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Nietzsche contra Wagner

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La fascinación de Nietzsche por la música comienza muy temprano, cuando su madre le regala un piano antes de cumplir los siete años. Apenas unos meses después, compone su primer apunte musical. Su admiración y conocimiento de los compositores clásicos (Bach, Haydn, Mozart, Beethoven) no le ayuda en sus partituras. Sus sonatas para piano carecen de inspiración y profundidad. Cuando en 1864 se matricula en la Universidad de Bonn, visita la tumba de Schumann y deposita una corona de flores. Por esas fechas, compone una docena de Lieder, que se encuentran entre lo mejor de su producción musical. El 18 de octubre de 1868, recién licenciado del servicio militar, escucha en Leipzig las oberturas de Tristán e Isolda y Los maestros cantores de Núremberg. La audición lo convierte en un apasionado de Wagner, al que conocerá unas semanas más tarde. El compositor lo invita a su casa de Triebschen, cerca de Lucerna. Nietzsche acepta eufórico la invitación y, durante la primavera siguiente, se reúne con el compositor y su esposa Cosima. El entusiasmo por Wagner crece durante su estancia. «En él –escribe a su amigo Erwin Rohde– domina una idealidad tan incondicionada, una humanidad tan profunda y emocionante, un rigor vital tan elevado, que en sus proximidades me siento como en las proximidades de lo divino». Nietzsche está convencido de que Wagner es la encarnación del genio al que alude Schopenhauer en sus escritos. Por eso le dedica los capítulos finales de El nacimiento de la tragedia, donde describe al compositor como el heraldo del renacer de la cultura.

El 22 de mayo de 1872, Nietzsche se desplaza a Bayreuth para asistir a la colocación de la primera piedra del teatro ideado por Wagner para representar sus obras. Surgen los primeros conflictos cuando Nietzsche manifiesta su admiración hacia Brahms, provocando el disgusto de Wagner, que no comparte su juicio. En 1876, poco antes de los primeros Festivales de Bayreuth, aparece la Cuarta Intempestiva, titulada Richard Wagner en Bayreuth. El escrito no escatima elogios al compositor, pero Nietzsche ya alberga serias dudas sobre sus propias opiniones. Los primeros ensayos confirman sus sospechas. La pompa nacionalista y la recuperación de elementos de la mitología cristiana ponen de manifiesto que el nihilismo y la decadencia han anidado en el arte wagneriano. Cuando en 1878 publica Humano, demasiado humano, el antiguo fervor se ha convertido en manifiesta hostilidad. Al leer la obra, Cosima afirma: «Sé que aquí ha vencido el mal». Más adelante, Nietzsche recibirá la muerte de Wagner como una liberación. Es el año 1883 y escribe: «Ha sido el mayor alivio que yo podía experimentar. Ha sido duro ser durante seis años adversario de aquel a quien más se ha venerado, y mi naturaleza no es suficientemente tosca para eso».

La enemistad hacia el compositor no se agota en ese comentario. En 1888 se publica El caso Wagner y escribe a su amiga Malwida von Meysenburg: «Seguramente lo que Wagner ha logrado hacer creer de sí mismo es una prueba de genio, pero este genio es el de la mentira. Yo tengo el honor de ser lo contrario: un genio de la verdad». Fascinado por el descubrimiento de Bizet, no escatima elogios hacia Carmen, ópera que, en su opinión, debería tomarse como referencia para acometer el proyecto de «mediterraneizar la música». Cuando, en 1889, aparece el panfleto Nietzsche contra Wagner, su autor se encuentra ingresado en el manicomio de Jena.

En El caso Wagner. Un problema para melómanos, Nietzsche acusa al compositor de producir una «gran fatiga» con su música. Es el signo de «una vida empobrecida, de una voluntad de acabamiento». Nietzsche considera a Wagner como una «enfermedad». Es la enfermedad de la cultura occidental, cuya pesadez se revela incompatible con la gracia y ligereza de los pueblos mediterráneos, amantes de lo leve y sensual. Escuchar a Bizet es una forma de decir sí a la vida. Su música excita la fecundidad del espíritu. Esa «sensibilidad sureña, morena, tostada» nos bendice como el «dorado mediodía». Su luz no procede de las nieblas germánicas, sino del sol africano. Wagner es el compositor de la decadencia, la consumación de un ideal artístico que exalta lo enfermizo y denigra el instinto. No es un músico. Es un actor y el patetismo de sus óperas revela su ambición teatral, su disimulo, el artero deseo de utilizar la música para decir algo más, ignorando la autonomía de la forma, cuya fuerza no depende de su capacidad de ir asociada a conceptos. Las formas musicales son una expresión de la vida y no necesitan justificación. No pretenden comunicar nada, salvo la superabundancia del ser, que se vacía en un devenir ajeno a cualquier finalidad moral.

La música de Wagner es un artefacto, algo «calculado y artificial», que sólo refleja ese resentimiento nivelador del que no soporta la excelencia ni la jerarquía. Wagner sólo es grande en lo minúsculo, en la «composición del detalle». Su «melodía infinita» sólo es el ideario de una astenia incurable. «La música de Wagner jamás es verdad». En ella no hay «gaya ciencia, pies ligeros, chispa, fuego y garbo; la gran lógica; la danza de los astros, el espíritu desatado, el trémolo febril de luz del Sur, la mar serena. Plenitud». Es una música nihilista, budista, que halaga los instintos decadentes. Sólo produce «minúsculos infinitos», como Bayreuth, que sólo vale «para sanatorio, como cuadra para curas con baños de impresión». Wagner… «¡Ah, ese viejo minotauro! ¡Lo que nos ha costado ya!» Es «el músico de un tipo de mujeres insatisfechas». Nada más alejado de la «moral de señores», del espíritu aristocrático, ascendente, solar. Wagner regala los oídos de cristianos y demócratas y, en general, de todos los decadentes que conspiran contra la vida.

En Nietzsche contra Wagner. Documentos procesales de un psicólogo, la «melodía infinita» es definida como impotencia para engendrar valores. La música de Wagner huele a «pueblo, hueste, mujer, fariseo, rebaño, votante, patrón, idiota». La estética es un problema fisiológico. Los espíritus superiores piden una música que responda a su necesidad de bailar al compás de ritmos ligeros, desenfrenados, ebrios de vida. Las óperas wagnerianas intentan someter el espíritu a «la magia del gran número que todo lo nivela». En ellas «rige el prójimo». Más exactamente, bajo su enfermiza seducción «se vuelve uno prójimo». Se trata de composiciones en las que se percibe la pretensión socrática de entenderlo todo. La obra del genio no nace de la comprensión, pues los conceptos no proceden del impulso creador, sino del racionalismo que desprecia la verdad, esa verdad que sólo conoce Zaratustra y que no coincide con las doctrinas socialistas, liberales y positivistas. El verdadero arte procede del «exceso de vida». En cambio, la música de Wagner, al igual que la filosofía de Schopenhauer, nace del «odio a la vida». Ambos invocan «ese dios de enfermos», de tullidos, al que adoran los que niegan la vida.

Epicuro no es ajeno a esa actitud, pues su búsqueda de la ataraxia coincide con el miedo al dolor de cristianos y demócratas, cuyos dogmas nacen del miedo a la fuerza incontrolable del devenir. No es casual que Wagner y Schopenhauer elogien la castidad. Es la respuesta de los enfermos a la marea del ser. Se trata de negar todo cuanto sea triste y profundo, anhelando ese paraíso exento de dolor que prometen los predicadores de la muerte. Pero es el dolor lo que nos hace profundos, pero no mejores. Frente al que rehúye el sufrimiento, Nietzsche adopta la «perspectiva de una economía superior». Sólo desde ella puede advertirse que el dolor «no sólo debe soportarse, sino que debe amarse…» Amor fati. No hay enseñanza más profunda. La «salud superior» emerge del amor incondicional a la vida. Los griegos conocían perfectamente ese estado del cuerpo, pues la sabiduría no procede del alma, sino de la fisiología. Por eso, «eran superficiales… por profundos».

Nietzsche no oculta su pesar ante la deserción de Wagner. «Fuera de Richard Wagner yo no había tenido a nadie». Su ruptura con él le condenó a «estar más profundamente solo que nunca». Nietzsche aceptó esta soledad como la condición necesaria de la transmutación que pretendía llevar a cabo. Su trabajo es el de un psicólogo que diagnóstica la enfermedad de una cultura basada en el desprecio de la salud, con todo lo que esto implica: miedo a la crueldad, a la injusticia, a la jerarquía. Thomas Mann reprochaba a Nietzsche que hubiera atribuido un valor ilimitado a la vida. Su propósito de naturalizar la ética, destruyendo la herencia cristiana, no contribuyó a evitar la catástrofe moral del siglo XX, pródigo en matanzas.

Al margen de estas objeciones, es indiscutible que los signos de decadencia que adjudicó a Wagner no invalidan los planteamientos formales de sus obras. De acuerdo con una última carta escrita a su amigo Fuchs el 27 de diciembre de 1888, su admiración por Bizet sólo es un recurso dialéctico: «Bizet –lo diré mil veces– no me interesa, pero actúa fuertemente como antítesis irónica contra Wagner». Es difícil contrastar el concepto de «obra total» de las óperas wagnerianas con la concepción musical de Bizet, sin advertir la infinita grandeza del El anillo del nibelungo. La crítica de Nietzsche revela esa miopía estética que achacaba a Wagner, al acusarle de ser incapaz de producir una música «desenfrenada y tierna», como «una dulce mujercita con buen garbo y mala fe». Cuando, además, añade que «jamás admitirá que un alemán pueda saber qué es la música», se impone la sospecha de que su crítica no procede de concepciones musicales, sino de esa fisiología que determina el valor estético de una obra por sus efectos sobre la salud. Nos encontramos, en definitiva, con el último tramo de un proyecto de naturalización, que, tras aplicar su programa a la política y a la ética, pretende extenderlo a la estética. El problema de este planteamiento es que anula la independencia del juicio crítico, unciendo la valoración a las fluctuaciones de la fisiología. Algo nos dice que los humores no son la mejor referencia para establecer la excelencia de una obra. Nietzsche jamás habría soportado una crítica basada en aspectos formales. Sus observaciones sobre la música de Wagner son las de un moralista incapaz de aceptar la autonomía de la obra de arte.

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Ficha técnica

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