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Los procesos de Pekín

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Global Times, un diario gubernamental chino que se publica en inglés, lo tiene advertido: la hora más cruel para los funcionarios del Partido Comunista bajo sospecha es el intervalo entre las seis y las seis y cuarto de la tarde de los viernes. Justo cuando los chinos empiezan a relajarse ante la llegada del fin de semana y andan con la guardia baja y escasos de interés, la Comisión Central de Inspección Disciplinaria (CCDI, por sus siglas en inglés) se arranca con sus comunicados a la espera de que, así, resulten menos escandalosos.

El pasado 10 de junio no fue viernes, sino jueves; pero a las seis y un minuto, Xinghua, la agencia de noticias oficial del Gobierno chino, anunciaba la pena de cadena perpetua impuesta a Zhou Yongkan por el Tribunal Popular Intermedio número 1 de Tianjin. El tribunal condenaba asimismo a Zhou, que había sido expulsado del Partido Comunista Chino con anterioridad, a la pérdida a perpetuidad de todos sus derechos políticos y a la confiscación de su patrimonio. Concluía así el proceso por corrupción, abuso de poder y revelación de secretos de Estado que se había iniciado contra él en abril de 2014.

Zhou Yongkan es el personaje más importante sometido a un juicio político desde que en 1981 fueran condenados los integrantes de la llamada Banda de los Cuatro que incluía a Jiang Qing, la esposa de Mao Zedong. Durante su carrera, Zhou desempeñó puestos de importancia crítica para el Partido. Sus primeros trabajos lo llevaron a la industria petrolera. Fue luego ministro de Recursos Naturales y secretario del Partido Comunista en Sichuán, la segunda provincia más densamente poblada del país. De 2002 a 2007 ocupó el ministerio de Seguridad Pública, lo que puso en sus manos la policía, los tribunales, la fiscalía, los servicios secretos y el espionaje. En 2007 fue elegido miembro del Comité Permanente del Politburó en el 17o Congreso del Partido Comunista Chino. El Comité Permanente es el máximo órgano político en China. Zhou se retiró en 2012 con la llegada al poder de Xi Jinping y en 2013 fue sometido a un shuanggui (información reservada a cargo de los órganos disciplinarios del Partido) por abuso de poder y corrupción.

Durante el proceso de Bo Xilai se rumoreó intensamente que él y Zhou, junto con algunos militares, habían formado un grupo de presión para hacerse con el control del Partido. No es seguro, pues, como suelen decir en China, nada es cierto hasta que el Partido lo desmiente y esa eventualidad no se ha producido. Sin embargo, en varias ocasiones recientes los medios oficiales han advertido que no se tolerará la formación de facciones en su seno, lo que parece una admisión tácita de que en torno a Zhou se cocía algo.

Según Xinghua, el juicio de Zhou se celebró a puerta cerrada para evitar que se aireasen los secretos de Estado que el exdirigente habría revelado. Tampoco puede saberse, pues, de su contenido, pero algunos medios han mencionado al destinatario de sus confidencias. Se trataría de Cao Yongzheng, un multimillonario, al parecer experto en qigong (ejercicio físico combinado con técnicas respiratorias y meditación). A Cao se lo conoce como «el sabio de Xinjiang» (la región donde comenzó su carrera) por su incomparable olfato para anticipar el futuro y por sus supuestas dotes adivinatorias. Cao, al parecer, habría mantenido estrechas relaciones con una serie de jerarcas del Partido que, a su vez, eran subordinados de Zhou.

Estoy trayendo a Cao a colación no porque tenga una fuente privilegiada de información, sino porque lo poco que he llegado a saber de él me intriga. Una de sus proezas consistió en advertir a otro multimillonario innominado de que iba a sufrir un ataque al corazón en la semana siguiente. No se sabe si el ataque se produjo, pero esa profecía le ganó el afecto de su beneficiario, que le ayudó a montar en Hong Kong un gimnasio para clientes muy selectos. La cuota de entrada de inscripción ascendía a ochocientos mil dólares, lo que dista de ser una bagatela incluso para los riquísimos nuevos ricos chinos.

Más tarde Cao, con ayuda del ignoto multimillonario, se hizo con la propiedad de un siheyuan elegante y discreto en el barrio de Houhai (Lago Trasero) en Pekín. En torno al lago de Houhai se han conservado varios hutongs (zonas residenciales tradicionales) de postín que cuentan con siheyuans, mansiones de forma cuadrangular erigidas en torno a un patio interior, favorecidas de antiguo por los notables chinos. Cao pagó dieciséis millones de dólares por la propiedad y la convirtió en un club para jerarcas del Partido, empresarios acaudalados, académicos de nota, artistas en ascenso y la crema de los bohemios, amén de los buscavidas y tiralevitas de variado pelaje que suelen poblar los centros de tráfico de influencias donde se reúne el uno por ciento. En julio de 2013, algo antes de la información reservada sobre Zhou, la CCDI decidió cerrar el club.

En la sentencia del Tribunal Popular Intermedio número 1 de Tianjin consta que Zhou entregó a Cao seis documentos reservados, cinco de ellos sellados con un marbete de «alto secreto». Cao, de quien no se sabe si testificó por deseo propio o si está detenido, lo declaró así ante el tribunal en la sesión secreta del 22 de mayo pasado. El detalle ha dado pie a que, desde entonces, se hayan multiplicado los rumores de actividades sediciosas de mayor o menor cuantía. Si alguna vez han llegado a existir, resulta imposible de verificar por el momento, pero nada indica que los habituales del siheyuan de Cao se limitasen a jugar al mahjong o al ping-pong.

Como he mantenido en blogs anteriores, la feroz campaña anticorrupción que ha desatado Xi Jinping refleja una feroz lucha por el poder en la que el presidente dirige la coalición ganadora. Pero los procesos de Bo Xilai y Zhou Yongkan muestran signos de titubeo en la relación de fuerzas. Estos procesos de Pekín, que tienen aún que completarse con el de Ling Jinhua, el jefe de gabinete del anterior presidente, Hu Jintao, han resultado una sesión de ilusionismo político. No ha habido nada en ellos de la grandiosidad patibularia que marcó al Moscú de los años de Stalin, ni de la villanía operística de los juicios de masas de la Revolución Cultural, magistralmente captada por Jung Chang (Cisnes salvajes. Tres hijas de China, trad, de Gian Castelli, Barcelona, Circe, 1993). Al contrario, la coreografía de ambos juicios ha insistido en presentar sus actividades como una peripecia menor, ajena, por así decir, a la vida del Partido Comunista Chino. A Bo y Zhou no se les ha presentado como adversarios políticos o traidores a la causa, sino como vulgares chorizos, movidos sólo por sus mezquinos intereses personales. A Zhou ni siquiera le han permitido aparecer en las fotos de cierre del juicio con el pelo teñido de negro, la marca ritual de la elite. Con esa cabellera blanca y descuidada con que lo han fotografiado, el antaño todopoderoso ministro de Seguridad parece tan solo un pobre diablo incapaz de inspirar respeto o temor. Despojado de la majestad que le prestaba el Partido es un don nadie, tan vencido y aislado que ni siquiera piensa ejercer su derecho de apelar la sentencia. Los medios oficiales chinos, es decir, todos, han seguido con rigor la consigna de quitarle importancia.

A cambio de esa irrelevancia, Bo y Zhou han conseguido salvar sus vidas. Habrá quien lo achaque al mayor respeto por la ley que Xi Jinping y sus adictos dicen querer imponer, pero eso no se tiene de pie. A los acusados por Pekín no se les han respetado ni las mínimas garantías de defensa que habrían podido convertir a sus juicios en un acto de justicia. Sus procesos han sido un ajuste de cuentas. Con una diferencia llamativa. En los regímenes totalitarios –ya nazis, ya comunistas, como lo es el chino actual–, estos episodios reclaman un cierre ejemplar, es decir, sangriento. No es lo mismo «matar a un pollo para asustar a los monos», como reza la conseja del lugar, que dejar con vida a sus adversarios, sin duda no escasos de simpatías entre los jerarcas que frecuentaban el siheyuan de Cao, a cambio de confiscar sus fortunas, tan torticeramente amasadas como las de todos ellos. Con ello Xi Jinping ha tomado justamente el camino contrario al aconsejado por Maquiavelo: que aniquilar al enemigo es preferible a despojarlo de sus bienes, pues sus familiares y allegados acaban por reponerse de su muerte pero, por si acaso les llega el turno, nunca olvidan la pérdida patrimonial.

Castruccio Castracani nunca hubiera obrado tan a la ligera con los güelfos de Lucca.

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