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Aventuras y desventuras en Bruselas

Memorias europeas. Mi traición a UPyD

Francisco Sosa Wagner

Madrid, Funambulista, 2015

768 pp. 29,50 €

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Lo primero que verán cuando sostengan el libro de Francisco Sosa Wagner Memorias europeas será un paisaje como de pintura clásica renacentista, con una torre de agujas posiblemente góticas, que respalda a un caballero correctamente vestido, con coqueta pajarita, auriculares de conferenciante y un folio en una mano y un estupendo pepino en la otra. Y con esto tienen un resumen visual de lo que les espera dentro. Efectivamente, Francisco Sosa Wagner y su circunstancia es lo que ven en la portada: un intelectual profunda y convencidamente europeo, de afianzadas raíces en la mejor cultura humanista, con una personalidad un punto excéntrica, tan capaz de blandir una hortaliza para reivindicar un agravio nacional como un folio lleno de datos demoledores.

Nacido en Alhucemas, en el Marruecos español, en 1946, vivió sucesivamente en Melilla y luego en Valencia, donde se doctoró en Derecho, para desplazarse más tarde a Madrid, Bilbao y Oviedo ya por motivos profesionales. Desde 1980 es catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad de León y ha ostentado diversos cargos en organismos públicos de forma circunstancial que en nada le hacían prever que acabaría siendo cabeza de lista en las elecciones europeas del 2009 por Unión, Progreso y Democracia. Su fecundidad en la literatura jurídica es ampliamente conocida, así como la biográfica, la ensayística, e incluso en el ámbito novelístico: como narrador ha obtenido, por ejemplo, el premio Miguel Delibes. Y además de todo este trajín ha conseguido ser un colaborador habitual de la prensa escrita, donde publica numerosos artículos y mantiene alguna que otra columna.

Como vemos, el autor tiene un prestigio indiscutido y por ello se permite expresarse, en palabras de su prologuista, la periodista Victoria Prego, «con un candor sin menoscabo de su autoridad». Candor que sólo engañaría a un bobo, porque estas memorias no tienen nada parecido a la candidez y sí de descarada incorrección política. Y éste es su mérito principal: estamos ante alguien que nos va a hablar sin tapujos y con un sentido del humor a prueba de bombas, lo que hará que sus Memorias europeas sean cualquier cosa menos el típico tocho árido lleno de personajes sin chispa, de discursos arcanos o relatos de burocracias insufribles. Sosa Wagner conseguirá que las 768 páginas de su vida en Bruselas fluyan ligeras, interesantes, intrigantes y, sobre todo, muy divertidas.

Del mismo modo que Nigel Barley, en su libro El antropólogo inocente, desveló la verdadera tramoya de un trabajo de campo, la irreverencia culta y documentada de Sosa nos introducirá en una aventura que empezó con la llamada de Rosa Díez cuando, según él, ejercía «de forma pacífica su oficio de catedrático», continuó con una vorágine de actos y presentaciones cuya «primera actuación» fue en el Teatro Circo Price de Madrid (lugar en que el autor admite no recordar qué «tonterías» dijo, pero sí que invocó a su admirado Ramón Gómez de la Serna, que había dado allí una conferencia a lomos de un elefante) , le llevó a asentar «su trasero» en un escaño «ganado a golpe de mítines, declaraciones y viajes» y culminó, por desgracia, con el abandono de su escaño tras una segunda candidatura por graves discrepancias con la dirección del partido.

Pero volvamos a esos asientos del Parlamento Europeo. Allí, el europarlamentario poco inocente se encontraría con extraños habitantes que le lanzarían peligrosos anzuelos para formar grupo, no el más inofensivo de todos un polaco interesado en que formase parte del integrado por euroescépticos y defensores de la familia y del nacionalismo. En su defensa acudirá el fantasma de Eugenio D’Ors, a quien un día invitaron a almorzar en una casa ofreciéndole el señuelo de que iban a degustar un cocido servido en familia y exclamó: «¡Qué horror! ¡Las dos cosas que más odio en el mundo: la familia y el cocido!»
Humanista de la mejor tradición, amante de la cultura europea, Sosa Wagner es un europeísta convencido y apasionado y estas Memorias europeas reflejan el carácter de un hombre profundamente concernido por la construcción de lo que él desea que sean «los Estados Unidos de Europa». Pero no es sólo la comunión con este tesoro pleno y grande, esa cultura viva y tangible que nos une, lo que le decide. Acepta el reto de Unión, Progreso y Democracia convencido de que sólo una Europa federal puede dar respuesta a los desafíos de una sociedad avanzada, y dada su preocupación ante la «confederación de cacicatos» en que, dice, está convirtiéndose España y que ya sólo pueden corregirse desde instancias superiores. Conocedor de los problemas europeos, no por ello deja de leer y reflexionar sobre todo lo que se ha escrito sobre el tema. Así, el Parlamento Europeo acogerá durante cinco años a un político sobrevenido que acometerá respetuosamente su tarea con ayuda de infinitas y selectas lecturas, especialmente las que provienen de sus padres fundadores, a quienes admira fervientemente, y de otros reputados pensadores que contribuyeron a dar forma, directa o indirectamente, a lo mejor de la institución europea.

Desfilan por el libro las Memorias de Jean Monnet, un soñador con una gran capacidad de organización, cosa que lo convierte, en su opinión, en un personaje original, ya que «quien sueña no es capaz de organizar, y quien es capaz de organizar no suele ver más allá de sus narices». Es tan grande su respeto como para hacerle afirmar que sólo quién conozca sus Memorias «debería ser admitido para actuar en Bruselas y sus instituciones». No menos interés tienen para él las memorias de Simone Veil, las de Raymond Aron, en las que admira el poder de sus convicciones, o las de Jacques Delors, quien supo imponer medidas europeas y «no parches al servicio de los Estados».

A la vista de la potencia de estos visionarios, la realidad se le hace muy mediocre, pues no le llegan ni a la suela de los zapatos personajes como Jacques Santer, Romano Prodi o Durão Barroso, al que califica de «emperador magnífico» con «exquisitos y camaleónicos modales», que le decepciona y a quien ve sucumbir en «la evidencia del declive» a los intereses de los Estados. Esa «decadencia» también la percibirá en los tópicos de los europarlamentarios: cambio climático, ahorro energético o crisis económica, todo argumentado en modo muy previsible: «Discursos más vacuos he tenido pocas ocasiones de escucharlos», dice. En su enfado llega a la conclusión de que hay una «Internacional» de la palabrería, de los lugares comunes, y que quienes a ella pertenecen «pueden pasearse por todos los lugares de la tierra viviendo de ese gigantesco engañabobos». Le molestan especialmente las improductivas reuniones que el Parlamento lleva a cabo en todos los puntos del planeta, ridículas para parir un ratón, con ponencias insulsas «donde se enfatiza sobre la nada y se acuerda sobre lo obvio».

Palabrería que se arruga con ciertos temas, naturalmente. Y aquí entra el Sosa más políticamente incorrecto. Cuando se presentan ciertas resoluciones, y hay detrás un Gobierno que puede ser peligroso, «se encogen las garras de los diputados, dispuestas a extenderse cuando se puede atizar a los gobernantes sin riesgo». ¡Cómo nos hace recordar nuestro propio país!

Pero entre la medianía destacan figuras de solidez respetable, como Guy Verhofstadt, de quien se siente próximo por ser de los pocos diputados «que tienen claro el proyecto europeo». Lo mismo siente por Daniel Cohn-Bendit, «a pesar de sus demagogias», o por un Joschka Fischer, que reclama avanzar para crear esos Estados Unidos de Europa despojándose del lastre de la –tan preciada por algunos– soberanía nacional.
Lo bueno de ser un emérito es que por fin uno está libre para opinar en la forma en que le venga en gana. Paco Sosa, exmilitante socialista, fundador del Partido Socialista Popular que luego se unió al PSOE, se ha despojado con el tiempo de tópicos que por desgracia aún perviven en políticos españoles que nos hablan de «una nueva forma de hacer política» que resulta ser la de siempre. Así que quienes nos consideramos «progresistas», pero abominamos de lo «progre», nos sentimos encantados cuando los tilda castizamente de «botarates». Y afirma bien alto –con el presidente de la Republica Federal Alemana, Joachim Gauck, por cierto– que la dicotomía derechas/izquierdas está superada y que ya no tiene sentido por remitir a la Guerra Fría y a la política de bloques. También desenmascara el feminismo hipócrita y dogmático que suele acompañarla, «tartufas diplomadas», insensibles cuando visitan el parlamento las opositoras democráticas iraníes y «mudas» ante el asesinato de varias abogadas y periodistas mujeres en Rusia.

Defensor de la democracia, es muy crítico con ella, pero piensa que los regímenes políticos no inspirados por sus principios son infinitamente peores. Es evidente para él el daño que los comunistas han hecho a Europa durante el siglo XX y su crítica al socialismo se queda pequeña comparada con el odio fundamental y sistemático que siente por éstos y por sus expresiones, vengan de donde vengan. Sus chanzas y discusiones con su, a pesar de todo, amigo Willy Meyer recorrerán estas memorias. No comprende que exista un comunista que defienda la libertad de los saharauis y esté de acuerdo con que los cubanos vivan bajo un régimen de tiranía. Esas contradicciones tan groseras le resultan repugnantes hasta el punto de definir como «horro» que este eurodiputado llegue a afirmar que «las grandes causas exigen muchas víctimas. Véase el caso del cristianismo».

Su lucha contra el nacionalismo, sobre todo el separatista, se mantiene inamovible y no le importa crear gran incomodidad entre almas cándidas compatriotas cuando dice claro y alto que Lluís Companys fue un miserable golpista contra la Segunda República, protagonista de una revuelta como como lo fueron también la de Sanjurjo, la de Franco y, antes de él, la de los socialistas cuando se produjo la Revolución de Asturias. También es un desmitificador de las lenguas minoritarias y tiene la osadía de reflexionar públicamente sobre los lamentos de un viceministro chileno por la perdida lengua mapuche cuando afirma que su vuelta exclusiva sería un «delito» que se cometería con unos niños indefensos «a quienes se condena a una vida encerrada en una comunidad con pocas glorias que celebrar»: un bombazo en toda regla.

Y no serán estos los únicos ámbitos sacrosantos en los que se adentra sin ningún empacho. Defensor de las energías llamadas alternativas, opina que no hay motivo para que no puedan coexistir con otras, como la nuclear o el fracking. También se lamentará de la dudosa capacidad del gigantismo opaco de las instituciones internacionales, otro tabú. De la UNESCO opina que sólo «la divina providencia» sabe cuáles son los criterios que maneja para tomar sus decisiones. Y en territorios más formales, pero no menos prohibidos, muestra su abierto escepticismo por los referéndums o la celebración de primarias en las elecciones. También es un libro de revelaciones que no voy a traicionar. Como la de quién financió las primeras elecciones de Enrique Tierno Galván y otras sorpresas que fascinarán al lector.

Su proyecto europeo

Inspirado por los mejores, se entregará a un proyecto que tratará de armonizar los intereses comunes en defensa de los derechos y las libertades fundamentales, las políticas económicas y tributarias, los seguros, las inversiones e, incluso, una necesidad cada vez más crucial, el impulso de una disciplina compartida en el sector financiero. Todo se verá catalizado por poner en valor y cultivar «la identidad común» y acercar Europa al europeo. Como jurista y pragmático redomado, disfrutará cuando Václav Havel abogue en el Parlamento, en un magnífico discurso, por una Constitución europea que «pudiera entenderla un niño».

Menos convence su reclamación de que Europa no debe ser una nación, «ni falta que le hace», y su apelación a que los europeos sustituyamos la épica por una «lírica suave». Aunque muchos presumimos de portar la razón como estandarte, sospechamos bastante de la naturaleza humana como para confiar en que un edificio de las dimensiones de Europa puede sustentarse sin trabar un conjunto de sentimientos de patria compartida que, quiéralo Sosa Wagner o no, no podrá cohesionarse sólo con el interés y el sentido común. La «lírica suave» estaría bien si en la misma Europa no estuvieran en marcha emociones de corte muy opuesto que cuentan con la fuerza arrolladora de la pasión irracional. Nacionalismos diversos, euroescepticismos y, cada vez más presentes, ideologías sustancialmente ajenas como la islámica tienen poder para comerse sin pestañear a quienes le opongan algo tan light. La clave está en esta «identidad común» que reclama, que no tiene más engarce que en el sentimiento.

Lo mismo podríamos decir de su temor a que el inglés se imponga y desplace, como ya está sanamente sucediendo, al resto de lenguas en multitud de ámbitos. Uno de los elementos cohesionadores más importantes es la lengua, y es justamente la ausencia aún de esa lingua franca activa y vital una de las debilidades más inquietantes de la construcción europea.

Los personajes

Su vena más irónica, e incluso mordaz, se ve inspirada por el contacto reiterado con los habitantes habituales de la sede parlamentaria, con sus famosos personajes, por el trato personal que establece durante sus viajes a diversos puntos del planeta, sobre todo Latinoamérica, o con protagonistas de la vida cultural con quienes se cruza durante esos años. Aznar «es el tipo más aburrido, dormitivo y fastidioso de España y varios países vecinos y remotos», asegura. Y le da risa oír que el presidente Eduardo Frei representaba a la izquierda: se trata simplemente de un «tipo aburrido y lo demás ya es irrelevante». Con Obama nos sobresaltará al calificarlo de «Zapatero tostado» debido a «su despiste y falta de criterio clamorosos». De los europeos siente decepción con Sarkozy, a quien define como una veleta mal ajustada, con poco criterio a pesar del rutilante inicio. Ban Ki-moon es para él un coreano bastante vulgarcillo que les «larga» discursos con una colección desesperante de tópicos preparados por algún plumilla.

Un habitual de sus páginas, y diana de muchas de sus observaciones más punzantes, es Juan Fernando López Aguilar, a quien solía encontrarse en la piscina del hotel a cuyo gimnasio acudía. Celebraba con él frecuentes charlas en la sauna y aledaños y acostumbraba a darle la vara con los asuntos delicadísimos que «el mundo había puesto en sus manos». También conoceremos que, a su parecer, Raimon Obiols, viejo líder del socialismo catalán, es «el cadáver mejor conservado del Parlamento» y «el tipo más aburrido de la Unión Europea». No recibirá maltrato, sin embargo, un independentista como Oriol Junqueras, a quien califica de «hombre amable y muy educado».

En ningún caso es Sosa Wagner un mero demoledor de las apariencias ajenas, sino que él mismo es uno de sus blancos favoritos. Su relato está salpicado de irónicos autofustigamientos y comentarios sardónicos sobre un papel –el de europarlamentario– que le mueve un poco a la risa. Un viaje a Ceuta y Melilla para visitar a afiliados de Unión, Progreso y Democracia lo califica de «visita pastoral». Y nos confía indiscreciones, como que se escapa de una cena que barruntaba iba a hacérsele larga aduciendo que «se levanta temprano para ir a comulgar y no quiere romper el ayuno», una desfachatez juguetona y sólo creíble por los pocos que no saben de su proclamado agnosticismo.

Íntimo

En las memorias de un ilustrado humanista europeo no podrían faltar las referencias a la música y el arte. Él mismo elevó al Parlamento la propuesta de que se consensuaran cincuenta nombres de relevancia indiscutible, como Mozart, Goethe, Cervantes, Rubens o Molière, para lanzar una publicación que aunase así a los quinientos millones de europeos. En sus memorias nos contará los buenos ratos que le proporcionan sus aficiones y su asistencia a representaciones operísticas y otros eventos. El libro está salpicado de referencias a Mozart, Verdi o Cecilia Bartoli, así como a Rubens, Rembrandt o Van Gogh. Sin rubor, y casi con petulancia, nos comunica su escasa sensibilidad por las manifestaciones del arte moderno.

También descubriremos que el hombre del pepino es un gastrónomo más allá de la mera crudité. En cualquier lugar al que se desplaza dedica un tiempo recogido a seleccionar «cuidadosamente» el restaurante de la comida o la cena, en las que disfrutará preferentemente de los postres. Aunque hay ocasionales referencias a funcionarias «espectaculares» en lo que atañe a su «conformación física» y la oferta culinaria le resulta por lo menos tan golosa como «las hechuras apetecibles de tantas señoras», sus mayores y más insistentes recuerdos van dirigidos a pasteles «pletóricos de frutas», a «riquísimas» tartas que adjetiva como «solemnes» o «imponentes», a frutas nada simples como las «peras hervidas en Riesling» o a la mousse de maracuyá.

Esperemos unas próximas memorias menos comedidas en tal sentido, que sin duda, y conociéndolo, serán celebradas por todos, incluida esa tierna protagonista del Sosa más íntimo, esa Mercedes, que es «la columna vertebral» de su vida y le hace «muy feliz». Y que se deje de tanto postre.

María Teresa Giménez Barbat es antropóloga, escritora y editora de Cultura 3.0. La Tercera Cultura. Es autora de Polvo de estrellas (Barcelona, Kairós, 2003), Diari d’una escéptica (Barcelona, Tentadero, 2007) y Citileaks. Los españolistas de la plaza real (Málaga, Sepha, 2012).

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