragos económicos y sanitarios de la pandemia que el presidente presentó a mediados de enero. El nuevo programa -con un coste de USD1.9 billones (1012)- reforzaría otros dos anteriores aprobados en marzo y diciembre 2020, por un montante de 2 billones el primero y 900 millardos (109) el segundo. De aprobarse este último en los términos propuestos estaríamos ante un total de 4.8 billones de dólares (4 billones de euros).

Es una suma notable, pero en su presentación del plan, Biden subrayó que ayudar al pueblo americano era un imperativo económico al tiempo que una obligación moral. Como de costumbre, enlazar una cosa con la otra resultará una tarea endiablada.

Muchas medidas del nuevo plan son similares a las de los dos anteriores y posiblemente suscitarán apoyo bipartidista. Ante todo, se trata de poner dinero en el bolsillo de los consumidores americanos mediante transferencias de USD1400 que, con las entregas de los planes anteriores (USD1200 y USD600 respectivamente) alcanzarían un total de USD3200 por beneficiario. Adicionalmente, el complemento semanal al seguro de desempleo se colocaría en USD400 (USD600 en marzo y USD300 en diciembre) y se extendería hasta septiembre 2021. Tampoco contarían con una fuerte oposición los pagos compensatorios por enfermedad y bajas para cuidar de familiares enfermos o a niños sin escuela durante 14 semanas, ni las ayudas fiscales a familias con hijos, ni los subsidios y créditos a las pymes, ni los USD400 millardos para combatir el coronavirus.

Otras medidas, empero, son más conflictivas. El salario mínimo pasaría de USD7.25/hora -en donde ha estado por más de una década- a USD15, y a los beneficios a individuos y familias añadirían USD350 millardos para afrontar deudas de los gobiernos estatales y locales. Ambas propuestas están llamadas a encontrar una amplia resistencia entre los republicanos que, una vez amortizado Trump, hablan de volver a una política fiscal más conservadora y al antiguo ideal de un presupuesto equilibrado.

¿Qué hacer?

Un amplio sector de economistas influyentes, ya en puestos ejecutivos (como Janet Yellen, la recién nombrada Secretaria del Tesoro, o Jerome Powell, el presidente de la Fed), ya desde la academia y las empresas, convienen en que Biden debe adoptar una posición ofensiva y empujar la economía al precio que sea necesario. «El aspecto histórico de la tarea con que se enfrenta Biden es igual al de Roosevelt: acabar, para ésta y para las futuras generaciones americanas, con la inseguridad económica endémica que ha llevado a tantos americanos a desesperar de las normas liberales y democráticas. Para tener éxito tiene que aprovechar, como Roosevelt, sus primeros meses como presidente para un atrevido envite no sólo con operaciones de rescate inmediato, sino con políticas estructurales duraderas que reestructuren fundamentalmente la economía».  

Paul Krugman, que se ha convertido en el mentor de la izquierda del Partido Demócrata, apuntaba las cuatro reglas que deben guiar su conducta económica. Dos de ellas son directamente políticas (no dudar de la capacidad del gobierno y no contar con que los republicanos le apoyen), pero las otras dos (no obsesionarse con la deuda y no preocuparse por la inflación) reflejan el consenso al que han llegado muchos otros de sus colegas.

Parece que Biden lo ha tomado en serio, pues de todas sus rápidas y decididas propuestas y actuaciones comienza a resultar meridiana la orientación que adoptará en los próximos cuatro años: proclamar la necesidad de unidad nacional y el bipartidismo los días de fiesta, y en los de diario reducir el espacio electoral del Partido Republicano hasta un poco más allá de lo lógicamente esperable en toda pugna electoral y lidiar en un límite cada vez más borroso con los sectores progresistas de su partido, que quisieran reducirlo aún más.

Lo dicho: Obama, cuarto y mitad.

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