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Modas lácteas

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Han aflorado recientemente dos modas con respecto al consumo de productos lácteos: la de consumirlos crudos, sin pasar por la central lechera, y la de rechazarlos por peligrosos para la salud. Ambas carecen de fundamento científico.

Los riesgos del consumo de leche cruda han sido expuestos en una reciente «Opinión Científica» publicada por la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA, por sus siglas en inglés). La leche cruda contiene una flora diversa que incluye patógenos transmisibles a humanos. Los principales riesgos microbiológicos asociados a este producto, sea de vaca, oveja, cabra u otros mamíferos, son los siguientes: Campylobacter spp., Salmonella spp., Escherichia coli productora de shigatoxina (STEC),  Brucella melitensisMycobacterium bovis  y el virus de la encefalitis propagado por las garrapatas. En los países de la Unión Europea en que se autoriza la venta de leche cruda se instruye al consumidor para que la hierva antes de consumirla. Las contaminaciones de la leche pueden ser de origen fecal o proceder de los propios animales si padecen una infección sistémica o localizada. 

Respecto a la segunda moda, me remito para empezar al artículo titulado «Éramos hermosos, pero estábamos feos» que publiqué hace tiempo en Revista de Libros. «Éramos altos, pero estábamos bajitos»: así he descrito en repetidas ocasiones nuestra situación hace medio siglo, en una época en la que también circulaba una definición del español como «hombre bajito, con cara de mala leche, que siempre piensa que podría —– mucho más», versión castiza del «feo, católico y sentimental» del valleinclanesco marqués de Bradomín. ¿Éramos hermosos, pero estábamos feos? Genética aparte, los españoles éramos entonces, como ahora, meros reflejos de las circunstancias, hijos de ellas.

A principios de los años sesenta, los alumnos de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos hacíamos estudios individuales de nuestras propias dietas y en la mayoría de éstas se encontraban carencias de calcio y vitamina A. La carencia de calcio se debía al gran desfase que existía entre la producción y las necesidades de productos lácteos. En el Madrid de entonces, las vacas se albergaban en los bajos de los edificios de viviendas, en establos urbanos: se producían menos de trescientos mil litros diarios de leche y se consumían medio millón de litros; la diferencia era agua del Lozoya, de excelente calidad, por cierto, pero pobre en calcio. Así que estábamos bajitos, el baloncesto no era uno de nuestros deportes populares y la proporción de mozos que se libraban del servicio militar obligatorio por no superar una talla de metro y medio era sorprendentemente alta. Fue por aquella época cuando se impuso por ley que los productos lácteos tenían que pasar por la central lechera antes de consumirlos y se iniciaron ambiciosos programas de estímulo a la producción lechera. A partir de ese momento, la talla de los españoles ha ido cambiando de forma acelerada. A lo largo del siglo XX, el cambio de la talla de los jóvenes en edad militar ha sido de casi diez centímetros y se ha producido en progresión creciente: prácticamente nulo en el primer tercio del siglo, moderado en el tercio central, y en torno a 2,4 centímetros por década en el tercio final. En las últimas décadas, el aumento de talla ha sido más rápido en nuestro país que en otros debido a que los cambios socioeconómicos, productivos y demográficos han sido más tardíos y más rápidos que en dichos países. En los años sesenta se implantaron por ley las centrales lecheras y se incentivó con éxito la producción láctea, circunstancias a las que en buena parte debemos nuestra estatura media actual. La objeción de que el organismo humano es incapaz de absorber la totalidad del calcio de la leche es pueril, porque esto es cierto para el calcio de la totalidad de los alimentos posibles y porque, a pesar de su absorción parcial, la leche y los lácteos aportan más de este elemento que casi cualquier otro alimento.

Quienes propugnan que la leche es «innecesaria, no natural y mala para la salud» suelen empezar por exagerar la proporción de la población que es intolerante a la lactosa, el azúcar de la leche. La digestión de este azúcar requiere la presencia en el adulto de la enzima «lactasa», cuya ausencia genera un cuadro clínico que se manifiesta con dolor abdominal, diarrea y acumulación de gases en el tubo digestivo. Quienes padecen esta intolerancia deben evitar el consumo de productos lácteos como tales o como ingredientes de otras fórmulas culinarias. La especie humana es la única cuyos adultos consumen leche procedente de otros mamíferos. La capacidad de digerirla se adquirió evolutivamente a partir del momento en que empezó su consumo. La lactasa adulta, presente al principio de modo infrecuente en los humanos, se ha hecho prácticamente ubicua en muchas poblaciones a lo largo de los últimos diez mil años. Los considerables beneficios para la supervivencia de los poseedores de dicha capacidad enzimática han favorecido este rápido proceso evolutivo. La intolerancia a la lactosa debe ser diagnosticada y gestionada por el médico, pero esto no significa que los tolerantes deban excluir los productos lácteos de su dieta, renunciando así a la más apropiada de entre las fuentes alimentarias de calcio. La frecuencia de esta intolerancia varía considerablemente de unas poblaciones a otras.

Los contrarios al consumo de leche y productos lácteos señalan que éstos contienen micronutrientes y moléculas bioactivas que pueden influir en el riesgo y la progresión de distintos tipos de cáncer. Ante esta acusación, la World Cancer Research Fund y el American Institute for Cancer Research han preparado un informe basado en una revisión exhaustiva de la literatura epidemiológica y han llegado a las siguientes conclusiones: 1) hay una asociación probable entre consumo de leche y un menor riesgo de cáncer colorrectal; 2) una asociación probable entre dietas altas en calcio y el riesgo de cáncer de próstata; y 3) evidencia limitada de una asociación entre consumo de leche y un menor riesgo de cáncer de vejiga. Para otros tipos de cáncer no se encontraron datos concluyentes. En muchos productos lácteos, como quesos y yogures, existen microorganismos vivos que, dada la enorme casuística, están muy lejos de haber sido estudiados en detalle con respecto a sus posibles efectos sobre los distintos tipos de cáncer.

Otros supuestos efectos adversos imputados a la leche, tales como el de causar alergias infantiles, el de ser un  «alimento ácido» que sustrae calcio de los huesos y el de proveer unas calorías innecesarias que conducen a la obesidad, carecen todos de pleno fundamento científico. La leche es sólo uno de una larga lista de alimentos básicos que pueden causar alergia en individuos concretos, pero no en la mayoría de los que la consumen. Las observaciones experimentales muestran que no hay ni alteración de los equilibrios ácido/base, ni extracción del calcio de los huesos. Y, por otro lado, el valor calórico de la leche, entre las 33 kilocalorías por 100 mililitros de la desnatada y las 66 de la entera, no la hacen particularmente densa en energía.

Es obvio que aquellos que sean intolerantes a la lactosa o alérgicos a algún componente lácteo deben seguir el consejo médico de abstenerse del consumo de la leche y sus derivados; quienes no gusten de este tipo de manjares pueden perfectamente prescindir de ellos, aunque tendrán que afanarse en asegurar otras fuentes alimentarias de calcio, tales como frutos secos y verduras. La leche y los productos lácteos tienen su lugar en una dieta variada para todas las personas que no presentan algún tipo de intolerancia. No debe abusarse de este tipo de alimento, como no debe hacerse de ningún otro, ya que una dieta sesgada es la causa más extendida de malnutrición. En distintos países está produciéndose un cierto declive en el consumo de alimentos lácteos, pero sería arriesgado imputar dicho declive a la delirante ortorexia reinante.

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Ficha técnica

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