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Mi semejante, mi hermano: sobre la hipocresía política del ciudadano ordinario (I)

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Un escritor aficionado a la gresca tuitera publica un artículo contra la polarización y los zasca, un partidario de la redistribución acumula un sobresaliente parque inmobiliario, un comunista pasa su luna de miel a todo lujo en Nueva Zelanda, un enemigo jurado del aborto recurre a él cuando su hija queda embarazada sin desearlo, un funcionario público defiende la filosofía libertaria de Ayn Rand: he aquí una reducida lista de ejemplos —¡imaginarios, claro!— que se caracterizan por la distancia que media entre lo que un sujeto dice y lo que hace. Esta inconsistencia no es precisamente nueva, si bien las redes sociales nos han permitido constatar que está más generalizada de lo que parecía; recordemos que una de las actividades más habituales en el espacio público digital es la declamación moralizante dirigida a los demás. Por lo general, esto no tiene la mayor importancia. Sin embargo, el fenómeno adquiere una nueva dimensión cuando amplias mayorías sostienen la necesidad de hacer grandes cambios sociales que quienes componen esas mayorías no llevan individualmente a la práctica. De ahí que el asunto, que además incide en la tradicional brecha entre los principios y las realidades, tenga mayor interés de lo que parece.

Dado que el choque ideológico del último siglo y medio se ha centrado en buena medida en el problema de la igualdad socioeconómica, primero a través de la rivalidad desnuda entre liberalismo y socialismo, después con el debate filosófico sobre la justicia distributiva en el marco del Estado Social, el sospechoso habitual del cargo de hipocresía ha venido siendo el ciudadano que reclama una sociedad igualitaria sin que su alto tren de vida se resienta por ello lo más mínimo. Últimamente, el calentamiento global ha incorporado al catálogo de la moralidad otra aparente incoherencia: la de quien exige un cambio radical en las formas de vida contemporáneas con objeto de reducir la emisión de gases contaminantes y, no obstante, deja intacta su propia forma de vida. En lo que sigue, me ocuparé sucesivamente de ambos tipos de inconsistencia para reflexionar sobre la hipocresía política, pensando menos en el gobernante —a quien se le supone ya el cinismo— que en el ciudadano ordinario.

Para examinar la posible hipocresía del igualitarista enriquecido me serviré de los argumentos presentados en su momento por el ilustre filósofo Gerald A. Cohen, pensador marxista de corte analítico que tituló de manera elocuente las Gifford Lectures que impartiese en 1996: «If you’re an egalitarian, how come you’re so rich?». O sea: si eres un igualitarista, ¿cómo es que eres tan rico? Cohen apunta muy alto; por desgracia, pese al interés que por momentos posee su argumentación, termina errando el tiro o, más bien, renunciando a disparar. Veamos por qué.

Su punto de partida es que una persona será egoísta cuando, deseando cosas para sí misma o para los suyos, trata de realizar ese deseo a sabiendas de que si lo logra (i) tendrá más que los demás y (ii) más de lo que los demás podrían tener si ella se comportase de otra manera. A su vez, el egoísmo puede ser fuerte (el deseo de tener más que los demás) o débil (no deseo que otros tengan menos, pero es la consecuencia inevitable de mis deseos). Y si esto importa, es porque la igualdad y la justicia existentes en una sociedad se ven afectadas —sostiene Cohen— por el grado de egoísmo de sus miembros. Quiere ello decir que la justicia no depende solamente de la estructura social diseñada por la legislación estatal en cuyo interior se desenvuelven los ciudadanos, sino también de las libres decisiones que adoptamos y de las elecciones que hacemos en nuestra vida cotidiana. Prohijando el célebre eslogan feminista, pues, lo personal es político.

Para Cohen, orientar una sociedad hacia la justicia requiere un ethos social que inspire las decisiones igualitaristas de sus ciudadanos. Por eso, tomando inevitablemente a John Rawls como referencia, nuestro filósofo distingue cuidadosamente entre una sociedad justa (en el sentido rawlsiano) y una justa distribución (en el sentido que le da Cohen). La diferencia es clara: una sociedad justa es aquella cuyos ciudadanos aplican los principios correctos de justicia; una distribución justa supone un cierto igualitarismo en las recompensas que reciben los ciudadanos. Teóricamente, la última podría darse sin la primera a pesar de que nadie haya tratado de alcanzar ese fin.

Pero lo que nos interesa aquí es la relación entre la filosofía política y el comportamiento personal. Para Rawls, las demandas de justicia de las que se hace cargo el gobierno no recaen sobre los individuos; estos últimos encargan la aplicación de los principios de justicia al gobierno que los representa. Así las cosas, un igualitarista podría tener cinco coches de lujo si el Estado se lo permite; ya se las apañará este último para aplicar políticas redistributivas justas como mejor le parezca, incluida la aplicación de una fiscalidad exigente a los vehículos de lujo. ¡Lo que no está prohibido, está permitido! Cohen discrepa: para que una sociedad sea justa, las decisiones personales han de ser justas también. Sin embargo, al filósofo no le interesan las decisiones que adoptamos en una sociedad justa, sino que se pregunta por aquello que la justicia demanda de los individuos en una sociedad injusta. O sea: ¿están los igualitaristas obligados a aplicar en su vida personal la norma igualitaria que ellos prescriben para el gobierno, si su gobierno no la aplica o fracasa a la hora de aplicarla? Pocas veces tiene tanto sentido la expresión inglesa —que Cohen no menciona— putting the money where your mouth is: hacer aquello que uno fanfarronea que hará. En este caso, hablamos del igualitarista que protege su fortuna personal de las implicaciones de su propio discurso.

De acuerdo con el filósofo canadiense, mientras el igualitarista que habita una sociedad injusta no puede decir que la igualdad es un objetivo desligado del modo en que cada uno vive su vida, sí puede decir que existen otras razones válidas para no perseguir ese ideal. Y lo que Cohen hace a continuación es examinarlas cuidadosamente, centrándose en el caso del individuo al que podemos considerar adinerado. Al fin y al cabo, para el igualitarista pobre es fácil ser igualitarista (se ve que Cohen nunca vio Plácido); el supuesto interesante es el de quien podría desprenderse de parte de su dinero o patrimonio sin merma significativa de su bienestar y no lo hace. Escribe:

«Me interesa la conducta de los ricos que se profesan igualitaristas, en la medida en que para mucha gente ellos no pueden ser igualitaristas; no pueden creer realmente en la igualdad si son ricos —esto es, si se quedan con su dinero».

No obstante, pensar solo en «los ricos» es demasiado restrictivo. A mi juicio, tiene más sentido fijarse en personas adineradas que viven mucho mejor de lo que viviría un igualitarista en una sociedad justa (tal como la define Cohen y como ellos mismos dicen defender). Bien es verdad que él mismo se incluye en ese grupo, al describirse como alguien que gana una cantidad relativamente alta y solo se desprende voluntariamente de una pequeña fracción de sus ingresos. En fin: si no hay manera de evitar que «el espectáculo de una persona rica que declara creer en la igualdad» nos cause una impresión de cinismo o cuando menos una cierta reserva moral, ¿hay alguna manera de justificar tal incoherencia?

Sugiere Cohen que el problema al que nos enfrentamos es el relativo a si podemos creer en principios que no aplicamos. ¿Qué hemos de deducir del hecho de que Z cree que debería hacer X y sin embargo Z no tiene intención de hacer X? Hay autores para los que de aquí solo puede deducirse que Z no cree en X. Para Cohen, en cambio, quizá no sea el caso: uno puede fracasar en la práctica, pero someter a sincera crítica a otros agentes o arrepentirse de su propia incapacidad para actuar del modo que en juzga deseable. El problema se plantea cuando añadimos una tercera proposición a las anteriores: Z cree que su conducta no es incoherente con sus principios. Esta inconsistencia sí que sería, a ojos de Cohen, cuestionable; el individuo estaría engañándose a sí mismo. Con todo, su versión predilecta de la tríada es algo diferente: Z cree en la igualdad; Z es rico (no se desprende de una parte significativa de sus ingresos); Z no cree ser incoherente. Su pregunta es así cómo un igualitarista rico puede pensar que la desigualdad es injusta y, al mismo tiempo, retener un dinero que simboliza esa injusticia. ¿Por qué no persigue la igualdad donando, el dinero extra del que no dispondría en una sociedad igualitaria, con objeto de promover una sociedad justa?

El igualitarista rico puede alegar que esa acción, que tendría consecuencias para su propio nivel de vida, apenas sería una gota en el océano: la sociedad seguiría siendo injusta pese a su sacrificio personal. Cohen discrepa: ¿por qué habría de importar eso? Si uno puede mejorar la vida de los demás, en la medida que sea hacedera, debería bastar si uno es igualitarista y tiene recursos sobrados. Naturalmente, todo depende del tipo de igualitarismo que defienda el igualitarista: no es lo mismo querer que todos tengamos lo mismo que apoyar —a la manera rawlsiana— políticas dirigidas a mejorar la situación de los más desventajados sin dar mayores detalles. Unos son igualitaristas relacionales; los otros, prioritaristas. Estos últimos no pueden defenderse alegando que su contribución es una gota en el océano, ya que cualquier contribución es bienvenida por quien la recibe. No hay que darle demasiadas vueltas: existe una tensión entre profesar la igualdad en sentido fuerte y no hacer nada para realizarla.

Análogamente, el igualitarista de inspiración marxista dirá que su empobrecimiento personal no sirve para modificar la estructura social que está en el origen de la desigualdad: la caridad del rico no sirve para acabar con el poder desigual de las distintas clases sociales. Pero, de nuevo, no se ve por qué el igualitarista no puede hacer un esfuerzo para procurar una más justa distribución de la riqueza incluso si con ello no altera la desigual distribución del poder; máxime si lo que nos preocupa de la diferencia de poder es que genera una distribución injusta que conduce al desigual reparto de las oportunidades vitales. Tampoco cabe alegar que uno tiene derecho a un espacio privado en cuyo interior no rige el deber social de desprenderse de la riqueza; la cuestión no es si debemos tener o no un espacio privado, sino qué forma le damos al mismo. Lo mínimo que puede esperarse de un igualitarista es que honre su creencia. Por el contrario, si la única diferencia entre él y los demás está en aquello que dice, nada impide que lo tengamos por un simple ventajista que espera obtener réditos morales sin realizar sacrificios materiales.

En este sentido, señala Cohen, el igualitarista podrá alegar que no quiere hacer el esfuerzo de ser el único en comportarse generosamente si sus pares no lo hacen, prefiriendo por ello que sea el Estado el que imponga a todos la obligación de sacrificarse de manera heroica dentro de un grupo social poco inclinado a ello. De manera parecida, el igualitarista rico puede replicar que para quien está acostumbrado a un alto nivel de vida resulta especialmente difícil ser pobre con dignidad; no podemos pedir a nadie que, tratando de mejorar la vida de los demás, destruya la suya. Ahora bien, nadie está diciendo que el igualitarista rico tenga que arruinarse con objeto de promover la justicia; hay posiciones intermedias entre quedárselo todo y no dar nada. Se supone, además, que quien cree en la igualdad en sentido fuerte no experimentará un sentimiento de privación cuando se desprende de parte de su fortuna. Finalmente, la atención preferente de Cohen a los extremos le permite dar cierto crédito a la última de las razones que el igualitarista rico podría alegar para no perseguir la coherencia entre palabras y acciones, a saber,

«el argumento de que conservar mis recursos me permite hacer cosas en el interés del igualitarismo que no podría hacer si me deshiciera de ellos. Al ser rico, mi posición en la sociedad me permite tener acceso a personas influyentes cuyas decisiones afectan al destino de los desventajados».

No obstante, este argumento solo será válido en aquellos supuestos en los que el igualitarista rico dedique efectivamente su tiempo —o una parte significativa de su tiempo— a influir sobre los decisores políticos; en el resto de los casos, solo será una excusa no demasiado convincente. En cualquier caso, Cohen lo deja ahí: suspende su juicio. Ya había avisado de que no perseguía dar una respuesta definitiva al problema de la relación entre filosofía política y comportamiento personal en materia de promoción de la igualdad; la pregunta acerca de si es sostenible la posición del igualitarista rico queda así deliberadamente sin respuesta.

A pesar de sus esfuerzos analíticos, la impresión que da Cohen es que renuncia a contestar palmariamente a una cuestión que se deja responder fácilmente: la posición del igualitarista rico no es sostenible. Si el igualitarista es coherente con sus creencias y si estas creencias son honestas, su forma de vida debe reflejarlas: un igualitarista no puede tener un yate, conducir un Lexus ni viajar a los mejores resorts de las Maldivas. Si lo hace —o hace cosas similares— sin dejar de profesarse públicamente como igualitarista, estará siendo incoherente y quizá también hipócrita. Distingamos: será hipócrita si es consciente de su incoherencia, pero no renuncia a su discurso público; será meramente incoherente, sin ser hipócrita, si es incapaz de percibir la distancia existente entre sus principios y sus acciones… o cree poder justificarlos. Visto desde fuera, sin embargo, parecerá hipócrita, lo sean o no. Y ventajista, como se ha dicho ya: el igualitarista adinerado que no se desprende de una parte significativa de sus ingresos disfruta de los beneficios asociados a eso que ha venido en llamarse «virtue-signalling» o señalamiento de la virtud propia en el espacio público. A ello habría que añadir las recompensas emocionales que se derivan de la adhesión a una ideología política que nos permite sentirnos mejores personas, sin obligarnos por ello a hacer nada que nos perjudique. Nótese que la hipocresía exige no solamente la incoherencia, sino también la publicidad: defender ante los demás justamente aquello que no se practica.

Para el igualitarista rico, solo hay una salida, que por lo demás es aquella a la que recurren más habitualmente quienes son interpelados por su incoherencia. A saber: rebajar el grado de igualdad al que aspiran públicamente, convirtiéndose no ya en prioritaristas que ponen la mejora de los desventajados por delante de cualquier otro principio de política pública, sino en —la categoría es mía— mitigacionistas que aspiran a la gradual reducción de la pobreza sin demasiada prisa. Para el mitigacionista, será el Estado quien deba establecer a qué ritmo y mediante qué medios realizará ese objetivo; si el Estado fracasa o se demora, eso no es culpa del votante adinerado, que por lo tanto se conforma con una aspiración general hacia una mayor igualdad. En este caso, lo ideal sería que su discurso se acomodase a tal creencia, pues solo así sería posible evitar por igual la incoherencia y la hipocresía. Pero no siempre será evitable: quien se profese partidario de una mayor igualdad y sin embargo tenga —un suponer— quince pisos en propiedad, estará asimismo incurriendo en una inconsistencia poco disimulable al acumular muchos más recursos de los que necesita para llevar una vida desahogada. En este terreno, lo moralmente valioso será aquello que los individuos hagan más allá de las leyes: de manera voluntaria. Y un igualitarista adinerado que no haga nada al margen de las leyes quizá no sea un hipócrita, aunque lo será si exige a los demás que hagan lo que él mismo no hace, pero difícilmente podrá postularse como un ejemplo moral.

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