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Los ingenieros como conquistadores

Un imperio de ingenieros. Una historia del Imperio español a través de sus infraestructuras (1492-1898)

Felipe Fernández-Armesto y Manuel Lucena Giraldo

Taurus, Barcelona, 2022

480 p.

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Reconozco que en los campos de estudio en los que me muevo –la historia en primer término, determinados ámbitos de la filosofía, las ciencias sociales en general- me siento atraído y muestro una especial debilidad por los autores heterodoxos, los planteamientos renovadores, las perspectivas rompedoras y las iniciativas excéntricas, es decir, por todo aquello que se sale de los asuntos trillados y los caminos convencionales. Ya sé que dicho de este modo, me expongo a que cualquiera de ustedes, quien más o quien menos, exclame algo así como ¡menudo descubrimiento!, en el sobreentendido de que no otra cosa le pasa al común de los mortales. Es común, en efecto, este tipo de reacciones y protestas: ¿a quién no le sugestiona lo novedoso y original? Y, sin embargo, he podido constatar en mi ya larga carrera como autor y lector que nada más lejos de la realidad. La mayor parte de mis colegas –dicho sea en principio con todos mis respetos por su opción- eligen un campo de investigación y ya no lo abandonan a lo largo de toda su trayectoria profesional o, a lo sumo, introducen pequeñas variantes sin salirse de un terreno estrictamente acotado que constituye, como hoy suele decirse, su «campo de confort». En esa misma estela, los más espabilados publican artículos y libros y dan cursos y conferencias como quien hace churros, uno detrás de otro, repitiendo lo mismo con leves alteraciones, lo que en el argot conocemos como refritos. Lo digo y sostengo ante cualquier instancia por cuanto lo he sufrido –y lo sufro- de modo sistemático en mi faceta de crítico o simple interesado en las novedades editoriales.

Desde un punto de vista complementario, el resultado de esas actitudes y tendencias no es otro que una bibliografía hinchada (y sobra decir, en su mayor parte prescindible) sobre temas que podían resultar atractivos si la machacona insistencia en ellos no los convirtiera en minas gastadas que a duras penas pueden ya ofrecer recurso alguno en un momento dado. Item más: en esta dinámica se produce un proceso acelerado de concentración, de manera que una panoplia muy reducida de asuntos aglutina la mayor parte de las energías de los estudiosos. Por concretar y limitarme al campo de la historia española contemporánea, en el que tales procesos son fácilmente perceptibles, un puñado de temas –la República, la Guerra Civil, la represión franquista y la Transición- se llevan la palma y dejan en penumbra épocas y materias que merecerían mejor suerte. Se me puede objetar que hay momentos históricos que atraen las investigaciones por su importancia objetiva. Sea. Pero ello no justifica entonces que el tratamiento de esas fases o el análisis de esas cuestiones se haga usando las mismas fuentes o desde la misma perspectiva para concluir inevitablemente… ¡en lo que ya se sabía! Ya sé que las editoriales viven de esto pero uno, como aficionado o simple lector, no puede por menos que asumir el dictamen orteguiano acerca de cuál es la obra de caridad más propia de nuestro tiempo: no publicar libros superfluos. En fin, discúlpenme el desahogo y que exprese que uno echa de menos en muchos autores esa mínima reflexión previa que debía exigirse a sí mismo cualquiera que lanza un nuevo libro: ¿qué aporta este volumen?

Como ya pueden imaginarse, este preámbulo está directamente relacionado con la obra que nos va a ocupar a continuación. En este caso, como contraste con el panorama descrito, es decir, para bien, pero por eso mismo, el anterior bosquejo del contexto resulta absolutamente necesario para sopesar sus méritos. Al hilo de un pequeño ensayo que ha aparecido en esta misma Revista sobre la percepción histórica de la acción española en el Nuevo Continente, he tenido que revisar la producción reciente –cuatro o cinco últimos años- que ha ido apareciendo en nuestro mercado editorial sobre el tema de la Conquista y sus derivaciones, incluyendo la polémica acerca de la llamada Leyenda Negra y la estimación de la trayectoria española en su generalidad. Del conjunto de la bibliografía examinada, que se acercaba grosso modo al centenar de títulos (aunque descarté bastantes de ellos por razones operativas), una parte no despreciable eran ejemplares clónicos y otra, aún mayor, volúmenes que no presentaban contribución nueva ni distinta de lo establecido, ni siquiera una modesta puesta al día. De ahí que saludara alborozado cualquier planteamiento que se apartara de la senda común, convertida de facto en autopista congestionada: entre dichas propuestas, muy señaladamente, una que se materializaba en este volumen que lleva el título, ya de por sí llamativo, de Un imperio de ingenieros y un subtítulo mucho más esclarecedor y no por ello menos atractivo: Una historia del Imperio español a través de sus infraestructuras (1492-1898). Aunque le dediqué un párrafo en su momento, o sea, en el artículo citado, ponderando la contribución de sus autores, los historiadores Fernández-Armesto y Lucena Giraldo, creo que el contenido de la obra merece un tratamiento más pormenorizado. Es lo que me dispongo a hacer en los párrafos que siguen.

            Lo primero que quiero destacar es, por otro lado, lo más obvio. Los autores se distancian aquí del enfoque más habitual de la penetración española en América como conquista militar para sugerir que, más allá de los aprestos guerreros, se desarrolló otro tipo de conquista, a la postre más tangible, más eficaz y, sobre todo, más determinante para el asentamiento de un imperio. Porque en el fondo, como bien se apresura a señalar el subtítulo antedicho, un imperio no es nada o tiene los pies de barro si no dispone de las infraestructuras adecuadas. No basta la imposición manu militari: esta puede ser imprescindible en un primer momento, como punto de partida, pero luego debe ir acompañada de una capacidad de administración y un mínimo despliegue de servicios, desde la protección al avituallamiento, que posibilite una cierta estabilidad de las poblaciones. En este sentido, el planteamiento de Fernández-Armesto y Lucena converge con lo señalado y argumentado por el historiador mexicano Fernando Cervantes en uno de los mejores libros publicados recientemente sobre el tema: el «logro extraordinario desde cualquier punto de vista» no fue la imposición militar propiamente dicha, con ser una gesta incuestionable en términos exclusivamente logísticos, sino la capacidad de la Corona española y sus representantes para sentar «las bases de un sistema de gobierno no unitario que sobrevivió durante tres siglos sin ningún ejército permanente o fuerza policial, y sin rebeliones importantes» (Conquistadores. Una historia diferente, traducción de Verónica Puertollano, Turner, Madrid, 2021, p. 417).

            Pero al mismo tiempo que se apartan, como he dicho, de la tópica historia de conquista y explotación, los autores dejan de lado también la otra vertiente usual en la historiografía hispana, en especial la de carácter conservador, aquella que se detiene con delectación en los aspectos evangelizadores. Dicho en otros términos, aquí no se trata de considerar una vez más la presencia española en tierras americanas en las coordenadas acostumbradas –del terror a la caridad, de la imposición a la prodigalidad- ni, mucho menos, trazar a partir de esos presupuestos los consabidos juicios desde la mentalidad actual, entre los extremos de perversidad y ensalzamiento. Incluso el enfoque cultural en su sentido más convencional –la lengua, el arte, la literatura- queda en segundo plano, pues los protagonistas no son en estas páginas religiosos, escritores ni teóricos en general, sino los hombres que aunaban el saber específico con un sentido práctico, es decir, los técnicos, los arquitectos, los peritos -los profesionales, diríamos hoy- que atendían a las realizaciones concretas y mediante ellas desempeñaban un cometido híbrido, a caballo entre la construcción civil y la operatividad militar. Insisto en ello porque tal carácter remite a un asunto nada baladí pero que, paradójicamente, ha sido sistemáticamente preterido en la historiografía al uso, más preocupada por el imperio avasallador o la nación catequizadora: me refiero al cariz pragmático y operativo de una potencia con conocimientos avanzados y sobrados recursos para construir infraestructuras y servicios. No solo se desmiente así, por la vía de los hechos, la imagen de un imperio arcaico e ineficaz sino que se perfila la imagen opuesta de una Corona y un país en la vanguardia del conocimiento científico y tecnológico.

Permítanme una breve pero elocuente cita que, escrita en un contexto completamente distinto, viene como anillo al dedo y parece pensada en la estela antedicha. Con el título de «Héroes aislados», desarrolla un historiador de la ciencia, Juan Pimentel, una vehemente reivindicación de esta faceta de la cultura y la civilización españolas, tantas veces postergada. En uno de sus párrafos, se pregunta enfáticamente: «Sin ciencia, ¿cómo hubiera sido posible rodear la Tierra y gestionar un imperio? Sin astrónomos, cartógrafos, botánicos, ingenieros, médicos y naturalistas, ¿cómo se hubieran podido construir y pilotar barcos, atravesar los mares, explotar minas, clasificar plantas, fundar hospitales y hasta llevar la vacuna de la viruela al Nuevo Mundo? Y más tarde, ¿cómo llegaron el agua y la luz a las ciudades? ¿Cómo se trazaron líneas ferroviarias y se construyeron fábricas?» En Un imperio de ingenieros, Lucena y Fernández-Armesto parecen haber tenido en cuenta esas preguntas, de tal modo que el libro puede leerse como una serie de respuestas pormenorizadas –aunque mejor sería decir que, en el fondo, se trata de una sola respuesta con múltiples variantes- a las cuestiones antedichas.

Ya la misma introducción lleva el significativo epígrafe de «Haciendo funcionar el imperio». Pero aquí no se trata tan solo de reclamar el protagonismo debido a esos artífices de infraestructuras sino de ofrecer sobre ese mismo basamento una concepción distinta del imperio: «La ingeniería nunca ha dejado de hacer contribuciones fundamentales para el funcionamiento de los imperios. Si hacemos una comparación razonable, veremos, por ejemplo, que los imperios más exitosos del mundo han sido creaciones de ingenieros». La característica más portentosa del imperio español, su descomunal tamaño, era su talón de Aquiles. ¿Cómo, no ya defender, sino simplemente administrar con mínima eficacia tal inmensidad? «Uno de los mayores problemas de la historia global radica en explicar el funcionamiento de los imperios preindustriales. Dada su fragilidad, ¿cómo eran capaces de ensamblar lealtades, galvanizar apoyos, obtener servicios, recaudar tributos o impuestos, liquidar resistencias, organizar instituciones de gobierno viables o procurar obediencia?» La penetración de una potencia en otros territorios suele arrancar con acontecimientos de carácter épico, descubrimientos portentosos, hazañas bélicas, éxitos espectaculares. Luego, tras las convulsiones, se arriba a otra fase: incluso las victorias tienen que organizarse. «Lo que podríamos calificar como un momento de tecnología sucede al triunfo fundacional. Los ingenieros suelen aparecer tras la conquista, acompañados de funcionarios y cobradores de impuestos».

Se ha hablado con insistencia de ingenieros, con el grave inconveniente al emplear tal concepto que el lector aplique la mentalidad actual y entienda como tales a profesionales cualificados. No hay tal. La propia denominación de ingenieros, como subrayan los autores, era vaga e imprecisa, pues abarcaba a una buena parte de artesanos que desempeñaban funciones muy variadas y con muy distinto grado de formación. Se mencionan en estas páginas cuatro categorías: teóricos, artistas, soldados y ejercientes. Los primeros, apenas un diez por ciento, eran «matemáticos, cosmógrafos, científicos de formación humanística y profesionales de gabinete cuya capacidad práctica comprendía poco más que medir tierras o trazar fronteras sobre mapas imaginarios». Los segundos, o sea, los artistas, son caracterizados aquí de una manera todavía más brumosa, como una especie híbrida entre arquitectos e ingenieros, unos «artífices» que trataban de conjugar «belleza y utilidad». La tercera categoría, también con el inconcreto nombre de soldados, solía corresponder al «personal naval vinculado a la construcción de embarcaciones o la fabricación de instrumentos», o  artilleros «dedicados a la fundición y el diseño de armas, a la producción de pólvora y fortificaciones». En ese estrato entraban también los expertos en minas y excavaciones, así como los especialistas en puentes. El cuarto grupo, catalogados como ejercientes, abarcaba oficios varios, como niveladores, relojeros, cerrajeros, carpinteros o fundidores, con una gran diversidad de funciones, pues lo mismo «calculaban la planicie de un terreno que preparaban artificios para elevar o descender agua, abrir una mina, subir un peso o disolver un metal». Creo que la escueta relación precedente basta para hacerse una idea de la multiplicidad y complejidad de las tareas que debían acometerse.

Luego estaba la cuestión de las condiciones materiales, es decir, las circunstancias –entendiendo el término en su más amplia acepción- a las que debían someterse los forjadores del imperio. El territorio era inmenso, colosales las distancias, insalvables a menudo los accidentes naturales. No sobraban, por el contrario, caminos practicables ni las condiciones de transporte eran adecuadas ni los medios técnicos eran capaces de resolver buena parte de los problemas logísticos. Eso sin contar el coste –material y humano- de determinados proyectos y realizaciones o las dificultades derivadas de un clima a veces extremo o la imposibilidad de contar con mano de obra cualificada. Pese a todos esos inconvenientes, la transformación que sufrió el nuevo continente con la llegada y la actividad de los españoles fue sencillamente espectacular. En esa transfiguración no puede por menos que destacarse el papel de las ciudades por cuanto que, como enfatizan los autores, la revolución urbana no solo constituye «la evidencia más clara de la presencia española en ultramar», sino que fueron «la institución fundamental de la colonización». En este punto se destaca también el complejo carácter de los asentamientos urbanos que construyeron los españoles en aquellas tierras pues, aparte del componente puramente estético o armónico, las ciudades debían estar estratégicamente situadas, tener una cierta funcionalidad y, quizá lo más importante de todo en determinados momentos, contar con unas barreras defensivas naturales o artificiales que no las hicieran particularmente vulnerables.

Por si no había quedado claro hasta el momento, hay que subrayar que el libro está enfocado hacia los artífices de infraestructuras -sus desafíos, sus técnicas, sus dificultades, sus logros- y no tanto en sus realizaciones concretas que podían ser, en todo caso, objeto de otro estudio monográfico. De este modo, se nos informa de cómo aquellos hombres con medios materiales que hoy nos resultarían primitivos, surcaron vías marítimas, trazaron caminos terrestres, navegaron por rutas fluviales, diseñaron puentes, construyeron fortificaciones, establecieron fronteras, pusieron las bases para el desarrollo del comercio, fundaron hospitales, levantaron escuelas y así un sinnúmero de realizaciones que, desbordando los límites de una mera dominación colonial, mejoraron las condiciones de vida de millones de personas en el continente descubierto. Y que, por supuesto, perduraron más allá de la presencia de los representantes del imperio en aquellas tierras. No es extraño por ello que nos topemos con un capítulo que lleva el epígrafe de «el andamiaje del océano», dedicado a cómo se cartografiaron y establecieron las navegaciones por los océanos Atlántico y Pacífico. O que, con la denominación de «aguas turbulentas» otro capítulo se dedique a detallar el ingenio y la destreza para cruzar ríos, habilitar canales o transportar materiales por los cursos fluviales. «Anillos de piedra» nos habla de la fortificación y defensa de los límites territoriales, pero en este caso no solo en sus elementos materiales sino en sus derivaciones psicológicas (protección de las poblaciones ante ataques de enemigos reputados de feroces y sanguinarios). La culminación en cierto modo de todas esas labores era, como ya se ha adelantado, la fundación de ciudades, pues en ellas se compendiaban todo el saber, la voluntad, la experiencia y el arrojo de aquellos pioneros que, en la inmensa y hasta abrumadora mayoría de casos, no actuaban como patrones déspotas sino como simples artesanos u operarios que trataban de resolver problemas prácticos. De ahí, los ingenieros como auténticos conquistadores: pacíficos, pero más efectivos, conquistadores.

Señala María del Pino en el prólogo cuál fue el origen de esta obra. El carácter aparentemente anecdótico de la revelación apenas encubre un asunto de mayor calado. En mayo de 2001 se celebró un encuentro de investigadores y estudiosos en la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). «Una parte de dichas jornadas se celebró en el Salón de Grados de la citada Universidad, que había sido la capilla jesuita de los españoles, en la antigua Córdoba del Tucumán». Los asistentes constataron la calidad y belleza del edificio. «Tal es la perfección de la obra que ha permitido su uso continuado desde la fundación de dicha institución por la Compañía de Jesús en el año 1613. En aquel momento y en aquel lugar surgió la idea de impulsar una investigación que pusiera en valor el papel de la monarquía española en la América hispana desde la perspectiva de la organización de sus infraestructuras económicas y sociales».

Aunque echamos de menos un capítulo final que opere como valoración de conjunto de todo lo expuesto en las páginas anteriores, el último párrafo puede servir hasta cierto punto como imperfecto colofón y, al tiempo, como reflejo del cumplimiento de los propósitos mencionados en el aludido prólogo. Dejo por completo aquí, para terminar, la palabra a los autores, sin intromisión por mi parte: en casi todos los aspectos, señalan, «la tarea era ingente. Pese a ello, en lo referente a las infraestructuras de la monarquía global española, los logros eran gigantescos. La medida de las prioridades del Estado y los esfuerzos de los ingenieros se vislumbran en la larga lista de obras públicas (…) que sirvieron a la pacificación, civilización, salud, supervivencia, defensa, asentamiento, comunicaciones, productividad, evangelización y comercio de las comunidades multiétnicas que constituyeron el Imperio. Los españoles a menudo se compararon a sí mismos —para mal— con imperialistas al estilo de los romanos, de quienes se sirvieron como modelo en sus políticas y también en el énfasis en la ingeniería que asumieron. El Imperio romano duró, según los modos que se usen para evaluarlo, quizá mil años más que el español. Sin embargo, si no nos dejamos abrumar por la aceleración de los cambios actuales, no fue un logro menor mantener un imperio tan vasto y diverso tanto tiempo en las circunstancias tan poco favorables de la primera globalización. ¿Habría sido posible sin la inversión en bienestar que representaron las infraestructuras y obras públicas, o sin las alianzas ventajosas que supusieron para tantas comunidades y elites colaboradoras? Lo dudamos mucho».

Se comprenderá ahora mucho mejor lo que señalaba al principio: frente a tanta historia de la presencia española en América que incide en los mismos aspectos para reiterar hasta la náusea lugares comunes, no podemos menos que acoger con fruición estos planteamientos renovadores.

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