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Nueva apología de un matemático

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A mi añorado amigo Eladio Viñuela, quien, aparte de un eminente virólogo, era un lector ávido y estaba más alerta que yo a las novedades bibliográficas internacionales, debo la lectura de muchas obras que han sido cruciales en mi formación intelectual. A él debo mi pronto acceso a autores tales como Jacob Bronowski, John Grant Fuller, Susumu ?no o el mismo G. H. Hardy. Fue por este conducto como llegó a mí A Mathematician’s Apology, del último autor citado. Hardy ya había suscitado en mí sentimientos encontrados por lo que sabía de él a través de la semblanza que C. P. Snow había escrito de Srinivasa Ramanujan en su libro Nueve científicos del siglo XX (Madrid, Alianza,1969) y por su ambigua actitud respecto al genio indio, tal como se lee en su biografía (Robert Kanigel, The Man who Knew Infinity, Nueva York, Scribner, 1991). Respecto a la actitud de Hardy cuando visita a su protegido en el lecho de muerte, cito de memoria las palabras que intercambian, según Snow:

? El número de matrícula del taxi que me ha traído era el 1729, un número estúpido ? dice Hardy.

? No, Hardy… No, Hardy, en realidad es el primer entero positivo que no es primo, pero sí es el menor entero positivo que puede ser escrito de dos maneras como suma de dos cubos (1729 = 13 + 123 = 93 + 103) ? contesta Ramanujan con un hilo de voz, al borde de la muerte.

Hardy supo descubrir el genio del indio y encauzar su producción científica, una vez que lo hizo venir al Reino Unido, pero parece que no fue capaz de darle el amparo y el calor que necesitaba en un medio que le era completamente ajeno. La lectura de A Mathematician’s Apology me transmitió una deslumbrante visión de la ciencia matemática y sus avances, pero su disfrute no logró disipar la sutil antipatía que su autor me producía. Hardy me pareció arrogante y desdeñoso con todo lo que no fuera matemáticas o cricket, y nunca pude compartir con él su menosprecio a «la exposición, la crítica y la divulgación». En otras palabras, percibí a Hardy como «a cold fish».

Nada fría, sino cálida y acogedora, me ha resultado La vida entre teoremas (Barcelona, Jot Down Books, 2014), nueva apología de un matemático a cargo de Antonio Córdoba. La he mal leído de pura avidez, así que tendré que volver a ella con más calma, y no voy a hacer aquí su reseña, pero no puedo resistirme a compartir con los lectores algunas reacciones que me ha suscitado este libro cuyo amable envío agradezco al Colegio Libre de Eméritos.

Hace unos años participé como asesor y coprotagonista de un documental titulado Ocho científicos tras las huellas de Cajal, que fue encargado a Javier Rioyo y José Luis López-Linares por la Residencia de Estudiantes, dentro del programa Ágora para la Ciencia y difundido por televisiones españolas e hispanoamericanas. Fue así como conocí a Antonio Córdoba, el único de los protagonistas a quién desconocía hasta ese momento, aunque tuviera noticia de su reputación. Fuimos a filmarlo a su luminoso despacho de la Universidad Autónoma de Madrid y lo entrevistamos Rioyo y yo. Recuerdo que, sin apenas prolegómenos, empezó a sumergir distintas formas de alambre plegado en agua jabonosa y a explicarnos el fundamento matemático de las superficies que se generaban al sacar los alambres del agua. Luego, con el mismo candor y entusiasmo, cogió una tiza y empezó a explicar en la pizarra la proporción áurea, o divina proporción. El lector podrá hacerse una idea de la escena con esta cita tomada de su libro: «[…] que suele representarse con la letra griega ?. Según la leyenda, en honor de Fidias, cuyas esculturas seguían ese canon: en ellas la razón de la altura de la figura humana a la de su ombligo es precisamente ? Phi. Proporción que, al parecer, también la encontramos en la Venus del cuadro de Botticelli, en las dimensiones del Partenón, las conchas del nautilo o las espirales de diversas variedades de piñas, girasoles y margaritas. La literatura en torno a ? y la serie asociada de Fibonacci es muy abundante […] se trata del número irracional ? […] una de las dos soluciones de la ecuación de segundo grado x2 – x – 1 = 0».

Córdoba empieza con un capítulo sobre «Matemáticas en lo cotidiano», en el que nos desvela los secretos del NIF, la lotería de Navidad o el balón de fútbol, y sigue con temas tan sugestivos como «Pintura y matemáticas en los museos de Madrid», «Felipe II, el diablo y las matemáticas», «Un centauro contemporáneo: matemático + computador» o «Riemann y las series trigonométricas», todo ello amenamente mezclado con buenas dosis de autobiografía: vivencias como hijo de maestra en un pueblo, descubrimiento de las matemáticas, licenciatura en Madrid, doctorado en Chicago, enseñanza e investigación en Princeton, Chicago, Minnesota e Instituto de Estudios Avanzados (Princeton) y, a su vuelta a España, choque frontal con el tren del medio académico español.

Es de destacar el capítulo que dedica a resumir las desoladoras conclusiones de un estudio que realizó, por encargo del Colegio Libre de Eméritos, sobre la enseñanza de las matemáticas escolares en nuestro país. Para Córdoba, las matemáticas son asequibles de un modo más general del que popularmente se cree, siempre que se enfoquen adecuadamente, y los matemáticos son en su mayoría personas normales, no los excéntricos y desequilibrados personajes que pueblan la ficción literaria y cinematográfica. Figuras como Grigori Perelman –quien, tras resolver la conjetura de Poincaré, rehusó todos los premios y privilegios que ese éxito comportaba y siguió viviendo pobremente y aislado–, Alexander Grothendieck –quien, asqueado de la sociedad y la economía globales, se ha escondido para en algún lugar de los Pirineos y nadie logra encontrarlo, dejando un buen número de mujeres e hijos abandonados– o John Nash –la «mente maravillosa» de la ficción, cuyo despacho en el Colegio de Estudios Avanzados en Princeton fue vecino del de Antonio– son sólo excepciones en opinión de éste. El afable Leonhard Euler, quien sólo tuvo un único encontronazo en su vida, nada menos que con Voltaire, y ni siquiera en esa ocasión perdió su actitud bondadosa, le parece a Córdoba una figura más acorde con la imagen que él tiene de sus colegas. En cualquier caso, esa es la que yo tengo de él.

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