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Madame Déficit

MARÍA ANTONIETA

Hilaire Belloc

Ciudadela, Madrid

Trad. de Dámaso Alonso

514 pp.

22,50 €

MI TESTAMENTO

María Antonieta de Austria

Funambulista, Madrid.

Trad. de Max Lacruz

116 pp.

15 €

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El 3 de noviembre de 1755, un violento terremoto sacudió Portugal y parte de España. Lisboa quedó reducida a escombros y un sentimiento trágico se abatió sobre los habitantes de todo el oeste europeo al suponer que Dios les había abandonado. Tan solo unas horas después, nacía en Viena una hija de los emperadores austríacos, María Antonieta, a la que a muy temprana edad ya le habían decidido su porvenir: sería reina de Francia al casarse con el futuro monarca Luis XVI. El escritor católico Hilaire Belloc, autor de una biografía sobre la reina aparecida en 1910, ve marcado en esta trágica coincidencia el destino final de la soberana. Y, además, apunta que los primeros siete años de su vida coincidieron con los de la Guerra de los Siete Años. Todo, pues, según Belloc, estaba dispuesto para la tragedia personal de la protagonista.

Empeñado el canciller austríaco Wencel Anton Kaunitz en una alianza entre Francia y Austria, bien pronto se hizo necesario un matrimonio entre ambas casas reales. La joven princesa, que hasta los trece años, edad de su compromiso matrimonial con el nieto de Luis XV, permanecía en la ignorancia más supina («no leía y apenas sabía escribir», según Belloc), tuvo que emprender una intensa educación «a la francesa» para estar a la altura de lo que se esperaba de ella. Un 16 de mayo de 1770, contando María Antonieta con sólo quince años y cuando ya se había casado per procurationem, el arzobispo de Reims oficiaba la ceremonia nupcial en la capilla de Luis XIV en un palacio de Versalles, el de las mil ventanas, donde más de seis mil invitados entre la nobleza de media Europa eran observados por una enorme multitud agolpada tras sus doradas rejas.

En la irregular película de Sofia Coppola, que al decir de la publicidad se ha basado en el testamento de la joven reina de Francia, María Antonieta se nos presenta como una joven frustrada al no consumar su esposo el acto sexual. Así lo anotaba el futuro rey de Francia en su diario a la mañana siguiente de su noche de bodas: «Rien», aunque no sabemos si se refería a su fracaso matrimonial o al cinegético ya que Luis, como todos los borbones, esperaba ansiosamente el nacimiento del día para salir a cazar. Al parecer, los intentos de acercamiento sensual de la austríaca hacia el joven francés chocaban, en palabras del conde de Aranda, embajador español en Francia, con un doloroso problema físico del Delfín, o, al menos, así lo hacía saber el diplomático aragonés a la corte española en informe ya no tan secreto: «El frenillo sujeta tanto el prepucio que no cede a la introducción y causa un dolor vivo en él, por el cual se retrae Su Majestad del impulso que conviene. Quien supone que el dicho prepucio está tan cerrado que no puede explayarse para la dilatación de la punta o cabeza de la parte, en virtud de lo que no llega a la erección al punto de elasticidad necesaria».

Tras siete años, y después de que tuvieran que intervenir en tan escabroso asunto la emperatriz austríaca María Teresa y el rey Luis XV, el joven Luis se sometió a una operación y pudo dar heredero al trono de Francia. Mientras tanto, María Antonieta, rodeada por un grupo de fieles cortesanos, con sus escapadas a París y al palacio de Trianon, comenzó a tejer una sórdida leyenda a su alrededor. Su aventura amorosa más sonada y duradera fue la que mantuvo con el aristócrata sueco Hans Axel von Fersen, mientras el soberano no prestaba demasiada atención a los caprichos de todo tipo que tenía su esposa. El austríaco Stefan Zweig escribió sobre el matrimonio que Luis XVI era un esposo tan ideal que, a pesar de su carácter ahorrador, siempre pagaba las deudas de su mujer y se lo permitía todo, incluso sus amantes.

Tras el fallecimiento de Luis XV en 1774 a causa de la viruela y la subida al trono de Luis XVI, la reina, que había sido recibida en París un año antes en olor de multitudes, comenzó a perder el favor popular debido a su desmedido amor al lujo y su alegre despilfarro en joyas, vestidos, pelucas y obras suntuosas. Un hecho significativo del poder de la camarilla que rodeaba a la reina era que su modista mademoiselle Bertin, merced a los grotescos modelos que diseñaba, o su peluquero monsieur Léonard, con sus estrambóticos peinados, tuvieron sobre ella un decisivo influjo que ya hubieran querido para sí los ministros de su marido. En lo que hace referencia a su desmedido amor a las joyas, especialmente a los brillantes, una misiva de su madre desde Viena incidía en lo que ya era la comidilla de media Europa: «Todas las noticias de París coinciden en que de nuevo has comprado brazaletes por un valor de doscientas cincuenta mil libras, con lo cual has llevado el desorden a tus ingresos y contraído deudas, y hasta se dice que, para contribuir al pago, has vendido por un precio ínfimo tus diamantes… Tales noticias me destrozan el corazón, especialmente si pienso en el porvenir. ¿Cuándo vas a llegar a ser tú misma?».

Eran momentos en que el hambre había hecho acto de presencia en una Francia con la Hacienda en bancarrota debido a los enormes sacrificios económicos que suponía para el país sufragar la Guerra de Independencia de las colonias inglesas en América. María Antonieta bien pronto se ganó el mote de Madame Déficit, precisamente cuando las arcas rea­les –dirigidas por Jacques Turgot, sacerdote-político y economista francés, después por Jacques Necker, banquero de origen ginebrino, y más tarde por Charles Alexandre de Calonne– estaban tan exhaustas que el rey, en sus doce años de reinado, había tomado a préstamo mil doscientos cincuenta millones. Gran parte de una burguesía ávida de leer las obras de Voltaire y Rous­seau, la mitad de la nobleza que no formaba parte de la camarilla regia, una parte importante del clero molesto por el juicio al arzobispo Rohan en el turbio asunto del collar de la soberana y, desde luego, todo el pueblo llano agobiado por unos impuestos cada vez más altos, clamaba contra la austríaca, la causante, según el runruneo popular, de aquel brutal déficit: desde un extremo a otro de Francia, María Antonieta se convertía para todos en Madame Déficit. Este apelativo encaja perfectamente con lo que se escribió de ella: «La reina es la más despreocupada de las despreocupadas, la más despilfarradora de las despilfarradoras, la más tiernamente galante y conscientemente coqueta entre las mujeres galantes y coquetas». Incluso, al parecer, o al menos así constaba en la acusación del Directorio, había mantenido relaciones sexuales con su propio hijo Luis, el Delfín de Francia, según el fiscal Fouquier-Tiville, terrible acusación destinada a justificar la condena a muerte de la austríaca, y, también, según los panfletos de madame de La Motte publicados en Londres, era aficionada a las relaciones lésbicas, «ya que debía apaciguar sus furores uterinos». De otro lado, y para compensar, también nos ha quedado la descripción entusiasta del inglés Horace Walpole sobre la reina, «cuando se pone de pie es la estatua de la hermosura; cuando se mueve, la gracia en persona».

Tras el intento de fuga frustrado en Varennes, que inspiró una bella película de Ettore Scola, y la ejecución de su esposo, Maria Antonieta no tuvo más remedio que aceptar su destino, meridianamente claro en la carta que enviara horas antes de ser guillotinada a su cuñada la princesa Elisabeth, misiva que nunca llegaría a su destino, ya que poco tiempo después la hija de Luis XV también subiría al cadalso. Estas fueron las últimas palabras de la austríaca: «Adiós, mi querida y tierna hermana; ojalá esta carta pueda llegaros: pensad siempre en mí; os beso con todo mi corazón así como a mis pobres y queridos hijos. Dios mío, ¡qué desgarrador es abandonarlos para siempre! ¡Adiós, adiós! Ya sólo me ocuparé de mis deberes espirituales. Dado que no soy libre de mis acciones, tal vez me manden a un sacerdote; pero protesto y aquí afirmo que no le diré ni una palabra y que lo trataré como a un ser por entero extraño». Y es que, como se señala en la edición de su interesante y poco conocido testamento, María Antonieta nunca admitió el carácter eclesiástico de los sacerdotes afines a la Revolución.

 

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