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El alumno modelo. Joseph Goebbels en sus diarios

Tagebücher 1924-1945 (Diarios, 1924-1945)

JOSEPH GOEBBELS

Edición de Ralf Georg Reuth, 5 volúmenes (libro de bolsillo). Piper Verlag, Múnich / Zurich

Die Tagebücher (Diarios). 1ª parte: Anotaciones, 1923-1941,reedición revisada, 9 vols. 2ª parte: Dictados, 1941-1945, 15 volúmenes y cinta con registros

JOSEPH GOEBBELS

Instituto de Historia Contemporánea de Múnich y Servicio de Archivos Estatales de Rusia. Ed. de Elke Fröhlich. Verlag K.G. Saur, Múnich / New Providence / Londres / París

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Hay personas cuya vida se investiga del modo más intenso empezando por su final. Un caso típico ideal es el del político nacionalsocialista Joseph Goebbels. Cuando el 1 de mayo de 1945, en vista de la derrota total e inevitable, hace administrar veneno a sus seis hijos y comete después suicidio junto con su esposa Magda, aporta a su existencia lo último que le falta para convertirla en mito. Cuanto más insuperable el sacrificio, fríamente calculado, que incluye a toda su familia, tanto más imborrable parece el nombre que se inscribe en la Historia. Con este acto final, actúa por vez primera en contra de la orden del Führer, que dos días antes, y uno antes de su propio suicidio, le ha nombrado sucesor suyo como canciller del Reich. En el momento del mayor triunfo personal, que lo eleva sobre todos sus competidores de largos años, seguir viviendo deja de tener sentido para Goebbels. Sin el Führer, ese mito creado y propagado por él, solamente una cosa tiene importancia aún: estilizar su propia figura hasta alcanzar el mito del más leal de los leales. Es el único de sus paladines que sigue a Hitler a la muerte de forma casi inmediata.

Goebbels trabajó durante toda su vida en su autoestilización, incluso antes de encontrarse con el Nacionalsocialismo y con Adolf Hitler. Estilización que se encuentra documentada con detalle en su diario, que en alrededor de 75.000 páginas recoge el período comprendido entre el 17 de octubre de 1923 y el 1 de mayo de 1945. La historia de su llegada hasta nosotros es extravagante, y no podemos aquí más que resumirla con toda brevedad. Los primeros fragmentos del diario, correspondientes a los años 1925/26, se descubrieron casualmente en 1945. Editados en 1960 por Helmut Heiber, durante largo tiempo pasaron por ser la fuente más instructiva para la comprensión tanto de la personalidad de Goebbels como de las querellas intestinas del NSDAP en aquella época. Siguieron a éste otros hallazgos de textos, que se remontaban a los años 1942, 1943 y 1944. En octubre de 1972 aparecieron amplias copias de los diarios procedentes de fondos soviéticos, que llegaron a Alemania Federal a través de la RDA. Tras complicados y desagradables litigios en materia de derechos de autor, el muniqués Instituto de Historia Contemporánea (Institut für Zeitgeschichte) logró publicar en 1987 los fragmentos recogidos hasta la fecha y trabajosamente descifrados. De la edición se encargó la historiadora Elke Fröhlich.

El que tal edición, discutida en el gremio por sus muchas lagunas, llegara siquiera a existir se debe al proceder característico del diarista. Porque Goebbels mandó que se hicieran dos copias de su diario dictado y mecanografiado (1941-1945). Hacia fines de 1944, cuando el frente se acercaba cada vez más, Goebbels ordenó, primero, que se transcribiera su diario manuscrito (1923-1941), y poco después, dado que el trabajo avanzaba con demasiada lentitud, que se hicieran copias de todos los diarios con ayuda de las nuevas técnicas de microfilmación. Goebbels otorgó máxima prioridad a esta costosa acción. Sus notas eran más importantes para él que cualquier otro objeto de valor, más importantes incluso que su vida. Al fin y al cabo, su diario debía dar testimonio a la posteridad de la misión de su autor, de su Führer y del Nacionalsocialismo en la Historia Universal. Después de la guerra, las microfichas se consideraron desaparecidas e inencontrables.

Luego se produjo la sensación: en marzo de 1992, Elke Fröhlich descubrió en el Archivo Secreto del Estado de la Unión Soviética, en Moscú, 1.600 negativos en cristal con la filmación ordenada por Goebbels de sus diarios. Con ese hallazgo, se pudieron cerrar casi por completo las hasta entonces considerables lagunas del texto. Sobre la base ya indudable de las microfichas y de los manuscritos anteriores de idéntico texto, el Instituto de Historia Contemporánea pudo poner manos a la obra de editar todos los diarios de Goebbels siguiendo estrictos criterios científicos. Desde 1996 se dispone de la parte mecanografiada. La parte manuscrita, revisada poco a poco, de la que se disponen ya de los tomos 5 a 9, estará editada por completo, previsiblemente, en el año 2002.

[Para el gran público, en 1992 apareció en la editorial Hanser una edición de los diarios en cinco volúmenes, editada y dotada de útiles notas por Ralf Georg Reuth, que había escrito en 1990 una biografía de Goebbels. El hallazgo de Moscú llegaba para Reuth demasiado tarde como para ser adecuadamente tenido en cuenta. Se puede discutir por muchas razones la inevitable selección de los textos, que abarcaba más de 2.000 páginas impresas y por tanto una quinta parte del texto total, sobre todo porque se suprimieron numerosas anotaciones de importancia eminente en favor de otras de relativo interés histórico. Sin embargo, el éxito de ventas habla en favor de esta edición, económica y sin duda seria.]

Como ningún otro nacionalsocialista destacado, el diarista Goebbels permite acceder a sus inestables estados de ánimo, con frecuencia cambiantes, sus vivencias y crisis privadas, sus campañas, visiones e intenciones políticas, su relación con otros, especialmente con Hitler, y su convicción, imperturbable hasta su amargo final, de que el nacionalsocialismo era «la gran idea rotunda y victoriosa de nuestro siglo» (9.3.45). Consideraba su diario, destinado a la posteridad, una constante e incondicional obligación, de tal modo que a lo largo de dos décadas casi ningún día dejó de registrar una anotación. Se le reproche a Goebbels lo que se le reproche, como autor de diarios fue en extremo pertinaz, y se sometió voluntariamente al género con todas sus exigencias específicas: escribió personalmente hasta las cosas más íntimas, en ocasiones con brutal sinceridad y vulgar carencia de pudor, en parte levantando sencillamente acta del desarrollo de la jornada, en parte explicándolo y reflexionando acerca de él.

Sin duda, su desigual forma de escribir deja mucho que desear. A menudo emplea un estilo telegráfico, muchos pasajes están formulados con una torpeza que no permite reconocer al autor de unos discursos refinados y unos editoriales muy articulados, mientras algunos desparrames del doctor en Germanística resultan literariamente esforzados, pero hinchados, cursis y penosos. Tan burdas carencias literarias tienen también su lado bueno, porque dejan a los textos su espontaneidad apenas modulada. Por lo demás, Goebbels tenía el firme propósito de emplear su diario como cantera para libros de muy distinto cuño, como el best-seller De la cervecería Kaiserhof a la Cancillería del Reich, publicado en 1934 y rebosante de vanidad, y «reelaborarlo para posteriores generaciones» (30.3.1941).

Los diarios de Goebbels dan, por último, información sobre cuestiones discutidas durante largo tiempo: los nacionalsocialistas no se presentaron como los secretos autores del incendio del Reichstag, sino como sus sorprendidos beneficiarios. Goebbels no fue el inductor de las quemas de libros, que en todo caso aprobaba. Alrededor del 30 de junio de 1934, cuando Hitler dio la orden de asesinar a la cúpula de las SA y otros opositores, Goebbels estuvo en permanente contacto con su Führer, como inductor a todas luces temeroso, pero sólo moderamente informado. La noche del 9 de noviembre de 1938, Goebbels convocó por su cuenta y riesgo al pogrom antijudío que pasó a la historia con el nombre de «Noche de cristal» y cuyo control perdió por completo. La lectura atenta del diario revela que Goebbels intenta legitimar su exclusiva autoría intelectual sobre los excesos con la supuestamente rápida aprobación de Hitler.

¿Qué tal trata el autor a la verdad? En 1924/25 saluda a su diario como «padre confesor» y «médico de la conciencia», en 1937/38 lo contempla como «refugio». De hecho, en grandes tramos parece creíble, no censurado y concienzudamente informativo, a veces incluso prolijo. Goebbels no hace propaganda alguna ante sí mismo. Durante los «tiempos de lucha», Goebbels había recalcado explícitamente, en un discurso pronunciado el 9 de enero de 1928: «Es buena la propaganda que conduce al éxito», y no por ejemplo la inteligente, moral y veraz. Pero como «Ministro de Ilustración del Pueblo y Propaganda del Reich», siempre dio preferencia a la verdad –a menudo en dosis cuidadosas– frente a la mentira efectiva, cuando existía el riesgo de que la mentira tuviera repercusiones más nocivas.

Ya en 1940 advirtió a sus colaboradores contra la idea de dulcificar la guerra y alimentar en el pueblo la ilusión de que pronto terminaría con éxito. Cuando el jefe de prensa del Reich, Otto Dietrich, declaró apresuradamente ante representantes de la prensa nacional y extranjera, el 9 de octubre de 1941, que la Unión Soviética había sido definitivamente derrotada, Goebbels se puso furioso. Para él no había mayor estupidez que querer vender la piel del oso antes de cazarlo. Sólo se podían anunciar victorias cuando se hubieran alcanzado: «Hay que explicar con calma al pueblo alemán la gravedad de la situación», escribió el 12.12.42, cuando la catástrofe de Stalingrado era ya ampliamente previsible, y el 9.4.43 constataba en su diario: «En general, el pueblo es más inteligente de lo que se piensa». Sólo en los últimos meses de guerra el éxito alucinatorio recubre en Goebbels al fáctico.

Aunque el diarista se esfuerza por ser honesto, es víctima una y otra vez de vanidosos autoengaños. Jalea constantemente el éxito, supuesto y real, de sus discursos, artículos y medidas políticas, sobreestima desmesuradamente su popularidad y nunca quiere ver cuándo su amado Führer está, repetidas veces, extremadamente insatisfecho con él. Si hacemos una comparación con el diario del ideológico jefe nazi Alfred Rosenberg, su más abierto oponente y más perverso enemigo, estas discrepancias se ponen claramente de manifiesto. Por otra parte, en el diario de Goebbels se puede seguir con bastante precisión la poca estima en que tiene a Goering, Hess, Ley, Ribbentropp o la mayoría de los generales de la Wehrmacht, con los que no obstante establece cambiantes compromisos y alianzas de ocasión, y por qué manifiesta seguimiento y simpatía por otros, como es el caso de Gregor Strasser, por cuya ala «izquierda» se inclinó al principio dentro del partido. Junto a su natural arrogante, el diario desvela otros puntos débiles del carácter de su autor: su actitud fundamental, en parte cínica y en parte plañidera, sus arranques obsesivos y sentimentales en el campo del erotismo y el brusco cambio del aire protector a la brutalidad. Sin duda, la personalidad de Goebbels resulta mucho más accesible que la de Adolf Hitler, que siempre mantuvo ocultos a sí mismo y su escasa vida privada. De las «hojas de recuerdos» redactadas por Goebbels en 1924 y pensadas como preludio del diario, se pueden extraer características fundamentales de su niñez, su adolescencia y su época de estudiante: el origen pequeñoburgués, una «dolencia en un pie» que marca para siempre el destino del lisiado cojo, una «juventud desde entonces bastante carente de alegría» y la interminable «lucha con el sexo», que lo lleva casi a la locura. No cabe sorprenderse de que incluso años después este hombre físicamente desfavorecido exclamara en su diario «¡La vida es una mierda!».

Sería fácil explicar la carrera de Goebbels recurriendo al concepto de Alfred Adler de la supercompensación de un complejo de inferioridad. En favor de esto hablan también su vanidad narcisista, su arrogancia e hipersensibilidad a la crítica, propiedades todas que dejaron sin auténticos amigos al notorio marginal que fue desde niño y que, en realidad, siempre siguió siendo. «El Dr. G. no tiene ningún amigo, ningún compañero», anotaba triunfante Alfred Rosenberg en su diario en 1939, y añadía: «Hoy es […] el hombre más odiado de Alemania».

Aun así, los intentos de interpretación psicológica se quedan demasiado cortos. Más esencial es un fenómeno estructural: igual que la biografía de Hitler sólo gana sus contornos con la relación del Führer con la «comunidad de pueblos» alemana, la biografía de Goebbels ha de entenderse en primer término a través de su relación con el Führer. Hitler y Goebbels se utilizaron el uno al otro para llegar a ser lo que fueron. Se complementaron de forma ideal, con distintos puntos fuertes y distintos métodos incluso en el mismo campo de la retórica, la propaganda y la puesta en escena. Mientras Hitler apelaba, con instinto increíblemente certero, a los afectos y nostalgias de las masas, Goebbels tiraba con virtuosismo de todos los registros del arte de la persuasión. «Goebbels es uno de los oradores técnicamente más perfectos que jamás han utilizado la lengua alemana», juzga Helmut Heiber, cuya biografía de Goebbels de 1962 sigue siendo la más matizada. Hitler jamás tuvo que temer como competidor a su fiel «escudero». Y al menos de Goebbels se puede decir que su postura –patética y entregada– hacia Hitler apenas varió en el curso de los años.

Y eso que justo al principio de su relación casi se produjo la ruptura política, porque Goebbels se mostró completamente desilusionado con la «encarnación de nuestra fe y de nuestra idea» tras un congreso celebrado el 14.2.1926: «Hitler habla durante dos horas. Me siento abatido. ¿Qué Hitler es éste? ¿Un reaccionario? Fabulosamente torpe e inseguro […]. Ya no creo ciegamente en él. Esto es lo terrible: he perdido el apoyo interior. Sólo soy a medias» (15.2.26). Pero dos meses después ya están puestas las vías del futuro. Hitler ha reconocido con claridad las dotes y el valor de su futuro heraldo, y le llama a su lado. Su euforia no conoce límites: «¡Me pliego ante el más grande, el genio político!» (13.4.26); «Adolf Hitler, te quiero porque eres grande y sencillo al mismo tiempo. Eso es lo que se llama genio» (19-4-26). Este sometimiento alimentado de forma libidinosa y este servilismo de aire religioso se mantendrían.

El 12 de diciembre de 1941, Goebbels enumera en su diario sus cuatro principales servicios al partido, empezando por el último: Haber «creado el mito del Führer». De hecho, fue Goebbels el que implantó el apelativo «Führer» –al menos desde finales de 1931– como obligatorio para todos los militantes del partido. Incluso en su diario, en adelante ya no se habla como hasta entonces de «Hitler» o del «jefe», sino únicamente del «Führer». Naturalmente, no bastaba con este título, tan singular como sencillo. Hacía falta un refinado y permanente masajeo del «alma popular» para estilizar al Führer no sólo hasta convertirlo en exclusivo y único centro de la política del Tercer Reich, sino en albacea histórico y «mesías» de los alemanes. Satisfecho, el 4 de diciembre de 1938 Goebbels puede constatar en su diario «que Alemania se ha convertido en República del Führer para toda la eternidad». También la divisa unificadora y fórmula trinitaria «Un pueblo, un Reich, un Führer» procede de Goebbels, que jamás sentía pudor ante una creación lingüística o un eslogan.

Además, como Goebbels, atento lector de la Psicología de las masas de Gustave Le Bon, ha comprendido, se necesitaban escenificaciones arrolladoras: desde la fiesta integradora del 1 de mayo de 1933 y los congresos anuales del partido en Nuremberg, de megalómana organización, hasta el «Desfile del Führer» para celebrar el quincuagésimo cumpleaños de Hitler, el 20 de abril de 1939 ––pocos meses antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial–, pasando por las Olimpiadas de 1936, que embriagaron incluso al extranjero, «el Führer es festejado por el pueblo como ningún mortal ha sido festejado nunca […]. El público ruge de entusiasmo. Nunca he visto así a nuestro pueblo» (21.4.39). Creer en el Führer significa creer en los milagros. Todavía un mes antes de su muerte Goebbels confiaba a su diario: «Una alocución radiofónica del Führer tendría hoy el mismo efecto que una batalla ganada» (27.3.45). Hasta el final, Goebbels no perdió la esperanza, religiosa por así decirlo, de que cuando llegara el momento decisivo, la crisis y punto de inflexión de la Historia, el Führer «descendería de las nubes como un Deus ex machina» (28.3.45). Al final, el creador del «mito del Führer» fue una víctima enteramente consecuente de su propia invención.

Joachim Fest cree poder deducir de la afirmación de Goebbels: «Nunca he hecho mi propia política», que el Ministro de Propaganda carecía de sustancia política. Es un error. Ya en la temprana anotación de diario, que él cita: «Soy el más radical. De nuevo cuño. El hombre como revolucionario» (30.7.26), Fest hubiera podido ver que la «política propia» se muestra tanto en los métodos como en los contenidos. En el sentido en que él lo decía, Goebbels siempre siguió siendo «revolucionario radical», a pesar de toda su corrupción privada inducida por el poder. En su notable estudio Joseph Goebbels, un socialista nacional (1992), Ulrich Höver detalla cómo los historiadores y biógrafos han caracterizado casi sin excepción a Goebbels como «oportunista» –una etiqueta siempre recurrente–, «mecánico del poder falto de conceptos» (H. Heiber) o incluso como notorio «traidor». Desde luego, el propagandista jefe del Nacionalsocialismo no quería ser ni ideólogo jefe –para él esa función la ejercía Hitler, y no, por ejemplo, Rosenberg– ni un correligionario estrecho de miras, sino más bien un eficaz táctico político y un efectista malabarista de la palabra. Táctico no es lo mismo que oportunista.

Ulrich Höver encontró multitud de pruebas escritas para su tesis de que Goebbels se había atenido a su primitiva línea colectivista, anticapitalista y antioccidental. Sin duda, Goebbels despreció y odió toda su vida a la burguesía, a sus ojos egoísta, decadente e históricamente «agotada». Desde su época de jefe de distrito del NSDAP en Berlín, desde el que ganó para Hitler al proletariado local, tradicionalmente de izquierdas –su más asombroso logro político–, hasta las últimas semanas de la guerra, tras cuyo punto de inflexión abogó muchas veces por una paz separada con Stalin, defendió incesantemente lo que él entendía por un «socialismo nacional» que apuntaba al futuro. ¿Significa eso no querer «hacer una política propia»? Con ideas muy propias, Goebbels, que estaba llamativamente preocupado por su buena reputación en el extranjero, hubiera querido –incluso le hubiera gustado– todavía en 1944 ser ministro de Exteriores, lo que en todo caso jamás pasó por la mente de Hitler.

Para mantener su favor, Goebbels se tomó todas las molestias del mundo para ser, ideológica y metodológicamente, el alumno modelo. Mientras era el ministro más joven que había habido nunca en Alemania, fue, en un gabinete postergado por el Führer, el más intrigante de los sabelotodos, un repipi primero de la clase. «Durante aquel año [1933], Goebbels prácticamente dominó el gabinete. Superior intelectualmente a todos ellos, los vencía con facilidad en cualquier debate», dice David Irving en su biografía de Goebbels de 1996. En su propio departamento, puso con toda claridad el énfasis en la propaganda, mucho más que en una política cultural de irradiación mundial. Sobre todo, siguió siendo «el trompetero de Hitler» (H. Heiber).

Receptivo a las innovaciones técnicas, Goebbels pronto advirtió el inmenso potencial de la radio, que tenía por entonces apenas diez años, la más poderosa de las «armas espirituales del Estado totalitario», y dirigió rigurosamente ese instrumento hasta en los detalles de los programas. También «neutralizó» la prensa alemana, cuyos representantes en la diaria conferencia de prensa de las 12 podían coescribir los reportajes y comentarios que el ministro quería para cada página. Esa reglamentación, que no se detenía ni en la elección de los vocablos, no le impedía sin embargo criticar con cruel burla la monotonía de contenidos, sosez y aburrimiento de los periódicos.

Es interesante, como ya Ernest K. Bramsted señalaba en 1965, en su detallado análisis de la propaganda nacionalsocialista, que Goebbels dejara las riendas bastante sueltas al liberal Frankfurter Zeitung, tradicionalmente muy prestigioso, y le dejara pasar muchas cosas. Sabía que su lenguaje moderado, analítico y cultivado hallaba audiencia y aplauso en el extranjero, y lo usó por tanto como herramienta de su política exterior, hasta que en 1943 Hitler ordenó silenciarlo… «arbitrariamente», como Goebbels lamentó con franqueza en su diario.

Goebbels llevó a su culmen su tiranía sobre la opinión pública. Lo hizo todo para que el Nacionalsocialismo penetrara en el hogar y la familia, incluso si para ello el hijo tenía que desautorizar o incluso denunciar al padre. En una de sus campañas más espectaculares, la recolección de ropa de invierno para los soldados que sufrían en el frente oriental, inspirada por él a finales de diciembre de 1941 –«¡Dadles lo que sólo vosotros podéis darles!»––, interfiere masivamente en la esfera privada de sus «compatriotas», la vuelve del revés igual que un guante. Su propia vida privada estuvo siempre expuesta a la chillona luz de la opinión pública; la familia favorita de Hitler –con sus seis hijos–, escogida de antemano para ser enseñada, una de las más fotografiadas del mundo.

Cuando Magda, debido a las continuas aventuras eróticas del –según la vox populi– «semental de Babelsberg», considera la posibilidad de la separación, en 1938, Hitler da un puñetazo encima de la mesa, «pero es muy bondadoso y humano» (24.10.38). Así que el supuesto matrimonio modelo se mantiene. No pocos historiadores lo atribuyen a que Hitler apreciaba mucho, cuando no cortejaba, a la atractiva y mundana Magda Goebbels. Antes de suicidarse, le regaló su insignia de oro del partido. Goebbels era consciente de la excepcional relación entre su Führer y su esposa, y también de que podía conseguir más proximidad a su ídolo si el frecuentemente invitado «tío Adolf» se sentía bien, acogido y atendido en casa de la familia Goebbels.

Mucho menos consolidado ideológica y programáticamente que Hitler, su alumno modelo intentaba por así decirlo anticiparse a los proyectos de su maestro –incluso sin estar íntimamente convencido de ellos–, con lo que a veces provocaba el efecto contrario. Aunque su gusto artístico no era tan archiconservador y polvoriento como el de Hitler, hizo preparar para el poderoso pintor fracasado la «Exposición vergonzante de arte degenerado» que se inauguró en el verano de 1937. Es más que cuestionable que la masiva afluencia demuestre que los visitantes mostraban repugnancia ante las obras expuestas. Con menos habilidad actuó Goebbels, al que la religiosidad «enteramente anticristiana» (29.12.39) de Hitler imponía, en el curso de los «procesos contra los curas» puestos en marcha por él en 1937/38. Provocaron viva indignación entre la población, y el propio Hitler tuvo que poner coto a la campaña de persecución.

Goebbels se precipitó sobre todo en la «cuestión judía». Apenas nombrado ministro de Propaganda, Goebbels llamó al boicot de los comercios judíos, el 1 de abril de 1933. Esta misma acción resultó un error, porque los alemanes se mostraron mayoritariamente reservados o manifestaron su repugnancia. La «Noche de cristal» del 9 de noviembre de 1939, incitada con exceso de celo por Goebbels, en la que 200 sinagogas fueron destruidas, 7.500 comercios judíos fueron demolidos y casi cien ciudadanos judíos asesinados, resultó un fiasco para él. Goering, Hess e incluso Himmler desaprobaron tan costoso vandalismo, y Rosenberg anotó con satisfacción la reacción de Hitler, que le habían contado: «El Führer está profundamente conmocionado […], interiormente ha terminado con él [Goebbels]». Además, con esta acción Goebbels calculaba poder volver a ganarse al Führer, en extremo irritado por su relación con la actriz checa Lida Baarova. Un error de cálculo, tan grave que los hechos tienen que ser ocultados o suavizados, desfigurados y retorcidos en el diario: «[El Führer] está de acuerdo con todo» (11.11.38). El autor no estaba en condiciones de hacer una consideración sincera, que hubiera puesto al descubierto la debilidad de su propia posición, lo precipitado de las decisiones tomadas, el caos de los acontecimientos y las ásperas reacciones habidas.

Innumerables pasajes del diario documentan el decidido antisemitismo de Goebbels. Ya en 1924 recalca: «Nuestro peor enemigo en Alemania es el judaísmo» (4.7.24). Sin embargo, desde el punto de vista puramente personal y en los casos concretos, no tiene nada en contra de los judíos, y se burla de la fundamentación «teórico-racial» del antisemitismo calificándola de «razamanía» (20.12.30). Para él, el judaísmo simplemente encarna las perversiones del capitalismo. Por esa razón ve en la solución de la «cuestión judía» «el primer paso para la resolución de la cuestión social», la cuestión esencial de la época. Este paso no debería detenerse ni siquiera ante la aniquilación. Después de visitar el gueto de Lodz, el diario establece: «Esto ya no son hombres, son animales. Por eso, no se trata de una tarea humanitaria, sino quirúrgica. Hay que hacer incisiones aquí, y enteramente radicales» (2.11.39). Años después, echa la vista atrás y escribe, entre el lamento y el consuelo: «Tan sólo en la cuestión judía hemos llevado a cabo una política radical. Fue correcta» (4.3.44). Como antisemita convencido, Goebbels se mantiene fiel a sí mismo hasta el final.

Y entre tanto anhela la aprobación de Hitler, cuyo antisemitismo programático conoce por muchas conversaciones personales, y cuya «implacabilidad» en la «cuestión judía» el diario de Goebbels elogia con sorprendente condescendencia en la primavera de 1942: «Muy bien». Ya el 19 de agosto de 1941, Goebbels ha confiado a su diario que quiere «extraer las últimas consecuencias respecto al judaísmo». Así que ya no quiere dejarlo en la multitud de inhumanas vejaciones que ha ideado hasta ahora para los judíos que siguen en el Reich. Un día después se alegra de haber obtenido el permiso del Führer para implantar un símbolo para los judíos, la «estrella de David amarilla», y concluye con las palabras: «Será mi ambición no tener descanso ni reposo hasta que el último judío haya salido de Berlín» (20.8.41).

Cuando Goebbels da el 18.10.41 la orden de deportación de los judíos berlineses, Hitler no ha sido «ni preguntado ni informado», cree el historiador británico David Irving en su biografía de Goebbels, publicada en 1996. ¿Estaba el «Berlín sin judíos» pensado como regalo para Hitler? Tales iniciativas y un artículo en la renombrada revista goebbelsiana Das Reich de 16.11.41 –es decir, dos meses antes de la conferencia del Wannsee– son empleadas por Irving como pretexto para identificar a Goebbels como el orientador e inspirador de la «solución final de la cuestión judía». El esfuerzo revisionista de Irving, conocido hasta la saciedad, por eximir a Hitler por todos los medios de la culpa directa del Holocausto culmina en la afirmación: «Durante los nueve años siguientes, Goebbels fue el motor que impulsó a su más bien reticente Führer a emprender campañas cada vez más radicales contra los judíos». Un desplazamiento del peso fácilmente perceptible.

Una y otra vez, Goebbels resulta amargamente decepcionado por su mentor. Tiene que esperar más de un mes hasta recibir, el 13 de marzo de 1933, el ansiado puesto de ministro. En 1938, la relación entre Hitler y él ha alcanzado uno de sus puntos más bajos debido al eco público, extremadamente negativo, de los amoríos de Goebbels. Y con el principio de la guerra Goebbels, el civil e ignorante en asuntos militares, pasa cada vez más a segundo plano. Sólo la catástrofe de Stalingrado aproxima a Hitler y Goebbels, que exige impertérrito una «totalización de la guerra» que aún dista mucho de haberse hecho realidad. Hasta que ambos esperan como fantasmas la «muerte del héroe» en el bunker berlinés del Führer y Goebbels trata de insuflar valor recordando crisis superadas antaño y la actitud «estoica» del rey de Prusia Federico el Grande, salvado como de milagro: «Así tenemos que ser, y así seremos» (28.2.45).

Él no era así, y tampoco llegó a serlo. A Goebbels, el «socialista nacional» insuperable en su radicalidad verbal, los hombres le habían decepcionado gravemente. Al parecer, los alemanes convertidos por él a la verdadera fe no estaban dispuestos a sacrificar su vida por la «mayor idea» de la Historia de la Humanidad. En el fondo, siguió siendo el misántropo egocéntrico que –como constató Joachim Fest– sólo en su diario de 1925/26 hablaba en múltiples ocasiones de «esa canalla que es el hombre». Y también en eso se creía ratificado por su Führer: «No tiene en mucho al homo sapiens. No debería sentirse tan superior al animal. No tiene motivos para ello» (29.12.39).

Traducción de Carlos Fortea

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